María Eugenia Capuchetti, titular del Juzgado Criminal y Correccional Federal número 5, acaba de rechazar el pedido de la Unidad de Información Financiera (UIF) a los efectos de que se declare nulo el sobreseimiento de Cristina Fernández de Kirchner por enriquecimiento ilícito (Fallo), dictado a su vez por el anterior titular del mismo juzgado número 5, Norberto Oyarbide.
La acción de nulidad interpuesta por la UIF (en la administración anterior obviamente) giraba alrededor de la doctrina de la cosa juzgada írrita o fraudulenta.
Recordemos brevemente que la cosa juzgada es una garantía penal estipulada por el derecho, de tal forma que si un juicio arroja un resultado favorable al imputado o procesado, entonces la causa no puede ser reabierta.
La doctrina de la cosa juzgada írrita o fraudulenta, por su parte, sostiene que para que una decisión judicial tenga entidad de cosa juzgada, o que dicha cosa juzgada no sea fraudulenta, se tienen que cumplir algunos requisitos. En particular, tiene que haber existido una verdadera controversia.
Como muy bien lo explica Federico Morgenstern, quien no hace mucho publicara un libro en defensa de esta doctrina (Cosa juzgada fraudulenta: Ensayos sobre la llamada cosa juzgada írrita), esto se ve reflejado en la etimología de la expresión que se suele utilizar en inglés para hacer referencia al punto: double jeopardy.
El término “jeopardy”, nos recuerda Morgenstern, es de origen francés y se refiere a un “juego partido” en el sentido de que se trata de un juego en el cual no sabemos quién ganará y por eso es que “hay partido”. Un verdadero juicio penal, entonces, es una actividad incierta debido a que existe un verdadero riesgo de que gane cualquiera de las partes. Pero si ya sabemos de antemano quién va a ganar, entonces no hay partido, ni juicio, y por lo tanto tampoco hay cosa juzgada.
A primera vista, no puede sorprender que haya gente que dude de la legalidad del sobreseimiento cuestionado por el pedido de nulidad. Después de todo, y para no hablar del incremento patrimonial en cuestión ni del tiempo récord de la investigación judicial, el mismo Oyarbide dijo haber sido presionado y el propio contador de Cristina Fernández de Kirchner, Víctor Manzanares, que había sido uno de los peritos de la defensa en los que se basó el sobreseimiento dictado por Oyarbide, también sostuvo posteriormente que la decisión de Oyarbide no obedecía a razones legales.
Ahora bien, hay dos grandes aspectos del fallo de la jueza Capuchetti que llaman la atención. En primer lugar, su decisión no niega que la cosa juzgada írrita o fraudulenta sea parte del derecho vigente en nuestro país, sino que reconoce al menos implícitamente que se trata de un instituto vigente en el derecho argentino, tal como sostiene Morgenstern. En todo caso, la jueza no rechaza la cosa juzgada fraudulenta sin más, sino que para la jueza este instituto no se aplica al sobreseimiento dictado por Oyarbide debido a que “no existen elementos que permitan conmover las sólidas bases sobre las cuales se asienta la cosa juzgada de aquella resolución” (f. 1, énfasis agregado).
Es digno de ser destacado además que según la UIF en su gestión actual (después de todo, fue la UIF en la gestión anterior la que había presentado el recurso de nulidad) “la cuestión presenta varias aristas y argumentos en favor de una y otra solución, muchos de los cuales se ubican en planos de jerarquía equivalente y entonces invitan necesariamente a una toma de postura basada en convicciones de orden superior, constitucionales, filosóficas y democráticas, y es con motivo de ello que la postura de esta Unidad de Información Financiera bajo la actual gestión, se conducirá de acuerdo a esos cánones” (cit. a fs. 23, énfasis agregado).
En otras palabras, incluso para la UIF bajo la gestión actual no es claro lo que exige el derecho en relación a la cosa juzgada fraudulenta, sino que existen argumentos “en favor de una y otra solución... de jerarquía equivalente”, se trata de “una toma de postura basada en convicciones de orden superior, constitucionales, filosóficas y democráticas”, lo cual es una manera de decir que es una cuestión de interpretación.
En segundo lugar, el fallo con mucha razón sostiene en su primera foja que “en un Estado Social y Democrático de Derecho la lucha contra los diversos tipos de criminalidad no debe darse sacrificando principios jurídicos básicos; aún en casos como el presente, en donde desde sectores de la opinión pública se intenta persuadir a la justicia a dirigir sus decisiones en un determinado sentido sin que se lleve a cabo un análisis jurídico crítico del caso” (énfasis agregado). En otras palabras, no hay nada que ponderar, ni capítulos que agregar a una novela en cadena, ni siquiera a pedido del público.
Los lectores del blog se estarán preguntando por qué llama la atención semejante declaración casi tautológica o redundante en la boca de un tribunal. Después de todo un juez que luchara “contra los diversos tipos de criminalidad”, “sacrificando principios jurídicos básicos”, que se dejara influir por la “opinión pública” de tal forma que sus decisiones no se basaran en “un análisis jurídico crítico del caso” sino que estuvieran dirigidas de antemano “en un determinado sentido”, este juez no se estaría comportando como tal—al menos en un Estado democrático de derecho—sino que estaría infringiendo los deberes básicos constitutivos de su papel institucional, arrogándose el papel de un legislador, un constituyente o un artista (¿Cómo deben razonar los jueces?).
Sin embargo, a esta altura los lectores del blog son conscientes de que, por ejemplo, la mayoría de la Corte en el fallo “Muiña” (acerca de la aplicación del 2 x 1 a juicios de lesa humanidad) lo que hizo también fue precisamente “luchar contra los diversos tipos de criminalidad” sin “sacrificar principios jurídicos básicos”. Así y todo, a raíz de dicho fallo fue la opinión pública la que intentó “persuadir a la justicia a dirigir sus decisiones en un determinado sentido sin que se lleve a cabo un análisis jurídico crítico del caso”, y que dicho intento fue exitoso a juzgar por la ley penal retroactiva sancionada por el Congreso de la Nación casi por una unanimidad apenas unos días después del fallo y convalidada en la práctica al año siguiente por la Corte Suprema de Justicia en el fallo “Batalla”, con la sola salvedad de su presidente.
Hablando de lesa humanidad, en esta clase de juicios no se sigue la exigencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos indicada por la jueza Capuchetti, según la cual “el principio de igualdad requiere que el tiempo razonable del proceso y la consiguiente limitación de derechos sean de pareja exigencia por parte de cualquier persona” (fs. 2, énfasis agregado), ya que el plazo razonable no es tenido en cuenta en juicios de lesa humanidad.
No es ninguna novedad que a una parte significativa de la sociedad argentina no le preocupa que en los casos de lesa humanidad el Estado de derecho no haya sido respetado, ya que se trata de juicios que involucran acusados y condenados moralmente reprobables, para no decir nada de su ideología política.
La pregunta que nos podríamos hacer, sin embargo, es qué pasaría si usáramos el mismo criterio con otros acusados o condenados, por ejemplo, con el líder de un partido político, que, si bien es bastante popular para una parte de la sociedad—después de todo se trata de un líder—, por alguna razón otra parte bastante significativa de la misma sociedad le formula muy serios reproches morales, para no decir nada de su ideología política.
La respuesta es que a nadie se le ocurriría supeditar la aplicación de las reglas de la legalidad, es decir del Estado de derecho, a la valoración moral o política de la sociedad, sino que por el contrario en un Estado de derecho, particularmente en ocasión de un juicio penal, el único criterio que se debe aplicar es el jurídico, por más que la opinión pública pida otra cosa.
Y si, así y todo, por alguna razón, fuéramos a poner en marcha el aparato punitivo del Estado sin supeditarlo a consideraciones legales, debería quedar claro que estamos haciendo exactamente eso, en lugar de congratularnos por ser un ejemplo del Estado de derecho y de los derechos humanos.