No quiero responderle a Martin Farrell sin revelar dos cuestiones que, admito, pueden ser de interés sólo para mí. La primera consiste explicar lo que me movió a escribir el ensayo inicial. Este se ocupa del patético acoso callejero contra un prestigioso académico francés, Alain Finkielkraut, por el sólo hecho de ser judío, y de las mujeres afganas, a quienes se les prohíbe montar bicicletas. Hace muy poco tiempo, en Paris, Finkielkraut se vio forzado a soportar las amenazas y los insultos de un grupo de chalecos amarillos. Estas hostilidades revelaron la abundancia de racismo y la xenofobia propios de esa conocida ciudad francesa. La culpa, sostuve en una entrada publicada en este blog, la tiene el respetable académico (
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Martin Farrell, otro académico de nota, en este mismo blog me obliga a explicar esta inculpación mejor de lo que lo hice porque cuestiona la moralidad de inculpar a Finkelkraut (
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Esta conversación que Andrés me refirió me resulta muy graciosa y la he repetido hasta el hartazgo. ¡A quién se le ocurre que la culpa la tienen ciclistas y/o los judíos! Pero decidí escribir el ensayo
La Culpa la Tienen los judíos y las Ciclistas Afganas al descubrir que, en Afganistan, les está prohibido a las mujeres trasladarse de un lugar a otro en bicicleta. Esta noticia me mostró una inesperada semejanza entre los miembros de los grupos que menciona el cuento recordado por Andrés y esta fue la perplejidad me movió a escribir el ensayo cuya tesis Martin Farrell rechaza. No supe hasta hace poco en qué me había metido.
Como carezco de toda vocación religiosa, está fuera de mi alcance entender por qué alguien prohibiría a las mujeres montar bicicletas. En todo caso, es un hecho que la reacción agresiva a su inobservancia es común entre los afganos y esto supone que hay creencias religiosas que sustentan la norma transgredida. Por lo tanto, dichas convicciones son constitutivas de la comunidad afgana. Lo cierto es que las mujeres que atraviesan los poblados en bicicleta sufren violentas agresiones por parte de quienes las ven pasar.
La segunda cuestión que querría aclarar es aún más personal. En el ensayo que Martín cuestiona, fui más obsecuente de lo necesario. Al solo efecto de congraciarme con quien entiendo es el creador y gerente del blog La causa de Catón en aras de que publicara mis entradas, aunque no sin cierta franqueza, afirmé que Andrés era mi filosofo del derecho favorito. Advierto ahora, demasiado tarde, que debí limitar esa declaración. La última soló tomó en cuenta la categoría Junior de los Filósofos del Derecho, a la cual pertenecen aquellos que no cuentan, por ahora, ni siquiera con 60 años. En mi escala personal, Martín Farrell ocupa una jerarquía equivalente a la de Andrés, pero en otra clase que el primero, ya que Martín pertenece a la clase Senior de los filósofos del derecho. Aclarados estos temas, me ocupo de responderle a Martin Farrell y, para hacerlo, regreso un instante al caso afgano y sus ciclistas femeninas.
Admiro a las mujeres afganas que desafían una injustificable exclusión. Cuatro o cinco de ellas, me acabo de enterar por casualidad, son candidatas al Premio Nobel de la Paz. Supongo que la distinción se apoya en el valor que requiere desafiar un prejuicio que suscita la indignación colectiva a la que me he referido. Pero premio nobeles o no, sigo culpándolas por atraer sobre sí una considerable violencia en su país. Desde el punto de vista de Martin, inculparlas es ridículo como lo es culpar a Alain Finkielkraut que se limitó a soportar la agresión de los Chalecos. Y admito que no está equivocado. Esto es, a menos que uno apele a la idea de que inculpar no sólo comporta la censura del transgresor de una norma legal y moral valiosa para la comunidad en que vivimos, sino que sirve también la finalidad de manipular a otro.
Culpándote por estacionar al borde del Camino Negro lo que hasta en ese momento era tu nuevo Mercedes Benz descapotable, es, en principio, reclamarte que no seas tan irresponsable. En ese paraje suele abundar la criminalidad callejera. Por este motivo, y mediante el recurso a la inculpación, puedo aspirar a disuadirte de exponer otra vez tu vida y tus bienes a las amenazas de moradores de parajes acentuadamente predispuestos a la violencia. Es por eso que, si adviertes que te culpo por estacionar tu auto allí, esto podría contribuir a evitar que repitas conductas que llamaría, en el caso, “auto-destructivas”. Pero, en tanto te culpe para modificar tu conducta, esto no requiere que esta última sea inmoral. Si respetas mi juicio, tu consideración por la opinión que revela la inculpación, tendrá una fuerza independiente para para no incurrir en otras torpezas semejantes y por lo tanto sentir el arrepentimiento que provoca extrañar a tu ex Mercedes Benz. Algo semejante ocurre en el caso de Martín.
Martín nos relata que él muestra su reloj Rolex en un barrio peligroso. Supongamos, para que el ejemplo tenga mayor peso, que los habitantes del lugar se han visto excluidos (generación tras generación) del acceso a actividades mínimamente rentables para sustentar una vida digna. Supongamos también que sus vecinos carecen de servicios sanitarios apropiados y de escuelas en las que se puedan educar. Martin afirma que tiene un derecho—tanto moral como legal—a la exhibición del reloj y estoy bastante cerca de coincidir con él. Pero eso no significa que, en el caso que describo, si le arrancan el reloj pulsera y lo lastiman, no deba culparlo en los dos sentidos.
En primer lugar, es cuestionable que sea moralmente neutro tentar a gente marginada a apropiarse de mi Rolex aun a riesgo de terminar en la cárcel. Es cierto que hay algo absurdo en culpar a Martín por instigar a otros a hacer de él una víctima. Pero ¿por qué no? Quiero subrayar lo obvio y es que la venta del reloj robado le permitiría al ladrón alimentar durante varios meses a sus tres hijos. Y aún en el caso de que, culpándolo, no persiguiera nada cercano a retribuir una transgresión inmoral, sí sería plausible que intentase a inducirlo a evitar imprudencias semejantes por su propio bien. Es cierto que no sólo lo manipularía, si me hace caso, sino también que mi conducta es paternalista ya que lo censuraría por su propio bien. Pero este es un paternalismo “blando” porque se limita a inducirlo a optar por un curso de acción que redunda en su propio beneficio. De hecho, las reglas que exigen al farmacéutico recetas para venderme hipnóticos y Valium para dormir mejor no difieren esencialmente de mi ejemplo.
Culpamos a otros de tres maneras que a veces se superponen: a) una ligera o fútil; b) para manipular de un modo paternalista a alguien de modo que observe determinada conducta; c) para retribuir un acto que juzgamos legal y moralmente reprobable. En el último caso, comporta la expresión de mi indignación al advertir que alguien transgrede una norma que contribuye a organizar las relaciones entre los miembros de una comunidad. Las inculpaciones de la primera clase carecen, en principio, de peso sobre los actos propios de terceros. Comportan, en lo esencial, expresiones de rechazo o repudio sin consecuencias por algo que otro hizo. Por ejemplo, yo no me agoté de culpar a mis vecinos por el barullo que emana de su departamento. Es posible que mi acto de culparlos concite o robustezca inculpaciones similares por parte de otros vecinos de modo que estos yo, todos juntos, increpemos a la familia gritona. En la última hipótesis, los moradores del departamento se gritarán menos entre sí y mejorará la calidad de vida del edificio en el que vivo. En este caso, mi inculpación provocará los efectos de la segunda manera de culpar.
La exhibición hecha por Martín de su Rolex puede ser inculpada en un ámbito limítrofe entre el segundo y el tercer sentido mencionados. El segundo, porque quiero proteger su reloj, su muñeca y hasta su brazo si compra otro Rolex y se comporta con la misma imprudencia que la vez anterior. Pero puedo culparlo por la originalidad de instigar a otros a transgredir normas que protegen la propiedad con el agregado de que Martin sería no solo el instigador sino también a víctima.
Mi conclusión es que hay razones para culpar al académico judío, a las ciclistas afganas y a Martín Farrell por exhibir su reloj de lujo. Es un injustificable error si lo inculpamos en el último sentido (salvo en la hipótesis del barrio extremadamente carenciado). Yo aprendí mucho de Martin Farrell acerca de sus propiedades del utilitarismo y del peso de las consecuencias de nuestros actos. El respeto que me infunde, me lleva al convencimiento de que él mismo podría haber refutado su ensayo mucho mejor que yo.
Jaime Malamud Goti