viernes, 15 de marzo de 2019

La Culpa la tienen los Judíos y las Ciclistas afganas (por Jaime Malamud Goti)



Andrés Rosler, mi filósofo del derecho favorito en la actualidad, critica con mordacidad el chauvinismo de muchos franceses (La culpa de todo la tienen los judíos (y los ciclistas)). El tema que suscita esta opinión es el entusiasta antisemitismo que reflejó un grupo de Chalecos Amarillos un viernes o sábado en Montparnasse; era Sabbat. Al toparse con un judío, varios miembros del grupo vociferaron una variedad de insultos: “judío de mierda”, “Volvé a Israel,” “Francia no te quiere!” Emmanuel Macron se apresuró a censurar la agresión y, ni lerdo ni perezoso, Andrés Rosler se apresuró a publicar una nota de su puño en la que, con sorna, culpa al judío por el incidente. Se trataba de un afamado Académico de la Academia Francesa llamado Alain Finkielkraut.

La culpa, con sarcasmo asevera Andrés “la tienen los judíos y lo ciclistas.” (sic.) De esta manera, como es obvio, Andrés coincide con Macron en acusar a los chalecos amarillos injuriantes. Pero, a diferencia del último asegura que “La culpa de todo lo tienen los judíos y los ciclistas.” Es sabido que hay poco de qué culpar a los ciclistas a menos que lo hagan algunas personas en ciertos lugares como Afghanistan, el revoltoso país que veda a las mujeres el uso de ese popular vehículo.

Pero vuelvo a Finkielkraut. Yo no sólo lo culpo a él de causar el incidente. Con mayor énfasis, culpo a Macron y a Rosler por confundir al público sobre un tema acentuadamente conflictivo. Escuchar a Macron y, más grave aún, leer a Rosler, confunde a oyentes y lectores razonables porque muchos de ellos no dudarán en censurar al grupo de injuriantes con el mayor énfasis.  Con su habitual ingenio, Andrés sugiere que el académico judío no se encontraba en el lugar apropiado en el momento oportuno. Pero el mismo autor sugiere que las cosas son así en realidad cuando agrega que “la culpa de todo la tienen los judíos y los ciclistas.” La irreflexión que provocan ambos al acusar a los Chalecos, claramente Macron y con Rosler con disimulo, encubren al mayor responsable. Ninguno de los participantes del episodio merece mayor reproche que el propio Profesor Finkielkraut. Por esto mismo, Macron, con su discurso y la nota de Andres inducen al público a adoptar una desafortunada perspectiva entre quienes, de buena fe, nos exaspera el chauvinismo en acción.

Existen algunas relaciones particularmente intrincadas entre la inculpación, las leyes de la necesidad, la provocación y la violencia. Por ejemplo, me aguijonea la tenue obsesión que, por propia iniciativa, compartió conmigo mi mujer. Cuando vivíamos en Nueva York, Libbet, antropóloga cultural y feminista razonable, me alertó sobre la circunstancia de que, en los vecindarios menesterosos del Bronx (Ciudad de Nueva York), algunas libertades que damos por sentadas se retraen sin que podamos culpar a la amenaza constante de comunidades violentas. En este sentido, en el Sudeste del Bronx, opinaba Libbet, cesa mi derecho a extraer del bolsillo una billetera de cuero de cocodrilo si la exhibo a los transeúntes aún por unos segundos. Los habitantes de esos barrios viven excluidos del intercambio social y comercial habitual entre el resto de los miembros de la sociedad y, por eso mismo, se sienten extraños a la cultura que los rodea; especialmente a sus concepciones morales. Están, por lo general, tan habituados a la violencia por parte de vecinos y amigos que resulta irrazonable esperar de ellos la reprobación de las transgresiones que protagonizan.

Es verdad que sería ideal que nuestras expectativas se basaran en que la gran mayor parte de los miembros de nuestra comunidad compartiera la convicción de que respetar las reglas y principios legales es la práctica que más favorecería a la generalidad de la población a lo largo del tiempo. Pero este fenómeno ocurre en muy pocos lugares del mundo. En los años sesenta tuve que cambiar de tren en un pequeño pueblo de Dinamarca. Como mi equipaje era muy pesado, decidí abandonar mis valijas unos instantes en el andén mientras acudía a las oficinas de la estación ubicada a más de cien metros. Por precaución, le inquirí a un guardia ferroviario si podía dejar allí las maletas solas o si corría el riesgo de que desaparecieran. Con sorpresa, el hombre me preguntó: “¿son suyas?” “Si, son mías,” le respondí.  Mi interlocutor frunció ceño “¿Pero, entonces, por qué habría de llevárselas otro?” A mediados de los 60, al menos, el clima en Dinamarca era de un gran respeto por los demás. Algo tan ajeno a nosotros, aquí, como una manada de jirafas.

Quisiera agregar algo sobre el tema de la culpa y la necesidad. Pero ahora lo hago con relación a los ciclistas ya que Andres los introduce al tema. Ignoro si está prohibido por la Sharia o alguna regla formal o si está sancionado por costumbres rígidas, pero es sabido que, en Afganistán, las mujeres no deben trasladarse en bicicleta. Si lo hacen y son agredidas por la gente de un poblado y los hombres de su familia acuden en su defensa, el hermano que perdió la nariz de una cuchillada no puede—no debe—razonablemente culpar al quien lo lesionó. A lo mejor el CELS culparía a quienes conducen y administran el sistema político y social que provoca la situación. Pero esta actitud sería inconducente porque culpar es un acto simplificador: discrimina entre las acciones y acontecimientos que contribuyen a un hecho, cuáles son moral o legalmente relevantes. Las otras contribuciones ajenas a las que censuramos quedan ahora relegadas al trasfondo. Yo culparía a la mujer por poner en riesgo la vida de los hermanos y primos que la acompañan. Si me preguntaran, quién provocó las reacciones de los pobladores, respondería, “la mujer!”. Después de todo, la práctica de culpar se basa en las reglas y costumbres que rigen qué, cuándo y cómo, son libres de manejarse solas las mujeres. En el pueblo afgano de Qeisar, esa mujer no debió montar una bicicleta. Allí la culpa fue de la ciclista. Y, arrepentidos por acompañarla, los hermanos y primos de la mujer seguramente estarían de acuerdo.        
 
Y ahora paso al tema de Finkielkraut y los franceses. Cuando yo tendría alrededor de veinte años, fui a tomar el avión a Buenos Aires en la ciudad de Campinas, a cien kilómetros de la de San Pablo. Al subir las escaleras en busca de la puerta de embarque me topé con un grupo franceses de unos cuarenta años. Apoyados en la baranda externa a la escalinata, se entretenían asomándose para insultar a una mujer negra muy pequeña y joven que barría un descanso. “¡Quien te pintó el color?  ¿Queremos llevar a Francia gente de tu color…” El miedo que me inspiró el número de hombres ocupados en esta estúpida y desagradable actividad me paralizó y no hice ni dije nada. Guardo la imagen de la escena hasta hoy porque volví a observar actitudes similares más tarde en París.  El discurso de Charles de Gaulle en Junio de 1944 en el que atribuye a sus compatriotas de la Resistencia la expulsión de las tropas alemanas de Francia puede haber sido un acierto político en un país humillado por la ocupación alemana. Pero de Gaulle estaba desinformado o simplemente mintió.
 
De muy joven conocí al hijo de la jefa de un grupo de la Resistencia. Su madre, francesa, despreciaba a la mayoría de sus compatriotas por su negativa a resistir el dominio alemán. La famosa Resistencia francesa estuvo integrada en un número considerable por españoles republicanos, comunistas y otros extranjeros decididamente anti-nazis. Entre otros, desertores del mismo ejército del Reich. Esta realidad aparece corroborada por una amplia literatura que desbarata la construcción de un movimiento importante de franceses en armas. En su reciente tesis, Sheila Ann Finnegan afirma que no debía exceder los cuarenta mil en un país de sesenta millones de habitantes. En su mayor parte, los franceses vivieron en armonía con las tropas de Hitler (Ver “Hidden from View: Foreigners in the French Resistance”, tesis doctoral, 2018.) Algunos cientos de mujeres rapadas por compartir su intimidad con miembros de la ocupación fueron sólo chivos expiatorios. Muchos franceses apoyaron al nazismo y hoy preferirían vivir bajo su poder a tolerar la migración de africanos de sus ex colonias.
 
Los chalecos amarillos, por lo que alcanzo a entender, son grupos variado de militantes de la clase media francesa. Defienden las más variadas ideologías que oscilan entre la extrema derecha hasta la izquierda radical. ¿Qué pudo, entonces esperar el Profesor Finkielkraut de su encuentro con esta muchedumbre? Yo pienso que, en el mejor de los casos, lo que tuvo que tolerar la chica brasileña que limpiaba la escalera en el aeropuerto o los turistas. De modo que fue la falta de oportunidad de la aparición de Finkielkraut lo que provocó la reacción del grupo de chalecos. Para explicarlo mejor, es a mi hijo de catorce años a quien culparía si, por aventurarse a pasearse por un barrio en el que abunda la criminalidad, algún residente lo golpeara. Si mi inculpación se dirige a identificar una causa de las lesiones de modo de evitarla en el futuro, no tiene mayor sentido culpar al asentamiento o a los bajos fondos. Es disuadir a mi hijo de repetir la aventura. La inculpación, como afirmé, es simplificadora y por lo tanto, ajena a consideraciones políticas y económicas que apunten a terminar con los barrios violentos. Para esto hacen falta operaciones estadísticas y la acción del Estado. No sirve aquí culpar. Si aceptamos esta premisa, la culpa la tuvo el Profesor Finkielkraut y no quienes actuaron como era dable esperar que lo hicieran. Las reflexiones de Rosler y Macron son moralmente correctas, pero dirigen la inculpación en la dirección equivocada. Resulta paradojal, es cierto, pero quienes respetan a ambos, como es mi caso, deberíamos culparlos por conducirnos por la senda equivocada.

En Francia abundan los xenófobos y los nazis y Finkielkraut debió evitarlos de la misma manera en que debo evitar cruzar la violencia de un río caudaloso porque solo yo sería culpable de perder la cámara fotográfica que me confiaron. Del mismo modo, la mujer afgana que monta su bicicleta para pasear por Farah o Zaranj, es responsable por las muertes y lesiones resulten de las posibles confrontaciones que provocan. La culpa no es necesariamente de los judíos y los ciclistas pero sí puede ser la de algunos judíos y de ciertos ciclistas. No es justo acudir en su defensa a costa de que la inculpación recaiga sobre terceros.

Es cierto que el razonamiento es en esencia paternalista. Apunta a proteger a la víctima en el futuro y a otros propensos a imitar su error. Pero este paternalismo es blando. No inhibe a nadie de vivir su vida como elija hacerlo salvo la de aparecer en lugares indebidos en un mal momento. Es el paternalismo que prohíbe que menores compren heroína libremente o que cualquier millonario se compre un Boeing para realizar piruetas sin haber aprobado los cursos de vuelo correspondientes. Sólo un libertario furioso se opondría a esta tenue intromisión del Estado con relación a acciones que no agreden a otros.


Jaime Malamud Goti

       
     

7 comentarios:

guillermo dijo...

Estimado Jaime, muchas gracias por invitarnos a pensar en serio, por no reincidir en argumentaciones trilladas de lo políticamente correcto. Desde ya, su entrada (como diría Ricouer) da mucho que pensar. Como primera aproximación y aporte solo me surge decir que don Alain Finkielkraut no es el Isaiah Berlin de Francia, sino que se parece mas al Mauro Viale de París, dada su propensión a la reflexión efectista y algo amarillista. Digo esto porque los Chalecos Amarillos lo insultaron por su opinión en contra de ellos, diciéndole "judío de mierda" de la misma manera que si Finkielkraut hubiese sido negro de hubiesen dicho "negro de mierda". Desde ya, esto no es para festejar y demuestra cómo debajo de cierta cultura de civilidad y modernidad subyacen sentimientos xenófobos que son utilizados en momentos donde se producen tensiones y conflictos sociales.
Pero también (y en la linea de su argumentación) hay en Finkielkraut una decidida intención de generar conflicto y de victimizarse,con el resultado de que parecería que su episodio con los Chalecos Amarillos es solo el fruto del antisemitismo, y no la consecuencia (desagradable) de una polémica vinculada a la protesta social. La victimización de Finkielkraut termina banalizando en parte los problemas derivados del atisemitismo que subyace en parte de la sociedad francesa.
Felicitaciones a Catón y usted por el debate.

Yago

jaime malamud goti dijo...

Gracias Yago. Te agradezco tu inteligente respuesta. Es verdad que hay una pátina de "civilización" entre los franceses y eso es bueno si, como pensamos habitualmente, la idea de la civilización es utilizada como la opuesta a la noción de "barbarie." Tambien es cierto que este antagonismo sería inadmisible para un antropólogo cultural. Los hunos vivían en medio de su cultura como los japoneses lo hacen en la suya. A esto, los antropólogos agregan que ninguna es superior a la otra como no lo es la cultura norteamerica a la que pertenecí por sobre la mahorí. Supongamos entonces, que los chalecos franceses son de alguna manera "superiores" a los indios huichis. Pero esto no es tan así si la tolerancia es una virtud colectiva y descubrimos que los huichis tratan de igual manera a hombres y mujeres de Japon, Inglaterra, Israel y Sudan del Norte y que los franceses no observan un comportamiento diferente. Tratan diferente a nacionales y extranjeros y más diferente aún a los extranjeros nacidos en Honduras, Israel y Suiza. En este sentido, civilizados o no, denostamos esta cultura en tanto contradice nuestras concepciones morales como lo es la igualdad entre los individuos que nos rodean. Reaccionamos con base en su comportamiento y no su nacionalidad o color. En este caso y con estos valores de por medio -y creo que Yago coincidiría- los huichis son más civilizados que numerosos exponentes de la cultura francesa. Aquí, la aplicación del relativismo cultural, por un lado, y nuestros valores, por el otro, denostaría la cultura francesa a la que nos referimos. Por otro lado, si la prevención de conflictos violentos es un actitud moralmente buena para nosotros, Finkielkraut merece nuestra reprobación. Tiene la culpa (o una buena parte de ella.) El aporte de Yago es particularmente valioso en este sentido por lo que expresa y lo que sugiere.

Unknown dijo...

Estimado Jaime, el punto sería, entonces:
si el acto de inculpar es un acto que simplifica porque divide groseramente el mundo entre el réprobo y la víctima, el acto social de culpar no puede captar la complejidad de los actos o de las prácticas que se enjuician. Asimismo, si la práctica de culpar es una práctica que se realiza "puertas adentro" de cada comunidad, el interrogarse por la práctica de inculpar no puede estar divorciado de las prácticas vigentes en la comunidad en cuestión. De ese modo, el inculpar pierde "su santidad", es decir, se puede culpar a alguien -como práctica social- sin que esa atribución concuerde con nuestras respuestas morales porque el acto de exigirle a otro una conducta (cuando lo inculpamos) no se superpone o identifica necesariamente con la regulación jurídica en ese lugar (el ejemplo del Bronx, v. gr.). Y esto es lo que parecería contra-intuitivo (culpar a quien no se lo merece) pero que, tal vez, permite echar un manto de oscuridad sobre la corrección de los juicios de atribución de culpas. Así como sería imprudente que un croata, en el centro de Belgrado, se declare admirador de los ustashas (lo que sería irrelevante en Argentina) también sería imprudente en nuestro país que un cantante "x" declare públicamente que algunas mujeres "quieren ser violadas". Tales imprudencias no tienen necesariamente que ver con los derechos estipulados en las leyes de tales lugares ni permiten validar moralmente los males que pueden padecer el croata o el cantante. Solo explican una práctica social que si tiene la aprobación de los órganos jurídicos de la comunidad teñiría con un juicio moral aprobatorio tales resultados disvaliosos que se derivarían de ello (en el ejemplo del croata, un reproche moral por propagar el odio; en el caso del cantante, una apología de la violación). Sin embargo, tales reproches serían inconcebibles en una sociedad liberal y he ahí el truco: el tipo de sociedad moldea las culpas que se atribuyen en su interior.

Gracias por la reflexión.

Hernán.-

jaime malamud goti dijo...

Otra vez gracias. Me parece que es necesario aclarar que me he venido refiriento a la culpa como forma de manipulación. Culpo a mi hijo por recorrer las calles de un paraje peligroso. Pero culpar con el peso de una actid moral es algo diferente.Esto últimi es el correlato de advertir una transgresión moral. Esta última manera de inculpar se acerca a temas más complejos como lo son nuestra capacidad de decidir y, finalmente, a nociones de origen probablemente religioso y que roza la cuestión de la libertad de la voluntad. Es cierto que la idea vivir sin censurar es, como lo lo afirmó Peter Strawson (Freedom and Resentment, 1962) es inconcebible, al menos en una cultura como la nuestra. Si nos abstuviéramos de censurar o culpar por descreer de la libertad de la voluntad del agente, tendríamos que evitar tambien agradecer o expresar reconocimiento. En este sentido, las prácticas sociales pueden admitir la culpa manipuladora y la otra, la que reconoce un origen metafísico. Es aqui donde el merecimiento o algo similarmente imposible de medir. Pero el merecimiento es ajeno a la primera clase de culpa. No sé si mi hijo se merece mi resentimiento y ulterior reproche por meterse donde no debe. En todo caso, esta cuestión me resulta indiferente. Otra vez, Hernán, gracias por hacerme pensar. Pero no te entusiasmes tanto! Jaime

Unknown dijo...

Una pregunta al querido y admirado Jaime, ¿no es el razonamiento desarrollado en la nota, en última instancia, legitimador del poderoso por encima de sus razones? Pareciera que Finkielkraut tiene la culpa de haber sido víctima de insultos antisemitas por haberse hecho visible ante los chalecos amarillos que, presumiblemente, lo iban a insultar haciendo hincapié en su condición de judío. Salvo que hubiera salido con una bazooka en la mano. En ese caso, si uno chaleco le hubiera insultado y el pensador galo le hubiese hecho explotar la cabeza, la culpa sería del chaleco amarillo pues se puso en situación de riesgo al insultar a quien llevaba una bazooka entre sus manos. Para no ser culpable de los daños sufridos, la víctima debe cerciorarse de no enojar al victimario.

jaime malamud goti dijo...

Gracias por el comentario. Si. Es cierto lo que decis en tu comentario. Pero yo no sostengo que lo que la práctica de inculpar sea necesariamente buena. Creo que no es necesariamente el caso aunque suele serlo. Yo puedo culpar a Trump por exhibir sus riquezas como lo hace y creo que muchos estarían de acuerdo. Y te aseguro que no soy poderoso que Donald en un sentido habitual. Quiero también hacer uno que otra distinción al respecto pero me veo acosado por Martin Farrell desde otro flanco y creo que mi respuesta a Martín puede responder en alguna medida también a tu objeción. Who knows!?

jaime malamud goti dijo...

Gracias por el comentario Si. Es cierto lo que decis en el tuyo. Yo no sostengo, aclaro, que lo que la práctica de inculpar sea necesariamente buena. El caso que propones no es necesariamente el caso aunque suele serlo. Sin embargo, puedo culpar a Trump por exhibir sus riquezas inmobiliarias y de las otras como lo hace con frecuencia y, previsiblemente, muchos estarían de acuerdo conmigo. Y te aseguro que no soy poderoso que Donald en uno de los sentidos habituales en que utilizamos la noción de "poder." Quiero también hacer uno que otra distinción al respecto pero me veo acosado por Martin Farrell desde otro flanco y creo que mi respuesta a Martín puede aclarar en alguna medida también cuestiones relativas a tu objeción. Hope so. Who knows!?