martes, 22 de enero de 2019

El DNU de Macri: ¿extinción del Dominio o del Derecho?



El interpretativismo vuelve a la carga. Por “interpretativismo” entendemos aquí una manera de entender el derecho según la cual el derecho no es un conjunto de reglas que hay que seguir, sino una práctica de argumentación o discusión, en la que no debe prevalecer la autoridad de una regla, sino la decisión que consideramos correcta aunque eso implique apartarse de las reglas.

Mucha gente—y quizás a esto se deba la decisión de firmar el DNU por parte del Presidente—cree que es correcto aplicar retroactivamente la extinción de dominio a quienes están sospechados de haber cometido delitos de corrupción, en el sentido amplio de la expresión.

El problema es que salta a la vista que semejante posición viola por lo menos dos claras reglas o garantías: (a) la presunción de inocencia y (b) la irretroactividad de la ley penal más gravosa. La primera regla sobre la presunción de inocencia exige que para perder un derecho—como el dominio—debido a la comisión de un delito penal, hace falta la comisión de un delito penal, lo cual se puede establecer solo mediante una sentencia firme (perdón por la perogrullada pero en esta época parece que ha dejado de serlo o en todo caso es necesaria). Esta primera regla es claramente penal y además constitucional en la medida en que se trata además de un derecho humano incorporado a la Constitución.

La segunda regla, expresamente constitucional, prohíbe la retroactividad de una disposición penal más gravosa, ya que el Gobierno desea retrotraerse varios años. Es cierto que esta garantía no está pasando sus mejor momento, la Corte Suprema ha decidido ignorarla en el fallo “Batalla” y si alguien deseara una garantía entonces debería comprarse una tostadora, como muy bien dice Clint Eastwood en “El Novato” (Si Ud. quiere una garantía, compre una tostadora).

No pocos insisten en que el DNU de extinción de dominio no viola garantía o derecho penal alguno ya que es una cuestión civil. Con ese criterio, un juez civil podría condenarnos a prisión sin que eso violara nuestros derechos, lo cual es absurdo. En todo caso, es cierto que la pérdida del derecho de dominio es una cuestión civil, pero si ocurre debido a la comisión de un delito penal, otra vez, es necesario comprobar dicha comisión, lo cual no es competencia de un juez civil. Y si el delito penal efectivamente no tiene nada que ver, entonces no queda claro para qué la sanción del DNU en lugar de aplicar el Código Civil, el cual se encarga de restituir las cosas a sus legítimos dueños.

Nótese entonces que si el mismo contenido del DNU hubiera sido una ley penal, no habría hecho diferencia jurídica alguna, ya que las leyes penales tampoco pueden violar la Constitución. De ahí que el problema no es si existe la necesidad y urgencia invocadas por el DNU, ni tampoco el hecho de que la Constitución excluye la posibilidad de un DNU penal. Por supuesto, acabamos de ver que la Corte Suprema ha convalidado la violación de la Constitución en el fallo “Batalla”, lo cual confirma el famoso eslogan “Así es la Vida”, con Luis Sandrini y Susana Campos. Pero ahora estamos hablando del derecho válido, no estamos hablando de que a veces pasan cosas en la vida.

Ciertamente, esta clase de medidas hace que peligren los derechos no solamente de los involucrados en causas de corrupción, sino los derechos de todos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que tampoco podemos justificar la violación de un derecho aunque estemos seguros de que la violación de los derechos tiene en cuenta las personas apropiadas, ya que esto último es una frase que carece de sentido. No existe una persona apropiada cuyos derechos podamos violar. Los derechos si son triunfos son inviolables, punto.

Mucha gente se queja, con razón, de la inoperancia, lentitud, etc., de las instituciones legislativas y judiciales. Sin embargo, violar la Constitución no es precisamente el remedio, ya que eso no hace sino contribuir al mal funcionamiento institucional e incluso puede hacer que las instituciones directamente desaparezcan. Lo que está haciendo el DNU en realidad es contribuir no a la extinción del dominio, sino a la extinción del derecho.

Quizás algunos sostengan que existen un “desacuerdo interpretativo” respecto a la constitucionalidad del DNU, que es lo mismo que sostienen quienes defienden el fallo “Batalla”. Después de todo, el Gobierno y muchos de sus partidarios están a favor de la medida. Sin embargo, del hecho de que exista una diferencia no se sigue que exista un desacuerdo genuino. Para que exista un desacuerdo tiene que haber argumentos atendibles de ambos lados del mostrador. De otro modo, podríamos tener un “desacuerdo” con alguien dijera que 2 y 2 son 5.

En resumen, el DNU es claramente inconstitucional o redundante. Lo demás, es “interpretativismo”.

martes, 15 de enero de 2019

John Finnis y la Inquisición Española


Parafraseando el título de aquel recordado sketch de Monty Python, si hay alguien que no esperaba la Inquisición Española, esa persona era seguramente John Finnis. En efecto, Finnis es un gigante de la teoría del derecho que logró darle analíticos bríos al iusnaturalismo clásico y poner el producto en venta no solo en el mercado esotérico o tomista, sino incluso en el mercado exotérico o global, todo desde La Meca de la filosofía del derecho (Oxford).

Como es de público conocimiento, un grupo de estudiantes le solicitó a la Universidad de Oxford que Finnis no pudiera dar clases en dicha institución, fundamentalmente debido a un paper académico sobre la homosexualidad (entre otras cosas) de 1994, reproducido en sus Collected Essays publicados hace poco por Oxford University Press. Ya hemos hablado del tema por supuesto (click).

Lo que nos gustaría hacer ahora es concentrarnos en la estructura de la discusión que ha provocado dicha petición, haciendo hincapié en la posición de quienes no están de acuerdo con Finnis y quieren impedirle dar clase (suponemos que los que están de acuerdo con Finnis no tienen problemas en que dé clase).

Salta a la vista que del solo hecho que las opiniones de Finnis nos repugnan moralmente, mucha gente cree que entonces no hay otra alternativa que restringir su derecho de dar clase. Pero entonces, un grupo considerable de gente no razona institucionalmente, sino que básicamente apela a sus razones morales y en todo caso desea usar a las instituciones para satisfacer sus razones morales directamente.

En efecto, es altamente revelador que en la petición para impedir que Finnis dé clase figure que “al momento, los estudiantes y miembros del personal tienen que esperar a una instancia persona-a-persona de hostigamiento o victimización antes de que puedan quejarse sobre la atmósfera intolerante y la intimidación que crean estos profesores”. En otras palabras, la petición reconoce que Finnis hasta ahora no ha hostigado a nadie y se queja de que haya que esperar hasta que lo haga para poder restringir su derecho de dar clase.

La cuestión entonces es que Finnis hizo algo moralmente intolerable y no tanto cuál es el camino institucionalmente correcto a tomar en dichas circunstancias. Si existe algo así como la libertad académica, peor para ella. Nadie que diga cosas moralmente tan repugnantes puede tener el derecho de dar clase.

El problema, obviamente, es que las instituciones, como muy bien dice Pierre Legendre, no son un auto-servicio, sino que en realidad, si vivimos en democracia en un sentido medianamente robusto, el razonamiento institucional implica el auto-compromiso o “self-binding”. En democracia, somos nosotros mismos quienes nos obligamos a seguir nuestras reglas (que incluyen la libertad académica), con independencia de nuestro ocasional razonamiento moral. De hecho, es por razones morales que hemos decidido tener instituciones democráticas (si alguien dijera que la Universidad de Oxford no es una democracia entonces habría que pensar que no hace falta apelar a la democracia para justificar la libertad académica).

No pocos han hecho hincapié en los costos de defender derechos como la libertad académica. Basta pensar en quienes llevan la vida que a Finnis le parece inmoral. Sin embargo, obviamente, los derechos—que hoy suelen descriptos además como “humanos”—siempre vienen con ciertos costos, que tenemos que pagar si nos interesa respetar dichos derechos. Si no tuvieran costos en realidad muy probablemente no serían derechos.

Además, los derechos humanos están pensados especialmente para gente que no piensa como nosotros. Obviamente, esto no se debe a que quienes piensan como nosotros no tengan derechos, sino a que, dada la naturaleza humana, es mucho más fácil reconocer los derechos de los amigos que de los enemigos. Reconocer los derechos suele ser como interpretar o dar el vuelto: muy frecuentemente, por no decir siempre, lo hacemos a nuestro favor.

Hablando de interpretación, algunos creen que del hecho de que alguien sea tomista no se sigue que comparta la visión de Finnis sobre, v.g., la homosexualidad, lo cual dejará espacio suficiente para poner en duda la posición de Finnis. Sin embargo, semejante separación entre el tomismo y la homosexualidad esconde en realidad una unificación—y por lo tanto una confusión—entre cómo nos gustaría que fuera el tomismo y cómo es. Algo similar sucede con la gran mayoría de las discusiones jurídicas actuales que confunden el derecho vigente (que por ejemplo contiene garantías penales) con el derecho que debería existir (que aparentemente no contendría dichas garantías). Semejante unificación o unificación no solamente es un serio error conceptual, sino que además es muy peligrosa políticamente.

Finalmente, quizás valga la pena recordar el caso de Ernst Kantorowicz. Kantorowicz no solo se vanagloriaba de ser un nacionalista alemán a cuya derecha estaba la pared, sino que además en Weimar había participado como miembro del Freikorps participando literalmente en la represión contra los espartaquistas. Sin embargo, cuando fue profesor en Berkeley—debió exiliarse en EE.UU. ya que era judío—se negó a prestar el juramento de lealtad anticomunista en 1949 porque le parecía que iba en contra de la dignidad humana. Lo que solía decir era: “yo maté comunistas, pero esto no lo puedo firmar”. Kantorowicz tenía mucha razón: la universidad verdaderamente plural y el macartismo (sea contra comunistas, tomistas, liberales, o quienes fueran) no pueden figurar en la misma frase.

jueves, 10 de enero de 2019

Imágenes y Objeciones: John Finnis y la Libertad académica




En los últimos días la filosofía del derecho ha salido en los diarios. En sentido estricto, esto no es exactamente una novedad ya que se trata de un fenómeno que se viene repitiendo en los fallos de varios tribunales e incluso de la Corte Suprema que han reemplazado al derecho vigente por la filosofía del derecho. Pero en un sentido más amplio es una novedad, ya que cientos de estudiantes de Oxford solicitaron a la universidad que le impidiera dar clases a John Finnis, profesor emérito de filosofía del derecho en dicha institución.

La acusación es que Finnis había cometido actos de discriminación contra “varios grupos de personas desaventajadas”, entre las que se destacan las personas homosexuales. No es noticia entonces que los tribunales confundan el derecho vigente con el que debería existir, pero sí es noticia que un intelectual de la talla de Finnis sea acusado de haber cometido actos discriminatorios.

Por si hiciera falta, recordemos que los méritos académicos de John Finnis llegaron a ser tales que, mientras era fellow en derecho del University College, la Universidad de Oxford le creó una cátedra ad hominem en 1989. Entre dichos méritos se destaca su libro más importante, Natural Law and Natural Rights (1980, segunda edición de 2011), considerada la obra cumbre del así llamado tomismo analítico que revolucionara la manera de entender el iusnaturalismo clásico, aunque Finnis mismo jamás se ha entendido a sí mismo como un filósofo analítico.

Dicha obra le había sido encargada—e incluso el título había sido elegido—por quien primero fuera su director de tesis y luego su colega en Oxford, H. L. A. Hart, para la prestigiosa colección que él dirigía en Oxford University Press, muy probablemente la mejor editorial académica del mundo (salvo algún que otro error). Huelga decir que Hart no era precisamente un admirador del tomismo. Hace poco la misma editorial publicó varios de los ensayos de Finnis en cinco volúmenes: Collected Essays.

Además, su libro Aquinas: Moral, Political, and Legal Theory, es una de las joyas de la corona—y la primera cronológicamente hablando—de la colección de “Fundadores del Pensamiento Social y Político Moderno” de la misma editorial (cuando recibió el capítulo sobre metodología en teoría social como adelanto del libro, el director de la colección, Mark Philp, un especialista en Foucault y en el anarquismo, afirmó que ese solo capítulo había hecho que valiera la pena haber creado esa colección). Quizás sea útil recordar que entre sus numerosos estudiantes de doctorado se destaca para nosotros la figura de Carlos Nino.

Para decirlo en muy pocas palabras, según Finnis el iusnaturalismo consiste en (a) un conjunto de bienes (vida, conocimiento, juego, experiencia estética, amistad, razonabilidad práctica y religión) que a la vez constituyen razones para actuar que indican las formas básicas del florecimiento humano, (b) un conjunto de requerimientos de la razonabilidad práctica que ayudan a articular correctamente dichos bienes y finalmente (c) un conjunto de estándares morales que se siguen de los bienes y de la razonabilidad práctica. Hace tiempo que no es ningún secreto que para Finnis, cuyas ideas—si bien académica y concienzudamente argumentadas—corresponden a la visión católica ortodoxa, la homosexualidad es inmoral. Fue esto precisamente lo que motivó en gran medida la denuncia de los estudiantes.

El problema es que la posición de Finnis proviene de su teoría iusnaturalista tomista (sus adversarios dentro del tomismo prefieren designarla en todo caso como “neo-tomista” o directamente “kantiana”, lo cual está bastante lejos de ser un cumplido entre tomistas) y por lo tanto la petición de los estudiantes es incompatible con la libertad académica que se supone debe imperar en una universidad plural como lo es Oxford. En efecto, la petición de los estudiantes equivale a acallar la voz de un profesor porque es tomista, lo cual llevaría a hacer otro tanto con un marxista, comunitarista, o cualquier otro “ista”.

Por supuesto, el tomismo, el marxismo o el liberalismo para el caso contienen varias ideas que pueden ser incluso repugnantes. La cuestión es si una universidad puede impedirle a un profesor dar clases solamente por eso. Cabe recordar, además, que la denuncia se basa en la obra publicada de Finnis (por ejemplo en 1994), a pesar de que la petición exige que Finnis no participe de los internacionalmente famosos seminarios de posgrado de filosofía del derecho de Oxford, los cuales siempre son dirigidos por varias personas—lo cual asegura el debate precisamente—y en los que Finnis además no habla de ética. En otras palabras, la denuncia para que no dé clases de filosofía del derecho no se refiere a un maltrato particular o personal de Finnis, sino, otra vez, a su obra publicada y/o a sus opiniones en ética.

Para darnos una idea de lo absurdo de la situación, convendría usar una analogía que el propio Finnis y sus discípulos detestarían, pero que es de todos modos necesaria para ilustrar nuestro punto teniendo en cuenta el apoyo público que ha recibido la denuncia contra Finnis. Pensemos entonces en el caso de Carl Schmitt, quien, en rigor de verdad, en lugar de haber sido simplemente un pensador católico—aunque a su muy particular modo lo fue—, fue un nazi con carnet y todo. Sin embargo, su obra entera es estudiada en todas las universidades del mundo y ha sido traducida a casi todos los idiomas del mundo. Su nombre, de hecho, ha saturado las discusiones intelectuales sobre derecho, política, historia, filosofía, teología y vaya uno a saber cuántas cosas más.

Tomemos por ejemplo su famosa monografía sobre Thomas Hobbes de 1938, La doctrina del Estado de Thomas Hobbes. Es uno de los libros más antisemitas que se puedan encontrar y a la vez, todo por el mismo precio, uno de los mejores libros jamás escritos sobre la teoría política de Hobbes, que anticipó además varias de las discusiones principales sobre el autor del Leviatán. Hasta ahora, a nadie se le ocurrió solicitar que dicho libro (o el resto de la obra de Schmitt) fuera retirado de las bibliotecas universitarias (que tienen la suerte de contar con ejemplares) e incluso de circulación en el circuito comercial.

El punto es, si Finnis no puede dar clase por defender la doctrina (neo-)tomista ¿qué habría que hacer hoy con Schmitt? ¿Acaso Schmitt no es incluso lectura obligatoria en casi todos lados, pero no podría dar una charla, participar de un debate, para no hablar de dar un curso? ¿Incluso no podría ser invitado por algún colega para precisamente debatir con él? ¿No es ése precisamente el sentido de que existan hoy en día las universidades? De hecho, a veces aprendemos mucho más de nuestros errores y de los demás, que de nuestros propios aciertos.

Yendo un poco más lejos, alguien podría criticar a Finnis de cierta incoherencia, ya que tal vez de su teoría sobre los bienes y la razonabilidad práctica no se siguen, por ejemplo, sus ideas sobre la homosexualidad. Además, hay otros estándares morales que él extrae de su teoría ética que son en realidad aún más dañinos que sus prejuicios sobre la sexualidad. Por ejemplo, la distinción que hace Finnis entre la guerra y el terrorismo se debe a que sostiene la doctrina del doble efecto o del efecto colateral, según la cual, en muy pocas palabras, el terrorismo es injustificado debido a que busca deliberadamente atacar a los no combatientes, mientras que los actos de guerra tienen el mismo efecto pero sin haberlo deseado sino habiéndolo previsto solamente. Sin embargo, muere mucho más gente por actos de guerra que por actos terroristas y desde el punto de vista de las víctimas las cosas lucen totalmente diferentes. Uno no quiere morir, sea por una bomba de un avión de un ejército regular o por un acto terrorista. Si triunfara esta ética consecuencialista—que de hecho está en leve ascenso—¿deberíamos entonces expulsar a todos los teóricos políticos, morales y del derecho que suscriben la teoría del efecto colateral ya que se resisten a ser consecuencialistas? Cabe recordar que en esa lista supo hallarse Ronald Dworkin, entre muchos otros por supuesto.

Afortunadamente, la Universidad de Oxford aclaró que no tolera “forma alguna de hostigamiento por razón alguna, incluyendo la orientación sexual” y resolvió que “la política de la Universidad sobre el hostigamiento también protege la libertad académica de expresión y es clara que el debate académico vigoroso no implica hostigamiento cuando es conducido respetuosamente y sin violar la dignidad de los demás”. En efecto, otra vez, una de las tareas principales que cumple una universidad es debatir, y para debatir, como muy bien dice John Cleese en “La Clínica de la Discusión” de Monty Python, siempre hace falta tomar la posición contraria (entre otras cosas por supuesto).

De ahí que en lugar de expulsarlo a Finnis deberíamos debatir y aprender con él, algo a lo cual se ha prestado siempre en todo lugar. De otro modo, correríamos el riesgo no solamente de desaprovechar un intelectual de la talla de Finnis, sino de negarle un derecho humano como la libertad académica (tal como ha sucedido con otros derechos humanos en otros casos), justo a quien no piensa como nosotros, todo en medio del apogeo de los derechos humanos. Si la libertad académica, como cualquier otro derecho humano, es solamente para los que piensan como nosotros, entonces no entendemos lo que es un derecho humano, o, lo que es lo mismo, los derechos humanos no existen más.