viernes, 6 de noviembre de 2020

El stare indecisis de la Corte Suprema


El reciente fallo de la Corte Suprema sobre los jueces trasladados es otro 4 a 1, para variar. El uno que defiende la constitucionalidad de los traslados es Rosenkrantz, mientras que los cuatro jueces que consideran inconstitucionales los traslados se dividen en dos grupos: por un lado, Maqueda, Rosatti y Lorenzetti, y Highton, por el otro, que disiente dentro de la mayoría, por así decir.

Los jueces Maqueda, Rosatti y Lorenzetti sostienen que el traslado de jueces es inconstitucional, ya que la Constitución regula el nombramiento de los jueces, pero no dice nada sobre su traslado.

Esta mayoría, sin embargo, tiene que explicar por qué dictó las acordadas que habían confirmado el estatus de los jueces trasladados. De otro modo, lo que la jerga jurídica denomina stare decisis ("estar a lo ya decidido") se convierte en un stare indecisis.

El argumento de la mayoría es que al momento de dictar las acordadas 4 y 7 de 2018 hubo una confusión entre dos preguntas diferentes: ¿los traslados exigen un segundo acuerdo del Senado? (la respuesta fue no) y ¿hay alguna diferencia jurídica entre los traslados y los nombramientos con acuerdo del Senado? (la respuesta hubiera sido ).

Las decisiones de la Corte se parecerían entonces al oráculo de Delfos, cuya interpretación dependía fundamentalmente de cómo se le formulara la pregunta. Este método contrafáctico de interpretación podría hacer que no solo las decisiones de la Corte, sino que la misma Constitución nos diera la respuesta que deseamos, siempre y cuando le formuláramos la pregunta adecuada.

Según la mayoría, entonces, las acordadas convalidaron el traslado de los jueces, pero no por eso implicaban que los traslados fueran definitivos. Uno de los problemas de esta posición es que cae presa de otra confusión, a saber, confunde los traslados con subrogancias. Además, los precedentes que trata la mayoría no se refieren a casos de traslados, sino a subrogancias. De ahí que la mayoría haya creado una categoría intermedia, la de jueces trasladados temporalmente, o jueces "hasta tanto", que además se aplica retroactivamente.

La jueza Highton de Nolasco, por su parte, también trata de circunvalar las acordadas de 2018, pero sin apelar a la interpretación contrafáctica de la mayoría. Su estrategia consiste en distinguir entre las dos acordadas. Highton, con razón, sostiene que la acordada 4 se refiere a traslados ordenados por el Congreso, y no a los indicados por decreto del Poder Ejecutivo. Sin embargo, Highton pasa por alto que la acordada 7 de la Corte se refiere claramente a la situación del juez Bruglia, uno de los trasladados por decreto. Por supuesto, Highton no firmó la acordada 7, pero la Corte Suprema es una sola, con independencia de lo que decidan sus ministros.

Finalmente, Rosenkrantz tiene las manos legalmente atadas y por eso edifica su iglesia sobre la piedra de las acordadas de 2018, en las que la Corte "se pronunció con claridad por la constitucionalidad de los traslados de magistrados realizados bajo ciertas condiciones": "Que los cargos involucrados supongan funciones de la misma jerarquía, con igual o similar competencia material y medie el consentimiento del magistrado".

Rosenkrantz asimismo constata una práctica de siete décadas en relación con la convalidación de traslados realizados tanto por ley como por decreto, y los precedentes sobre los que basa su voto son sobre traslado de los jueces.

Tal vez proféticamente, el presidente del tribunal responde la tesis oracular de la mayoría de la Corte sobre el significado de las acordadas de 2018: "El tribunal se enfrentó con una pregunta inequívoca" y "brindó, tal como lo exige un mínimo de responsabilidad dialógica en este tipo de intercambio, una respuesta también inequívoca".

De modo didáctico, Rosenkrantz utiliza el llamado a concurso de jueces para distinguir entre traslado y subrogancia. Mientras que el carácter definitivo del traslado hace que se llame a concurso el cargo inicial del juez trasladado, la naturaleza temporaria de la subrogancia hace que se llame a concurso el cargo de destino, es decir la vacante misma, cubierta mientras tanto por el juez subrogante.

El punto de Rosenkrantz es que los jueces, como los marines, una vez que son jueces no pueden dejar de serlo, obviamente mientras dure su buena conducta. Es la única manera de respetar la independencia e inamovilidad del Poder Judicial y de asegurar en general que el Estado no actúe arbitrariamente, es decir, retroactivamente.

Si seguimos el método contrafáctico de interpretación que nos permite cambiar las respuestas del pasado mediante nuevas preguntas formuladas en el presente, el derecho se convierte en una "caja de chocolates", como dice Forrest Gump, ya que uno nunca sabe qué es lo que le va a tocar.

Fuente: La Nación.



.

martes, 3 de noviembre de 2020

¿Cómo se dice “Ronald Dworkin” en francés?: “François Ost”


En “Júpiter, Hércules, Hermes”, François Ost distingue tres modelos de juez, que corresponden a los tres personajes mencionados. A muy grandes rasgos, Júpiter corresponde al positivismo, sobre todo al originario; Hércules, al antipositivismo de Ronald Dworkin; y finalmente Hermes representa la propuesta superadora de Ost, un interpretativismo sin los defectos del planteo de Dworkin. 

Se trata de un ensayo muy interesante porque describe al modelo de Dworkin de un modo bastante fidedigno; sin embargo, no logra separarse de él. Veamos los tres modelos. 

1) Júpiter representa un orden piramidal ya que opera de arriba hacia abajo, gracias a un autor trascedente que prescribe cuál es el derecho vigente. Existe una jerarquía de disposiciones, cuya validez jurídica depende de su fuente, lo cual es otra manera de decir que el razonamiento jurídico siempre depende de algo anterior que a su vez se encuentra en el pasado (tanto lógica como temporalmente). 

La conexión entre una disposición y su fuente (y por lo tanto el pasado) se debe a que el derecho pretende tener autoridad. No es el contenido, corrección, conveniencia, razonabilidad, etc., lo que decide si algo es derecho, sino precisamente su conexión con cierto origen. 

Ost, con razón, asocia el modelo jupiteriano a la revolución, a pesar de que se trata de un modelo soberano. En efecto, hoy en día se asocia al positivismo con la defensa del orden por el orden mismo (el cuco del “positivismo ideológico”), sin tener en cuenta que el positivismo, cuyos orígenes se remontan hasta mediados del siglo XVI, fue la respuesta revolucionaria que le dio la cultura europea a las guerras civiles de religión. El Estado monopolizó la decisión sobre el derecho a expensas de las corporaciones medievales, lo cual trastocó profundamente el statu quo de la época. 

De hecho, este monopolio del Estado se inspiró en una revolución anterior que Harold Berman llama “la revolución papal”, por la cual la Iglesia se había convertido en un sistema normativo autónomo que ponía en manos del papado el monopolio normativo. De ahí que la revolución positivista se remonta hasta la revolución papal primero y luego es la antecesora de la revolución estatal primero e iluminista después que consagra los principios del iusnaturalismo en derecho positivo, tal como se puede verificar en las declaraciones de derechos del siglo XVIII. Finalmente, gracias a su conexión con la soberanía, el positivismo se transformó en la filosofía del derecho oficial de la democracia, ya que el positivismo parecía haber sido hecho a medida para las necesidades del pueblo. 

2) Según Ost, el Hércules de Dworkin, a su modo, también representa un orden piramidal, aunque invertido. La juridicidad de una disposición no se debe a que proviene de cierta fuente, sino a que ha sido dictada por un juez conforme a las necesidades de un caso particular. En lugar de retrotraer el derecho hasta una fuente, el derecho es llevado hasta un caso. Es el derecho el que tiene que acomodarse al caso, y no al revés. 

Para Ost—y en esto dice lo mismo que Roger Scruton—el modelo hercúleo “toma la figura de revolución”, en un “gesto iconoclasta que hace del hombre, más concretamente del juez, la fuente del único Derecho válido”. En manos de Hércules la metodología conservadora inspirada en T. S. Eliot y en Gadamer arroja resultados progresistas.  

Ost se da cuenta de que la invocación dworkiniana de una “respuesta correcta” trata de encubrir el hecho de que el juez se convierte en una especie de Júpiter que toma una decisión cuya autoridad debe ser obedecida por las partes. El modelo dworkiniano entonces invierte ascendentemente la pirámide de Júpiter, pero crea una nueva pirámide descendente sobre quienes deben obedecer su autoridad. En otras palabras, el modelo es el mismo, la autoridad y no la respuesta correcta es la que decide, lo único que sucede es que la autoridad cambia de manos: pasa del constituyente y del legislador a los jueces. Hércules en realidad es Júpiter. 

De ahí que Ost, con razón (y lo mismo ha sido detectado por Martín Farrell), asocie a la filosofía del derecho de Dworkin con uno de los blancos favoritos de este último, es decir, el realismo jurídico. Después de todo, Hércules es un “ingeniero social”, un “juez semidiós que se somete a los trabajos agotadores de juzgar y acaba por llevar el mundo sobre sus brazos extendidos”, de tal forma que “no hay más Derecho que el jurisprudencial; es la decisión y no la ley la que crea autoridad”. Dworkin entonces es un realista encubierto, cuyas decisiones correctas coinciden con su ideología, no tanto la de los demás. 

3) Hermes, que representa la posición de Ost, viene a ser la famosa tercera posición acorde a la época “posmoderna” que nos toca vivir. En lugar de proponer una pirámide que tenga como vértice un legislador soberano (Júpiter) o un juez soberano (Hércules), Hermes es el mensajero de los dioses, de tal forma que combina la trascendencia legislativa con la inmanencia del caso particular. 

Hermes es la mar en coche: “Si Júpiter insiste en el polo ‘convención’ y Hércules en el polo ‘invención’, Hermes, en cambio, respeta el carácter hermenéutico o ‘reflectante' del juicio jurídico que no se reduce ni a la improvisación ni a la simple determinación de una regla superior”.

Para Ost el derecho posmoderno no es una pirámide (ascendente o descendente) sino una red de información o banco de datos infinitos aunque disponibles instantáneamente. De ahí que Ost hable de la “circulación del sentido jurídico”, que “nadie podría, sin violencia o ilusión, pretender” detenerla. Se trata de un juego (la teoría de Ost es “lúdica”) en el cual “Ningún jugador, sea cual sea su posición de fuerza y/o autoridad, puede pretender decir la primera y la última palabra. Sn un mínimo de azar, de apertura y de incertidumbre, no hay ya juego, ni historia, ni Derecho, sólo violencia pura o beatitud eterna”. 

Según este planteo, entonces, el derecho no tiene autoridad, sino que es una circulación de sentido permanente, una “recursividad fecunda”, “un sentido sobre el cual nadie, ni el juez ni el legislador, tiene el privilegio”. El derecho es algo mercurial, “líquido”. En todo caso, el derecho es una práctica hermenéutica que se caracteriza por ser una “inventiva controlada”. 

Ahora bien, por un lado, si bien Ost critica con razón los puntos débiles de Hércules, su propio modelo de Hermes se parece demasiado a lo que Ost mismo critica: de te fabula narratur

En efecto, la “inventiva controlada” de la que habla Ost es otra manera de referirse a la célebre “novela en cadena” de Dworkin. Lo mismo vale para el rechazo de Ost a la idea de la autoridad, que también es característica de la teoría de Dworkin la cual gira alrededor de la respuesta correcta. 

Y aunque Hermes no fuera Hércules, de todos modos se convierte en una especie de superhéroe que combina la dosis correcta de ser humano y de divinidad, trascendencia e inmanencia, con lo cual más que un superhéroe, Hermes es una figura cristológica. 

Por el otro lado, el personaje de Hermes es bastante revelador, ya que como mensajero de los dioses—es decir de los autores del derecho—su tarea consiste en entregar un mensaje, no modificarlo, al menos si desea actuar como mensajero. Después de todo, los mensajeros, al igual que los jueces que reconocen la autoridad del derecho, transmiten un mensaje con el cual bien pueden estar en desacuerdo. De ahí la proverbial admonición: no disparen al mensajero. 

Además, Ost se contradice claramente al decir que el “respeto a las formas, los plazos, a los procedimientos es realmente esencial y consubstancial al Derecho”, ya que está diciendo lo mismo que el modelo jupiteriano-positivista. Después de todo, una vez que Hermes tome una decisión, vamos a tener que obedecerlo. Es Hermes el que indica la dirección jurídicamente correcta de la circulación del sentido del derecho, no aquellos que deben obedecerlo. Esto mismo se advierte en la idea de “inventiva controlada”. ¿Qué diferencia existe entre la autoridad y el control?

El propio Ost sostiene que “el sentido producido dentro de la red no es totalmente imprevisible, porque siempre hay textos a interpretar; se verá igualmente que las relaciones de fuerza que ahí se desarrollan no son totalmente aleatorias, porque también permanecen jerarquías, especialmente institucionales” (énfasis agregado). 

En conclusión, o bien Ost dice lo mismo que Dworkin—cuyos defectos Ost señala bastante bien—y por lo tanto se equivoca, o bien dice lo mismo que el positivismo originario y en cuyo caso tiene razón pero no dice absolutamente nada nuevo. 



sábado, 31 de octubre de 2020

La Cosa Juzgada Fraudulenta es Cosa seria


María Eugenia Capuchetti, titular del Juzgado Criminal y Correccional Federal número 5, acaba de rechazar el pedido de la Unidad de Información Financiera (UIF) a los efectos de que se declare nulo el sobreseimiento de Cristina Fernández de Kirchner por enriquecimiento ilícito (Fallo), dictado a su vez por el anterior titular del mismo juzgado número 5, Norberto Oyarbide. 

La acción de nulidad interpuesta por la UIF (en la administración anterior obviamente) giraba alrededor de la doctrina de la cosa juzgada írrita o fraudulenta. 

Recordemos brevemente que la cosa juzgada es una garantía penal estipulada por el derecho, de tal forma que si un juicio arroja un resultado favorable al imputado o procesado, entonces la causa no puede ser reabierta.

La doctrina de la cosa juzgada írrita o fraudulenta, por su parte, sostiene que para que una decisión judicial tenga entidad de cosa juzgada, o que dicha cosa juzgada no sea fraudulenta, se tienen que cumplir algunos requisitos. En particular, tiene que haber existido una verdadera controversia. 

Como muy bien lo explica Federico Morgenstern, quien no hace mucho publicara un libro en defensa de esta doctrina (Cosa juzgada fraudulenta: Ensayos sobre la llamada cosa juzgada írrita), esto se ve reflejado en la etimología de la expresión que se suele utilizar en inglés para hacer referencia al punto: double jeopardy

El término “jeopardy”, nos recuerda Morgenstern, es de origen francés y se refiere a un “juego partido” en el sentido de que se trata de un juego en el cual no sabemos quién ganará y por eso es que “hay partido”. Un verdadero juicio penal, entonces, es una actividad incierta debido a que existe un verdadero riesgo de que gane cualquiera de las partes. Pero si ya sabemos de antemano quién va a ganar, entonces no hay partido, ni juicio, y por lo tanto tampoco hay cosa juzgada.

A primera vista, no puede sorprender que haya gente que dude de la legalidad del sobreseimiento cuestionado por el pedido de nulidad. Después de todo, y para no hablar del incremento patrimonial en cuestión ni del tiempo récord de la investigación judicial, el mismo Oyarbide dijo haber sido presionado y el propio contador de Cristina Fernández de Kirchner, Víctor Manzanares, que había sido uno de los peritos de la defensa en los que se basó el sobreseimiento dictado por Oyarbide, también sostuvo posteriormente que la decisión de Oyarbide no obedecía a razones legales. 

Ahora bien, hay dos grandes aspectos del fallo de la jueza Capuchetti que llaman la atención. En primer lugar, su decisión no niega que la cosa juzgada írrita o fraudulenta sea parte del derecho vigente en nuestro país, sino que reconoce al menos implícitamente que se trata de un instituto vigente en el derecho argentino, tal como sostiene Morgenstern. En todo caso, la jueza no rechaza la cosa juzgada fraudulenta sin más, sino que para la jueza este instituto no se aplica al sobreseimiento dictado por Oyarbide debido a que “no existen elementos que permitan conmover las sólidas bases sobre las cuales se asienta la cosa juzgada de aquella resolución” (f. 1, énfasis agregado). 

Es digno de ser destacado además que según la UIF en su gestión actual (después de todo, fue la UIF en la gestión anterior la que había presentado el recurso de nulidad) “la cuestión presenta varias aristas y argumentos en favor de una y otra solución, muchos de los cuales se ubican en planos de jerarquía equivalente y entonces invitan necesariamente a una toma de postura basada en convicciones de orden superior, constitucionales, filosóficas y democráticas, y es con motivo de ello que la postura de esta Unidad de Información Financiera bajo la actual gestión, se conducirá de acuerdo a esos cánones” (cit. a fs. 23, énfasis agregado).

En otras palabras, incluso para la UIF bajo la gestión actual no es claro lo que exige el derecho en relación a la cosa juzgada fraudulenta, sino que existen argumentos “en favor de una y otra solución... de jerarquía equivalente”, se trata de “una toma de postura basada en convicciones de orden superior, constitucionales, filosóficas y democráticas”, lo cual es una manera de decir que es una cuestión de interpretación. 

En segundo lugar, el fallo con mucha razón sostiene en su primera foja que “en un Estado Social y Democrático de Derecho la lucha contra los diversos tipos de criminalidad no debe darse sacrificando principios jurídicos básicos; aún en casos como el presente, en donde desde sectores de la opinión pública se intenta persuadir a la justicia a dirigir sus decisiones en un determinado sentido sin que se lleve a cabo un análisis jurídico crítico del caso” (énfasis agregado). En otras palabras, no hay nada que ponderar, ni capítulos que agregar a una novela en cadena, ni siquiera a pedido del público.  

Los lectores del blog se estarán preguntando por qué llama la atención semejante declaración casi tautológica o redundante en la boca de un tribunal. Después de todo un juez que luchara “contra los diversos tipos de criminalidad”, “sacrificando principios jurídicos básicos”, que se dejara influir por la “opinión pública” de tal forma que sus decisiones no se basaran en “un análisis jurídico crítico del caso” sino que estuvieran dirigidas de antemano “en un determinado sentido”, este juez no se estaría comportando como tal—al menos en un Estado democrático de derecho—sino que estaría infringiendo los deberes básicos constitutivos de su papel institucional, arrogándose el papel de un legislador, un constituyente o un artista (¿Cómo deben razonar los jueces?). 

Sin embargo, a esta altura los lectores del blog son conscientes de que, por ejemplo, la mayoría de la Corte en el fallo “Muiña” (acerca de la aplicación del 2 x 1 a juicios de lesa humanidad) lo que hizo también fue precisamente “luchar contra los diversos tipos de criminalidad” sin “sacrificar principios jurídicos básicos”. Así y todo, a raíz de dicho fallo fue la opinión pública la que intentó “persuadir a la justicia a dirigir sus decisiones en un determinado sentido sin que se lleve a cabo un análisis jurídico crítico del caso”, y que dicho intento fue exitoso a juzgar por la ley penal retroactiva sancionada por el Congreso de la Nación casi por una unanimidad apenas unos días después del fallo y convalidada en la práctica al año siguiente por la Corte Suprema de Justicia en el fallo “Batalla”, con la sola salvedad de su presidente.   

Hablando de lesa humanidad, en esta clase de juicios no se sigue la exigencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos indicada por la jueza Capuchetti, según la cual “el principio de igualdad requiere que el tiempo razonable del proceso y la consiguiente limitación de derechos sean de pareja exigencia por parte de cualquier persona” (fs. 2, énfasis agregado), ya que el plazo razonable no es tenido en cuenta en juicios de lesa humanidad. 

No es ninguna novedad que a una parte significativa de la sociedad argentina no le preocupa que en los casos de lesa humanidad el Estado de derecho no haya sido respetado, ya que se trata de juicios que involucran acusados y condenados moralmente reprobables, para no decir nada de su ideología política. 

La pregunta que nos podríamos hacer, sin embargo, es qué pasaría si usáramos el mismo criterio con otros acusados o condenados, por ejemplo, con el líder de un partido político, que, si bien es bastante popular para una parte de la sociedad—después de todo se trata de un líder—, por alguna razón otra parte bastante significativa de la misma sociedad le formula muy serios reproches morales, para no decir nada de su ideología política. 

La respuesta es que a nadie se le ocurriría supeditar la aplicación de las reglas de la legalidad, es decir del Estado de derecho, a la valoración moral o política de la sociedad, sino que por el contrario en un Estado de derecho, particularmente en ocasión de un juicio penal, el único criterio que se debe aplicar es el jurídico, por más que la opinión pública pida otra cosa. 

Y si, así y todo, por alguna razón, fuéramos a poner en marcha el aparato punitivo del Estado sin supeditarlo a consideraciones legales, debería quedar claro que estamos haciendo exactamente eso, en lugar de congratularnos por ser un ejemplo del Estado de derecho y de los derechos humanos. 

sábado, 24 de octubre de 2020

¿Cómo deben razonar los Jueces?


Dentro del ámbito de las Facultades de Derecho e incluso dentro de los propios tribunales hoy en día se debate cómo deben razonar los jueces al dictar sentencia. 

A primera vista la discusión parece un sketch de Monty Python, ya que se supone que los jueces cuando ejercen su función jurisdiccional tienen que ser jueces, es decir, aplicar el derecho vigente a un caso concreto. Sin embargo, como veremos a continuación, lo que antes era una tautología—que los jueces sean jueces—es solo una de las alternativas posibles. 

La discusión sobre el razonamiento judicial, a su vez, es una discusión sobre los derechos humanos, lo cual obviamente no es casual dada la importancia que han adquirido los mismos en los últimos años. De ahí que cada modelo de razonamiento judicial esté asociado a una manera correspondiente de entender los derechos humanos. En esta entrada nos vamos a concentrar en el razonamiento judicial penal, pero se trata de una discusión que se puede extender a todas las ramas del derecho. 

Hay tres grandes modelos en disputa que vamos a denominar “ortodoxo”, “moralista” y “revolucionario”, respectivamente. 

1) Ortodoxo: según este modelo, los juicios son los juicios y los jueces son los jueces. Por lo tanto, los jueces tienen las manos atadas ya que la tarea de un juez es la de seguir la legalidad vigente, la cual incluye la noción de juicio y de juez. Por ejemplo, en un juicio penal alguien debe ser castigado exclusivamente porque violó la ley, y no violó la ley porque debe ser castigado. 

Esto se debe a que el que decide qué es un delito, quién es culpable, etc., es el derecho entendido como un razonamiento básicamente formal que se ata a lo que indica una fuente, la cual señala al autor del derecho, la ley, los jueces, etc. 

El derecho pretende tener autoridad, y es por eso que jurídicamente hablando “todo tiempo pasado fue mejor”, pero dicha mejoría no se debe al valor de lo que sucedió antes, sino al solo hecho de que haya sucedido antes. De ahí que muchas veces tengamos que obedecer leyes y sentencias con las que no estamos de acuerdo, y lo mismo le sucede a los legisladores y jueces, si respetan el derecho vigente. 

El eslogan de esta concepción es “Juicio y Castigo”, a sabiendas de que el castigo está supeditado a que haya tenido lugar un juicio con todas las de la ley. De ahí la importancia decisiva de derechos humanos tales como el debido proceso, la irretroactividad de la ley penal más gravosa, la presunción de inocencia, etc., en una palabra, el paquete que se suele conocer como “Estado de derecho”.  

Si bien esta ortodoxia judicial es anterior a la aparición de la democracia, está muy lejos de ser incompatible con ella. En realidad, es por razones democráticas que queremos que los jueces no legislen, sino que por el contrario les exigimos que cumplan con las disposiciones de los representantes del pueblo, sea en la actividad legislativa o directamente en la constituyente.

2) Moralista: según este modelo los jueces toman el derecho vigente como una ocasión para dar con la respuesta correcta, de ahí que moralicen el derecho. Según esta visión, alguien violó la ley porque debe ser castigado y no ser castigado porque violó la ley. De hecho, es suficiente que un acto sea moralmente atroz para que sea considerado delito, no hace falta que figure en una ley previa. 

Un típico representante de esta manera de entender al derecho es un viejo conocido de los lectores del blog, a saber el Colorado de Felipe, el árbitro de fútbol protagonista de un cuento de Alejandro Dolina. De Felipe “aspiraba a un mundo mejor” y por eso creía “que su silbato no estaba al servicio del reglamento”, sino que debía “hacer cumplir los propósitos nobles del universo”. 

Owen Fiss, un conocido profesor de derecho de Yale, tiene una idea muy similar de los derechos humanos, los cuales, dice Fiss, “no deben ser reducidos o confundidos con sus encarnaciones legales”, ya que “siempre se mantendrán aparte del mundo como está presentemente constituido”. 

El derecho entonces se confunde con el razonamiento moral, con el razonamiento correcto acerca de lo que debemos hacer. El derecho no pretende tener autoridad sino dar razones que nadie pueda razonablemente negar. 

El eslogan de esta concepción también suele ser “Juicio y Castigo”, pero el juicio en este caso solo tiene valor o validez si conduce al resultado que nos parece moralmente correcto, y en todo caso habrá que hacer juicio hasta que nos dé el resultado que buscamos. En otras palabras, se trata de un juicio en el que el ganador moral está determinado de antemano al derecho. 

3) Revolucionario: este modelo es bastante parecido al moralista, ya que subordina el derecho en general y el juicio en particular a consideraciones extra-jurídicas. La diferencia es que mientras que la concepción moralista precisamente moraliza el derecho, la revolucionaria lo politiza. 

Por supuesto, hasta los revolucionarios creen que actúan por razones morales, pero si son conscientes de lo que están haciendo tienen que saber que es imposible hacer una tortilla sin romper los huevos y del mismo modo es imposible hacer una revolución sin violar los derechos humanos. Por otro lado, los verdaderos derechos humanos serán los que advendrán en el futuro (si es que advienen en absoluto), jamás los que existían en el pasado, y de ahí la necesidad de hacer la revolución en primer lugar. 

Salta a la vista entonces que durante la revolución es el futuro o progreso el que subordina al pasado, y por lo tanto el razonamiento que impera es completamente instrumental. Lo único que cuenta es ganar, la performatividad. Toda persona que se oponga a la revolución debe ser castigada. De ahí que, otra vez, alguien violó el derecho porque debe ser castigada y no debe ser castigada porque haya violado el derecho. 

Hablando de revolución, podemos ilustrar estos tres modelos con los ejemplos de Luis XVI y María Antonieta. Como buenos y sinceros revolucionarios que eran, Robespierre y Saint-Just se oponían vehementemente a enjuiciar al rey y a la reina debido a que la idea misma de juicio era contrarrevolucionaria (por no decir burguesa, lo cual en aquella instancia habría sido bastante irónico). Después de todo, Luis XVI tenía fueros constitucionales según la constitución recién estrenada de 1791, y las pruebas de la culpabilidad de María Antonieta se conocieron un siglo después de su condena (hay un chiste de Norman Erlich bastante parecido: “me enteré de que se quemó tu negocio, no callate la semana que viene”). 

Los doce jurados de María Antonieta, explica Stefan Zweig, “deliberan en apariencia, y si parecen deliberar más de un minuto sólo es para fingir deliberación donde hace mucho que la decisión clara está tomada”. Es por eso que Robespierre y Saint-Just proponían ejecutar al rey y a la reina sin mayores formalidades. Como buenos anti-formalistas que eran, Robespierre y de Saint-Just creían que solo necesitan formas los que no tienen principios.

Sin embargo, la gran mayoría de los convencionales—que por lo tanto ni siquiera eran jueces—que participó en estos juicios creía actuar como un juez, anticipando de este modo la posición actual de quienes creen que los jueces deben moralizar el derecho o adelantar el futuro como revolucionarios (o como Aurora).  

No faltaron convencionales que trataron de actuar como jueces a la manera ortodoxa. Por ejemplo, Morisson sostuvo que: “La sangre de sus numerosas víctimas humea todavía en torno de este recinto, ellas llaman a todos los franceses a vengarlas, pero aquí nosotros estamos religiosamente bajo el imperio de la ley, como jueces impasibles, nosotros consultamos fríamente nuestro Código penal, y bien este Código Penal no contiene disposición alguna que pueda ser aplicada a Luis XVI, porque al tiempo de sus crímenes existía una ley positiva que contenía una excepción a su favor. Yo quiero hablar de la Constitución”. 

Y Fauchet con mucha razón expresó que “nosotros hemos enviado a todas partes la Declaración de Derechos; se lee allí esta máxima fundamental de la sociedad: nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida y promulgada anteriormente al delito. ¿Violaremos nosotros a la faz de las naciones nuestro pacto social? ¡No, sin duda; no se osará proponernos esta infamia!”. No se había secado la tinta de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano cuando la Revolución hecha en su nombre ya empezaba a violarla.

En todo caso, si los jueces van a moralizar o politizar el derecho, si van a actuar como legisladores o convencionales constituyentes, que al menos tengan la amabilidad de decirlo, del mismo modo que cuando el 60 era también el 38, la compañía de transporte ponía un cartel adelante de todo para que los pasajeros supieran a qué colectivo se estaban subiendo. 

lunes, 12 de octubre de 2020

Nadie espera a la Defensoría del Público


En la sección “Cultura y Espectáculos” del 9 de octubre, Página 12 anuncia la creación de un “Observatorio de la Desinformación y la Violencia Simbólica en Medios y Plataformas Digitales”, cuyo propósito es el de reducir la libertad de expresión del “discurso del odio” para proteger la libertad de expresión de “quienes piensan distinto” (click). Se puede pensar distinto entonces (después de todo los que piensan con odio también piensan distinto), pero tampoco tan distinto. 

Limitar la libertad de expresión en aras de la libertad de expresión, junto a la finalidad de proteger a “la ciudadanía de las noticias falsas, maliciosas y de las falacias”, parece un homenaje no muy indirecto a Monty Python, un encuentro de “Nadie espera a la Inquisición Española” con “La Clínica de la Discusión”, si no fuera porque la Inquisición Española, si bien defendía la ortodoxia y perseguía la herejía, no se metía con las “falacias” (ni aplicaba leyes penales retroactivas), tal vez por principio aunque no hay que descartar razones económicas. Además, en “La Clínica de la Discusión”, el célebre personaje de John Cleese le recuerda al no menos célebre personaje de Michael Palin que “si yo discuto con Ud. debo tomar la posición contraria”. 

La detección de falacias en gran escala es una tarea que requerirá la colaboración de un número significativo de filósofos especialistas en lógica (quizás cada uno con su propio observatorio especializado en falacias específicas, por ejemplo el observatorio de la falacia ad hominem), para no hablar de los teólogos morales especializados en casuística que a menudo serán necesarios para verificar las “noticias falsas” y “maliciosas”. 

El “Observatorio” trae a la mente la histórica Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, que muchos asociaron con regímenes totalitarios como el nazismo y el comunismo. Sin embargo, hasta donde sabemos, estos regímenes totalitarios no se dedicaban a proteger a la ciudadanía de las “falacias”, y a Heidegger pocas cosas le hubieran caído peor que una Secretaría del Pensamiento. 

Una de las falacias, entonces, de las que por suerte nos va a proteger la Defensoría del Público es que su lucha contra las falacias es fascista. Se podrán decir muchas cosas del fascismo pero no que perseguía falacias.

La Defensoría del Público ha aclarado que “No venimos a perseguir, venimos a observar”. La idea entonces no es intervenir en la realidad sino solamente describirla. Esto nos recuerda el intercambio que una vez tuviera un miembro de la redacción del blog con su madre, a raíz de un comentario bastante crítico de aquel sobre un familiar. La madre le hizo notar que ese comentario podía caerle muy mal a este familiar. Cuando nuestro bloguero le respondió a su madre que ella hacía exactamente lo mismo, su madre a su vez le replicó: “Sí, pero lo mío no es una crítica, sino una descripción de la realidad”. 

En otras palabras, en la era en que todo es política, hasta el mediocampo con doble cinco y la pasta dentífrica, la excepción es la “observación de la desinformación y de la violencia simbólica en medios y plataformas digitales”, que justo es una ciencia.   

Tal vez no sea casualidad que la discusión sobre Venezuela haya reabierto la posibilidad de una dictadura en el buen sentido de la palabra, y que ahora renazca desde sus cenizas la censura, también en el buen sentido de la palabra, es decir, en la lucha contra la desinformación. El propio gobierno se ha identificado a sí mismo como republicano y tanto la dictadura como la censura fueron dos instituciones constitutivas del discurso republicano clásico.  




sábado, 10 de octubre de 2020

Los Derechos Humanos son de Burgués (o no son Todo en la Vida)



A primera vista, ha sido bastante sorprendente la posición del Estado argentino en dos recientes situaciones que involucran los derechos humanos.

En primer lugar, se trata de la posición respecto a Venezuela, y en segundo lugar la negativa de la Secretaría de Derechos Humanos a participar en una reunión de la Comisión Interpoderes sobre causas de lesa humanidad, a la que fuera convocada por la presidencia de la Corte Suprema. 

Por un lado, si bien el representante argentino en la ONU votó en contra de Venezuela a raíz de las acusaciones por graves violaciones de los derechos humanos, el representante argentino en la OEA se mostró bastante reacio a hacer lo mismo, lo cual en cierta medida muestra el pluralismo que impera en la política exterior argentina.

Dicho sea de paso, Argentina condena las graves violaciones de derechos humanos, pero no desea que las mismas sean investigadas por la Corte Penal Internacional. Hay cosas más importantes que los derechos humanos, como por ejemplo la integridad de la región o las relaciones exteriores con los países hermanos.    

Por otro lado, si bien la Secretaría de Derechos Humanos había pedido insistentemente una reunión de la Comisión Interpoderes para agilizar los juicios por casos de lesa humanidad, una vez que el presidente de la Corte Suprema convocó a dicha Secretaría y a los organismos de derechos humanos, la Secretaría y no pocos organismos de derechos humanos se negaron a concurrir aduciendo que se trataba de una convocatoria oportunista. 

Llama bastante la atención que la Secretaría que se dedica a los derechos humanos y que organismos que hacen otro tanto se nieguen a participar de dicha reunión, sobre todo teniendo en cuenta la importancia de los derechos humanos y la urgencia que resulta de dicha importancia, para no decir nada de que la declinación se debió al oportunismo de la convocatoria. 

Es como si nuestra casa se estuviera incendiando y nos negáramos a ser asistidos por un bombero porque sospechamos que se trata de un oportunista. Evidentemente, en tal caso, hay cosas que nos importan mucho más que nuestra propia casa. 

Ahora bien, la sorpresa ante la reacción del gobierno argentino supone que quien adhiere a los derechos humanos lo hace siempre de modo incondicional o si se quiere deontológico, es decir, con independencia de quiénes sean las víctimas de las violaciones de derechos humanos y de quiénes sean sus victimarios; en otras palabras, con independencia de cuáles sean las consecuencias de respetar los derechos humanos. Si reconocemos el valor o la validez absoluta de los derechos humanos, entonces podemos terminar beneficiando a seres humanos que no piensan como nosotros, tienen una ideología diferente, nos parecen repugnantes, etc. 

Fue por eso que los propios creadores de los derechos humanos, es decir los burgueses, muy poco tiempo después de, por ejemplo, haber formulado la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, sancionado la Constitución que proveía al rey de fueros constitucionales y de haber cantado las loas del abolicionismo de la pena capital, los mismos burgueses, decíamos, no solo ignoraron la Declaración y la Constitución en el caso de Luis XVI—ya convertido en Luis Capeto a la sazón—al haberlo guillotinado, sino que hicieron otro tanto con Olympe de Gouges, la autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. 

Tal vez el punto de los revolucionarios es que durante una revolución no tiene sentido respetar los derechos humanos de aquellos contra quienes se hace una revolución o se interponen en su camino. Durante una revolución alguien violó la ley porque debe ser condenado, y no es condenado porque violó la ley. Después de todo, una revolución consiste en una violación a gran escala de los derechos humanos. 

Poco más de medio siglo después, en La Cuestión Judía, Marx entendió que los derechos humanos eran de burgués y por lo tanto eran parte del problema. Durante una revolución los derechos humanos son un obstáculo, y una vez terminada la revolución se vuelven tan innecesarios como el Estado en general. Cabe recordar que lo que le costó su vida al filósofo del derecho Evgeny Pashukanis fue precisamente haberle recordado a Stalin este credo marxista.

Leszek Kolakowski explica en este sentido que los “marxistas se comportan consistentemente cuando pelean por libertades civiles y derechos humanos en regímenes despóticos no socialistas, y después destruyen estas libertades y derechos inmediatamente al tomar el poder. Tales derechos, de acuerdo con el socialismo marxista, son claramente irrelevantes para la sociedad unificada, sin conflictos”. 

Y agrega inmediatamente: “Trotsky sostuvo claramente que los regímenes democráticos y la dictadura del proletariado deberían ser evaluados de acuerdo con sus principios respectivos; dado que la segunda simplemente rechazó las reglas ‘formales’ de la democracia, no podría ser acusada de violarlas; si el orden burgués, por el otro lado, no obedecía sus reglas, podría ser culpado correctamente”.

Kolakowski concluye que “este punto de vista no puede ser visto como cínico, en la medida en que los marxistas que luchan por las garantías de los derechos humanos en los regímenes despóticos no socialistas no pretenden que sea una cuestión de principios ni que ha sido excitada su indignación moral, y además no prometen garantizar estos derechos una vez que están ellos mismos en el poder” (“Marxism and Human Rights”, en Modernity on Endless Trial, pp. 208-209). 

Como los derechos humanos son de burgués, solo un burgués se contradice al violarlos ya que solo un burgués cree en los derechos humanos. Los marxistas en realidad solo se sirven de los derechos humanos para luchar contra la burguesía. 

En varias ocasiones, entonces, no son los sesgos de nuestro cerebro los que explican por qué violamos los derechos humanos y por lo tanto nos contradecimos al violarlos, sino que en realidad es nuestra propia ideología la que está a cargo de la explicación, sobre todo en ocasión de una revolución. Pero entonces, nobleza obliga, tenemos que reconocer que, otra vez, los derechos humanos no son todo en la vida, sino que hay cosas más importantes que ellos, y en ocasiones debemos sacrificarlos en aras de estas cosas más importantes. 

De este modo, no solo contribuimos a una mejor comprensión de nuestras acciones (por ejemplo, no estamos aplicando el derecho sino haciendo una revolución), sino que además evitamos discusiones y reclamos estériles, como exigirles a quienes no creen en los derechos humanos que cumplan con ellos.  

jueves, 8 de octubre de 2020

Dame otra Oportunidad: acerca de la Comisión Interpoderes y la Corte Suprema


A Paul Watzlawick, un gran especialista en las relaciones humanas y particularmente en cómo lograr cambios genuinos, le hubiera fascinado la situación siguiente. La ministra de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, Marcela Losardo, y el secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla Corti, han decidido no participar de una reunión de la Comisión para la Coordinación y Agilización de las Causas por Delitos de Lesa Humanidad (“Comisión Interpoderes”), convocada por el presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación para hoy, jueves 8 de octubre.

La razón de la declinación figura en una carta dirigida al presidente de la Corte (Secretaría de Derechos Humanos): “la repentina convocatoria a una nueva reunión por parte de la Presidencia de la Corte, tras varios meses de insistencia de los organismos de derechos humanos—que son los verdaderos faros en la lucha por la memoria, la verdad y la justicia—, no deja de resultar oportunista”. 

Da la impresión de que la Secretaría de Derechos Humanos acusa a la convocatoria de ser oportunista, y no en el buen sentido de la palabra. Bien valga la aclaración, ya que según el Diccionario de la Real Academia Española, el “oportunismo” es la “actitud que consiste en aprovechar al máximo las circunstancias que se ofrecen y sacar de ellas el mayor beneficio posible”. 

En principio, a menos que supongamos que ser beneficiado es siempre una desgracia o algo que debemos evitar a toda costa, no hay nada de malo en beneficiarse. Quizás el punto de la Secretaría sea que podemos beneficiarnos pero sin exagerar, es decir sin “aprovechar al máximo las circunstancias que se ofrecen y sacar de ellas el mayor beneficio posible”.

Una primera lectura de la declinación entonces es que si la Corte no pudiera sacar de la reunión el mayor beneficio posible entonces la Secretaría no tendría mayor inconveniente en reunirse con la Corte. Y, probablemente, si la Corte se viera perjudicada por la reunión entonces la Secretaría aceptaría reunirse con ella sin mayores dificultades. 

Es natural preguntarse cuál es el aprovechamiento que la Secretaría tanto teme que la Corte podría hacer de la reunión de la Comisión Interpoderes. A juzgar por los últimos acontecimientos, una interpretación muy apresurada sería suponer que el problema es que dado que, mal que nos pese, Rosenkrantz es un juez de la Corte y ha sido objeto de un pedido de juicio político por haber aplicado el derecho—del cual nos hemos ocupado en otra oportunidad (El juez Rosenkrantz y los Locos Adams)—, por lo tanto la Secretaría de Derechos Humanos le hace saber elegantemente a la Corte que hasta tanto no se resuelva dicha cuestión prefiere no reunirse con ella. 

Sin embargo, la carta de declinación no menciona el pedido de juicio político, sino que alega la falta de compromiso de la Corte Suprema en su conjunto. Después de todo, aunque quisiera, Rosenkrantz no podría hacer nada sin lograr otras dos firmas, y, al revés, no puede impedir que se junten otras tres firmas. De ahí que no quede otra alternativa más que entender que si bien la Corte Suprema acepta realizar una acción particular requerida por la Secretaría de Derechos Humanos—y de ahí la convocatoria—, dicha acción es realizada sin la motivación adecuada. 

Se trata de un punto con el que está familiarizado todo aquel que se dedique a la teoría moral, particularmente de raigambre kantiana. No es suficiente actuar conforme, v.g., a la moral (en este caso los derechos humanos), sino que la moral debe ser además la razón por la cual uno actúa. Por ejemplo, EE.UU. no entró en la Segunda Guerra Mundial para evitar el Holocausto, sino que lo hizo porque fue víctima de un ataque de Japón en Pearl Harbour. Sin duda, como efecto colateral, por así decir, EE.UU. terminó colaborando decisivamente en la lucha contra el nazismo y de ese modo interrumpió el Holocausto, pero no lo hizo por la razón correcta. 

Algo similar se podría decir de la misma Unión Soviética, que inicialmente no solo no intervino en la Europa ocupada por los nazis, sino que llegó a firmar un acuerdo con Hitler, y solo se vio forzada a luchar contra el nazismo una vez que Alemania incumpliera dicho acuerdo al invadir la Unión Soviética.

Una variación del tema del oportunismo que detecta la Secretaría de Derechos Humanos en la Corte Suprema es que “la respuesta de la Corte Suprema de Justicia de la Nación debería ser categórica”. Evidentemente, la Secretaría de Derechos Humanos considera que la convocatoria de la Corte es entonces hipotética o condicional, aunque no menciona exactamente cuál es la hipótesis o condición que figura en la convocatoria de la Corte, que a su vez explica la declinación de la Secretaría de Derechos Humanos. 

Curiosamente, en realidad, es la Secretaría de Derechos Humanos la que no está dispuesta a reunirse con la Corte de modo categórico, sin condiciones, ya que precisamente a juicio de dicha Secretaría “no están dadas las condiciones” para que se reúna con la Corte Suprema. Por más que los Derechos Humanos sean tan importantes y urgentes, y que el “espacio de articulación” que representa la Comisión Interpoderes sea “imprescindible”, la Secretaría no está dispuesta a reunirse a cualquier costo, pase lo que pase, para acelerar las causas por violaciones de los derechos humanos, sino que antes que reunirse con la Corte prefiere contribuir al mismo “estancamiento” y “letargo” que tanto deplora. 

La Secretaría de Derechos Humanos da como ejemplo de compromiso con los derechos humanos que la Corte “resuelva cuanto antes las decenas de causas emblemáticas por crímenes de lesa humanidad”, en cuyo caso la Secretaría no tendría mayores problemas en reunirse con la Corte. Sin embargo, si las causas marcharan tan rápidamente como se desea no tendría mayor sentido la reunión de la Comisión, salvo que, por supuesto, uno deseara reunirse por amor a las reuniones, lo cual, después de todo, es una predisposición natural de los seres humanos.  

En otras palabras, si hay algo que la Secretaría de Derechos Humanos aborrece es precisamente la demora de meses para que se reúna la Comisión Interpoderes, de la que forma parte la Corte Suprema; sin embargo, hay algo que la Secretaría detesta todavía más, y eso es reunirse con la Corte Suprema. En todo caso, la Secretaría de Derechos Humanos parece estar dispuesta a reunirse con la Corte Suprema si y solo si se satisfacen ciertas condiciones. La pregunta del millón es: ¿cuáles son exactamente esas condiciones? 

Quizás lo que la Secretaría pide en el fondo es que la Corte sea espontánea, esto es, que a pesar de los insistentes pedidos de reunión de la Secretaría, en realidad la Secretaría solo estaría dispuesta a reunirse con la Corte si esta última la convocara de motu propio, y no porque la Secretaría se lo pida insistentemente. Se trata de la clase de situaciones que eran la debilidad de Paul Watzlawick, quien durante toda su vida se esforzó por distinguir entre el gatopardismo (cuanto más se cambia más es la misma cosa) y el cambio genuino, y especialmente por explicar cómo se logra este último. 

lunes, 5 de octubre de 2020

Per Saltum, un Fallo por la Coherencia de la Corte


Ilustración de Alejandro Galliano (aka Bruno Bauer)


Tal como sucediera en 2017 en ocasión del fallo “Muiña”, en estos días la Corte Suprema se ha convertido en un foco de atracción para una buena parte de la sociedad. En aquella oportunidad, lo que estaba en juego era la aplicación de un derecho humano como la aplicación de la ley más benigna a un caso de lesa humanidad. En esta oportunidad, lo que está en cuestión es el recurso de per saltum que la Corte Suprema acaba de admitir para tratar la situación de tres jueces penales en particular (Bruglia, Bertuzzi y Castelli) que fueron trasladados de un juzgado a otro conforme a una práctica en la que han participado por lo menos todos los gobiernos democráticos de los últimos quince años.

En gran medida, el parecido entre las situaciones se debe a que las pasiones, convicciones e intereses en juego en ambos casos hicieron que aflorara una especie de “justicia popular”, como si la presencia de mucha gente en la calle pudiera influir en los fallos, o peor todavía, en la validez jurídica de los mismos. 

Sin embargo, la idea de una “justicia popular” es una contradicción en los términos, más apropiada para una revolución, pero completamente incompatible con la actuación de un tribunal. Si el pueblo mismo hubiera deseado contar con una justicia popular, entonces en la Constitución en lugar de una “Corte Suprema” habría estipulado un “Pueblo Supremo”. Y si presionar a los jueces es fascista, dicho fascismo tiene lugar cada vez que un juez es presionado, con independencia de quién es el juez y de quién es el agente de la presión, aunque es mucho peor ser objeto de un juicio político impulsado por el oficialismo por haber aplicado el derecho, que ser la víctima de bocinazos de vecinos. 

La discusión actual gira alrededor de la constitucionalidad de los traslados de los jueces. Nadie duda de que para ser juez es indispensable contar con el acuerdo del Senado tal como lo estipula la Constitución. La cuestión es si dicho acuerdo, concedido en relación a un juzgado particular, es suficiente para que, dadas algunas condiciones, la misma persona desempeñe la misma tarea—o una relevantemente similar—en otro juzgado. 

El traslado de los jueces es una práctica cuyos orígenes en nuestro país se remontan hasta mediados del siglo XX y cuya necesidad reciente se explica fundamentalmente por las demoras en los concursos que sustancia el Consejo de la Magistratura para cubrir las vacantes. 

Esto explica por qué en 2018 la Corte Suprema, intérprete final de la Constitución—y por lo tanto del derecho que rige en Argentina—, a pedido del Gobierno Nacional y del Consejo de la Magistratura, dictó dos acordadas que convalidan la vigencia de los traslados de los jueces, en la medida en que se satisfagan ciertas condiciones (como igual jerarquía en los cargos, la misma materia y el consentimiento de los jueces), con el propósito de fortalecer la administración de justicia y de dar certidumbre a las decisiones tomadas por los tribunales afectados. 

De hecho, se han efectuado más de sesenta traslados, de los cuales más de un tercio tuvo lugar durante los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández. Por ejemplo, la actual Vicepresidenta, cuando era Presidenta en 2010, decidió trasladar al juez Bertuzzi desde un tribunal oral federal de La Plata a un tribunal oral federal de la Capital para que entendiera en una causa de lesa humanidad. Además, la Vicepresidenta guarda una relación especial con los tres jueces, ya que dos de ellos (Bruglia y el propio Bertuzzi) han intervenido en una causa en la cual ella es objeto de persecución penal, y el juez restante (Castelli) integra un tribunal que también deberá juzgar a la Vicepresidenta.

Llama la atención entonces el énfasis selectivo que algunos sectores hacen en la importancia del texto de la Constitución, la “Biblia” de nuestro derecho, por un lado, y la importancia de la Corte Suprema, la “Iglesia” de nuestro sistema jurídico prevista por la propia Constitución, por el otro. La misma Constitución que exige el acuerdo del Senado para la designación de jueces en el art. 99 inciso 4, también prevé, por ejemplo, en su artículo 18 que “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”. Sin embargo, las mismas voces que hoy se alzan contra el traslado de los jueces siguiendo la más pura doctrina protestante de la “sola Scriptura”, adoptaron una posición mucho más católica por así decir en relación al fallo “Batalla” en el que la Corte Suprema en la práctica convalidó la ley penal retroactiva sancionada por el Congreso en respuesta al fallo “Muiña” de dicho tribunal.

Como decía Ernest Renan a propósito de San Pablo, algunos parecen ser protestantes para sí mismos y católicos para los demás, es decir, desean ser libres para interpretar la Biblia a su gusto, pero a la vez quieren obligar a los demás a que sigan dicha interpretación. Sin embargo, nuestra religión jurídica debe ser la misma para todos los casos: o nos atenemos fieles a la sola Escritura constitucional con independencia de lo que dice la Corte Suprema, o le reconocemos a la Corte Suprema la atribución de ser el intérprete final de nuestra Escritura constitucional—tal como figura en la propia Escritura—, tanto en lo que atañe a sus sentencias cuanto a lo que corresponde a sus acordadas.

Queda por ver cuál es la decisión final que tomará la Corte Suprema sobre el fondo del asunto. No es fácil anticipar el comportamiento del mismo tribunal que pasó de aplicar garantías penales básicas como el principio de la ley más benigna en el fallo “Muiña” (2017) a tomar una decisión que equivale a la convalidación de una ley penal retroactiva en el fallo “Batalla” (2018). Cabe recordar que en aquella oportunidad el único que se mantuvo firme en defensa de la Constitución fue el juez Rosenkrantz. 

De los votos que fundamentan la reciente decisión unánime de la Corte Suprema de aceptar el per saltum, surge que el presidente de la Corte es quien mayor énfasis hace en la necesidad de brindar coherencia a las decisiones de la Corte—por ejemplo en relación a las acordadas de 2018 que convalidan la vigencia de los traslados—y en la gravedad institucional del caso, ya que están en juego no solo los derechos de las partes, sino la suerte de todos los jueces trasladados y el funcionamiento del Poder Judicial en su conjunto, y por lo tanto la forma republicana de gobierno. 

Fuente: La Nación

sábado, 3 de octubre de 2020

El Juez Rosenkrantz y Los Locos Adams


Hay una escena en la película de “Los Locos Adams” en la que Tully le dice a Homero que el Tío Lucas era “amable con los animales y muy bueno con los niños”, a lo cual Homero le responde aliviado: “No pudieron probar nada”. 

Esta escena representa bastante vívidamente la situación actual del Presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, a juzgar por el pedido de juicio político presentado por la diputada Vanesa Siley, que además integra el Consejo de la Magistratura por parte del oficialismo (El Destape) y por la reacción del blog “Prisionero en Argentina”—en el cual se suelen tratar causas por lesa humanidad—que acusa al juez Rosenkrantz de dar “un golpe de timón y ahora demuestra estar dispuesto a hacer mérito con quienes, luchan por los derechos humanos (de algunos), en Argentina” (Prisionero en Argentina).

Según la diputada Siley, la convalidación por parte de Rosenkrantz en el fallo “Muiña” de garantías penales que figuran tanto en el derecho nacional como en el internacional—este último incorporado por el derecho nacional conforme a lo que dicta la Constitución—y el rechazo de una ley penal retroactiva en el fallo “Batalla”—rechazo que se sigue estrictamente, otra vez, de la Constitución Nacional y de los tratados internacionales convalidados según la misma Constitución—denotan “una firme postura ideológica… que es contraria a las leyes, la Constitución Nacional y los pilares fundamentales del Estado de Derecho”. 

“Prisionero en Argentina”, por su parte, acusa a Rosenkrantz de “agilizar los juicios por ‘lesa humanidad’” y de convocar “para el próximo jueves ocho, a la Comisión para la Coordinación y Agilización de Causas por Delitos de Lesa Humanidad, conocida como Comisión Inter poderes”. 

Tanto la diputada kirchnerista como “Prisionero en Argentina”, entonces, acusan a Rosenkrantz de ser bueno con los niños, es decir, de cumplir con el derecho vigente en Argentina, según el cual todos los seres humanos tienen derechos humanos, lo cual incluye a los acusados y condenados por delitos de lesa humanidad, en la medida que se trate de seres humanos. Asimismo, como presidente de la Corte, la tarea de Rosenkrantz consiste en agilizar los juicios, aunque siempre respetando los derechos humanos, no yendo en contra de ellos.

En realidad, es mucho más grave la posición de la diputada kirchnerista, ya que en su caso se trata de una representante del Estado, tanto en su carácter como diputada como en su carácter de miembro del Consejo de la Magistratura, mientras que el blog, por suerte, representa la opinión de algunos particulares anti-kirchneristas. 

El juez Rosenkrantz, entonces, tiene esta rara peculiaridad de hacer que, como se suele decir en inglés, extraños compañeros de cama como el kirchnerismo y anti-kirchnerismo unan sus fuerzas en contra de la aplicación de las reglas del Estado de derecho. Ciertamente, esto no es garantía de que Rosenkrantz sea infalible (ya sabemos que el que quiere una garantía se tiene que comprar una tostadora), pero quizás indique que Rosenkrantz marcha por el camino correcto. 

lunes, 28 de septiembre de 2020

Acerca de la “Justicia popular” y otras contradicciones



Como en el 2017 durante el caso “Muiña”, la Corte Suprema de Justicia ha atraído nuevamente la atención de una parte significativa de la sociedad, debido a que este martes el supremo tribunal tiene previsto tratar la situación de los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli, trasladados de un juzgado a otro sin acuerdo del Senado, aunque conforme a una acordada de la propia Corte Suprema. 

Es una muy buena noticia que la sociedad se interese por la actividad de la Corte Suprema. Eso es exactamente lo que se espera de una república. Lo que no es una buena noticia es que el interés sea tal que la autoridad misma de la Corte Suprema esté en cuestión. 

En una república todos los ciudadanos tienen el derecho de expresarse libremente sobre sus tribunales, incluso la Corte Suprema. Pero el ejercicio de la libertad de expresión tiene que ser compatible con el hecho de que la Corte Suprema no solo es un tribunal y por lo tanto tiene autoridad, sino que además dicha autoridad es suprema. Después de todo, es por eso que nos interesa expresarnos sobre sus fallos. 

De ahí que por las mismas razones republicanas por las que exigimos el reconocimiento del derecho a la libre expresión, también debemos exigir que la Corte Suprema opere como un tribunal, es decir, que se atenga al caso particular que va a tratar según el derecho vigente. Cuánta gente hay en la calle, cuál es el lugar del fallo en la historia, cómo nos hacer sentir, qué consecuencias políticas tendrá la decisión, qué enseñanzas se pueden extraer del fallo, etc., son consideraciones sociológicas, históricas, psicológicas, políticas y pedagógicas que constituyen el objeto de estudio de diversas y muy interesantes disciplinas en ciencias sociales o humanas, pero que son completamente irrelevantes para el razonamiento jurídico. Como se suele decir, los de afuera son de palo. 

Sin duda, quienes defienden la autonomía del razonamiento jurídico a menudo tienen que hacer frente a numerosas objeciones. Pero dicho escepticismo se desvanece casi por arte de magia cuando el objetor se vuelve parte de un caso judicial, particularmente si es acusado en un juicio penal.  

Se le suele atribuir a Georges Clemenceau que “es suficiente agregar ‘militar’ a una palabra para hacerle perder su significado. Así, la justicia militar no es justicia, la música militar no es música”. Lo mismo se puede decir de “popular” y, por ejemplo, la “justicia popular”, que desde el punto de vista del razonamiento jurídico es una contradicción en sus términos, ya que el hábitat natural de la justicia popular es el de la revolución.

El derecho, por el contrario, siempre es conservador o, si se quiere, contrarrevolucionario, ya que pretende tener autoridad. Es por eso que se basa en una fuente anterior que designa cierto autor generalmente institucional, una obra—la ley—creada por dicho autor y una institución encargada de aplicar dicha obra. Esto se puede apreciar especialmente cuando cambia la constitución o el derecho en general: la idea es que el pasado—o el presente—ate al futuro. 

Y si en verdad lo que nos interesa es la “justicia popular”, entonces que quede claro que no estamos aplicando el derecho—que es conservador por definición—, sino que estamos llevando a cabo precisamente una revolución. Habría que ver, sin embargo, si la Corte Suprema es el lugar indicado para dar inicio—o fin para el caso—a una revolución.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Juicio para los Amigos, Lawfare para los Enemigos



Una nota de Página 12 de ayer incurre en una muy seria confusión acerca del derecho vigente en Argentina. En una nota en la cual se hace referencia a la Señora Vicepresidente, Página 12 narra en tono desaprobatorio que “[los jueces] Bruglia e Irursun [sic] revocaron los procesamientos de los funcionarios macristas con un argumento técnico [énfasis agregado]: afirman que los imputados no tuvieron acceso a las pruebas en su contra antes de ser indagados, pese a que las habían requerido” (click).

Es muy extraño que una persona que se dedique al derecho critique un fallo debido a que el mismo se basa en un “argumento técnico” (como el de la defensa en juicio), o, como decía en la primera versión de otra nota del diario que luego fue corregida, en un “artilugio formal”. El derecho consiste precisamente en argumentos técnicos o artilugios formales. 

Cabe recordar que, según el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra “artilugio” cuenta con una acepción bastante descriptiva—aunque eso no impide en algunos casos su uso despectivo—: “Mecanismo, artefacto, sobre todo si es de cierta complicación”, así como el significado empleado por Página 12, es decir, “Ardid o maña, especialmente cuando forma parte de algún plan para alcanzar un fin”. De hecho, los fueros constitucionales que protegen a la Señora Vicepresidente son otros tantos “artilugios formales” o “argumentos técnicos” que se interponen entre su persona y una eventual condena penal. 

Surge entonces naturalmente la pregunta acerca de cómo puede ser que una nota sobre un fallo judicial sospeche de argumentos técnicos y los artilugios formales, como si una nota sobre fútbol pudiera dudar de la prohibición de tocar la pelota con la mano o de la ley del offside. 

Una primera explicación es que se trata de un típico sesgo de confirmación, como reza la terminología actual inspirada por la psicología cognitiva, es decir, nos manifestamos en contra de los tecnicismos legales—por no decir del derecho en general—cuando es aplicado contra nuestros enemigos pero los abrazamos calurosamente cuando somos nosotros mismos aquellos contra quienes se pone en marcha el aparato punitivo del Estado. 

Nuestro cerebro, por razones evolutivas, tiende a distinguir entre “nosotros” y “ellos”, y al momento de conformarse la configuración actual de nuestro cerebro—es decir durante el pleistoceno—no existían las formas jurídicas, de ahí que si diéramos rienda suelta a nuestro cerebro nos comportaríamos como cazadores recolectores. Esto es algo que sucede diariamente.

Una segunda explicación es la de distinguir entre dos maneras de entender al derecho penal, aunque en rigor de verdad solo una de ellas corresponde al derecho penal, mientras que la otra es en realidad una forma de hacer la guerra. Esto se puede advertir irónicamente en el momento mismo en el que se consolida el derecho penal liberal con su robusto kit de derechos y garantías (presunción de inocencia, debido proceso, irretroactividad de leyes retroactivas más gravosas, etc.). 

En efecto, fue gracias a la Ilustración—o mejor dicho a un proceso que termina de conformarse a fines del siglo XVIII—que la civilización occidental llega a la conclusión de que la persecución penal, por más que se proponga luchar contra la impunidad, debe supeditar dicho combate a la satisfacción de ciertas garantías penales. De ahí el lema distintivamente liberal nullum crimen sine lege (ningún delito sin ley), en oposición al eslogan nullum crimen sine poena (ningún delito sin castigo), eslogan este último que fuera adoptado por el nazismo desde sus inicios en el poder. 

Decíamos “irónicamente” porque en esencia los mismos autores de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que consagra las garantías penales que forman parte de lo que hoy se suele denominar como derechos fundamentales, violaron flagrantemente esos derechos durante el así llamado “juicio” a Luis XVI—para no decir nada de María Antonieta por supuesto, ni de la suerte corrida por Olympe de Gouges, autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana—. Luis XVI fue condenado en un “juicio” a pesar de que contaba con fueros constitucionales según la entonces flamante constitución de 1791 (dicho sea de paso, muy probablemente Luis XVI haya sido una de las primeras víctimas del “lawfare”).

Nobleza obliga, Robespierre y Saint-Just se oponían al juicio a Luis XVI porque según ellos el rey debía ser combatido en lugar de ser sometido a juicio. La idea de juicio supone cierto riesgo procesal, el deber de aplicar el derecho vigente (con el kit de derechos y garantías), y por lo tanto la posibilidad de que la persona acusada sea declarada inocente conforme al razonamiento jurídico-institucional. Pero si en un juicio el acusado es hallado culpable incluso antes de que se inicie el proceso, entonces lo que estamos presenciando no es un juicio sino una revolución (o un chiste judío). 

Esta distinción es fundamental ya que el derecho es exactamente lo contrario de la revolución (al menos en el sentido moderno de la expresión). Mientras que la expresión “derecho conservador” es redundante, “derecho revolucionario” es una contradicción en sus términos. Todo derecho conserva ciertas formas anteriores, de tal forma que el pasado pueda atar al futuro, mientras que la tarea de la revolución es la de liberar al futuro de sus lazos con el pasado. 

Por supuesto, en algunas oportunidades habrá que hacer una revolución, pero es muy importante que quede claro qué es lo que está sucediendo, no solo para evitar confusiones, sino además, por ejemplo, para evitar gastos innecesarios en abogados. En una época, por ejemplo, la línea 38 de colectivos funcionaba en los mismos vehículos de la línea 60 y por eso los vehículos llevaban adelante un cartel que los identificaba, sobre todo para evitar que los pasajeros se subieran a la línea equivocada. 

Ojalá que, al menos a partir de ahora, para contar con garantías no sea necesario comprarse una tostadora (click). 


martes, 8 de septiembre de 2020

Es mejor equivocarse con Aron que tener razón con Sartre


No es ninguna novedad que el razonamiento institucional argentino, particularmente el jurídico, no está pasando por su mejor momento. Sin embargo, hay algunos indicios de que el anti-institucionalismo vernáculo, un verdadero “constitucionalismo popular”, se ha acentuado profundamente en los últimos días. 

Para comprobar este fenómeno no hace falta referirse a las medidas de excepción dispuestas por el poder ejecutivo—en diferentes jurisdicciones—a los efectos de hacer frente a la pandemia (que en ocasiones representan un regreso al viejo estado de sitio de los siglos XVIII-XIX, es decir, al que rige sin que sea declarado normativamente), sino que es suficiente dirigir la mirada hacia los otros dos poderes.

Empecemos por el poder legislativo. Como es de público conocimiento, la Cámara de Diputados en su momento decidió operar según un reglamento especial en atención a las circunstancias de excepción que son de público conocimiento. Dicho reglamento caducó y sin embargo eso no impidió que la Cámara sesionara de todos modos. Ante la objeción minoritaria de Juntos por el Cambio según la cual la renovación del reglamento no fue lograda por “consenso”—tal como lo exige el mismo reglamento—, la mayoría representada por el Frente de Todos respondió que logró el consenso sin consultar con la minoría de Juntos por el Cambio. 

La posición de la mayoría nos hace acordar a una historia que solía contar Norman Erlich. Un niño judío escucha hablar de “dilemas morales” en la escuela y vuelve a su casa intrigado por dicha noción. Entonces le pregunta a su padre: “Papá, ¿qué es un dilema moral?”. El padre no sabe cómo responderle y entonces le dice: “obviamente vos recordás que tu tío y yo somos socios en el negocio. Supongamos que un cliente viene al negocio y se olvida un billete de cien dólares en el mostrador. El dilema moral que yo tendría entonces es si le tengo que contar o no a tu tío”.

La mayoría del Frente de Todos supone que el “consenso” que exige el reglamento se logra sin tener en cuenta a la primera minoría del Congreso. Por más que el Frente de Todos experimente severas tensiones en su interior (como las que parecen existir entre sus principales líderes), de ahí no se sigue que el consenso que exige el reglamento de la Cámara se logre sin la participación de la principal fuerza de oposición, al menos si en la idea de consenso democrático está incluida la participación de quienes no forman parte de la mayoría. En otras palabras, para que exista consenso, tenemos que participar nosotros pero no podemos olvidarnos de ellos

Por ejemplo, la diputada Fernanda Vallejos, del Frente de Todos, adhiere a la concepción del consenso de la mayoría bajo el amparo del constitucionalismo popular, tal como surgen de sus recientes declaraciones: “Pongamos las cosas en su lugar, vivimos en democracia, donde las minorías no imponen pliegos de condiciones y la agenda la fija el pueblo argentino”. 

En cierto sentido, el constitucionalismo popular en democracia es redundante ya que es el pueblo el que decide darse una constitución y es por eso que debemos cumplir con ella. El pueblo podría estar interesado en hacer una revolución, pero en dicho caso la constitución deja de ser válida, y entonces empieza otro juego, en el que, por ejemplo, se acabaron los fueros constitucionales, como Luis XVI lo sufriera en carne propia. 

Hablando de revolución, y yendo al poder judicial, anoche ocurrió un hecho bastante particular, a mitad de camino entre el “constitucionalismo popular” y el comportamiento típico de una asociación de cazadores-recolectores, aunque a veces no sea fácil advertir la diferencia. 

Lázaro Báez, en cumplimiento de la prisión domiciliaria dictada por el juez de la causa, trató de ingresar a su domicilio acompañado por la policía, lo cual fue literalmente impedido por sus propios vecinos. Cabe recordar que los derechos estipulados por el sistema jurídico vigente no dependen del comportamiento social, o de cuánta gente haya en la plaza, etc. De otro modo, si quisiéramos tener una garantía deberíamos munirnos de una tostadora. 

Ciertamente, la actitud y el comportamiento de los vecinos de Lázaro Báez han sido muy bien recibidos por un número significativo de personas, no pocas de las cuales deben haberse indignado con razón por el comportamiento de la mayoría legislativa que sesiona conforme a una interpretación—por así llamarla—bastante antojadiza de la palabra “consenso”. Sin embargo, no podemos indignarnos selectivamente ante el incumplimiento del derecho.

Si nos interesa respetar la autoridad del derecho, nosotros mismos, como simples ciudadanos, no podemos hacer justicia por mano propia, reemplazando o corrigiendo las decisiones institucionales. Si nos interesa obedecer la ley la única manera de corregir los errores institucionales es recurriendo a los remedios institucionales. 

Dicho recurso no es inmune a caer en otros errores, en cuyo caso no queda otra alternativa que recordar que, parafraseando aquella frase de Mayo del 68, desde el punto de vista del razonamiento jurídico, es preferible equivocarse con Aron (es decir las instituciones) antes que acertar con Sartre (es decir quienes actúan solo por razones transparentes o valorativas ya que creen que hay respuestas jurídicas correctas independientes de las instituciones). 

Por supuesto, esto puede llegar a ser bastante costoso, pero se supone que el costo de vivir como cazadores-recolectores—especialmente cuando no lo somos—es todavía mayor. Ciertamente, nuestras instituciones están muy lejos de funcionar correctamente, pero la manera de mejorarlas no puede consistir en destruirlas, sino, precisamente, en hacerlas mejor. 


martes, 23 de junio de 2020

¿El Coco Basile u Holanda del 74? Acerca del fallo Bostock de la Corte Suprema de los EE.UU.




Un fallo muy reciente de la Corte Suprema de los EE.UU., “Bostock v. Clayton County”, ha conmovido al mundo jurídico. En una decisión por 6-3, la Corte Suprema decidió que un empleador que despide a una persona meramente por ser homosexual o transgénero viola el título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964. Por si esto fuera poco, el autor del voto de la mayoría fue ni más ni menos que Neil Gorsuch, un discípulo de John Finnis. 

En todo fallo judicial hay al menos dos grandes cuestiones en juego: cuál es la decisión en sí misma y cómo se llegó a ella. Quienes creen que el razonamiento jurídico no debe ser meramente un asistente del razonamiento moral o político, esto es quienes creen en la autoridad del derecho (vale aclarar, la autoridad del derecho democrático bajo el Estado de derecho), tienen que estar dispuestos a seguir un método legal—que no por nada literalmente significa “camino” en griego—hasta donde ese método o camino los lleve, sin saber de antemano adónde es que ese método los está conduciendo. 

Si resultara que seguimos un camino exclusivamente debido a que nos lleva adonde queríamos ir de todos modos, eso implicaría que tenemos demasiada suerte, o que estamos cometiendo un fraude. Como explica el juez Alito en su disidencia (p. 3), a veces el razonamiento jurídico es como un barco que si bien da la impresión de navegar bajo una bandera jurídica, en realidad está siguiendo un estandarte moral o político. En otras palabras, el razonamiento jurídico a veces se transforma en un barco pirata.

En este fallo, todos los jueces, progresistas y conservadores (incluso los que votaron en disidencia), están de acuerdo en el método que deben seguir para llegar a la resolución del caso: “Esta Corte normalmente interpreta una ley de acuerdo con el significado público ordinario de sus términos al tiempo de su sanción. Después de todo, solo las palabras en la página constituyen el derecho adoptado por el Congreso y aprobado por el Presidente. Si los jueces, inspirados solamente por fuentes extra-textuales y su propia imaginación, pudieran agregar, remodelar, actualizar o quitar algo de los viejos términos de la legislación, estaríamos exponiéndonos al peligro de reformar las leyes fuera del proceso legislativo reservado para los representantes del pueblo. Y le estaríamos negando al pueblo el derecho de seguir confiando en el significado originario del derecho con el que contaban para determinar sus derechos y obligaciones” (p. 4).

Además, todos los jueces rechazan el interpretativismo en la medida en que afirman que “Esta Corte ha explicado muchas veces durante muchos años que cuando el significado de los términos es claro, nuestro trabajo terminó” (24). En cambio, cabe recordar que según Ronald Dworkin allí es donde comienza en realidad el trabajo del juez, ya que según el autor de Law’s Empire un juez tiene que interpretar el derecho siempre, incluso cuando el derecho es impecable desde el punto de vista lingüístico (Law’s Empire, p. 17). 

La cuestión es si el textualismo que adopta la Corte Suprema de los EE.UU. es el camino que conduce a la decisión tomada. En otras palabras, la cuestión es si el texto del Título VII de la Ley de Derecho Civiles de 1964, cuando se refiere a “sexo”, incluye la idea de género.  Después de todo, no solo los conservadores distinguían en 1964—y todavía lo hacen—claramente entre sexo y género (entre otras cosas porque creen que el género es una noción artificial, mientras que creen que el sexo es natural), sino que quienes se oponen al conservadurismo sexual lo hacen porque distinguen entre sexo y género, y no quieren que el género quede reducido al sexo, entre otras cosas debido a la tendencia de esta última noción a ser entendida en términos puramente binarios. 

Lamentablemente, las aclaraciones que figuran en la ley en cuestión no mencionan al género. De hecho, es debido a la distinción entre sexo y género que hace años que ha habido varios intentos de reformar la Ley de Derecho Civiles a los efectos de incluir al género dentro de las categorías que caen bajo su protección. Si el género ya estuviera previsto por la noción de sexo no tendrían sentido los repetidos intentos de cambiar la ley. Por supuesto, alguien podría sostener que a veces se modifican las leyes para que las cosas queden todavía más claras, pero tal respuesta sería una petición de principio, ya que supone que está claro que el género cae bajo la Ley de Derechos Civiles.

Por otro lado, es cierto que a veces los legisladores no pueden anticipar todos los casos que pueden ser subsumidos bajo una ley en particular, pero de ahí no se sigue que un caso particular esté subsumido en una ley. 

El voto de la mayoría reconoce que sexo y género son nociones diferentes, pero sostiene a la vez que están “inextricablemente ligados” (10). La cuestión es por qué. Nótese que la conexión tiene que ser legalmente relevante, es decir, no tiene que provenir de esferas extra-jurídicas, como por ejemplo “está bien que así sea”, “sería inmoral si fuera de otro modo”, etc. 

Sobre el final del propio voto mayoritario, la Corte recuerda que “El lugar para hacer nueva legislación, o tratar consecuencias no deseadas de la legislación antigua, es el Congreso. Cuando se trata de la interpretación de las leyes, nuestro papel está limitado a aplicar las exigencias del derecho tan fidedignamente como podamos en los casos que llegan ante nosotros. Como jueces no poseemos un conocimiento o autoridad especial para declarar por nosotros mismos lo que un pueblo que se auto-gobierna debe considerar justo o sabio. Y la misma humildad judicial que nos requiere abstenernos de agregar algo a las leyes nos requiere que nos abstengamos de disminuirlas” (31).

Este recordatorio nos recuerda a su vez que lo que está en cuestión no es la interpretación de la Constitución, sino la de una ley, es decir, la voluntad de otro de los poderes del Estado, que de hecho es el poder que representa al pueblo. En democracia, los jueces tienen que prestar atención particularmente a la autoridad de las decisiones de los representantes del pueblo. 

Quizás el artículo VII de la Ley de Derechos Civiles es inconstitucional debido a que, como muy bien dice Diego Botana, a pesar de lo que sostiene la enmienda XIV sobre la igual protección de los derechos, no contiene al género como una categoría que debe ser protegida. Pero no fue esa la estrategia de los demandantes, o en todo caso no fue lo que se discutió en el fallo. 

Las buenas noticias de la separación de los poderes—la distinción entre la creación legislativa y la aplicación judicial—, es que una vez que el género figure en la ley, los jueces no podrán desconocer su protección, con independencia de cuál sea su ideología, precisamente debido a que la ley tiene autoridad. En tal caso, la fuerza del pasado y el significado que ahora nosotros le queremos dar a las palabras, es decir la autoridad del derecho, van a servir para que en un eventual futuro las manos de los jueces queden atadas por la decisión de nuestro propio tiempo, tal como sucedería, v.g., si en Argentina el aborto dejara de ser un delito o en todo caso una acción no punible para convertirse finalmente en un derecho. 
 
Retomando la analogía del juez Alito, la otra alternativa es la de arriar la bandera textualista e izar la bandera que realmente corresponde al barco, es decir, la cuasi-legislativa y por lo tanto cuasi-constituyente (en la medida en que se aparta del diseño institucional previsto). Eso es exactamente lo que hizo el juez Posner del Séptimo Circuito, quien está de acuerdo con el resultado, pero precisamente por eso él “preferiría que reconozcamos abiertamente que nosotros hoy, que somos jueces antes que miembros del Congreso, estamos imponiendo en una ley de hace medio siglo un significado de ‘discriminación sexual’ que el Congreso que sancionó la ley no hubiera aceptado”. En otras palabras, lo que propone Posner es un blanqueo del interpretativismo. 

No deja de ser atrayente la idea del derecho total a la usanza de Holanda 74, un equipo que a pesar de no haber salido campeón, su recuerdo ha quedado grabado en la memoria porque no tenía posiciones fijas: los defensores atacaban, los delanteros colaboraban con la defensa, etc. El atractivo del derecho total se debe a que siempre nos permite lograr el resultado que anhelamos. Las malas noticias son que esta posición no puede explicar la autoridad del derecho y por lo tanto nos deja inermes cuando nos toquen jueces cuyos valores no coinciden con los nuestros.

Siguiendo con la analogía futbolera, en cambio, la separación entre el poder legislativo y el judicial, entre la creación y la aplicación del derecho, es el equivalente de la doctrina del Coco Basile, según la cual la heladera va en la cocina y el inodoro en el baño, es decir, los defensores defienden y los atacantes atacan. Se trata de una doctrina bastante clásica—aunque irónicamente hoy suena revolucionaria—, que si bien no nos puede asegurar que alcancemos el resultado que deseábamos—es decir ganar—, ese es precisamente su punto. Al menos nos permite jugar según las reglas del derecho democrático y tiene la enorme ventaja de llamar a las cosas por su nombre.

sábado, 13 de junio de 2020

La Culpa la tienen Carl Schmitt, John Finnis y los Ciclistas




En la década de 1930, el escritor alemán Kurt Tucholsky hacía referencia a un diálogo que se ha vuelto proverbial: “‘La culpa siempre la tienen los judíos’, dijo uno. ‘Y los ciclistas’, dije yo. ‘¿Por qué los ciclistas?’, preguntó él desconcertado. ‘¿Por qué los judíos?’, le volví a preguntar yo”. 

David Dyzenhaus ha publicado un artículo (click) en el que atribuye la responsabilidad del ascenso de la demagogia—y por lo tanto la crisis del Estado de derecho y de la democracia—a Carl Schmitt y a John Finnis, o en todo caso les atribuye la defensa de posiciones incompatibles con el Estado de derecho y la democracia.

Empecemos por Schmitt. Si alguien dijera que la culpa de todo la tienen Carl Schmitt y los ciclistas, por increíble que parezca tiene mucho sentido preguntar “¿por qué Schmitt?” o “¿cuál Schmitt?”. 

Veamos los argumentos que emplea Dyzenhaus. 

1) “En El concepto de lo político (1932), él sostiene que para lo político es fundamental la distinción entre amigo y enemigo—quién está en la comunidad política y quién está afuera—y lo que importa en política solamente es si alguna propuesta ideológica tiene una chance de ser exitosa, dado el contexto histórico”. 

Según esta crítica, cuyos inicios se remontan por lo menos a Karl Löwith, a Carl Schmitt cualquier colectivo lo deja bien. Irónica e indirectamente Schmitt es acusado de ser un positivista ideológico, según el cual hay que obedecer cualquier poder existente por el solo hecho de que existe. Ni siquiera los nazis predicaban algo semejante ya que los nazis pretenden que los obedezcamos a ellos y que desobedezcamos a los demás, por ejemplo a los soviéticos (salvo supongo durante el pacto Ribbentrop-Molotov). El positivismo ideológico en realidad son los padres, un invento de los antipositivistas para desacreditar al positivismo. 

En el caso de Schmitt, no solo no pide que obedezcamos cualquier cosa con tal de que obedezcamos, sino que si da esa impresión es porque argumenta en contra del anarquismo según el cual toda obediencia a la autoridad es injustificada. Las citas de la Teología Política al respecto son bastante elocuentes. 

Asimismo, Schmitt critica a los otros dos enemigos de lo político, a saber el cosmopolitismo y el pacifismo, por ignorar la autonomía del razonamiento político. El cosmopolitismo sostiene que la única comunidad política que tiene razón de existir es la global, ya que todas las diferencias nacionales son moralmente arbitrarias. Nótese que para el cosmopolitismo una unión regional como la Unión Europea sigue siendo una forma de nacionalismo, aunque más amplia que la estatal. El pacifismo, por su parte, está en contra de la autonomía de lo político porque entiende a la violencia política—incluyendo la que ejercen los Estados—como una forma de violencia criminal. De ahí que el pacifismo prefiera ofrecer la otra mejilla antes que actuar violentamente. Nótese que el pacifismo no podría entonces meter en prisión ni siquiera a quienes violaran derechos humanos ya que la pena privativa de libertad es una forma de violencia. 

En realidad, según Schmitt hasta los enemigos de lo político terminan recurriendo al razonamiento político, pero por última vez. El anarquista usará la dictadura para terminar con todas las autoridades, el cosmopolita usará una nación para dar con un régimen global auténtico y el pacifista hará usará la violencia pero por última vez, como una guerra que va a terminar con todas las guerras. 
 

2) “Toda ideología basada en una idea de ‘homogeneidad sustantiva’ de la nación es apropiada” para Schmitt. Este argumento adolece en parte del mismo defecto que hemos visto en 1), ya que a Schmitt no todos los colectivos le vienen bien. La “homogeneidad” a la que se refiere Schmitt es otra manera de referirse al problema del “pluralismo”. Schmitt no tiene nada contra la idea del pluralismo en sí misma, sino que lo que le preocupa es que toda comunidad política debe tomar una decisión acerca de cuál es la forma política de la misma. Si deseamos ser liberales (republicanos, etc.), por ejemplo, tenemos que estar preparados para defender al liberalismo de sus enemigos. Después de todo, como dice el refrán yiddish, “rabino o cuidador de baños, todo el mundo tiene enemigos” y el liberalismo no es una excepción. 

Parte de las buenas noticias del liberalismo es que dentro del paquete liberal vienen siempre derechos fundamentales, entre los que se encuentra la libertad de expresión. De ahí que, como lo muestra la película “Skokie” (click), un liberal es el primero en defender la libertad de expresión incluso del nazismo. Nótese que la libertad de expresión es una cosa y cometer delitos—particularmente actos de violencia ideológica—es algo bastante diferente. A pesar de lo que se suele creer, Weimar no cayó por la libertad de expresión, es decir porque se aplicó el derecho vigente, sino porque los jueces no aplicaron el derecho vigente que contenía varias leyes en defensa de la república. 
En resumen, por más pluralistas que seamos, si somos realmente pluralistas no podemos ser tolerantes con todos los actos de los anti-pluralistas. 


3) “Schmitt ató la idea de la homogeneidad sustantiva a su idea de que soberano es ‘quien decide sobre el estado de excepción’”. El célebre comienzo de la Teología Política sobre la decisión soberana debe ser entendido en contexto. En primer lugar, se trata de una obra escrita en 1922 en una situación histórica que combinaba el fin de la Primera Guerra Mundial, la Revolución de noviembre o el pasaje de la monarquía a la república, la revolución soviética (en Alemania) y la contrarrevolución en varias zonas de Alemania. Cabe agregar, por ejemplo, que las aspiraciones de autonomía de Baviera frente al Estado central distinguían tanto a la extrema izquierda como a la extrema derecha. En semejante escenario, nada puede sorprender menos que el famoso inicio de la Teología Política: “soberano es el que decide sobre el estado de excepción”.  

En segundo lugar, las reflexiones de Schmitt sobre la excepción son mucho más sofisticadas de lo que sugiere Dyzenhaus, quien se limita a la Teología Política. Si tomamos en cuenta la obra de Schmitt que abarca desde 1921 (el año anterior a la Teología Política) hasta 1931 (de tal forma de poder incluir su Teoría de la Constitución y al menos sus trabajos sobre la protección de la constitución), salta a la vista que la excepción de la Teología Política es el caso más extremo de excepción, que reveladoramente es comparado por Schmitt con el “milagro”. 

Sin embargo, la excepción dictatorial a la que se refiere Schmitt es un régimen previsto por el ordenamiento jurídico, en el caso de Alemania por el no menos conocido artículo 48 de la Constitución de Weimar, cuyo sentido era el originario de toda dictadura a la usanza republicana o humanista, es decir, el de proteger a la república en época de crisis. No hace falta repetir aquí el contexto descripto en el pasaje anterior. 
 

4) “En las circunstancias del constitucionalismo de la primera posguerra mundial, Schmitt ubicó al portador de la soberanía en la cima de la rama ejecutiva del gobierno (en Weimar, el presidente del Reich) porque solo él podía elevarse por sobre la lucha política partidaria y representar a la comunidad política”. En rigor de verdad, para Schmitt la dictadura presidencial no podía ser soberana, en gran medida porque o en la medida en que era una dictadura clásica o comisarial. Si el presidente ejercía poderes soberanos, dejaba de ser un dictador en sentido estricto para convertirse en titular del poder constituyente, esto es, en agente de una revolución, lo cual era exactamente lo que Schmitt (al menos hasta 1932) y el artículo 48 de la Constitución de Weimar querían evitar. 

No podemos olvidar además que Schmitt—y el artículo 48 por otro lado—le concedían la protección de la Constitución a la presidencia debido a que el sistema era parlamentario, no presidencialista. No tendría sentido otorgar semejantes poderes en un sistema presidencialista, pero eso es otra historia. Además, no hay que olvidar que el parlamento alemán era incapaz de actuar debido a la polarización ideológica que lo atravesaba (en gran medida debido al nazismo y al comunismo), y que los jueces de todos modos eran básicamente de derecha. 
 

5) “es un error describirlo a Schmitt, como las discusiones contemporáneas lo hacen, como un ‘teórico legal nazi’. Sus contribuciones más importantes fueron hechas durante la República de Weimar, cuando estaba aliado a fuerzas conservadoras profundamente opuestas a los nazis; y él de modo subsiguiente nunca pudo convertirse en lo suficientemente nazi para gozar del favor nazi mucho tiempo”. En este pasaje Dyzenhaus borra con el codo lo que escribe con la mano, es decir, él mismo reconoce que el nazismo de Schmitt en el peor o mejor escenario era oportunismo. De ahí que la única manera que tiene Dyzenhaus de defender su propia interpretación de Schmitt es sostener que, irónicamente, el nazismo de Schmitt corresponde a su época anti-nazi. Basta repasar los cuatro puntos anteriores para entender por qué semejante idea es un despropósito, para no decir nada de las disposiciones de la Ley Fundamental de Bonn que siguen las indicaciones de Carl Schmitt acerca de cómo se debe defender una república. 


6) “Según Herman Heller, la jurisdicción del presidente bajo el artículo 48 debe estar limitada por la misma constitución que concede esa jurisdicción, y entonces de acuerdo con la interpretación legal correcta de las presuposiciones de la constitución—los principios legales fundamentales que preservan la responsabilidad legal y democrática del ejecutivo al parlamento, cuyas leyes son la sola expresión auténtica de la voluntad ‘pueblo’”: esto es exactamente lo mismo que decía Schmitt, y de ahí el trabajo que se tomó en su ensayo sobre la dictadura presidencial conforme al artículo 48 de la Constitución de Weimar. 


Yendo ahora al caso de John Finnis, acá sí que nos podemos preguntar a nuestras anchas: “¿qué culpa tiene John Finnis?”. Según Dyzenhaus, la defensa legal que hace Finnis del Brexit lo pone a la par con la defensa de la demagogia y del populismo de Carl Schmitt.

Dicho sea de paso, Dyzenhaus entre muchas otras cosas pasa por alto que la idea de la Unión Europea, de la que Gran Bretaña se quiere separar, se basa en gran medida en la teoría schmittiana de los grandes espacios y los bloques regionales, cuyos inicios se remontan al período en el cual Schmitt cayó en desgracia con el nazismo (fundamentalmente debido a sus vínculos con intelectuales judíos y su propio pensamiento católico, lo cual le valió la persecución de la SS) y debió dejar de dedicarse a cuestiones de derecho constitucional para ocuparse de lo que se suele denominar relaciones internacionales (una creación por otro lado de un discípulo de Schmitt, Hans Morgenthau).  

Veamos ahora cuál es el pecado de Finnis (y Richard Ekins, un discípulo de él, actualmente profesor de derecho en Oxford): “[Ellos] siguieron, conscientemente o no, los pasos de Schmitt al proveer los argumentos legales, los cuales, si bien están formulados como ideas sobre la interpretación correcta de la separación de los poderes bajo la constitución del Reino Unido, en sustancia ubicaron al ejecutivo más allá del alcance del Estado de derecho” (énfasis agregado). Esta crítica de Dyzenhaus muestra que lo que le interesa a él no es la forma jurídica precisamente, sino los resultados a lo que dicha forma conduce. Sin embargo, la idea misma de que exista el razonamiento jurídico se debe a que antes de considerar las formas jurídicas no sabemos cuál es el resultado jurídicamente válido o correcto. Si lo supiéramos, no tendría sentido contar con el razonamiento jurídico. Esto solía ser una tautología, pero evidentemente ya no lo es. 

Lamentablemente impera una visión del derecho en la cual los abogados están más preocupados por defender ciertas causas, que en aplicar las formas del derecho vigente. Sin embargo, si deseamos razonar jurídicamente, las causas que defendemos deberían seguir a las formas, antes que al revés.