martes, 23 de junio de 2020

¿El Coco Basile u Holanda del 74? Acerca del fallo Bostock de la Corte Suprema de los EE.UU.




Un fallo muy reciente de la Corte Suprema de los EE.UU., “Bostock v. Clayton County”, ha conmovido al mundo jurídico. En una decisión por 6-3, la Corte Suprema decidió que un empleador que despide a una persona meramente por ser homosexual o transgénero viola el título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964. Por si esto fuera poco, el autor del voto de la mayoría fue ni más ni menos que Neil Gorsuch, un discípulo de John Finnis. 

En todo fallo judicial hay al menos dos grandes cuestiones en juego: cuál es la decisión en sí misma y cómo se llegó a ella. Quienes creen que el razonamiento jurídico no debe ser meramente un asistente del razonamiento moral o político, esto es quienes creen en la autoridad del derecho (vale aclarar, la autoridad del derecho democrático bajo el Estado de derecho), tienen que estar dispuestos a seguir un método legal—que no por nada literalmente significa “camino” en griego—hasta donde ese método o camino los lleve, sin saber de antemano adónde es que ese método los está conduciendo. 

Si resultara que seguimos un camino exclusivamente debido a que nos lleva adonde queríamos ir de todos modos, eso implicaría que tenemos demasiada suerte, o que estamos cometiendo un fraude. Como explica el juez Alito en su disidencia (p. 3), a veces el razonamiento jurídico es como un barco que si bien da la impresión de navegar bajo una bandera jurídica, en realidad está siguiendo un estandarte moral o político. En otras palabras, el razonamiento jurídico a veces se transforma en un barco pirata.

En este fallo, todos los jueces, progresistas y conservadores (incluso los que votaron en disidencia), están de acuerdo en el método que deben seguir para llegar a la resolución del caso: “Esta Corte normalmente interpreta una ley de acuerdo con el significado público ordinario de sus términos al tiempo de su sanción. Después de todo, solo las palabras en la página constituyen el derecho adoptado por el Congreso y aprobado por el Presidente. Si los jueces, inspirados solamente por fuentes extra-textuales y su propia imaginación, pudieran agregar, remodelar, actualizar o quitar algo de los viejos términos de la legislación, estaríamos exponiéndonos al peligro de reformar las leyes fuera del proceso legislativo reservado para los representantes del pueblo. Y le estaríamos negando al pueblo el derecho de seguir confiando en el significado originario del derecho con el que contaban para determinar sus derechos y obligaciones” (p. 4).

Además, todos los jueces rechazan el interpretativismo en la medida en que afirman que “Esta Corte ha explicado muchas veces durante muchos años que cuando el significado de los términos es claro, nuestro trabajo terminó” (24). En cambio, cabe recordar que según Ronald Dworkin allí es donde comienza en realidad el trabajo del juez, ya que según el autor de Law’s Empire un juez tiene que interpretar el derecho siempre, incluso cuando el derecho es impecable desde el punto de vista lingüístico (Law’s Empire, p. 17). 

La cuestión es si el textualismo que adopta la Corte Suprema de los EE.UU. es el camino que conduce a la decisión tomada. En otras palabras, la cuestión es si el texto del Título VII de la Ley de Derecho Civiles de 1964, cuando se refiere a “sexo”, incluye la idea de género.  Después de todo, no solo los conservadores distinguían en 1964—y todavía lo hacen—claramente entre sexo y género (entre otras cosas porque creen que el género es una noción artificial, mientras que creen que el sexo es natural), sino que quienes se oponen al conservadurismo sexual lo hacen porque distinguen entre sexo y género, y no quieren que el género quede reducido al sexo, entre otras cosas debido a la tendencia de esta última noción a ser entendida en términos puramente binarios. 

Lamentablemente, las aclaraciones que figuran en la ley en cuestión no mencionan al género. De hecho, es debido a la distinción entre sexo y género que hace años que ha habido varios intentos de reformar la Ley de Derecho Civiles a los efectos de incluir al género dentro de las categorías que caen bajo su protección. Si el género ya estuviera previsto por la noción de sexo no tendrían sentido los repetidos intentos de cambiar la ley. Por supuesto, alguien podría sostener que a veces se modifican las leyes para que las cosas queden todavía más claras, pero tal respuesta sería una petición de principio, ya que supone que está claro que el género cae bajo la Ley de Derechos Civiles.

Por otro lado, es cierto que a veces los legisladores no pueden anticipar todos los casos que pueden ser subsumidos bajo una ley en particular, pero de ahí no se sigue que un caso particular esté subsumido en una ley. 

El voto de la mayoría reconoce que sexo y género son nociones diferentes, pero sostiene a la vez que están “inextricablemente ligados” (10). La cuestión es por qué. Nótese que la conexión tiene que ser legalmente relevante, es decir, no tiene que provenir de esferas extra-jurídicas, como por ejemplo “está bien que así sea”, “sería inmoral si fuera de otro modo”, etc. 

Sobre el final del propio voto mayoritario, la Corte recuerda que “El lugar para hacer nueva legislación, o tratar consecuencias no deseadas de la legislación antigua, es el Congreso. Cuando se trata de la interpretación de las leyes, nuestro papel está limitado a aplicar las exigencias del derecho tan fidedignamente como podamos en los casos que llegan ante nosotros. Como jueces no poseemos un conocimiento o autoridad especial para declarar por nosotros mismos lo que un pueblo que se auto-gobierna debe considerar justo o sabio. Y la misma humildad judicial que nos requiere abstenernos de agregar algo a las leyes nos requiere que nos abstengamos de disminuirlas” (31).

Este recordatorio nos recuerda a su vez que lo que está en cuestión no es la interpretación de la Constitución, sino la de una ley, es decir, la voluntad de otro de los poderes del Estado, que de hecho es el poder que representa al pueblo. En democracia, los jueces tienen que prestar atención particularmente a la autoridad de las decisiones de los representantes del pueblo. 

Quizás el artículo VII de la Ley de Derechos Civiles es inconstitucional debido a que, como muy bien dice Diego Botana, a pesar de lo que sostiene la enmienda XIV sobre la igual protección de los derechos, no contiene al género como una categoría que debe ser protegida. Pero no fue esa la estrategia de los demandantes, o en todo caso no fue lo que se discutió en el fallo. 

Las buenas noticias de la separación de los poderes—la distinción entre la creación legislativa y la aplicación judicial—, es que una vez que el género figure en la ley, los jueces no podrán desconocer su protección, con independencia de cuál sea su ideología, precisamente debido a que la ley tiene autoridad. En tal caso, la fuerza del pasado y el significado que ahora nosotros le queremos dar a las palabras, es decir la autoridad del derecho, van a servir para que en un eventual futuro las manos de los jueces queden atadas por la decisión de nuestro propio tiempo, tal como sucedería, v.g., si en Argentina el aborto dejara de ser un delito o en todo caso una acción no punible para convertirse finalmente en un derecho. 
 
Retomando la analogía del juez Alito, la otra alternativa es la de arriar la bandera textualista e izar la bandera que realmente corresponde al barco, es decir, la cuasi-legislativa y por lo tanto cuasi-constituyente (en la medida en que se aparta del diseño institucional previsto). Eso es exactamente lo que hizo el juez Posner del Séptimo Circuito, quien está de acuerdo con el resultado, pero precisamente por eso él “preferiría que reconozcamos abiertamente que nosotros hoy, que somos jueces antes que miembros del Congreso, estamos imponiendo en una ley de hace medio siglo un significado de ‘discriminación sexual’ que el Congreso que sancionó la ley no hubiera aceptado”. En otras palabras, lo que propone Posner es un blanqueo del interpretativismo. 

No deja de ser atrayente la idea del derecho total a la usanza de Holanda 74, un equipo que a pesar de no haber salido campeón, su recuerdo ha quedado grabado en la memoria porque no tenía posiciones fijas: los defensores atacaban, los delanteros colaboraban con la defensa, etc. El atractivo del derecho total se debe a que siempre nos permite lograr el resultado que anhelamos. Las malas noticias son que esta posición no puede explicar la autoridad del derecho y por lo tanto nos deja inermes cuando nos toquen jueces cuyos valores no coinciden con los nuestros.

Siguiendo con la analogía futbolera, en cambio, la separación entre el poder legislativo y el judicial, entre la creación y la aplicación del derecho, es el equivalente de la doctrina del Coco Basile, según la cual la heladera va en la cocina y el inodoro en el baño, es decir, los defensores defienden y los atacantes atacan. Se trata de una doctrina bastante clásica—aunque irónicamente hoy suena revolucionaria—, que si bien no nos puede asegurar que alcancemos el resultado que deseábamos—es decir ganar—, ese es precisamente su punto. Al menos nos permite jugar según las reglas del derecho democrático y tiene la enorme ventaja de llamar a las cosas por su nombre.

sábado, 13 de junio de 2020

La Culpa la tienen Carl Schmitt, John Finnis y los Ciclistas




En la década de 1930, el escritor alemán Kurt Tucholsky hacía referencia a un diálogo que se ha vuelto proverbial: “‘La culpa siempre la tienen los judíos’, dijo uno. ‘Y los ciclistas’, dije yo. ‘¿Por qué los ciclistas?’, preguntó él desconcertado. ‘¿Por qué los judíos?’, le volví a preguntar yo”. 

David Dyzenhaus ha publicado un artículo (click) en el que atribuye la responsabilidad del ascenso de la demagogia—y por lo tanto la crisis del Estado de derecho y de la democracia—a Carl Schmitt y a John Finnis, o en todo caso les atribuye la defensa de posiciones incompatibles con el Estado de derecho y la democracia.

Empecemos por Schmitt. Si alguien dijera que la culpa de todo la tienen Carl Schmitt y los ciclistas, por increíble que parezca tiene mucho sentido preguntar “¿por qué Schmitt?” o “¿cuál Schmitt?”. 

Veamos los argumentos que emplea Dyzenhaus. 

1) “En El concepto de lo político (1932), él sostiene que para lo político es fundamental la distinción entre amigo y enemigo—quién está en la comunidad política y quién está afuera—y lo que importa en política solamente es si alguna propuesta ideológica tiene una chance de ser exitosa, dado el contexto histórico”. 

Según esta crítica, cuyos inicios se remontan por lo menos a Karl Löwith, a Carl Schmitt cualquier colectivo lo deja bien. Irónica e indirectamente Schmitt es acusado de ser un positivista ideológico, según el cual hay que obedecer cualquier poder existente por el solo hecho de que existe. Ni siquiera los nazis predicaban algo semejante ya que los nazis pretenden que los obedezcamos a ellos y que desobedezcamos a los demás, por ejemplo a los soviéticos (salvo supongo durante el pacto Ribbentrop-Molotov). El positivismo ideológico en realidad son los padres, un invento de los antipositivistas para desacreditar al positivismo. 

En el caso de Schmitt, no solo no pide que obedezcamos cualquier cosa con tal de que obedezcamos, sino que si da esa impresión es porque argumenta en contra del anarquismo según el cual toda obediencia a la autoridad es injustificada. Las citas de la Teología Política al respecto son bastante elocuentes. 

Asimismo, Schmitt critica a los otros dos enemigos de lo político, a saber el cosmopolitismo y el pacifismo, por ignorar la autonomía del razonamiento político. El cosmopolitismo sostiene que la única comunidad política que tiene razón de existir es la global, ya que todas las diferencias nacionales son moralmente arbitrarias. Nótese que para el cosmopolitismo una unión regional como la Unión Europea sigue siendo una forma de nacionalismo, aunque más amplia que la estatal. El pacifismo, por su parte, está en contra de la autonomía de lo político porque entiende a la violencia política—incluyendo la que ejercen los Estados—como una forma de violencia criminal. De ahí que el pacifismo prefiera ofrecer la otra mejilla antes que actuar violentamente. Nótese que el pacifismo no podría entonces meter en prisión ni siquiera a quienes violaran derechos humanos ya que la pena privativa de libertad es una forma de violencia. 

En realidad, según Schmitt hasta los enemigos de lo político terminan recurriendo al razonamiento político, pero por última vez. El anarquista usará la dictadura para terminar con todas las autoridades, el cosmopolita usará una nación para dar con un régimen global auténtico y el pacifista hará usará la violencia pero por última vez, como una guerra que va a terminar con todas las guerras. 
 

2) “Toda ideología basada en una idea de ‘homogeneidad sustantiva’ de la nación es apropiada” para Schmitt. Este argumento adolece en parte del mismo defecto que hemos visto en 1), ya que a Schmitt no todos los colectivos le vienen bien. La “homogeneidad” a la que se refiere Schmitt es otra manera de referirse al problema del “pluralismo”. Schmitt no tiene nada contra la idea del pluralismo en sí misma, sino que lo que le preocupa es que toda comunidad política debe tomar una decisión acerca de cuál es la forma política de la misma. Si deseamos ser liberales (republicanos, etc.), por ejemplo, tenemos que estar preparados para defender al liberalismo de sus enemigos. Después de todo, como dice el refrán yiddish, “rabino o cuidador de baños, todo el mundo tiene enemigos” y el liberalismo no es una excepción. 

Parte de las buenas noticias del liberalismo es que dentro del paquete liberal vienen siempre derechos fundamentales, entre los que se encuentra la libertad de expresión. De ahí que, como lo muestra la película “Skokie” (click), un liberal es el primero en defender la libertad de expresión incluso del nazismo. Nótese que la libertad de expresión es una cosa y cometer delitos—particularmente actos de violencia ideológica—es algo bastante diferente. A pesar de lo que se suele creer, Weimar no cayó por la libertad de expresión, es decir porque se aplicó el derecho vigente, sino porque los jueces no aplicaron el derecho vigente que contenía varias leyes en defensa de la república. 
En resumen, por más pluralistas que seamos, si somos realmente pluralistas no podemos ser tolerantes con todos los actos de los anti-pluralistas. 


3) “Schmitt ató la idea de la homogeneidad sustantiva a su idea de que soberano es ‘quien decide sobre el estado de excepción’”. El célebre comienzo de la Teología Política sobre la decisión soberana debe ser entendido en contexto. En primer lugar, se trata de una obra escrita en 1922 en una situación histórica que combinaba el fin de la Primera Guerra Mundial, la Revolución de noviembre o el pasaje de la monarquía a la república, la revolución soviética (en Alemania) y la contrarrevolución en varias zonas de Alemania. Cabe agregar, por ejemplo, que las aspiraciones de autonomía de Baviera frente al Estado central distinguían tanto a la extrema izquierda como a la extrema derecha. En semejante escenario, nada puede sorprender menos que el famoso inicio de la Teología Política: “soberano es el que decide sobre el estado de excepción”.  

En segundo lugar, las reflexiones de Schmitt sobre la excepción son mucho más sofisticadas de lo que sugiere Dyzenhaus, quien se limita a la Teología Política. Si tomamos en cuenta la obra de Schmitt que abarca desde 1921 (el año anterior a la Teología Política) hasta 1931 (de tal forma de poder incluir su Teoría de la Constitución y al menos sus trabajos sobre la protección de la constitución), salta a la vista que la excepción de la Teología Política es el caso más extremo de excepción, que reveladoramente es comparado por Schmitt con el “milagro”. 

Sin embargo, la excepción dictatorial a la que se refiere Schmitt es un régimen previsto por el ordenamiento jurídico, en el caso de Alemania por el no menos conocido artículo 48 de la Constitución de Weimar, cuyo sentido era el originario de toda dictadura a la usanza republicana o humanista, es decir, el de proteger a la república en época de crisis. No hace falta repetir aquí el contexto descripto en el pasaje anterior. 
 

4) “En las circunstancias del constitucionalismo de la primera posguerra mundial, Schmitt ubicó al portador de la soberanía en la cima de la rama ejecutiva del gobierno (en Weimar, el presidente del Reich) porque solo él podía elevarse por sobre la lucha política partidaria y representar a la comunidad política”. En rigor de verdad, para Schmitt la dictadura presidencial no podía ser soberana, en gran medida porque o en la medida en que era una dictadura clásica o comisarial. Si el presidente ejercía poderes soberanos, dejaba de ser un dictador en sentido estricto para convertirse en titular del poder constituyente, esto es, en agente de una revolución, lo cual era exactamente lo que Schmitt (al menos hasta 1932) y el artículo 48 de la Constitución de Weimar querían evitar. 

No podemos olvidar además que Schmitt—y el artículo 48 por otro lado—le concedían la protección de la Constitución a la presidencia debido a que el sistema era parlamentario, no presidencialista. No tendría sentido otorgar semejantes poderes en un sistema presidencialista, pero eso es otra historia. Además, no hay que olvidar que el parlamento alemán era incapaz de actuar debido a la polarización ideológica que lo atravesaba (en gran medida debido al nazismo y al comunismo), y que los jueces de todos modos eran básicamente de derecha. 
 

5) “es un error describirlo a Schmitt, como las discusiones contemporáneas lo hacen, como un ‘teórico legal nazi’. Sus contribuciones más importantes fueron hechas durante la República de Weimar, cuando estaba aliado a fuerzas conservadoras profundamente opuestas a los nazis; y él de modo subsiguiente nunca pudo convertirse en lo suficientemente nazi para gozar del favor nazi mucho tiempo”. En este pasaje Dyzenhaus borra con el codo lo que escribe con la mano, es decir, él mismo reconoce que el nazismo de Schmitt en el peor o mejor escenario era oportunismo. De ahí que la única manera que tiene Dyzenhaus de defender su propia interpretación de Schmitt es sostener que, irónicamente, el nazismo de Schmitt corresponde a su época anti-nazi. Basta repasar los cuatro puntos anteriores para entender por qué semejante idea es un despropósito, para no decir nada de las disposiciones de la Ley Fundamental de Bonn que siguen las indicaciones de Carl Schmitt acerca de cómo se debe defender una república. 


6) “Según Herman Heller, la jurisdicción del presidente bajo el artículo 48 debe estar limitada por la misma constitución que concede esa jurisdicción, y entonces de acuerdo con la interpretación legal correcta de las presuposiciones de la constitución—los principios legales fundamentales que preservan la responsabilidad legal y democrática del ejecutivo al parlamento, cuyas leyes son la sola expresión auténtica de la voluntad ‘pueblo’”: esto es exactamente lo mismo que decía Schmitt, y de ahí el trabajo que se tomó en su ensayo sobre la dictadura presidencial conforme al artículo 48 de la Constitución de Weimar. 


Yendo ahora al caso de John Finnis, acá sí que nos podemos preguntar a nuestras anchas: “¿qué culpa tiene John Finnis?”. Según Dyzenhaus, la defensa legal que hace Finnis del Brexit lo pone a la par con la defensa de la demagogia y del populismo de Carl Schmitt.

Dicho sea de paso, Dyzenhaus entre muchas otras cosas pasa por alto que la idea de la Unión Europea, de la que Gran Bretaña se quiere separar, se basa en gran medida en la teoría schmittiana de los grandes espacios y los bloques regionales, cuyos inicios se remontan al período en el cual Schmitt cayó en desgracia con el nazismo (fundamentalmente debido a sus vínculos con intelectuales judíos y su propio pensamiento católico, lo cual le valió la persecución de la SS) y debió dejar de dedicarse a cuestiones de derecho constitucional para ocuparse de lo que se suele denominar relaciones internacionales (una creación por otro lado de un discípulo de Schmitt, Hans Morgenthau).  

Veamos ahora cuál es el pecado de Finnis (y Richard Ekins, un discípulo de él, actualmente profesor de derecho en Oxford): “[Ellos] siguieron, conscientemente o no, los pasos de Schmitt al proveer los argumentos legales, los cuales, si bien están formulados como ideas sobre la interpretación correcta de la separación de los poderes bajo la constitución del Reino Unido, en sustancia ubicaron al ejecutivo más allá del alcance del Estado de derecho” (énfasis agregado). Esta crítica de Dyzenhaus muestra que lo que le interesa a él no es la forma jurídica precisamente, sino los resultados a lo que dicha forma conduce. Sin embargo, la idea misma de que exista el razonamiento jurídico se debe a que antes de considerar las formas jurídicas no sabemos cuál es el resultado jurídicamente válido o correcto. Si lo supiéramos, no tendría sentido contar con el razonamiento jurídico. Esto solía ser una tautología, pero evidentemente ya no lo es. 

Lamentablemente impera una visión del derecho en la cual los abogados están más preocupados por defender ciertas causas, que en aplicar las formas del derecho vigente. Sin embargo, si deseamos razonar jurídicamente, las causas que defendemos deberían seguir a las formas, antes que al revés.