sábado, 31 de octubre de 2020

La Cosa Juzgada Fraudulenta es Cosa seria


María Eugenia Capuchetti, titular del Juzgado Criminal y Correccional Federal número 5, acaba de rechazar el pedido de la Unidad de Información Financiera (UIF) a los efectos de que se declare nulo el sobreseimiento de Cristina Fernández de Kirchner por enriquecimiento ilícito (Fallo), dictado a su vez por el anterior titular del mismo juzgado número 5, Norberto Oyarbide. 

La acción de nulidad interpuesta por la UIF (en la administración anterior obviamente) giraba alrededor de la doctrina de la cosa juzgada írrita o fraudulenta. 

Recordemos brevemente que la cosa juzgada es una garantía penal estipulada por el derecho, de tal forma que si un juicio arroja un resultado favorable al imputado o procesado, entonces la causa no puede ser reabierta.

La doctrina de la cosa juzgada írrita o fraudulenta, por su parte, sostiene que para que una decisión judicial tenga entidad de cosa juzgada, o que dicha cosa juzgada no sea fraudulenta, se tienen que cumplir algunos requisitos. En particular, tiene que haber existido una verdadera controversia. 

Como muy bien lo explica Federico Morgenstern, quien no hace mucho publicara un libro en defensa de esta doctrina (Cosa juzgada fraudulenta: Ensayos sobre la llamada cosa juzgada írrita), esto se ve reflejado en la etimología de la expresión que se suele utilizar en inglés para hacer referencia al punto: double jeopardy

El término “jeopardy”, nos recuerda Morgenstern, es de origen francés y se refiere a un “juego partido” en el sentido de que se trata de un juego en el cual no sabemos quién ganará y por eso es que “hay partido”. Un verdadero juicio penal, entonces, es una actividad incierta debido a que existe un verdadero riesgo de que gane cualquiera de las partes. Pero si ya sabemos de antemano quién va a ganar, entonces no hay partido, ni juicio, y por lo tanto tampoco hay cosa juzgada.

A primera vista, no puede sorprender que haya gente que dude de la legalidad del sobreseimiento cuestionado por el pedido de nulidad. Después de todo, y para no hablar del incremento patrimonial en cuestión ni del tiempo récord de la investigación judicial, el mismo Oyarbide dijo haber sido presionado y el propio contador de Cristina Fernández de Kirchner, Víctor Manzanares, que había sido uno de los peritos de la defensa en los que se basó el sobreseimiento dictado por Oyarbide, también sostuvo posteriormente que la decisión de Oyarbide no obedecía a razones legales. 

Ahora bien, hay dos grandes aspectos del fallo de la jueza Capuchetti que llaman la atención. En primer lugar, su decisión no niega que la cosa juzgada írrita o fraudulenta sea parte del derecho vigente en nuestro país, sino que reconoce al menos implícitamente que se trata de un instituto vigente en el derecho argentino, tal como sostiene Morgenstern. En todo caso, la jueza no rechaza la cosa juzgada fraudulenta sin más, sino que para la jueza este instituto no se aplica al sobreseimiento dictado por Oyarbide debido a que “no existen elementos que permitan conmover las sólidas bases sobre las cuales se asienta la cosa juzgada de aquella resolución” (f. 1, énfasis agregado). 

Es digno de ser destacado además que según la UIF en su gestión actual (después de todo, fue la UIF en la gestión anterior la que había presentado el recurso de nulidad) “la cuestión presenta varias aristas y argumentos en favor de una y otra solución, muchos de los cuales se ubican en planos de jerarquía equivalente y entonces invitan necesariamente a una toma de postura basada en convicciones de orden superior, constitucionales, filosóficas y democráticas, y es con motivo de ello que la postura de esta Unidad de Información Financiera bajo la actual gestión, se conducirá de acuerdo a esos cánones” (cit. a fs. 23, énfasis agregado).

En otras palabras, incluso para la UIF bajo la gestión actual no es claro lo que exige el derecho en relación a la cosa juzgada fraudulenta, sino que existen argumentos “en favor de una y otra solución... de jerarquía equivalente”, se trata de “una toma de postura basada en convicciones de orden superior, constitucionales, filosóficas y democráticas”, lo cual es una manera de decir que es una cuestión de interpretación. 

En segundo lugar, el fallo con mucha razón sostiene en su primera foja que “en un Estado Social y Democrático de Derecho la lucha contra los diversos tipos de criminalidad no debe darse sacrificando principios jurídicos básicos; aún en casos como el presente, en donde desde sectores de la opinión pública se intenta persuadir a la justicia a dirigir sus decisiones en un determinado sentido sin que se lleve a cabo un análisis jurídico crítico del caso” (énfasis agregado). En otras palabras, no hay nada que ponderar, ni capítulos que agregar a una novela en cadena, ni siquiera a pedido del público.  

Los lectores del blog se estarán preguntando por qué llama la atención semejante declaración casi tautológica o redundante en la boca de un tribunal. Después de todo un juez que luchara “contra los diversos tipos de criminalidad”, “sacrificando principios jurídicos básicos”, que se dejara influir por la “opinión pública” de tal forma que sus decisiones no se basaran en “un análisis jurídico crítico del caso” sino que estuvieran dirigidas de antemano “en un determinado sentido”, este juez no se estaría comportando como tal—al menos en un Estado democrático de derecho—sino que estaría infringiendo los deberes básicos constitutivos de su papel institucional, arrogándose el papel de un legislador, un constituyente o un artista (¿Cómo deben razonar los jueces?). 

Sin embargo, a esta altura los lectores del blog son conscientes de que, por ejemplo, la mayoría de la Corte en el fallo “Muiña” (acerca de la aplicación del 2 x 1 a juicios de lesa humanidad) lo que hizo también fue precisamente “luchar contra los diversos tipos de criminalidad” sin “sacrificar principios jurídicos básicos”. Así y todo, a raíz de dicho fallo fue la opinión pública la que intentó “persuadir a la justicia a dirigir sus decisiones en un determinado sentido sin que se lleve a cabo un análisis jurídico crítico del caso”, y que dicho intento fue exitoso a juzgar por la ley penal retroactiva sancionada por el Congreso de la Nación casi por una unanimidad apenas unos días después del fallo y convalidada en la práctica al año siguiente por la Corte Suprema de Justicia en el fallo “Batalla”, con la sola salvedad de su presidente.   

Hablando de lesa humanidad, en esta clase de juicios no se sigue la exigencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos indicada por la jueza Capuchetti, según la cual “el principio de igualdad requiere que el tiempo razonable del proceso y la consiguiente limitación de derechos sean de pareja exigencia por parte de cualquier persona” (fs. 2, énfasis agregado), ya que el plazo razonable no es tenido en cuenta en juicios de lesa humanidad. 

No es ninguna novedad que a una parte significativa de la sociedad argentina no le preocupa que en los casos de lesa humanidad el Estado de derecho no haya sido respetado, ya que se trata de juicios que involucran acusados y condenados moralmente reprobables, para no decir nada de su ideología política. 

La pregunta que nos podríamos hacer, sin embargo, es qué pasaría si usáramos el mismo criterio con otros acusados o condenados, por ejemplo, con el líder de un partido político, que, si bien es bastante popular para una parte de la sociedad—después de todo se trata de un líder—, por alguna razón otra parte bastante significativa de la misma sociedad le formula muy serios reproches morales, para no decir nada de su ideología política. 

La respuesta es que a nadie se le ocurriría supeditar la aplicación de las reglas de la legalidad, es decir del Estado de derecho, a la valoración moral o política de la sociedad, sino que por el contrario en un Estado de derecho, particularmente en ocasión de un juicio penal, el único criterio que se debe aplicar es el jurídico, por más que la opinión pública pida otra cosa. 

Y si, así y todo, por alguna razón, fuéramos a poner en marcha el aparato punitivo del Estado sin supeditarlo a consideraciones legales, debería quedar claro que estamos haciendo exactamente eso, en lugar de congratularnos por ser un ejemplo del Estado de derecho y de los derechos humanos. 

sábado, 24 de octubre de 2020

¿Cómo deben razonar los Jueces?


Dentro del ámbito de las Facultades de Derecho e incluso dentro de los propios tribunales hoy en día se debate cómo deben razonar los jueces al dictar sentencia. 

A primera vista la discusión parece un sketch de Monty Python, ya que se supone que los jueces cuando ejercen su función jurisdiccional tienen que ser jueces, es decir, aplicar el derecho vigente a un caso concreto. Sin embargo, como veremos a continuación, lo que antes era una tautología—que los jueces sean jueces—es solo una de las alternativas posibles. 

La discusión sobre el razonamiento judicial, a su vez, es una discusión sobre los derechos humanos, lo cual obviamente no es casual dada la importancia que han adquirido los mismos en los últimos años. De ahí que cada modelo de razonamiento judicial esté asociado a una manera correspondiente de entender los derechos humanos. En esta entrada nos vamos a concentrar en el razonamiento judicial penal, pero se trata de una discusión que se puede extender a todas las ramas del derecho. 

Hay tres grandes modelos en disputa que vamos a denominar “ortodoxo”, “moralista” y “revolucionario”, respectivamente. 

1) Ortodoxo: según este modelo, los juicios son los juicios y los jueces son los jueces. Por lo tanto, los jueces tienen las manos atadas ya que la tarea de un juez es la de seguir la legalidad vigente, la cual incluye la noción de juicio y de juez. Por ejemplo, en un juicio penal alguien debe ser castigado exclusivamente porque violó la ley, y no violó la ley porque debe ser castigado. 

Esto se debe a que el que decide qué es un delito, quién es culpable, etc., es el derecho entendido como un razonamiento básicamente formal que se ata a lo que indica una fuente, la cual señala al autor del derecho, la ley, los jueces, etc. 

El derecho pretende tener autoridad, y es por eso que jurídicamente hablando “todo tiempo pasado fue mejor”, pero dicha mejoría no se debe al valor de lo que sucedió antes, sino al solo hecho de que haya sucedido antes. De ahí que muchas veces tengamos que obedecer leyes y sentencias con las que no estamos de acuerdo, y lo mismo le sucede a los legisladores y jueces, si respetan el derecho vigente. 

El eslogan de esta concepción es “Juicio y Castigo”, a sabiendas de que el castigo está supeditado a que haya tenido lugar un juicio con todas las de la ley. De ahí la importancia decisiva de derechos humanos tales como el debido proceso, la irretroactividad de la ley penal más gravosa, la presunción de inocencia, etc., en una palabra, el paquete que se suele conocer como “Estado de derecho”.  

Si bien esta ortodoxia judicial es anterior a la aparición de la democracia, está muy lejos de ser incompatible con ella. En realidad, es por razones democráticas que queremos que los jueces no legislen, sino que por el contrario les exigimos que cumplan con las disposiciones de los representantes del pueblo, sea en la actividad legislativa o directamente en la constituyente.

2) Moralista: según este modelo los jueces toman el derecho vigente como una ocasión para dar con la respuesta correcta, de ahí que moralicen el derecho. Según esta visión, alguien violó la ley porque debe ser castigado y no ser castigado porque violó la ley. De hecho, es suficiente que un acto sea moralmente atroz para que sea considerado delito, no hace falta que figure en una ley previa. 

Un típico representante de esta manera de entender al derecho es un viejo conocido de los lectores del blog, a saber el Colorado de Felipe, el árbitro de fútbol protagonista de un cuento de Alejandro Dolina. De Felipe “aspiraba a un mundo mejor” y por eso creía “que su silbato no estaba al servicio del reglamento”, sino que debía “hacer cumplir los propósitos nobles del universo”. 

Owen Fiss, un conocido profesor de derecho de Yale, tiene una idea muy similar de los derechos humanos, los cuales, dice Fiss, “no deben ser reducidos o confundidos con sus encarnaciones legales”, ya que “siempre se mantendrán aparte del mundo como está presentemente constituido”. 

El derecho entonces se confunde con el razonamiento moral, con el razonamiento correcto acerca de lo que debemos hacer. El derecho no pretende tener autoridad sino dar razones que nadie pueda razonablemente negar. 

El eslogan de esta concepción también suele ser “Juicio y Castigo”, pero el juicio en este caso solo tiene valor o validez si conduce al resultado que nos parece moralmente correcto, y en todo caso habrá que hacer juicio hasta que nos dé el resultado que buscamos. En otras palabras, se trata de un juicio en el que el ganador moral está determinado de antemano al derecho. 

3) Revolucionario: este modelo es bastante parecido al moralista, ya que subordina el derecho en general y el juicio en particular a consideraciones extra-jurídicas. La diferencia es que mientras que la concepción moralista precisamente moraliza el derecho, la revolucionaria lo politiza. 

Por supuesto, hasta los revolucionarios creen que actúan por razones morales, pero si son conscientes de lo que están haciendo tienen que saber que es imposible hacer una tortilla sin romper los huevos y del mismo modo es imposible hacer una revolución sin violar los derechos humanos. Por otro lado, los verdaderos derechos humanos serán los que advendrán en el futuro (si es que advienen en absoluto), jamás los que existían en el pasado, y de ahí la necesidad de hacer la revolución en primer lugar. 

Salta a la vista entonces que durante la revolución es el futuro o progreso el que subordina al pasado, y por lo tanto el razonamiento que impera es completamente instrumental. Lo único que cuenta es ganar, la performatividad. Toda persona que se oponga a la revolución debe ser castigada. De ahí que, otra vez, alguien violó el derecho porque debe ser castigada y no debe ser castigada porque haya violado el derecho. 

Hablando de revolución, podemos ilustrar estos tres modelos con los ejemplos de Luis XVI y María Antonieta. Como buenos y sinceros revolucionarios que eran, Robespierre y Saint-Just se oponían vehementemente a enjuiciar al rey y a la reina debido a que la idea misma de juicio era contrarrevolucionaria (por no decir burguesa, lo cual en aquella instancia habría sido bastante irónico). Después de todo, Luis XVI tenía fueros constitucionales según la constitución recién estrenada de 1791, y las pruebas de la culpabilidad de María Antonieta se conocieron un siglo después de su condena (hay un chiste de Norman Erlich bastante parecido: “me enteré de que se quemó tu negocio, no callate la semana que viene”). 

Los doce jurados de María Antonieta, explica Stefan Zweig, “deliberan en apariencia, y si parecen deliberar más de un minuto sólo es para fingir deliberación donde hace mucho que la decisión clara está tomada”. Es por eso que Robespierre y Saint-Just proponían ejecutar al rey y a la reina sin mayores formalidades. Como buenos anti-formalistas que eran, Robespierre y de Saint-Just creían que solo necesitan formas los que no tienen principios.

Sin embargo, la gran mayoría de los convencionales—que por lo tanto ni siquiera eran jueces—que participó en estos juicios creía actuar como un juez, anticipando de este modo la posición actual de quienes creen que los jueces deben moralizar el derecho o adelantar el futuro como revolucionarios (o como Aurora).  

No faltaron convencionales que trataron de actuar como jueces a la manera ortodoxa. Por ejemplo, Morisson sostuvo que: “La sangre de sus numerosas víctimas humea todavía en torno de este recinto, ellas llaman a todos los franceses a vengarlas, pero aquí nosotros estamos religiosamente bajo el imperio de la ley, como jueces impasibles, nosotros consultamos fríamente nuestro Código penal, y bien este Código Penal no contiene disposición alguna que pueda ser aplicada a Luis XVI, porque al tiempo de sus crímenes existía una ley positiva que contenía una excepción a su favor. Yo quiero hablar de la Constitución”. 

Y Fauchet con mucha razón expresó que “nosotros hemos enviado a todas partes la Declaración de Derechos; se lee allí esta máxima fundamental de la sociedad: nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida y promulgada anteriormente al delito. ¿Violaremos nosotros a la faz de las naciones nuestro pacto social? ¡No, sin duda; no se osará proponernos esta infamia!”. No se había secado la tinta de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano cuando la Revolución hecha en su nombre ya empezaba a violarla.

En todo caso, si los jueces van a moralizar o politizar el derecho, si van a actuar como legisladores o convencionales constituyentes, que al menos tengan la amabilidad de decirlo, del mismo modo que cuando el 60 era también el 38, la compañía de transporte ponía un cartel adelante de todo para que los pasajeros supieran a qué colectivo se estaban subiendo. 

lunes, 12 de octubre de 2020

Nadie espera a la Defensoría del Público


En la sección “Cultura y Espectáculos” del 9 de octubre, Página 12 anuncia la creación de un “Observatorio de la Desinformación y la Violencia Simbólica en Medios y Plataformas Digitales”, cuyo propósito es el de reducir la libertad de expresión del “discurso del odio” para proteger la libertad de expresión de “quienes piensan distinto” (click). Se puede pensar distinto entonces (después de todo los que piensan con odio también piensan distinto), pero tampoco tan distinto. 

Limitar la libertad de expresión en aras de la libertad de expresión, junto a la finalidad de proteger a “la ciudadanía de las noticias falsas, maliciosas y de las falacias”, parece un homenaje no muy indirecto a Monty Python, un encuentro de “Nadie espera a la Inquisición Española” con “La Clínica de la Discusión”, si no fuera porque la Inquisición Española, si bien defendía la ortodoxia y perseguía la herejía, no se metía con las “falacias” (ni aplicaba leyes penales retroactivas), tal vez por principio aunque no hay que descartar razones económicas. Además, en “La Clínica de la Discusión”, el célebre personaje de John Cleese le recuerda al no menos célebre personaje de Michael Palin que “si yo discuto con Ud. debo tomar la posición contraria”. 

La detección de falacias en gran escala es una tarea que requerirá la colaboración de un número significativo de filósofos especialistas en lógica (quizás cada uno con su propio observatorio especializado en falacias específicas, por ejemplo el observatorio de la falacia ad hominem), para no hablar de los teólogos morales especializados en casuística que a menudo serán necesarios para verificar las “noticias falsas” y “maliciosas”. 

El “Observatorio” trae a la mente la histórica Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, que muchos asociaron con regímenes totalitarios como el nazismo y el comunismo. Sin embargo, hasta donde sabemos, estos regímenes totalitarios no se dedicaban a proteger a la ciudadanía de las “falacias”, y a Heidegger pocas cosas le hubieran caído peor que una Secretaría del Pensamiento. 

Una de las falacias, entonces, de las que por suerte nos va a proteger la Defensoría del Público es que su lucha contra las falacias es fascista. Se podrán decir muchas cosas del fascismo pero no que perseguía falacias.

La Defensoría del Público ha aclarado que “No venimos a perseguir, venimos a observar”. La idea entonces no es intervenir en la realidad sino solamente describirla. Esto nos recuerda el intercambio que una vez tuviera un miembro de la redacción del blog con su madre, a raíz de un comentario bastante crítico de aquel sobre un familiar. La madre le hizo notar que ese comentario podía caerle muy mal a este familiar. Cuando nuestro bloguero le respondió a su madre que ella hacía exactamente lo mismo, su madre a su vez le replicó: “Sí, pero lo mío no es una crítica, sino una descripción de la realidad”. 

En otras palabras, en la era en que todo es política, hasta el mediocampo con doble cinco y la pasta dentífrica, la excepción es la “observación de la desinformación y de la violencia simbólica en medios y plataformas digitales”, que justo es una ciencia.   

Tal vez no sea casualidad que la discusión sobre Venezuela haya reabierto la posibilidad de una dictadura en el buen sentido de la palabra, y que ahora renazca desde sus cenizas la censura, también en el buen sentido de la palabra, es decir, en la lucha contra la desinformación. El propio gobierno se ha identificado a sí mismo como republicano y tanto la dictadura como la censura fueron dos instituciones constitutivas del discurso republicano clásico.  




sábado, 10 de octubre de 2020

Los Derechos Humanos son de Burgués (o no son Todo en la Vida)



A primera vista, ha sido bastante sorprendente la posición del Estado argentino en dos recientes situaciones que involucran los derechos humanos.

En primer lugar, se trata de la posición respecto a Venezuela, y en segundo lugar la negativa de la Secretaría de Derechos Humanos a participar en una reunión de la Comisión Interpoderes sobre causas de lesa humanidad, a la que fuera convocada por la presidencia de la Corte Suprema. 

Por un lado, si bien el representante argentino en la ONU votó en contra de Venezuela a raíz de las acusaciones por graves violaciones de los derechos humanos, el representante argentino en la OEA se mostró bastante reacio a hacer lo mismo, lo cual en cierta medida muestra el pluralismo que impera en la política exterior argentina.

Dicho sea de paso, Argentina condena las graves violaciones de derechos humanos, pero no desea que las mismas sean investigadas por la Corte Penal Internacional. Hay cosas más importantes que los derechos humanos, como por ejemplo la integridad de la región o las relaciones exteriores con los países hermanos.    

Por otro lado, si bien la Secretaría de Derechos Humanos había pedido insistentemente una reunión de la Comisión Interpoderes para agilizar los juicios por casos de lesa humanidad, una vez que el presidente de la Corte Suprema convocó a dicha Secretaría y a los organismos de derechos humanos, la Secretaría y no pocos organismos de derechos humanos se negaron a concurrir aduciendo que se trataba de una convocatoria oportunista. 

Llama bastante la atención que la Secretaría que se dedica a los derechos humanos y que organismos que hacen otro tanto se nieguen a participar de dicha reunión, sobre todo teniendo en cuenta la importancia de los derechos humanos y la urgencia que resulta de dicha importancia, para no decir nada de que la declinación se debió al oportunismo de la convocatoria. 

Es como si nuestra casa se estuviera incendiando y nos negáramos a ser asistidos por un bombero porque sospechamos que se trata de un oportunista. Evidentemente, en tal caso, hay cosas que nos importan mucho más que nuestra propia casa. 

Ahora bien, la sorpresa ante la reacción del gobierno argentino supone que quien adhiere a los derechos humanos lo hace siempre de modo incondicional o si se quiere deontológico, es decir, con independencia de quiénes sean las víctimas de las violaciones de derechos humanos y de quiénes sean sus victimarios; en otras palabras, con independencia de cuáles sean las consecuencias de respetar los derechos humanos. Si reconocemos el valor o la validez absoluta de los derechos humanos, entonces podemos terminar beneficiando a seres humanos que no piensan como nosotros, tienen una ideología diferente, nos parecen repugnantes, etc. 

Fue por eso que los propios creadores de los derechos humanos, es decir los burgueses, muy poco tiempo después de, por ejemplo, haber formulado la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, sancionado la Constitución que proveía al rey de fueros constitucionales y de haber cantado las loas del abolicionismo de la pena capital, los mismos burgueses, decíamos, no solo ignoraron la Declaración y la Constitución en el caso de Luis XVI—ya convertido en Luis Capeto a la sazón—al haberlo guillotinado, sino que hicieron otro tanto con Olympe de Gouges, la autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. 

Tal vez el punto de los revolucionarios es que durante una revolución no tiene sentido respetar los derechos humanos de aquellos contra quienes se hace una revolución o se interponen en su camino. Durante una revolución alguien violó la ley porque debe ser condenado, y no es condenado porque violó la ley. Después de todo, una revolución consiste en una violación a gran escala de los derechos humanos. 

Poco más de medio siglo después, en La Cuestión Judía, Marx entendió que los derechos humanos eran de burgués y por lo tanto eran parte del problema. Durante una revolución los derechos humanos son un obstáculo, y una vez terminada la revolución se vuelven tan innecesarios como el Estado en general. Cabe recordar que lo que le costó su vida al filósofo del derecho Evgeny Pashukanis fue precisamente haberle recordado a Stalin este credo marxista.

Leszek Kolakowski explica en este sentido que los “marxistas se comportan consistentemente cuando pelean por libertades civiles y derechos humanos en regímenes despóticos no socialistas, y después destruyen estas libertades y derechos inmediatamente al tomar el poder. Tales derechos, de acuerdo con el socialismo marxista, son claramente irrelevantes para la sociedad unificada, sin conflictos”. 

Y agrega inmediatamente: “Trotsky sostuvo claramente que los regímenes democráticos y la dictadura del proletariado deberían ser evaluados de acuerdo con sus principios respectivos; dado que la segunda simplemente rechazó las reglas ‘formales’ de la democracia, no podría ser acusada de violarlas; si el orden burgués, por el otro lado, no obedecía sus reglas, podría ser culpado correctamente”.

Kolakowski concluye que “este punto de vista no puede ser visto como cínico, en la medida en que los marxistas que luchan por las garantías de los derechos humanos en los regímenes despóticos no socialistas no pretenden que sea una cuestión de principios ni que ha sido excitada su indignación moral, y además no prometen garantizar estos derechos una vez que están ellos mismos en el poder” (“Marxism and Human Rights”, en Modernity on Endless Trial, pp. 208-209). 

Como los derechos humanos son de burgués, solo un burgués se contradice al violarlos ya que solo un burgués cree en los derechos humanos. Los marxistas en realidad solo se sirven de los derechos humanos para luchar contra la burguesía. 

En varias ocasiones, entonces, no son los sesgos de nuestro cerebro los que explican por qué violamos los derechos humanos y por lo tanto nos contradecimos al violarlos, sino que en realidad es nuestra propia ideología la que está a cargo de la explicación, sobre todo en ocasión de una revolución. Pero entonces, nobleza obliga, tenemos que reconocer que, otra vez, los derechos humanos no son todo en la vida, sino que hay cosas más importantes que ellos, y en ocasiones debemos sacrificarlos en aras de estas cosas más importantes. 

De este modo, no solo contribuimos a una mejor comprensión de nuestras acciones (por ejemplo, no estamos aplicando el derecho sino haciendo una revolución), sino que además evitamos discusiones y reclamos estériles, como exigirles a quienes no creen en los derechos humanos que cumplan con ellos.  

jueves, 8 de octubre de 2020

Dame otra Oportunidad: acerca de la Comisión Interpoderes y la Corte Suprema


A Paul Watzlawick, un gran especialista en las relaciones humanas y particularmente en cómo lograr cambios genuinos, le hubiera fascinado la situación siguiente. La ministra de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, Marcela Losardo, y el secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla Corti, han decidido no participar de una reunión de la Comisión para la Coordinación y Agilización de las Causas por Delitos de Lesa Humanidad (“Comisión Interpoderes”), convocada por el presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación para hoy, jueves 8 de octubre.

La razón de la declinación figura en una carta dirigida al presidente de la Corte (Secretaría de Derechos Humanos): “la repentina convocatoria a una nueva reunión por parte de la Presidencia de la Corte, tras varios meses de insistencia de los organismos de derechos humanos—que son los verdaderos faros en la lucha por la memoria, la verdad y la justicia—, no deja de resultar oportunista”. 

Da la impresión de que la Secretaría de Derechos Humanos acusa a la convocatoria de ser oportunista, y no en el buen sentido de la palabra. Bien valga la aclaración, ya que según el Diccionario de la Real Academia Española, el “oportunismo” es la “actitud que consiste en aprovechar al máximo las circunstancias que se ofrecen y sacar de ellas el mayor beneficio posible”. 

En principio, a menos que supongamos que ser beneficiado es siempre una desgracia o algo que debemos evitar a toda costa, no hay nada de malo en beneficiarse. Quizás el punto de la Secretaría sea que podemos beneficiarnos pero sin exagerar, es decir sin “aprovechar al máximo las circunstancias que se ofrecen y sacar de ellas el mayor beneficio posible”.

Una primera lectura de la declinación entonces es que si la Corte no pudiera sacar de la reunión el mayor beneficio posible entonces la Secretaría no tendría mayor inconveniente en reunirse con la Corte. Y, probablemente, si la Corte se viera perjudicada por la reunión entonces la Secretaría aceptaría reunirse con ella sin mayores dificultades. 

Es natural preguntarse cuál es el aprovechamiento que la Secretaría tanto teme que la Corte podría hacer de la reunión de la Comisión Interpoderes. A juzgar por los últimos acontecimientos, una interpretación muy apresurada sería suponer que el problema es que dado que, mal que nos pese, Rosenkrantz es un juez de la Corte y ha sido objeto de un pedido de juicio político por haber aplicado el derecho—del cual nos hemos ocupado en otra oportunidad (El juez Rosenkrantz y los Locos Adams)—, por lo tanto la Secretaría de Derechos Humanos le hace saber elegantemente a la Corte que hasta tanto no se resuelva dicha cuestión prefiere no reunirse con ella. 

Sin embargo, la carta de declinación no menciona el pedido de juicio político, sino que alega la falta de compromiso de la Corte Suprema en su conjunto. Después de todo, aunque quisiera, Rosenkrantz no podría hacer nada sin lograr otras dos firmas, y, al revés, no puede impedir que se junten otras tres firmas. De ahí que no quede otra alternativa más que entender que si bien la Corte Suprema acepta realizar una acción particular requerida por la Secretaría de Derechos Humanos—y de ahí la convocatoria—, dicha acción es realizada sin la motivación adecuada. 

Se trata de un punto con el que está familiarizado todo aquel que se dedique a la teoría moral, particularmente de raigambre kantiana. No es suficiente actuar conforme, v.g., a la moral (en este caso los derechos humanos), sino que la moral debe ser además la razón por la cual uno actúa. Por ejemplo, EE.UU. no entró en la Segunda Guerra Mundial para evitar el Holocausto, sino que lo hizo porque fue víctima de un ataque de Japón en Pearl Harbour. Sin duda, como efecto colateral, por así decir, EE.UU. terminó colaborando decisivamente en la lucha contra el nazismo y de ese modo interrumpió el Holocausto, pero no lo hizo por la razón correcta. 

Algo similar se podría decir de la misma Unión Soviética, que inicialmente no solo no intervino en la Europa ocupada por los nazis, sino que llegó a firmar un acuerdo con Hitler, y solo se vio forzada a luchar contra el nazismo una vez que Alemania incumpliera dicho acuerdo al invadir la Unión Soviética.

Una variación del tema del oportunismo que detecta la Secretaría de Derechos Humanos en la Corte Suprema es que “la respuesta de la Corte Suprema de Justicia de la Nación debería ser categórica”. Evidentemente, la Secretaría de Derechos Humanos considera que la convocatoria de la Corte es entonces hipotética o condicional, aunque no menciona exactamente cuál es la hipótesis o condición que figura en la convocatoria de la Corte, que a su vez explica la declinación de la Secretaría de Derechos Humanos. 

Curiosamente, en realidad, es la Secretaría de Derechos Humanos la que no está dispuesta a reunirse con la Corte de modo categórico, sin condiciones, ya que precisamente a juicio de dicha Secretaría “no están dadas las condiciones” para que se reúna con la Corte Suprema. Por más que los Derechos Humanos sean tan importantes y urgentes, y que el “espacio de articulación” que representa la Comisión Interpoderes sea “imprescindible”, la Secretaría no está dispuesta a reunirse a cualquier costo, pase lo que pase, para acelerar las causas por violaciones de los derechos humanos, sino que antes que reunirse con la Corte prefiere contribuir al mismo “estancamiento” y “letargo” que tanto deplora. 

La Secretaría de Derechos Humanos da como ejemplo de compromiso con los derechos humanos que la Corte “resuelva cuanto antes las decenas de causas emblemáticas por crímenes de lesa humanidad”, en cuyo caso la Secretaría no tendría mayores problemas en reunirse con la Corte. Sin embargo, si las causas marcharan tan rápidamente como se desea no tendría mayor sentido la reunión de la Comisión, salvo que, por supuesto, uno deseara reunirse por amor a las reuniones, lo cual, después de todo, es una predisposición natural de los seres humanos.  

En otras palabras, si hay algo que la Secretaría de Derechos Humanos aborrece es precisamente la demora de meses para que se reúna la Comisión Interpoderes, de la que forma parte la Corte Suprema; sin embargo, hay algo que la Secretaría detesta todavía más, y eso es reunirse con la Corte Suprema. En todo caso, la Secretaría de Derechos Humanos parece estar dispuesta a reunirse con la Corte Suprema si y solo si se satisfacen ciertas condiciones. La pregunta del millón es: ¿cuáles son exactamente esas condiciones? 

Quizás lo que la Secretaría pide en el fondo es que la Corte sea espontánea, esto es, que a pesar de los insistentes pedidos de reunión de la Secretaría, en realidad la Secretaría solo estaría dispuesta a reunirse con la Corte si esta última la convocara de motu propio, y no porque la Secretaría se lo pida insistentemente. Se trata de la clase de situaciones que eran la debilidad de Paul Watzlawick, quien durante toda su vida se esforzó por distinguir entre el gatopardismo (cuanto más se cambia más es la misma cosa) y el cambio genuino, y especialmente por explicar cómo se logra este último. 

lunes, 5 de octubre de 2020

Per Saltum, un Fallo por la Coherencia de la Corte


Ilustración de Alejandro Galliano (aka Bruno Bauer)


Tal como sucediera en 2017 en ocasión del fallo “Muiña”, en estos días la Corte Suprema se ha convertido en un foco de atracción para una buena parte de la sociedad. En aquella oportunidad, lo que estaba en juego era la aplicación de un derecho humano como la aplicación de la ley más benigna a un caso de lesa humanidad. En esta oportunidad, lo que está en cuestión es el recurso de per saltum que la Corte Suprema acaba de admitir para tratar la situación de tres jueces penales en particular (Bruglia, Bertuzzi y Castelli) que fueron trasladados de un juzgado a otro conforme a una práctica en la que han participado por lo menos todos los gobiernos democráticos de los últimos quince años.

En gran medida, el parecido entre las situaciones se debe a que las pasiones, convicciones e intereses en juego en ambos casos hicieron que aflorara una especie de “justicia popular”, como si la presencia de mucha gente en la calle pudiera influir en los fallos, o peor todavía, en la validez jurídica de los mismos. 

Sin embargo, la idea de una “justicia popular” es una contradicción en los términos, más apropiada para una revolución, pero completamente incompatible con la actuación de un tribunal. Si el pueblo mismo hubiera deseado contar con una justicia popular, entonces en la Constitución en lugar de una “Corte Suprema” habría estipulado un “Pueblo Supremo”. Y si presionar a los jueces es fascista, dicho fascismo tiene lugar cada vez que un juez es presionado, con independencia de quién es el juez y de quién es el agente de la presión, aunque es mucho peor ser objeto de un juicio político impulsado por el oficialismo por haber aplicado el derecho, que ser la víctima de bocinazos de vecinos. 

La discusión actual gira alrededor de la constitucionalidad de los traslados de los jueces. Nadie duda de que para ser juez es indispensable contar con el acuerdo del Senado tal como lo estipula la Constitución. La cuestión es si dicho acuerdo, concedido en relación a un juzgado particular, es suficiente para que, dadas algunas condiciones, la misma persona desempeñe la misma tarea—o una relevantemente similar—en otro juzgado. 

El traslado de los jueces es una práctica cuyos orígenes en nuestro país se remontan hasta mediados del siglo XX y cuya necesidad reciente se explica fundamentalmente por las demoras en los concursos que sustancia el Consejo de la Magistratura para cubrir las vacantes. 

Esto explica por qué en 2018 la Corte Suprema, intérprete final de la Constitución—y por lo tanto del derecho que rige en Argentina—, a pedido del Gobierno Nacional y del Consejo de la Magistratura, dictó dos acordadas que convalidan la vigencia de los traslados de los jueces, en la medida en que se satisfagan ciertas condiciones (como igual jerarquía en los cargos, la misma materia y el consentimiento de los jueces), con el propósito de fortalecer la administración de justicia y de dar certidumbre a las decisiones tomadas por los tribunales afectados. 

De hecho, se han efectuado más de sesenta traslados, de los cuales más de un tercio tuvo lugar durante los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández. Por ejemplo, la actual Vicepresidenta, cuando era Presidenta en 2010, decidió trasladar al juez Bertuzzi desde un tribunal oral federal de La Plata a un tribunal oral federal de la Capital para que entendiera en una causa de lesa humanidad. Además, la Vicepresidenta guarda una relación especial con los tres jueces, ya que dos de ellos (Bruglia y el propio Bertuzzi) han intervenido en una causa en la cual ella es objeto de persecución penal, y el juez restante (Castelli) integra un tribunal que también deberá juzgar a la Vicepresidenta.

Llama la atención entonces el énfasis selectivo que algunos sectores hacen en la importancia del texto de la Constitución, la “Biblia” de nuestro derecho, por un lado, y la importancia de la Corte Suprema, la “Iglesia” de nuestro sistema jurídico prevista por la propia Constitución, por el otro. La misma Constitución que exige el acuerdo del Senado para la designación de jueces en el art. 99 inciso 4, también prevé, por ejemplo, en su artículo 18 que “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”. Sin embargo, las mismas voces que hoy se alzan contra el traslado de los jueces siguiendo la más pura doctrina protestante de la “sola Scriptura”, adoptaron una posición mucho más católica por así decir en relación al fallo “Batalla” en el que la Corte Suprema en la práctica convalidó la ley penal retroactiva sancionada por el Congreso en respuesta al fallo “Muiña” de dicho tribunal.

Como decía Ernest Renan a propósito de San Pablo, algunos parecen ser protestantes para sí mismos y católicos para los demás, es decir, desean ser libres para interpretar la Biblia a su gusto, pero a la vez quieren obligar a los demás a que sigan dicha interpretación. Sin embargo, nuestra religión jurídica debe ser la misma para todos los casos: o nos atenemos fieles a la sola Escritura constitucional con independencia de lo que dice la Corte Suprema, o le reconocemos a la Corte Suprema la atribución de ser el intérprete final de nuestra Escritura constitucional—tal como figura en la propia Escritura—, tanto en lo que atañe a sus sentencias cuanto a lo que corresponde a sus acordadas.

Queda por ver cuál es la decisión final que tomará la Corte Suprema sobre el fondo del asunto. No es fácil anticipar el comportamiento del mismo tribunal que pasó de aplicar garantías penales básicas como el principio de la ley más benigna en el fallo “Muiña” (2017) a tomar una decisión que equivale a la convalidación de una ley penal retroactiva en el fallo “Batalla” (2018). Cabe recordar que en aquella oportunidad el único que se mantuvo firme en defensa de la Constitución fue el juez Rosenkrantz. 

De los votos que fundamentan la reciente decisión unánime de la Corte Suprema de aceptar el per saltum, surge que el presidente de la Corte es quien mayor énfasis hace en la necesidad de brindar coherencia a las decisiones de la Corte—por ejemplo en relación a las acordadas de 2018 que convalidan la vigencia de los traslados—y en la gravedad institucional del caso, ya que están en juego no solo los derechos de las partes, sino la suerte de todos los jueces trasladados y el funcionamiento del Poder Judicial en su conjunto, y por lo tanto la forma republicana de gobierno. 

Fuente: La Nación

sábado, 3 de octubre de 2020

El Juez Rosenkrantz y Los Locos Adams


Hay una escena en la película de “Los Locos Adams” en la que Tully le dice a Homero que el Tío Lucas era “amable con los animales y muy bueno con los niños”, a lo cual Homero le responde aliviado: “No pudieron probar nada”. 

Esta escena representa bastante vívidamente la situación actual del Presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, a juzgar por el pedido de juicio político presentado por la diputada Vanesa Siley, que además integra el Consejo de la Magistratura por parte del oficialismo (El Destape) y por la reacción del blog “Prisionero en Argentina”—en el cual se suelen tratar causas por lesa humanidad—que acusa al juez Rosenkrantz de dar “un golpe de timón y ahora demuestra estar dispuesto a hacer mérito con quienes, luchan por los derechos humanos (de algunos), en Argentina” (Prisionero en Argentina).

Según la diputada Siley, la convalidación por parte de Rosenkrantz en el fallo “Muiña” de garantías penales que figuran tanto en el derecho nacional como en el internacional—este último incorporado por el derecho nacional conforme a lo que dicta la Constitución—y el rechazo de una ley penal retroactiva en el fallo “Batalla”—rechazo que se sigue estrictamente, otra vez, de la Constitución Nacional y de los tratados internacionales convalidados según la misma Constitución—denotan “una firme postura ideológica… que es contraria a las leyes, la Constitución Nacional y los pilares fundamentales del Estado de Derecho”. 

“Prisionero en Argentina”, por su parte, acusa a Rosenkrantz de “agilizar los juicios por ‘lesa humanidad’” y de convocar “para el próximo jueves ocho, a la Comisión para la Coordinación y Agilización de Causas por Delitos de Lesa Humanidad, conocida como Comisión Inter poderes”. 

Tanto la diputada kirchnerista como “Prisionero en Argentina”, entonces, acusan a Rosenkrantz de ser bueno con los niños, es decir, de cumplir con el derecho vigente en Argentina, según el cual todos los seres humanos tienen derechos humanos, lo cual incluye a los acusados y condenados por delitos de lesa humanidad, en la medida que se trate de seres humanos. Asimismo, como presidente de la Corte, la tarea de Rosenkrantz consiste en agilizar los juicios, aunque siempre respetando los derechos humanos, no yendo en contra de ellos.

En realidad, es mucho más grave la posición de la diputada kirchnerista, ya que en su caso se trata de una representante del Estado, tanto en su carácter como diputada como en su carácter de miembro del Consejo de la Magistratura, mientras que el blog, por suerte, representa la opinión de algunos particulares anti-kirchneristas. 

El juez Rosenkrantz, entonces, tiene esta rara peculiaridad de hacer que, como se suele decir en inglés, extraños compañeros de cama como el kirchnerismo y anti-kirchnerismo unan sus fuerzas en contra de la aplicación de las reglas del Estado de derecho. Ciertamente, esto no es garantía de que Rosenkrantz sea infalible (ya sabemos que el que quiere una garantía se tiene que comprar una tostadora), pero quizás indique que Rosenkrantz marcha por el camino correcto.