viernes, 19 de julio de 2019

sábado, 13 de julio de 2019

La batalla por “Batalla” o más allá del Principio de Legalidad



La profesora Jesica Sircovich ha publicado en el primer número de la revista Temas de Derecho Penal y Procesal Penal un comentario al fallo “Batalla” que tiene el gran mérito de proponer una discusión completamente diferente. En efecto, a pesar de que hasta ahora la discusión fue acerca de si la ley penal retroactiva es compatible con el principio de legalidad estipulado por el derecho penal vigente en nuestro país, Sircovich cree que en el caso Batalla la discusión sobre el principio de legalidad es irrelevante, ya que si bien “no puede negarse que esa herramienta”—es decir la ley 27362—“está siendo aplicada retroactivamente” (p. 131), así y todo “no es cuestionable constitucionalmente”, ya que “no siempre la aplicación retroactiva de una ley penal interpretativa más gravosa resulta inválida a la luz del principio de legalidad” (p. 127).

De este modo, uno de los problemas con el voto de Highton y de Rosatti fue que “no dieron razones interpretativas independientes del dictado de la ley 27362 a los efectos de fundamentar el cambio de sus posiciones [en relación a “Muiña”] sobre el ámbito de aplicación de de la ley 24390, sino que se basaron únicamente en un hecho nuevo: la sanción de la ley interpretativa”.

La tesis de Sircovich, en cambio, es que “No es el carácter interpretativo de la ley lo que la excluye del campo de protección del principio de legalidad (como parece surgir del voto de los doctores Highton de Nolasco y Rosatti), sino que aquella no incide en la capacidad de los agentes de conocer la conducta prohibida y sus consecuencias” (p. 132). Por lo tanto, la autora está de acuerdo con Rosenkrantz en cuanto a que la ley 27362 es retroactiva, aunque obviamente se aparta del presidente de la Corte al considerar que dicha retroactividad es jurídicamente irrelevante.

Dada la innegable originalidad de este planteo vale la pena detenerse en él.


LA TESIS

Permítaseme citar lo que entiendo es la tesis central de la autora:

“Si estamos comprometidos con evitar aplicaciones toscas de la Constitución Nacional, debemos interpretar sus principios sujetándonos a los fundamentos por los cuales ellos existen (y solo aplicarlos cuando ellos se manifiesten en el caso en concreto). En ese camino, es relevante analizar el fundamento del principio constitucional de legalidad al que se ha hecho referencia. Como no es objeto de este trabajo analizar filosóficamente este principio, me alcanzará con decir que abrazo la teoría que sostiene que su fundamento radica en un concepto de justicia: las consecuencias de la sanción penal son tan gravosas, que antes de aplicarla debemos otorgar a los ciudadanos la posibilidad de motivarse en las normas cuyo quebrantamiento las trae aparejadas (por lo demás, no conozco ninguna otra teoría plausible acerca del fundamento del principio de legalidad). De ello se deriva que no toda norma penal se encuentra amparada por el mencionado principio constitucional, pues no toda aplicación retroactiva de una norma penal en sentido estricto hace funcionar su fundamento” (p. 131).

En este muy rico pasaje se pueden observar al menos tres tesis principales: una primera de interpretación constitucional, una segunda la justificación del principio de legalidad y, como resultado de estas dos primeras, una tercera específicamente penal acerca del alcance limitado del principio de legalidad en relación al derecho procesal penal.

1) La tesis de interpretación constitucional refleja el compromiso de “evitar aplicaciones toscas de la Constitución”, lo cual nos exige “interpretar sus principios sujetándonos a los fundamentos por los cuales ellos existen”. De este modo, un principio constitucional como el de legalidad que excluye la retroactividad de la ley penal más gravosa, será jurídicamente relevante si y solo si su aplicación a un caso concreto—en nuestro caso un crimen de lesa humanidad—satisface el fundamento de dicho principio.

2) Para poder satisfacer la tesis fundamental de interpretación constitucional hace falta saber, en segundo lugar, cuál es el fundamento del principio constitucional de legalidad, lo cual es tarea de la segunda tesis. Según la autora el fundamento del principio de legalidad “radica en un concepto de justicia”, a saber, dar a los ciudadanos “la posibilidad de motivarse en las normas” teniendo en cuenta las consecuencias que provienen de la violación de las mismas.

3) Finalmente, la autora llega a la tercera tesis que sirve como conclusión, según la cual “no toda norma penal se encuentra amparada por el mencionado principio constitucional, pues no toda aplicación retroactiva de una norma penal en sentido estricto hace funcionar su fundamento”. Esto explica por qué “tradicionalmente la doctrina y la jurisprudencia han excluido del campo de protección del principio de legalidad a las normas penales procesales” (p. 131). De ahí la siguiente inferencia: “Dado que el fundamento del principio de legalidad consiste en ofrecerle al imputado la oportunidad de motivarse en la ley penal (y evitar entonces la sanción penal mediante la no realización de la conducta prohibida), una regla sobre cómputo de la prisión preventiva no forma parte del principio de legalidad (pues el conocimiento sobre las reglas de cómputo de la prisión preventiva no inciden en la motivación de un agente en el derecho)” (p. 132).

Veamos estas tres cuestiones por separado.


1. INTERPRETACIÓN CONSTITUCIONAL

En primer lugar, no queda claro si para la autora la tesis de la insuficiencia de la existencia de un derecho constitucional o humano—y la consiguiente necesidad de recurrir a su fundamento para saber si debe ser aplicado—vale para cualquier derecho o si solo se refiere a los derechos o en este caso garantías penales. Si valiera para todo derecho, por ejemplo, antes de reconocer los efectos jurídicos de la propiedad privada tendríamos que saber cuál es su fundamento (por ejemplo, necesidad, merecimiento, consenso, etc.) y ver si en el caso concreto la persona en cuestión, por ejemplo, necesita o merece ese derecho.

Supongamos en aras de la argumentación que la tesis fundamental se aplica solo a disposiciones constitucionales de naturaleza penal, como la irretroactividad de la ley penal más gravosa. Quizás el punto de Sircovich sea que el artículo 18 de la Constitución Nacional está pensado fundamentalmente para delitos comunes debido a que su redacción originaria proviene de mediados del siglo XIX (aunque en realidad la última reforma de la Constitución es de 1994). Sin embargo, nuestro sistema jurídico ha incorporado, por ejemplo, la Convención Americana sobre Derechos Humanos la cual se refiere precisamente a los Derechos Humanos en general, para no decir nada del Estatuto de Roma, que está diseñado específicamente para el derecho penal de lesa humanidad.

Por ejemplo, el artículo 9 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos consagra el principio de irretroactividad mediante la prohibición de “imponer pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito. Si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”. En este mismo sentido, el artículo 24 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, en su segundo inciso estipula que “[d]e modificarse el derecho aplicable a una causa antes de que se dicte la sentencia definitiva, se aplicarán las disposiciones más favorables a la persona objeto de la investigación, el enjuiciamiento o la condena”.

Por lo tanto, Sircovich tendría que mostrar que si bien, por ejemplo, el Estatuto de Roma contiene el principio de la irretroactividad de la ley penal más gravosa para casos de lesa humanidad, si aplicáramos dicho principio en un caso de lesa humanidad nos estaríamos apartando del fundamento de dicho principio, a pesar de que estaríamos siguiendo la normativa claramente aplicable.

Tal vez la mención del fundamento de un derecho sea una manera oblicua de hacer referencia a la intención del legislador, máxime teniendo en cuenta la necesidad de evitar interpretaciones toscas. A veces, al aplicar el texto de una ley nos apartamos de la intención del legislador. Sin embargo, da la impresión de que en el caso del Estatuto de Roma la intención del legislador es que esta garantía sea aplicable a casos de lesa humanidad, o al menos es lo que cabe inferir dado que la misma aparece en un documento legal dirigido a esta clase de delitos.

Ciertamente, no es imposible que la intención del legislador—en este caso establecer esta garantía en casos de lesa humanidad—sea errónea y/o que la garantía misma sea un error, sobre todo teniendo en cuenta que ha pasado la época de oro del derecho penal liberal o humanista. Sin embargo, si el derecho tiene autoridad y por lo tanto los jueces tienen el deber de aplicarlo, no tendría sentido que los jueces pudieran apartarse de él debido a que la disposición en cuestión y/o su fundamento y/o la intención del legislador sean erróneos o que no coincidan con las propias convicciones. Si el derecho tiene autoridad y lo hemos entendido, entonces debemos obedecerlo con independencia de que nos parezca acertado o erróneo. Como suele decir Martín Farrell ex cathedra, un juez no es un pretor: “Un juez que nunca dicta una sentencia cuyo resultado le desagrada no es un buen juez”.

En resumen, no caben dudas de que el derecho internacional penal contiene la misma cláusula acerca de la irretroactividad de la ley penal que nuestro derecho. Por lo tanto, llamar “interpretación” a una modificación del derecho porque nos parece erróneo, irrazonable o injusto solo provoca confusión, no solo conceptual sino que además—lo cual es todavía más peligroso—fundamentalmente política. Por supuesto, hay casos en los cuales la autoridad del derecho es groseramente inmoral y no debe ser obedecida; pero en tal caso no tiene sentido decir que estamos “interpretando” el derecho cuando en realidad lo estamos desobedeciendo.

A todo esto, conviene recordar que la ley 24390 del 2 x 1 sobre la cual trata el fallo “Muiña”, que a su vez explica la sanción de la ley penal retroactiva, había sido sancionada por el Congreso de la Nación en democracia bajo un Estado de derecho, y lo mismo vale para los tratados internacionales que han sido incorporados al derecho argentino. Por lo demás, la reacción provocada por “Muiña” no fue contra el Congreso de la Nación y/o el derecho internacional, sino que se dirigió en contra de los jueces que aplicaron el derecho vigente.


2. FILOSOFÍA DE LA LEGALIDAD

Incluso si la teoría fundamental de la interpretación fuera inobjetable, no queda tan claro cuál es el fundamento al que se refiere. En efecto, si bien la autora suscribe la teoría según la cual el fundamento del principio de legalidad “radica en un concepto de justicia” y además dice no conocer “otra teoría plausible acerca del fundamento del principio de legalidad” (p. 131), es muy probable que los derechos humanos en general—entre los que se cuenta el principio de legalidad—cuenten con fundamentos diferentes. Esto es típico de las sociedades pluralistas. En otras palabras, estamos de acuerdo en que queremos tener derechos a pesar de que estamos en desacuerdo acerca de por qué o incluso para qué queremos tener esos derechos.

Además, los derechos además pueden tener varios fundamentos “anidados” o relacionados en la forma de un medio para un fin; sin embargo, no queda claro si en tal caso hace falta que un solo fundamento no sea satisfecho para que el principio jurídico en cuestión fuera inaplicable, o si es necesario tener en cuenta parte de ellos, o todos.

De ahí que la autora vaya demasiado rápido al sostener que “no es objeto de este trabajo analizar filosóficamente este principio” y que por lo tanto le “alcanzará con decir que abrazo la teoría que sostiene que su fundamento radica en un concepto de justicia”. Dado que lo que está en juego es un derecho humano denegado en razón de una filosofía, dicha filosofía debe ser examinada detenidamente. Algo muy similar se puede decir respecto a la idea de que “por lo demás, no conozco ninguna otra teoría plausible acerca del fundamento del principio de legalidad”.

Por ejemplo, según Jescheck el principio de legalidad penal es constitutivo de la seguridad jurídica que debe proveer todo Estado de Derecho que merezca ser llamado de ese modo. En particular, “es la razón específicamente penal de que no pueden promulgarse leyes ad hoc que fácilmente pueden estar influenciadas por la conmoción que produce la comisión de un delito concreto” (Hans-Heinrich Jescheck, Tratado de Derecho Penal, vol. I, p. 184). Además, junto a la justicia y la seguridad jurídica existen varias teorías que han sido esgrimidas en defensa del principio de legalidad (culpabilidad, dignidad, funcionalismo, etc.).

En rigor de verdad, incluso si prefiriéramos el principio de justicia en apoyo de la irretroactividad de la ley penal, deberíamos tener en cuenta que dicho principio puede ser—y ha sido—invocado para justificar el uso de leyes penales retroactivas, es decir para violar el principio de legalidad, como por ejemplo en los juicios de Nürnberg y de Tokio, los juicios en Italia contra jerarcas fascistas, incluso el juicio a Eichmann realizado en Israel, la prolongación ex post de los plazos de prescripción y por supuesto de la declaración de la imprescriptibilidad de la acción penal, etc.

Por otro lado, si tuviéramos que indagar el fundamento o propósito de las instituciones del derecho penal antes de aplicarlas para evitar interpretaciones toscas, eso provocaría grandes dificultades para el castigo de los crímenes de lesa humanidad. Si el fundamento del castigo fuera la prevención del delito y la resocialización del condenado, entonces no tendría sentido aplicarlo a la gran mayoría de quienes han sido condenados en Argentina por semejantes crímenes, ya que dicha mayoría no ha mostrado arrepentimiento alguno e incluso se precia de haber actuado por principio. Nótese que para que un acto sea cometido por principio es suficiente que el agente esté dispuesto a ensayar una justificación y que esté dispuesto a sacrificarse por ella. De ahí que, parafraseando a Oscar Wilde, que alguien esté dispuesto a morir o a matar por una idea no hace que esa persona tenga razón.

Además, si suscribiéramos la justicia como fundamento del principio de legalidad, no sería fácil explicar cómo el delito de lesa humanidad pudo haber motivado a quienes no sabían de su existencia. De hecho, todavía no está claro incluso entre los especialistas penales cuándo fue que el delito de lesa humanidad comenzó a formar parte del derecho argentino. Alguien podría sostener que en realidad los delitos de lesa humanidad ya existían como delitos comunes antes de haber sido incorporados por el derecho argentino, lo cual explicaría por qué de todos modos podrían haber motivado a los autores de los delitos a abstenerse de actuar. Sin embargo, no faltarán quienes, no sin razón, exijan la existencia del delito en su totalidad, y no por mitades, para que se cumpla con las exigencias del principio de legalidad.

Por otro lado, si la justicia entendida como la capacidad de determinarse frente al derecho fuera el único fundamento del principio de irretroactividad, entonces no solo la ley penal más gravosa no debería ser parte del derecho, sino que tampoco la ley penal más benigna. La retroactividad en sí misma es incompatible con la capacidad de motivar a actuar dado que por definición siempre llega demasiado tarde. De todos modos, la normatividad del derecho vigente no requiere de nuestra aprobación filosófica para ser tal, sino que es necesario y suficiente que provenga de la fuente jurídica apropiada. De ahí que, por más que nos parezca irrazonable, injusto o tosco, el artículo 2 del Código Penal—y sus equivalentes en el derecho internacional penal—son parte de nuestro derecho.

Por lo tanto, dado que los derechos humanos no son solo una consideración moral o política, sino que son derechos en sentido estricto, es decir, parte de un sistema jurídico, entonces no es suficiente con que nuestra filosofía fuera correcta o verdadera, sino que además tiene que estar prevista en dicho sistema jurídico, es decir, tiene que ser la filosofía del constituyente y/o del legislador. Como muy bien dice Hobbes, “la autoridad de los escritores, sin la autoridad del Estado, no hace que sus opiniones sean derecho, aunque nunca hayan sido tan verdaderas [como hoy]”. Lamentablemente, hoy en día la frontera entre el derecho y la filosofía del derecho, entre el derecho que es y el que debería ser, es extremadamente porosa, por no decir que ha colapsado totalmente.

Finalmente, otra vez y por suerte, en nuestro caso el derecho proviene del poder constituyente popular expresado en la Constitución Nacional que prevé un régimen democrático conforme al Estado de Derecho, que incluye una clara demarcación entre el poder legislativo y el judicial. A la limitación conceptual indicada acerca de qué es una interpretación esto último le agrega una limitación política: la tarea del juez no consiste en modificar el derecho sino en aplicarlo. Por supuesto, hay casos en los cuales el derecho no es claro y debe ser interpretado. Pero, otra vez, no debemos confundir una interpretación del derecho con la desobediencia al mismo.

En resumen, los fundamentos de los derechos pueden ser múltiples (en cuyo caso no sabemos si solo algunos o todos deberían ser satisfechos para ser fieles a la tesis fundamental de la interpretación), el principio de justicia puede ser usado tanto a favor como en contra del principio de legalidad y por lo tanto de la irretroactividad penal y, lo que es más importante—o mejor dicho lo único que debería prevalecer en una discusión estrictamente jurídica—, el derecho vigente no solo contiene el principio de legalidad, sino que no exige la supeditación de la aplicación de un derecho humano a sus fundamentos.


3. DERECHO PROCESAL PENAL

Incluso suponiendo que la teoría fundamental de la interpretación constitucional y de la justicia como el fundamento del principio de legalidad fueran inobjetables, la batalla decisiva para la tesis de la irrelevancia del principio de legalidad es la que tiene lugar en el terreno del derecho procesal penal para el principio de legalidad. Esto se debe a que, como hemos visto, para la autora “el conocimiento sobre las reglas de cómputo de la prisión preventiva no inciden en la motivación de un agente en el derecho” (p. 132).

En rigor de verdad no queda claro si el punto es empírico o normativo, es decir, si las reglas procesales penales—en este caso el cómputo de la prisión preventiva—no inciden o no deberían incidir en la motivación de los agentes. Quizás las reglas procesales penales incidan pero no deberían hacerlo, o al revés no deberían hacerlo pero lo hacen de todos modos. Esto tal vez se deba a que Sircovich se apoya en el hecho de que “tradicionalmente la doctrina y jurisprudencia han excluido del campo de protección del principio de legalidad a las normas penales procesales”, aunque dicha doctrina y jurisprudencia no suelan dar “las razones que fundamentan tal distinción” (p. 132). La razón, sin embargo, podría ser la provista por el principio de justicia, esto es, la posibilidad de motivarse en las normas.

La autora, sin embargo, tampoco aclara si para toda la doctrina y toda la jurisprudencia todas las normas penales procesales han sido excluidas del campo de protección del principio de legalidad, o si solamente algunas doctrinas y algunos fallos se refieren a su vez a algunas normas procesales penales, y en todo caso cuáles normas de derecho procesal penal son las que quedan excluidas.

Por ejemplo, en una monografía bastante reciente dedicada exclusivamente a la retroactividad en derecho penal, leemos que “el fundamento del principio de irretroactividad en materia penal obliga a extender la prohibición de aplicar leyes desfavorables ex post facto al ámbito procesal penal”. Esto se debe a que no serviría de nada “que no se excluyera la posibilidad de que las personas sepan con antelación qué consecuencia jurídico-penal asigna la ley a una determinada clase de comportamientos, estableciendo la irretroactividad de las disposiciones penales materiales, si se les hiciera imposible saber cómo se llega a la imposición de esa consecuencia, permitiendo la utilización de disposiciones procesales posteriores a la realización de los hechos que se juzguen”. En otras palabras, “si alguien no está en condiciones de anticipar el cómo del camino que lleva a la imposición de la consecuencia jurídico-penal del delito, tampoco puede saber, realmente, el de la pena y, por ende, el qué y el cuánto de la misma” (Guillermo Oliver Calderón, Retroactividad e irretroactividad de las leyes penales, pp. 209-210).

En cuanto a la jurisprudencia, al comienzo de su comentario la autora con mucha razón nos recuerda que la discusión sobre “la validez de la aplicación retroactiva de una ley penal interpretativa más gravosa” no solo es “interesante” sino además “novedosa, pues es la primera vez que la CSJN se expide sobre ella” (p. 127). Con lo cual, no hay jurisprudencia sobre semejante cuestión, muy probablemente debido a que a nadie se le había ocurrido siquiera discutir la posibilidad de aplicar una ley penal retroactiva más gravosa.

Además, en lo que atañe a la aplicación de leyes penales retroactivas más benignas, como bien sostiene el voto en disidencia de Rosenkrantz, la Corte Suprema en el fallo precedente “Arce” había estipulado que las reglas referidas al cómputo de la prisión preventiva tienen carácter material y fue por eso que “aplicó lo dispuesto en los artículos 2 y 3 del Código Penal y en el artículo 9 de la CADH”. Por la misma razón, entonces, una ley penal procesal más gravosa en relación al cómputo de la prisión preventiva también tiene carácter material y no puede ser aplicada a causas en trámite.

Esta posición es la más razonable en la medida en que estamos hablando precisamente del derecho penal, es decir, una rama del derecho que se dedica a la imposición de un castigo y por lo tanto la razón de ser del proceso penal es el de decidir sobre dicho castigo. El cómputo de la prisión preventiva, entonces, no es comparable, por ejemplo, al cambio de la manera de notificar, sino que afecta al sentido mismo de la actividad procesal penal.

Pero lo más importante, otra vez, es que el derecho, por así decir, mata doctrina y jurisprudencia—incluso si las mismas fueran unánimes—en la medida en que el derecho dependa de la Constitución y no de la doctrina de los autores y del gobierno de los jueces. En efecto, tal como hemos visto, por ejemplo, el artículo 9 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que consagra el principio de irretroactividad prevé que “Si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”. Asimismo, el Estatuto de Roma en su artículo 24, sostiene que en caso de “modificarse el derecho aplicable a una causa antes de que se dicte la sentencia definitiva, se aplicarán las disposiciones más favorables a la persona objeto de la investigación, el enjuiciamiento o la condena” (énfasis agregado). Esta sola constatación debería ser suficiente para mostrar que incluso en casos de lesa humanidad la garantía de la irretroactividad de la ley penal más gravosa no puede ser dejada de lado por tratarse de una cuestión procesal penal.

A este respecto cabe preguntarse a quién se dirige así y todo el derecho penal moderno, particularmente el del siglo XXI que contiene un robusto conjunto de garantías penales. Si nos preocupa la moralización de la aplicación del derecho penal, preocupación que caracterizaba al derecho penal liberal o humanista, el mismo debe ser considerado institucionalmente, esto es, como un conjunto de disposiciones dirigidas fundamentalmente al Estado para que la puesta en marcha de su aparato represivo respete los derechos humanos y solo subsidiariamente al comportamiento de los ciudadanos, los cuales no dejan de ser humanos y por lo tanto de contar con derechos humanos incluso si han cometido delitos atroces.

Es por eso que Ferrajoli cree que la ética liberal del derecho penal “está destinada únicamente al legislador y no a los ciudadanos, cuya moralidad se considera, por el contrario, no solo como jurídicamente irrelevante, sino también como jurídicamente intangible”. El Estado, entonces, “no tiene derecho a forzar a los ciudadanos a no ser malvados, sino solo a impedir que se dañen entre sí, tampoco tiene derecho a alterar —reeducar, redimir, recuperar, resocializar u otras ideas semejantes— la personalidad de los reos. Y el ciudadano, si bien tiene el deber jurídico de no cometer hechos delictivos, tiene el derecho de ser interiormente malvado y seguir siendo lo que es” (Derecho y razón, 222-223). El punto de Ferrajoli es que si bien el Estado es imprescindible para proteger los derechos humanos, por más liberal que sea un Estado, no deja de ser tal y debe estar sometido al derecho penal, es decir, ser un Estado de Derecho.

Un Estado de Derecho combate la impunidad en aras de los derechos humanos, pero para hacerlo tiene que respetar precisamente los derechos humanos, que incluyen por supuesto la garantía penal de la irretroactividad de la ley más gravosa.


CONCLUSIÓN

El derecho penal vigente en Argentina contiene expresamente la garantía de irretroactividad de la ley penal más gravosa, tanto en caso de delitos comunes como en el caso de delitos de lesa humanidad. Supeditar la aplicación del mencionado derecho humano a sus fundamentos ignora el derecho vigente al exigir una condición extrajurídica que además deja de lado el pluralismo de fundamentos de los derechos humanos. Asimismo, no hay dudas de que para el derecho vigente en nuestro país el cómputo de la pena es una cuestión material, esto es, relevante para la satisfacción de las garantías y por lo tanto cae bajo la descripción del principio de legalidad.

Si hiciéramos una excepción en los casos de lesa humanidad entonces tendría sentido decir que un juez puede ser “excesivamente garantista” y por lo tanto “moderada o aceptablemente punitivista”, o para el caso, administrador de un derecho penal del enemigo tolerable, siempre y cuando hubiéramos dado con el enemigo apropiado. Sin embargo, como solía decir Zaffaroni, hablar de “un derecho penal garantista en un estado de derecho” es “una grosera redundancia, porque en él no puede haber otro derecho penal que el de garantías, de modo que todo penalista, en este marco, se supone que es partidario de las garantías, es decir, que es garantista” (El enemigo en el derecho penal, p. 169).

La única manera de evitar la moralización del derecho penal, es decir reemplazar el derecho penal por la moral, consiste en respetar las garantías penales.