sábado, 25 de abril de 2020

La Corte Suprema es un Tribunal (y otras Tautologías jurídicas)



Según el derecho vigente en Argentina, la Corte Suprema, si bien no es cualquier tribunal (después de todo es suprema), de todos modos sigue siendo un tribunal, y en tanto que tal su tarea es la de resolver controversias en un litigio, sujeta a una competencia determinada. En otras palabras, la Corte Suprema no es un seminario o taller de teoría del derecho.

Sin embargo, hay abogados que le piden a la Corte que se pronuncie sobre una supuesta duda constitucional, a pesar de que incluso si existiera dicha duda (un gran si como dicen en inglés), para que la Corte Suprema se pronuncie al respecto, dado que la Corte no es un consultorio (No hay caso), la aclaración tiene que surgir en ocasión de un litigio que sea competencia de la Corte Suprema (Certezas, incertidumbres y consultas).

Esto solía ser una tautología, pero ha dejado de serlo. Cuando la Constitución dispone que “Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución”, es obvio que las “causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución” son las litigiosas (en el sentido jurídicamente relevante de la expresión, para usar otra tautología). De otro modo, hasta las entradas de este blog, en la medida que “versen sobre puntos regidos por la Constitución”, tendrían que ser aclaradas por la Corte Suprema.

Por suerte, en la disidencia parcial del Presidente de la Corte Suprema en el fallo “Fernández de Kirchner”, consta que “Esta Corte y los demás tribunales inferiores de la Nación son precisamente eso: tribunales donde, a la luz del derecho vigente, se discuten y deciden los agravios que las partes en una controversia puedan tener unas contra otras”.

Es natural preguntarse a qué se debe que algunas o mejor dicho tantas tautologías hayan pasado a mejor vida y/o que la Corte Suprema tenga que dar clases de educación cívica. La respuesta es que la discusión acerca del fallo “Fernández de Kirchner” es otra prueba del colapso de la frontera entre el derecho vigente y el derecho tal como nos gustaría que fuera. Este colapso, a su vez, se explica en gran medida por el colapso de otra frontera, a saber, la que separaba al derecho vigente de la teoría del derecho.

Si pudiéramos resumir en un párrafo la discusión en teoría del derecho, hay dos grandes maneras de entender qué es el derecho. La primera defiende la tesis según la cual, existe algo así como lo jurídicamente relevante en sí mismo, con independencia de quién lo diga. Por ejemplo, existe un derecho a X (o competencia de un tribunal para hacer algo), porque ese derecho está bien (o es bueno, valioso, razonable, conveniente, etc.). Hay algo en ese derecho que debe atraer nuestra atención, y por eso es un derecho (o competencia).

Se trata de una teoría del derecho que puede ser descripta como iusnaturalista, o para evitar confusiones (sobre todo a partir de la obra de John Finnis), quizás convenga denominarla anti-positivismo. Sus orígenes son claramente premodernos, fue muy popular durante la Edad Media y ha experimentado un verdadero renacimiento a partir de la segunda mitad del siglo XX.

El problema con esta forma de entender el derecho es que no es infrecuente la existencia de desacuerdos acerca de qué es valioso, bueno, conveniente, razonable, etc. Hay gente que defiende el derecho al aborto, mientras que hay gente que cree que el aborto es un delito. Si entendiéramos al derecho como aquello que es jurídicamente relevante en sí mismo, se transformaría en una ocasión para hacer aquello que se nos diera la gana, una variación del tema de la célebre máxima de Chavela Vargas.

Es por eso que, de acuerdo con la segunda tesis, no existen cosas jurídicamente relevantes en sí, sino que para poder hablar de la relevancia jurídica de lo que fuera, primero hay que tener en cuenta lo que alguien (ubicado en el tiempo y en el espacio) dice sobre el tema. Para esta tesis no es el contenido lo que distingue al derecho, sino su origen. En derecho, entonces, no es el qué, sino quién dijo que todo está perdido (o ganado para el caso).

Esta manera de entender el derecho, de origen distintivamente moderno, es la que corresponde al positivismo jurídico y es además ideal para resolver conflictos. Tal vez el mejor eslogan para ilustrar cómo funciona esta marca de teoría del derecho lo haya elaborado Thomas Hobbes: “authoritas, non veritas, facit legem”. No es la verdad, sino la autoridad, la que hace la ley.

La Constitución, entonces, es jurídicamente relevante porque proviene de la fuente apropiada (el poder constituyente), no porque sea la verdad revelada. Si existieran verdades reveladas jurídicamente relevantes, no haría falta la Constitución. Y de todos modos, hasta las verdades reveladas tienen que ser reveladas por alguien.

Por supuesto, por “alguien” no nos estamos refiriendo necesariamente a un ser humano en particular, sino a una institución. En realidad, aunque fuera un ser humano la persona indicada para crear derecho, eso mismo lo transformaría en una institución. El punto es que el derecho no es descubierto por sus características valiosas, sino creado por una institución.

Volviendo al caso “Fernández de Kirchner”, quizás hubiera sido conveniente o deseable que la Corte Suprema aclarara la supuesta duda, pero no todo lo que es derecho es conveniente o deseable, y—para bien o para mal—no todo lo que es conveniente o deseable es derecho.

Por supuesto, también hay consideraciones políticas que explican por qué la Corte Suprema no tiene competencia para aclarar (supuestas) dudas constitucionales de otro poder, que por lo tanto no caen dentro de su competencia. La división de tareas entre los poderes es parte constitutiva de la teoría de la democracia republicana. Dentro de la Constitución, y dicho en muy pocas palabras, el poder legislativo crea el derecho y los tribunales lo aplican. Los jueces no son superhéroes, entre otras cosas debido a que, como dice Hegel, la era de los héroes es anterior a la era de las constituciones.

Cabe recordar además que mientras que la Corte Suprema de EE.UU. (un país de 328 millones de habitantes) recibe unos 8000 expedientes por año y trata no más de 150, nuestra Corte Suprema (en un país de 45 millones de habitantes) recibe unos 38000 y trata unos 8000. En otras palabras, a nuestra Corte Suprema tampoco le sobra el tiempo para evacuar consultas.

Ciertamente, el derecho podría disponer la existencia de una institución encargada de evacuar consultas sobre la constitucionalidad de las disposiciones de los poderes del Estado, incluso de disposiciones hipotéticas o inexistentes, e incluso las propuestas de los seminarios y blogs de teoría del derecho. Pero, y ese es el punto, esa institución no es la Corte Suprema de la Nación Argentina.

Finalmente, alguien podría objetar que existen constituciones que no deben ser obedecidas por razones morales. En tal caso, entonces, que quede claro que el problema no es de interpretación ya que entendemos lo que exige la Constitución. Simplemente la vamos a desobedecer. Las cuentas claras conservan amistades y evitan confusiones.

sábado, 18 de abril de 2020

El Fin en el Derecho (y cómo seguirlo durante una Emergencia)



Todo sistema jurídico, todo “derecho”, tiene un fin, como se desprende del título del famoso libro de Rudolf von Jhering, El fin en el derecho. Algunas cosas, de hecho, tienen dos, como dice aquel viejo chiste alemán: todo tiene un fin, excepto la salchicha, que tiene dos. Hablando de lo cual, se suele decir que Bismarck recomendaba a quienes les gustaban las leyes y las salchichas que no se fijaran en cómo se hacen.

El derecho también puede tener varios fines. Sin embargo, la única manera que tiene el derecho de cumplir con el fin o fines que sirve es la de abstraerse de tener en cuenta el fin o valor al que sirve al momento de ser puesto en práctica. Ese es el sentido mismo de contar con un sistema de reglas con autoridad.

Si para aplicar la regla en cuestión necesitáramos tener en cuenta el valor o fin que sirve, esa regla no tendría autoridad y entonces no nos serviría para mucho. Directamente iríamos en busca de ese valor sin intermediarios. Seguimos la regla, sin embargo, porque es el medio que nos conduce a nuestro fin, y la regla solo puede ser un instrumento útil si tiene autoridad.

Pensemos en el ajedrez. Sea cual fuere el valor o la función del ajedrez, los alfiles deben moverse en diagonal. En el caso del derecho, la independencia de la regla respecto al fin que sirve es todavía mayor que en el ajedrez, ya que, creo, mientras que en el ajedrez muy pocos discuten la conveniencia o el valor del movimiento diagonal del ajedrez, en el derecho es muy frecuente que el fin o valor de la regla sea puesto en cuestión.

Es precisamente por eso que en derecho las reglas, por así decir, son todavía más necesarias que en el ajedrez, ya que sirven para resolver conflictos entre valores o fines. Si la regla pretende tener autoridad, entonces para aplicarla no podemos apelar a las consideraciones que la justifican.

Estas consideraciones deberían indicar por qué no tiene sentido moralizar o politizar el derecho, es decir, sostener que la moral y la política deben figurar necesariamente, incluso sin invitación jurídica, en la ecuación jurídica para saber cuál es el derecho vigente.

Otra vez, esto no se debe a que el derecho no se dedique a fines morales o políticos, sino que precisamente porque lo hace no tiene sentido incluir al valor dentro de la regla, ya que si dicha inclusión tuviera éxito, entonces, si fuéramos razonables, nos desharíamos del intermediario—la regla—y actuaríamos directamente según el valor, o buscaríamos el fin sin los medios.

Por supuesto, la moral y la política entran en juego para saber si la regla es aceptable, justificada, buena, razonable, etc., pero no para saber si es jurídica.

De ahí que tal como hemos visto en tantas ocasiones en este blog, quienes moralizan o politizan el derecho, acercando el medio que es el derecho a sus fines morales y políticos, le impiden cumplir con su función. No nos puede extrañar entonces que en épocas de emergencia la aproximación entre el derecho y sus fines, o las reglas y los valores, sea todavía mayor.

En efecto, dado que el derecho es un medio para un fin, y el fin es la protección de la sociedad (o lo que fuera), en una emergencia la racionalidad medio-fin aparece en el centro de la escena en todo su esplendor. Da la impresión de que en una emergencia podemos ver de forma condensada, acelerada y claramente visible lo que sucede de todos modos en épocas de normalidad aunque en forma menos visible, intensa y rápida (v. Raymond Geuss, History and Illusion in Politics, p. 52). De ahí que varias de las últimas las decisiones gubernamentales (y no solo las gubernamentales) se apoyen cada vez más en consideraciones instrumentales (o de racionalidad medio-fin) antes que en razones normativas o regulativas. El razonamiento parece ser el siguiente: dado que el derecho apunta al fin F, cualquier cosa que apunta a F entonces es derecho.

Sin embargo, si durante una emergencia todavía estamos interesados en aplicar el derecho, no por eso podemos dar rienda suelta a la racionalidad medio-fin o sencillamente consecuencialista. En primer lugar, se supone que el derecho es lo que mejor nos permite alcanzar nuestros fines, y por eso contamos con un sistema jurídico. O para decirlo de otro modo, lo que tiene mejor consecuencias es seguir el derecho, no ignorarlo. En segundo lugar, durante una emergencia viene muy bien contar con un sistema de reglas que nos permita mantener la mente fría o a salvo de la desesperación. En tercer lugar, es el propio derecho el que prevé (cada vez más) situaciones excepcionales o de emergencia.

En resumen, si nos interesa aplicar el derecho, no tiene sentido que dado que estamos viviendo “situaciones excepcionales” entonces podemos tomar decisiones jurídicas excepcionales. Esto solía ser una tautología, pero evidentemente ya no lo es: para que una excepción sea jurídicamente relevante tiene que figurar en el derecho vigente.

Es bastante irónico—o quizás no tanto—que en el prólogo de 1921 a su libro sobre La Dictadura, haya sido Carl Schmitt quien mostrara su preocupación por los excesos a los que puede conducir el “finalismo” irreflexivo en el derecho. Si el derecho es meramente un medio para fin, esto es, si en el fondo no tiene autoridad, entonces la excepción, es decir, “la guerra contra el enemigo externo y la supresión de un levantamiento en el ámbito interno no serían estados de excepción, sino el caso normal ideal, en el que el derecho y el Estado desarrollan directa y enérgicamente su carácter instrumental (Zweckhaftigkeit)”.

En conclusión, no podemos entonces usar la emergencia como una excusa para ignorar el derecho vigente. Y en todo caso, si no vamos a aplicar el derecho, que quede claro que estamos haciendo precisamente eso.

miércoles, 15 de abril de 2020

Un Pensador de Excepción: Carl Schmitt en medio de la Pandemia



Si hay una palabra que se ha vuelto frecuente en las últimas semanas, para no decir meses, esa palabra es “excepción”, la cual, a su vez, está asociada casi inevitablemente con otra palabra: “Schmitt”.

Schmitt siempre se entendió a sí mismo como un jurista. Ciertamente, supo ser catedrático de derecho positivo (por ejemplo, administrativo) e incluso ejerció la profesión. Basta recordar su participación en el así llamado “Preußenschlag” (“golpe de Prusia”), en el que representara al Estado alemán en el caso Prusia vs. Reich de 1932.

Sin embargo, sus cátedras fueron principalmente de teoría política y del derecho, y su métier principal fue siempre—incluso durante su adhesión al nazismo—el de la teoría del derecho, antes que el del derecho propiamente dicho (por no decir derecho positivo). Hoy en día, esta diferencia no suele hacer mucha diferencia, ya que en el último tiempo ha colapsado la distinción entre la teoría del derecho y el derecho vigente.

Lo que sigue, entonces, debe ser considerado como una descripción en muy breves y gruesos trazos de la teoría schmittiana de la excepción. Cualquier semejanza con el derecho vigente es una mera coincidencia.

Si hay una cuestión que atraviesa casi toda la obra de Schmitt, es la de la realización del derecho, la cual figura ya en 1921 en el prólogo de su primer gran libro, La Dictadura (p. xx), que tanto le interesara, entre otros, a Walter Benjamin. Es natural que surja entonces la siguiente pregunta: si a Schmitt le interesaba esencialmente la realización del derecho, ¿por qué le dedicó tanto tiempo a la excepción?

La respuesta es que Schmitt defiende un concepto bastante generoso o amplio del derecho. Para Schmitt, el derecho no se agota en un conjunto de reglas y principios que se remontan a una fuente—él solía designar como “normativismo” esta manera de entender al derecho—, sino que una teoría genuina del derecho tiene que incluir necesariamente la excepción, y de ahí su interés por la dictadura, la guerra, la revolución, etc.

Por supuesto, Schmitt no niega que el derecho cumple una función muy importante al ocuparse de la situación “normal”, como solía llamarla él, en la cual las normas estaban a cargo, pero un jurista también tenía que estar preparado para poder hacer frente a la excepción en lugar de sostener que la misma emerge cuando se acaba el derecho (lo cual era una manera frecuente de entender al derecho durante la época de Weimar).

De ahí que, siguiendo a Schmitt, podemos distinguir al menos tres grandes clases de razonamiento jurídico. Por un lado, en un extremo del “cuadrilátero”, el razonamiento jurídico normal u ordinario, que se nutre fundamentalmente de la Constitución (aunque Schmitt tal vez preferiría hablar de las leyes constitucionales), los diferentes códigos, leyes en sentido estricto, etc.

Por el otro lado y en la otra esquina, se encuentra el razonamiento jurídico de excepción, la situación central de la cual es tratada por Schmitt en su celebrada Teología Política (que también atrajo considerablemente el interés de Walter Benjamin, entre otros), cuyo inicio se ha vuelto legendario: “El que decide sobre el estado de excepción es soberano”. La función del razonamiento jurídico de excepción es la de conservar la normalidad, aunque para lograrlo tenga que apartarse de ella temporalmente.

En realidad, el razonamiento jurídico contiene verdaderas zonas intermedias, en el medio del cuadrilátero, entre la normalidad y la excepción, en las que la normalidad trata de regular o domesticar a la excepción, del mismo modo que algunas personas adoptan leones para convivir e incluso suben algunos videos alusivos a YouTube. Se trata de una decisión que puede llegar a ser bastante riesgosa.

La necesidad, que tiene cara de hereje, es una residente habitual de esta zona intermedia. De ahí que haya normas jurídicas que incluyen la necesidad como una razón valedera para apartarse de otras disposiciones. El Guardián de la Constitución de Schmitt trata precisamente sobre los decretos de necesidad sobre finanzas, economía, etc.

Es en este espacio de excepción donde habría que ubicar a los reveladoramente llamados “decretos de necesidad y urgencia”, que suelen ir acompañados de “circunstancias excepcionales”, los cuales operan como si fueran leyes, aunque o debido a que se supone que, para usar la expresión de Schmitt, en un Estado legislativo, el único poder que puede dictar leyes en sentido estricto es precisamente el legislativo.

La idea de un decreto con fuerza de ley da lugar a una asimetría: si bien el Poder Ejecutivo puede dictar decretos que operan como leyes, el Poder Legislativo no puede dictar leyes que operen como decretos.

Fueron cuestiones como estas las que hicieron que Schmitt se interesara por la distinción entre las nociones formal y material de la ley. ¿Por qué las leyes suelen tener tan buena prensa? ¿Esto se debe a que tienen como origen—si tenemos suerte—el Congreso, es decir a consideraciones formales? ¿O en realidad esto se debe a que el Congreso, a su vez, nos asegura ciertos valores de contenido, como por ejemplo racionalidad, igualdad, justicia, etc.?

En todo caso, los decretos de necesidad y urgencia crean deberes cuasi-legislativos. Por ejemplo, supongamos que durante una pandemia el Poder Ejecutivo dictara un decreto de necesidad y urgencia por el cual quedara prohibido salir a la calle, salvo ciertas excepciones. Si los decretos de esta clase operan con fuerza cuasi-legislativa, hasta los mismos legisladores podrían verse impedidos de salir a la calle para cumplir con su tarea característica si no se vieran contemplados en las excepciones a la prohibición, básicamente por las mismas razones que explican por qué los legisladores tienen el deber de cumplir con las disposiciones que ellos mismos establecen.

Sin salir por supuesto de la zona intermedia—aunque ya extendiéndonos hacia sus confines—encontramos el estado de sitio (y sus parientes más recientes como el estado de emergencia, alarma y literalmente de excepción), algo bastante parecido al león domesticado mencionado más arriba.

Ciertamente, la legislación de los últimos tiempos ha tendido a recortar el alcance del estado de sitio supeditándolo fundamentalmente al control judicial. Sin embargo y en aras de la argumentación al menos, para que tenga sentido, por ejemplo, distinguir entre un decreto de necesidad y urgencia y el estado de sitio, el propio control judicial debe ser bastante acotado en el caso del segundo.

En efecto, si a los decretos de necesidad y urgencia les gusta el durazno, tienen que aguantar la pelusa: si los decretos de necesidad y urgencia aspiran a tener un status cuasi-legislativo, por así decir, entonces tienen que estar expuestos a revisión judicial, tal como suelen estarlo las propias leyes.

Por otro lado, del hecho de que sean los jueces los que tienen la última palabra sobre la excepción legal, no se sigue que la excepción haya desaparecido, sino simplemente se sigue que son los jueces quienes tienen la última palabra al respecto.

Finalmente, llegamos a lo que Schmitt entiende es el hábitat natural de la excepción, es decir, el momento en que emerge el caso central de la excepción, que por definición es imprevisible y por lo tanto no puede figurar en norma o regla alguna, lo cual es el objeto de estudio de la Teología Política.

Es este el momento en que el león sale de la jaula, el genio de la lámpara, o la metáfora que nos caiga mejor. No es casualidad que en este punto hemos dejado atrás la Teoría de la Constitución de Schmitt para entrar decididamente en la Teología Política. Aquí el orden jurídico puede dejar de ser protegido por la excepción, para ser reemplazado por ella. La gran pregunta, por supuesto, es cómo sabemos cuándo la excepción cambia de carácter y la conservación se transforma en una revolución. Después de todo, hay apariencias que engañan.


domingo, 5 de abril de 2020

El Interpretativismo es el Interpretativismo



Nunca nos vamos a cansar de repetir que, tal como lo dice el personaje de Tom Hanks en “Tienes un email”, “El Padrino” es como el I Ching. Ahí está todo.

Por ejemplo, mientras preparaba a Michael para que lo sucediera en el mando de la familia, Don Corleone le advertía que eventualmente alguien de confianza le iba a proponer una reunión con los jefes de otras familias en un territorio neutral, y ahí mismo lo matarían. Por supuesto, eso es exactamente lo que sucede en la película, pero gracias a los consejos de su padre Michael supo reaccionar correctamente.

A raíz de la discusión originada por el 2 x 1, en este blog comenzamos a advertir los peligros que conlleva el interpretativismo como filosofía del derecho, los cuales consisten básicamente en su moralización y/o politización. Recordemos que para el interpretativismo el derecho debe ser interpretado siempre, dicha interpretación es moral y finalmente los jueces son co-autores del derecho que aplican.

Salta a la vista que el gran campeón del interpretativismo es Ronald Dworkin, quien no ha hecho precisamente un secreto de su defensa de estas tres grandes tesis. En general, al menos en ciertos ámbitos, la tesis de Dworkin suele caer muy bien porque compartimos sus ideas políticas. Como dice Roger Scruton, “Para Dworkin, como para los escritores del New York Review of Books en general, la posición liberal de izquierda era tan obviamente correcta que le correspondía al conservador refutarla”. En otras palabras, el atractivo del interpretativismo en gran medida se debe a su inherente moralización y politización del derecho.

Lo que algunos parecen haber pasado por alto, por increíble que parezca, es que esa misma moralización y politización puede ser aprovechada por quienes no piensan como nosotros, precisamente porque cuentan con una moralidad política diferente. Siguiendo con nuestra propia trompeta: “Por alguna razón, hoy en día el interpretativismo suele estar acompañado por el progresismo, pero, como se puede apreciar, no hay nada que impida que el interpretativismo, o si se quiere el activismo judicial, juegue para el equipo contrario. En otras palabras, en derecho el ‘giro lingüístico’ puede doblar a la izquierda o a la derecha. Todo depende de quién maneje el volante” (La ley es la ley, p. 152). Como Aurora, o Casandra como muy bien acotara hace poco en Twitter el Dr. Antonio Bermejo, adelantábamos el futuro.

De ahí que la irrupción del interpretativismo de derecha o conservador en el fondo sea tan sorprendente como lo fue la del COVID-19. Era obvio que iba a suceder, si no es que viene sucediendo hace tiempo.

Por supuesto, nos estamos refiriendo al reciente artículo de Adrian Vermeule, en el cual defiende el “constitucionalismo del bien común” apelando a la metodología dworkiniana, si bien “aboga por un conjunto muy diferente de compromisos y prioridades morales a las de Dworkin, las cuales se inclinaban convencionalmente hacia la izquierda” (click). Después de todo, si Dworkin puede proponer una “lectura moral de la Constitución”, ¿por qué no puede hacerlo Vermeule?

Si hay que interpretar el derecho siempre, dicha interpretación es moral y además en gran medida proviene de la co-autoría judicial, ¿de dónde viene la seguridad de que la interpretación moral de autoría judicial va a ser la nuestra? Si, encima, dicha seguridad se origina en la existencia de una respuesta correcta y/o de la integridad del derecho, es obvio que ni la corrección ni la integridad pueden ser muy útiles ante los grandes desacuerdos que el propio Dworkin invoca para justificar su teoría, desacuerdos que engloban tanto a la corrección de la respuesta como a la integridad del derecho.

Una metodología en sí misma no puede asegurarnos los resultados valorativos o normativos que esperábamos, y si lo hace es porque estamos haciendo trampa. Es hora entonces de concentrarse en una metodología que disponga de autoridad, con independencia de sus resultados. Después de todo, es precisamente para eso que existe el derecho, particularmente en épocas como las nuestras, en las que el desacuerdo político es constitutivo de nuestras sociedades.