martes, 30 de octubre de 2018

Juicios Injustos y Engendros Judiciales (por Jaime Malamud Goti)



Con esta entrada quiero exponer la intranquilidad que me provoca la previsible apertura de juicios manifiestamente injustos celebrados en los últimos años de la dinastía Kirchner. Me refiero a los procedimientos judiciales destinados a descartar la responsabilidad del matrimonio presidencial, de los funcionarios que lo rodearon y sus amigos. Me preocupa, antes que nada, los límites de la justicia argentina; fui uno de los dos autores de los llamados "Juicios a las Juntas" de principios y mediados de los ochenta. Temí, entonces, que el procesamiento de oficiales militares desencadenase una sobreabundancia de criterios concernientes a la responsabilidad de militares consagrados a lo que llamaron ¨la guerra sucia.” Los argentinos somos antojadizos y pensé, entonces, que un número considerable de jueces no resistirían la tentación de procesar a cualquier militar bajo una vasta diversidad de pretextos. De esta manera, cada uno de ellos se vería a sí mismo convertido en una estrella de la noche a la mañana. En 1986, un juez de la Pampa arrestó sin mayor trámite a un edecán del Presidente Alfonsín para llevárselo preso a la Pampa por haber abofeteado a un detenido. No digo que abofetear a un preso sea justificable. Sí afirmo que los crímenes que intentábamos perseguir permite equiparar este acto de violencia con un bocinazo en la Ciudad de Buenos Aires.  

Quiero sugerir una manera de evitar una entusiasta campaña de reapertura de juicios absolutorios que apresurará un agravamiento en la decadencia institucional del país. Es escasamente imaginativo aseverar que el remedio suele ser peor que la enfermedad. Pero es el caso que ahora trato. La Argentina no se destaca por la imparcialidad de sus jueces ni la integridad de sus sentencias. Por la última me refiero a la noción de que la Justicia de un país requiere de la homogeneidad de los criterios aceptados por los tribunales para absolver y condenar. Aquí, los jueces se obstinan en defender sus propias opiniones con prescindencia de aquellas sentadas por otros tribunales, aunque estos resulten ser superiores en rango lo que incluye a la propia Suprema Corte. Este es sólo un ejemplo de un país cuya justicia desafía esta noción de integridad que equivale a decir que no importa qué tribunal le tocó en suerte a cada uno.  Hoy los presos habituales maldicen su mala suerte o celebran su estrella según el tribunal que los juzgue. En la Procuración de la Nación, me aburrí de recordarle a los jueces de apelaciones cuál era el criterio de la Corte según el cual no es constitucionalmente admisible castigar el uso de drogas.

Hay suficientes malos jueces. No sugiero que en su mayor parte sean venales, incompetentes y, menos aún, ambas cosas. Algunos juicios terminan en decisiones sensatas cuando el tribunal decide sobre la base de lo que dice la ley y con independencia de quién resulta ser el acusado. Estoy convencido de que, especialmente en los últimos años, hubo suficientes decisiones disparatadas como para poner de relieve un amplio desapego a principios básicos de equidad y de respeto al estado de derecho. Entre otras cosas, esto último ha robustecido la habitual desconfianza en la justicia y, muy especialmente, en la justicia penal. Incurro en este breve ensayo sin el propósito de controvertir esfuerzos criteriosamente elaborados sobre este tema como lo es el libro de Federico Morgenstern, Cosa juzgada fraudulenta. Mientras Federico dilucida algunas complejidades legales, lógicas y morales, originadas en el principio legal y moral del ne bis in ídem (no juzgar a alguien más de una vez por el mismo hecho), él examina el derecho vigente; mi argumentación es esencialmente política.
 
Me impulsa a escribir, simplemente, mi propia intranquilidad frente a un poder judicial que podrá verse envuelto en reyertas y rencores personales. Quiero invitar a otros a debatir mis propias elucubraciones que son por cierto incompletas. Estas se basan en distinguir entre juicios injustos y parodias; entre juicios reales, aunque decididos sobre la base de la ignorancia, el temor y las ambiciones de los jueces y los simples simulacros. Hoy, el aparato judicial no da para otra cosa que limitarse a los últimos. Es necesario acotar el número de estas intervenciones. El criterio es similar al que defendí cuando diseñé, junto a Carlos Nino, los juicios a los generales y que continúan aún hoy bajo la influencia de grupos extremadamente activos. Les tememos; los jueces más todavía. Nos enseñan, algunos creen, cuál es la actitud políticamente correcta. Si la vida fuese la que Borges describe en “El Inmortal”, impelidos por la Madres de Plaza de Mayo o el CELS, los mismos jueces estarían juzgando a quienes torturaron y mataron a Tupac Amaru.  
   
La opinión común es que la Justicia criminal en la Argentina es aflictivamente lenta, vacilante y despareja. Las decisiones judiciales que atraen la atención pública provocan en el más ingenuo esmeradas conjeturas acerca de los motivos ocultos detrás de los argumentos que se leen en las sentencias. En otros países, los habitantes viven convencidos de que las absoluciones y condenas de sus tribunales esclarecen la verdad y que valoran los hechos con base en la ley. Los jueces autorizan la creencia de que la persona juzgada es culpable o inocente de acuerdo con sus veredictos. Es posible que esta peculiaridad obedezca a una dosis de ingenuidad de alemanes, ingleses, suecos y checos. Pero, digo yo, vivir ingenuamente es otra cosa que un lujo ya que nos libera del persistente estado de alerta que nos impone un medio de apariencias e incredulidad como es este.

Para confirmar la creencia, ampliamente compartida de que las presidencias de Nestor y Cristina Kirchner están embarradas por la corrupción, un juez federal se apresuró a investigar el posible enriquecimiento de la presidenta al valerse de su cargo. La investigación concluyó al poco tiempo con un sobreseimiento que anticiparon quienes sabían quién era el juez. El hecho juzgado, huelga decirlo, no podría ser investigado otra vez. Como la mayor parte de los países de Occidente, un hecho criminal no puede ser sometido a juicio más que una vez. Hay variaciones en la regulación de este principio. En la Argentina, por empezar, la ley prescribe que sólo pueden reabrirse algunas pocas causas que concluyen con condenas: y esta característica es obviamente justificable si, después de una condena de homicidio, nos sorprende ver al muerto en una reunión social. No hay nada en la ley que autorice a un tribunal a reabrir juicios absolutorios o sobreseídos. En los Estados Unidos, por ejemplo, la prohibición de someter a un proceso a alguien más de una vez se reduce a aquellos casos en que la persona hubiese corrido un riesgo efectivo de ser condenado y de haber visto limitados sus derechos hasta su absolución cuando el juicio concluye con esta. Nadie debe estar expuesto más de una vez al peligro de una condena ni a las desazones que provoca verse sometido a un juicio penal. Originada en el sistema anglosajón, la institución se llama double jeopardy (doble peligro.)

La decisión del juez federal que sobreseyó a la presidenta (y también al ex presidente), y que él mismo lo aclaró entre sollozos de arrepentimiento, se debió a la influencia del gobierno de entonces. Es oportuno ahora aclarar dos cuestiones. La primera es que hablo de juicios en el sentido más amplio posible y que comprende no sólo al debate entre la acusación y la defensa, y las resoluciones que en esa oportunidad dicta el tribunal. También hablo de absoluciones en sentido lato para incluir los sobreseimientos. De esta manera, quedan comprendidos los actos realizados durante la etapa anterior a la contienda.

La segunda cuestión que quiero aclarar yace en la obviedad de que la noción de un juicio penal es una construcción cultural. Cuento así con que muy pocos llamarían hoy “juicio” al rito consistente en sumergir la mano del inculpado en agua o aceite hirviendo para establecer su culpabilidad. Si alguna entidad Divina impide, milagrosamente, que el reo pierda la mano, este hecho inexplicable es concebido como una exculpación de Dios. El Diccionario de Oxford define a la ordalía como el procedimiento destinado a decidir si alguien es culpable o inocente mediante la exposición del sospechoso a pruebas físicas extremadamente dolorosas (3ª Versión Concisa, 3ª Edición, 1911, p. 802).  Muchos de nosotros negaríamos que se trata de un acto de Justicia la condena por adulterio de la mujer cuando esta no logra que al menos cuatro hombres corroboren su propia versión de que fue violada. ¿Sería esto un juicio para nosotros? Pienso que no. Espero que no.

De un modo que nos recuerda a la ordalía, Lewis Carroll nos relata que en un juicio que Alice presencia, el Rey o la Reina Negra –no lo recuerdo- declaman que primero corresponde dictar la sentencia antes de admitir la presentación de pruebas respecto de quien robó las tartas para la fiesta. Esta clase de procedimientos pueden ser Juicios o no, antes que nada, según la cultura de que se trate.  En el ámbito de la cultura judeo-cristiana, son pocos aquellos que admitirían que sólo los hombres –no mujeres- pueden esclarecer la verdad respecto de una violación. Los cultores de la Sharia, en cambio, concuerdan con este criterio. Sólo un individuo muy peculiar pensaría que el castigo justo debería depender de hechos que revelan la omnisciencia y omnipotencia de un dios. Vistos hoy y aquí, estos no son procedimientos que apuntan a establecer la verdad antes de condenar o absolver. No son en verdad Juicios, aunque admito que no me resulta fácil encontrar una palabra que reemplace a la de “juicio.” Podrán ser parodias, simulacros, absurdos encarpetados. Pero esta caracterización, repito, depende de concepciones culturales. No sé qué piensan los cazadores y recolectores del Kalahari, los habitantes animistas de Benín ni nuestros antepasados de hace cinco siglos.

Es cierto que hay casos controvertibles en relación a qué es un verdadero proceso judicial.  El caso de los tribunales de Nüremberg ofrecen una variedad de opiniones sobre si fueron imitaciones, juicios notoriamente injustos y hasta procesos razonables.  Yo me inclino por considerar que fueron esencialmente simulacros. A propósito de estos últimos y, en especial, de la condena del Almirante Karl Doenitz, comandante de la flota de submarinos alemanes, H. Thomson y Henry Strutz publicaron una laboriosa colección de cartas de jueces, militares y políticos de nota. Todos ellos impugnaron vigorosamente la decisión (Doenitz at Nuremberg: War Crimes and the Military Professional, 1976). Esta colección comienza, entre otras críticas, con una enérgica declaración de John F. Kennedy seguida de una profusa colección de opiniones de jueces, generales y almirantes de los Estados Unidas, el Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda.

Los acompañan jueces y escritores de renombre. Esta publicación expone a un vasto coro que deplora las decisiones de lo que fue el caso más famoso de la historia. El hecho de que generales y almirantes enemigos fuesen juzgados y condenados provocaron la indignación de quienes pertenecieron al bando contrario. Este, afirman, actuó del mismo modo que el bando vencedor. Más aún, el tribunal (llamado corte marcial) estaba integrado en gran parte por civiles dotados de algún rango militar ocasional sólo por razones administrativas. Para una parte destacada de los escritores de las cartas publicadas, no llegó a tratarse de juicios. No fueron otra cosa, como muchos lo expresaron, junto a John Kennedy, que una venganza disfrazada contra los vencidos.

Y una venganza, agrega Kennedy, “muy rara vez” comporta un acto de justicia. Estos autores execraron la aplicación de leyes ex post facto para convalidar condenas. Pero las condenas son aún más deplorables cuando se advierte que, en su mayoría, recayeron sobre oficiales que actuaron dentro de lo que los críticos juzgaron como un marco profesional razonable. Un lamentable precedente para el futuro de la Justicia en general. Aunque para la mayor parte no se trató de otra cosa que una puesta en escena por parte de los Aliados triunfantes, otros oficiales se limitaron a declarar su rechazo a y la inquietud que provocaba en ellos que este desatino se transformase en un precedente que imitaran los jueces de sus propios países. Me llevó mucho tiempo advertir, confieso, que tenían más razón de lo que advertí hasta hace un par de décadas.

En la página principal de octubre 6, 1956 del Chicago Daily Tribune, uno de los periódicos más frecuentados de los Estados Unidos, aparece publicada una nota editorial que anuncia ¨Doenitz Sale en Libertad.” La columna que exhibe la primera plana, alude a la condena del comandante de la flota de submarinos alemanes como “… un acto embarazoso,” y finaliza con el parágrafo que traduzco a continuación: “…(L)os cargos presentados contra los procesados de planear, preparar o conducir una guerra de agresión fueron lo suficientemente amplios como para permitir establecer que el Almirante Doenitz fue culpable de algo –probablemente del crimen de luchar, como un oficial profesional, al servicio de su país. Obtuvo una condena de 10 años –un veredicto que prueba, otra vez, que el derecho nace de la fuerza y que la hipocresía puede superar cualquier obstáculo".

Y agrego algunas consideraciones de John F. Kennedy traducidas por mí. Algo similar ocurrió con los juicios de Tokio, llamados también “El otro Nüremberg.” Lo que me interesa subrayar con las opiniones que cito es que no se trata de distinguir entre juicios justos e injustos. Se trata, más vale de distinguir actos de justicia de los que no lo son. Juicios, justos o injustos, por un lado, y esperpentos por el otro. Juicios y teatralidad. Explico por qué la distinción.  
            
Para volver a los juicios absolutorios de funcionarios y allegados de la dinastía Kirchner, este país dista de contar con un aparato de Justicia suficientemente confiable. Además de sus colegas ineptos y venales, los jueces son en su gran mayoría temerosos. Tiemblan frente a la idea de provocar la ira de la Madres y Abuelas de Plaza de Mayo o del CELS. Y no los culpo; los Consejos de la Magistratura capaces de exonerarlos son lábiles. Suele importarles más la ideología del juez que cae bajo su escrutinio que la excelencia de su desempeño. Por otra parte, es de lamentar que la Argentina no cuente con un criterio basado en la doble puesta en peligro del procesado como una cuestión decisiva para juzgarlo otra vez. También lo es que sus jueces carezcan de la autoridad que gozan en otros países del mundo. Por no ser este el caso y por las razones que ofrezco más arriba, es imprescindible limitar el número de juicios a revisar y por eso creo que sólo deben reexaminarse las extravagancias judiciales absolutorias; no lo juicios injustos.

Más de un buen amigo que ha leído con paciencia el borrador de esta nota me ha endilgado que le falta una teoría para distinguir entre los juicios injustos y los mamarrachos. Tienen razón pero puedo asegurar que no estoy hoy en condiciones de proponer algo semejante. Si enfatizo que un juicio es como un casamiento y una frontera: sólo existen si creemos que lo son.


Jaime Malamud Goti

viernes, 26 de octubre de 2018

La interpretación del derecho y el Antiguo Testamento: Too Jewish?




Los cinéfilos recordarán aquella memorable escena de “Las Aventuras del Rabbi Jacob”, película en la cual el personaje de Louis de Funes, un empresario francés xenófobo y racista, tiene que hacerse pasar por un judío en medio de Le Marais de París y la única indicación que recibe al respecto es que “cuando a un judío le hacen una pregunta, siempre responde con otra pregunta”.

De hecho, podríamos decir que la interpretación del derecho está estrechamente vinculada con la comprensión del Antiguo Testamento. En primer lugar, la idea misma del “espíritu” de las leyes proviene de las discusiones sobre el significado de la Biblia. En segundo lugar, el Antiguo Testamento es la ley que un legislador bastante peculiar, Dios, le dio a su propio pueblo. Finalmente, no hace falta recurrir a la tesis de la teología política para darse cuenta de que el derecho democrático también cuenta con un legislador, el pueblo, cuyas decisiones deben ser obedecidas por los jueces.

En efecto, si es el legislador quien lleva la voz cantante, quienes están encargados de aplicar la ley no pueden apartarse de ella mediante una “interpretación”. De ahí que para la patrística se volviera proverbial la así llamada lectura “judía” de la Biblia, la cual se apegaba estrictamente al texto de la ley. Ser judío y ser literal eran una y la misma cosa. Fue por eso que los padres de la Iglesia prefirieron apartarse del texto de la ley para ir en búsqueda de su espíritu. Como se puede apreciar, la comprensión patrística concede el punto de la tradición hebraica, según la cual dado que Dios es el único titular del poder legislativo, es imposible cambiar la legislación y por lo tanto la única manera de que tenga lugar un cambio es a través de la interpretación.

Sin embargo, según el famoso crítico literario George Steiner, las cosas son exactamente al revés. En efecto, “para mí”, dice Steiner, “ser judío es ser alguien (…) que, cuando está leyendo un libro, lápiz en mano, está convencido de que él ‘escribirá uno mejor’. Es esa maravillosa arrogancia judía respecto a las posibilidades de la mente: ‘yo lo haré todavía mejor’”. Podríamos decir entonces que el interpretativista tiene la jutzpa de creer que él puede y tiene que mejorar el derecho en lugar de obedecerlo o interpretarlo para el caso.

La gran pregunta es a quién debe parecerse el juez en una sociedad democrática, en el sentido amplio de la expresión que incluye la vigencia del Estado de Derecho. Si el pueblo, modernamente, viene a ocupar el lugar que antiguamente le correspondía a Dios (de hecho las revoluciones modernas se deben en gran medida a que la idea de la monarquía por derecho divino era una contradicción en sus términos según el Antiguo Testamento), los jueces no tienen otra alternativa que limitarse a aplicar el derecho. No pueden contestar con otra pregunta ni convertirse en autores del derecho, reescribiendo lo que les parece mal en la obra que han recibido y que deben aplicar.

Lo mismo se infiere de cualquier comunicación que no sea jurídica. Si vamos caminando por la calle y alguien nos muestra el dedo mayor formando un plano ortogonal con la palma de su mano, a nadie se le ocurre decir que tiene que “interpretar” lo que quiso decir o que debe entenderlo en su mejor luz, no al menos si realmente nos interesa saber cuál es el significado de dicho mensaje. ¿Por qué debería ser diferente el caso del derecho?

Si la respuesta fuera que el derecho puede ser antiguo como el Testamento, ahí entrarían en juego consideraciones morales o políticas, pero no interpretativas. Quizás haya buenas razones para apartarse del derecho en ese caso, pero deberíamos ser conscientes de que, precisamente, en tal caso estaríamos desobedeciendo el derecho, no interpretándolo. Como muy bien sabía Marx, una interpretación no puede cambiar el mundo sino que tiene que describirlo. Si cambia el mundo, entonces no es una interpretación.

En todo caso, da la impresión de que el intencionalismo u originalismo debería ser el punto de partida de la discusión, tal como sucede en cualquier otro acto comunicativo, y que habría que mostrar en el caso concreto por qué debemos apartarnos de él. De hecho, si alguien dijera que la intención original del legislador era que debíamos apartarnos de sus disposiciones si encontrábamos otras mejores, salta a la vista que en este caso también le estaríamos haciendo caso a la intención original del legislador.

Supongamos finalmente que podemos sancionar una Constitución a pedido, tal como nos gustaría que fuera, equipada a full con todos nuestros derechos favoritos, joya, 0 km, nunca taxi. Si en tal caso nuestra aprehensión por el intencionalismo u originalismo desapareciera, sería muy difícil evitar la conclusión de que la discusión no era sobre la metodología de la interpretación de la Constitución sino sobre la Constitución en sí misma. Pero entonces la discusión sobre el intencionalismo y la Constitución viviente en el fondo se debe a qué tan bien o mal nos caiga el derecho en cuestión, no a cómo debemos entenderlo.

martes, 9 de octubre de 2018

Rosenkrantz y la función del juez: entre Chavela Vargas y el Colorado de Felipe



Durante la ceremonia de apertura del J20, reunión de juristas de países del G20 que comenzó hoy en nuestro país, el flamante presidente de la Corte Suprema de la Nación, Carlos Rosenkrantz, ha formulado las siguientes declaraciones: “Ser un juez independiente e imparcial exige mucho más, pues nos exige la independencia mas difícil de honrar, que es la independencia de nuestras propias convicciones ideológicas y políticas” (click).

Se trata de declaraciones que no son fáciles de reconciliar con el discurso jurídico imperante en nuestro país, el cual es un híbrido entre la doctrina de Chavela Vargas y la del Colorado de Felipe. Ciertamente, ambas doctrinas están lejos de ser una novedad para nuestros lectores, pero, como muy bien suele decir Mirtha Legrand, “el público se renueva”. Quizás valga la pena resumirlas brevemente.

La doctrina Chavela Vargas gira alrededor de aquella anécdota según la cual, una vez preguntada por qué ella decía que era mexicana si había nacido en Costa Rica, ella contestó inmediatamente: “los mexicanos nacemos donde se nos da la rechingada gana”. Según la doctrina Chavela Vargas, entonces, los jueces hacen lo que se les da la rechingada gana.

De ahí que el caso del Colorado de Felipe en realidad sea una especie del género Chavela Vargas, ya que un árbitro de fútbol no tiene el deber de usar sus creencias morales (o políticas para el caso) sino que debe aplicar el reglamento. En efecto, recordemos aquel famoso cuento de Alejandro Dolina, “Apuntes del Fútbol en Flores”:

Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado justo. De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver que sancionaba alguna inacción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraría favorecer a los buenos y castigar a los canallas. Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y los compadrones se van al descenso”.

En lugar de aplicar el reglamento, entonces, el Colorado de Felipe cumplía con los propósitos nobles del universo, que suelen coincidir con nuestras propias creencias.

Volvamos entonces a la doctrina Rosenkrantz: “Ser un juez independiente e imparcial exige mucho más, pues nos exige la independencia mas difícil de honrar, que es la independencia de nuestras propias convicciones ideológicas y políticas”. Para Rosenkrantz, entonces, los jueces, como los árbitros de fútbol, tienen el deber de aplicar el reglamento, con independencia de sus creencias morales y políticas y por supuesto sin que importen cuáles son los equipos que dirigen. Nuestros lectores probablemente recordarán al respecto nuestra entrada anterior acerca de la patada de Pinola (Yo en mi Casa y Nietzsche en el VAR).

Alguien dirá, no sin razón, que en realidad el derecho, como el reglamento de fútbol, es una convención, y una convención es un hecho social. Por supuesto, no es un hecho como un terremoto, pero es un hecho al fin de cuentas. El punto es que los hechos no pueden darnos razones para actuar, ya que de una sola descripción, v.g. existe una práctica social, no podemos inferir que debemos cumplir con ella. De ahí que incluso la imparcialidad de los jueces en relación al derecho supone una razón moral que la justifica.

Sin embargo, esta objeción, si bien no es del todo injustificada, sigue siendo irrelevante, ya que se supone que el derecho que debe aplicar Rosenkrantz—y el resto del Poder Judicial—es el válido actualmente en nuestro país, el cual es democrático y conforme al Estado de Derecho ya que proviene de la Constitución Nacional. En realidad, es el derecho democrático y constitucional, conforme al Estado de Derecho, el que está en mejores condiciones para exigirnos que lo cumplamos con independencia de cuáles fueran nuestras creencias morales y políticas. Lo mismo, si no todavía más, se aplica a la relación que tienen los jueces con los legisladores que son los que hacen leyes precisamente. Si alguien sostuviera que una ley puede ser inconstitucional, la obvia réplica debería ser que la Constitución sigue teniendo autoridad ya que es derecho válido y es por eso que se aplica el control de constitucionalidad.

En realidad, lo que dijo Rosenkrantz en el fondo es una tautología para todo régimen jurídico que se precie de ser tal. Ojalá que se cumpla a rajatabla.

viernes, 5 de octubre de 2018

Yo en mi casa y Nietzsche en el VAR: acerca de la Patada de Pinola y Juan Pablo Varsky



Ha llegado a nuestros oídos el rumor de que Juan Pablo Varsky expresó públicamente su deseo de que La Causa de Catón se ocupara de la aplicación del VAR à la Argentina. Huelga decir que, amén de estar agrandados como alpargata de gordo, para nosotros los deseos de Juan Pablo Varsky son órdenes.

Varsky tiene absolutamente razón cuando sostiene que la aplicación del VAR ha sucumbido al clima nietzscheano que suele predominar en estos días. Dicho clima está condensado en la tan conocida frase: “no existen los hechos sino las interpretaciones”. A pesar de que Pinola le pega una patada clarísima que impacta en la pierna del rival, lo cual debería haber sido penal y expulsión, el árbitro, por suerte para River, no actuó en consecuencia.

Por alguna razón, nos hemos acostumbrado a creer que si una acción involucra a un ser humano entonces tiene que ser interpretada, y que dicha interpretación sigue la doctrina Chavela Vargas, a saber, hacemos con ella lo que se nos da la rechingada gana. Hemos visto que lo mismo sucede en el derecho, por ejemplo en relación al 2 x 1 y al caso Chocobar.

De hecho, fue para explicar por qué el fallo Muiña es conforme al derecho válido que utilizamos el recordado caso del Colorado de Felipe, el árbitro del cuento de Dolina que aplicaba el reglamento según el carácter moral de los jugadores involucrados. Algo similar sucede ahora en el fútbol, aunque en lugar de tener en cuenta el carácter moral de los jugadores lo que cuenta es su camiseta. Por supuesto, como bien agrega Varsky, a River mismo le sucedió algo similar contra Lanús.

Lo más extraordinario es que la patada de Pinola, como todo hecho físico, no requiere interpretación, no al menos en el sentido que se le suele dar al término. En efecto, los árbitros cuando cobran una infracción no juzgan la intención del jugador sino los efectos de su acción. Hasta donde sabemos, el reglamento de fútbol no exige que para que el árbitro cobre un penal hace falta entender el mensaje que envía el jugador que comete la infracción, sino que debe comprobar la existencia de un impacto físico. Por supuesto, en algunos casos el reglamento sí habla, por ejemplo, de la mano intencional, pero no exige que toda acción sea intencional para que pueda constituir una infracción.

Claramente, si Pinola hubiera tenido sus ojos completamente vendados y le hubiera dado la patada al jugador de Independiente entonces no habría sido penal, ya que su responsabilidad habría sido casi objetiva por no decir edípica. Pinola no hubiera sabido lo que hacía. Pero en el caso en cuestión en realidad Pinola se comportó por lo menos imprudente o negligentemente, lo cual es suficiente para cometer un penal. Lo que hace falta para evaluar la responsabilidad del infractor es que no haya tomado precauciones suficientes para evitar el contacto. Ir corriendo a toda velocidad contra un jugador adversario no parece ser la mejor manera lograrlo, no al menos sin un milagro, es decir, la interrupción de la normatividad de las leyes naturales por un acto divino.

Dado que se trata de un hecho físico y no de un texto, una imagen (sea a primera vista o sobre todo la del VAR) es más que suficiente para constatar el penal. De hecho, los seres humanos están más capacitados para tratar con imágenes que con textos, debido a que evolutivamente, sobre todo en el Pleistoceno, mucho antes de whastappear o enviar mensajes de texto, los seres humanos tenían que tratar con otras fieras. Y cuando una fiera se aproximaba era suficiente percibir su imagen para reaccionar en consecuencia, sea escapando de ella o atacándola. Si alguien daba a entender que se acercaba un león, nadie empezaba a citar a Nietzsche ni a preguntarse por “¿desde dónde lo decís?”, ni espetaba “es más complejo”. Lo mismo sucede con los retratos que describen fidedignamente a sus retratados, desde el cuadro de la batalla de Waterloo de los Scots Greys hasta el autorretrato de Rembrandt.

Para someter a prueba la imparcialidad de la decisión arbitral podemos usar un test imaginado por Jonathan Wolff, inspirado en la teoría de la justicia de John Rawls. Supongamos que por alguna razón justo en la víspera de un River-Boca no hay árbitros disponibles y supongamos además que la única persona capacitada para dirigir este partido es el Muñeco Gallardo. No sería sorprendente en absoluto que los de Boca se opusieran a que Gallardo fuera el árbitro del partido, quizás porque proyectan sus propios deseos.

Ahora bien, asumamos que la AFA cuenta con una droga que logra que quien dirija un partido de fútbol se comporte perfectamente al tomarla e incluso arbitre mejor, incluso si fuera el mismísimo Gallardo. El único efecto colateral es que produce una pérdida de memoria altamente selectiva: uno no se acuerda cuál club de fútbol dirige ni de qué club uno es hincha, ni tampoco puede oír a quien intente hacérselo recordar, etc. De ahí que tal vez Gallardo sepa que es técnico de un club, pero no recuerda de cuál. Lo mismo sucede con sus simpatías futbolísticas: sabe que tiene una, pero no sabe cuál es. Si por alguna razón decidiera perjudicar al otro equipo, precisamente, no sabría entonces a cuál de los dos perjudicar. De ahí que para no correr riesgos, se esfuerza todavía más en ser lo más imparcial posible. La ignorancia es la que explica su imparcialidad.

Vale la pena preguntarse entonces: ¿si no se hubiera tratado de River, habría sido la misma la decisión del árbitro en la jugada de Pinola? O, siguiendo a Varsky, ¿la omisión del penal contra Lanús no habría tenido lugar si River no hubiera estado ganando 2 a 0?

En conclusión, algo no puede ser más complejo solamente porque somos hinchas del club en cuestión. La vida es lo suficientemente compleja como para que nos la pasemos inventando nuevas complejidades. Ojalá que nos demos cuenta a tiempo.