jueves, 18 de abril de 2019

Mea Culpa (por Martín Farrell)


Era inevitable: después de culpar a los judíos, en general, y al profesor Finkielkraut, en particular; a los ciclistas, en general, y a las ciclistas afganas, en particular; alguien me iba a culpar a mí... y Jaime hizo exactamente eso conmigo (click). Estoy en desacuerdo con él en este aspecto, y voy a defenderme muy brevemente de la acusación.

Ante todo, muchos de los argumentos de Jaime se basan en la imprudencia de la conducta reprochada, y yo siempre he aceptado que el reproche prudencial puede formularse en estos casos. Pero Jaime le agrega otra cosa: él cree que también puede haber algo inmoral en exhibir mi Rolex en la villa 31, aunque asimismo cree—extrañamente—que está “cerca de coincidir” conmigo en que tengo un derecho moral y legal a hacerlo, lo cual—me imagino—debería excluir el reproche moral. Mostrar un Rolex en una villa es imprudente, ya lo sé, y exhibir la riqueza delante de los pobres es de muy mal gusto, también lo sé. Pero, ¿es inmoral hacerlo?

Propongo que supongamos que lo es, solo para facilitar aquí el desarrollo del argumento. Incluso en ese caso, no advierto la forma en la que podríamos justificar que el castigo que merezco consista en robarme el reloj. Jaime basa ese castigo en el hecho de que la venta del reloj robado le permitiría al ladrón alimentar durante meses a sus tres hijos, pero no veo cómo podría funcionar una sociedad que adoptara un método tan curioso de la redistribución del ingreso y la riqueza.

En el mejor de los casos para Jaime, Finkielkraut podría ser reprochado por su presencia inoportuna en el lugar, y yo podría ser reprochado por mostrar mi reloj en la villa, pero Finkielkraut no puede ser agredido, y yo no puedo ser robado. Si como consecuencia de mostrar mi Rolex en un lugar humilde yo puedo ser robado por un carenciado económico, una mujer bonita que muestra sus piernas y su busto ante un carenciado sexual, ¿puede ser violada por él?

Jaime se acusa a sí mismo de paternalismo, pero yo estoy dispuesto a absolverlo en muchos de los casos. Si se limita a aconsejar una conducta prudente, a mí o a la mujer bonita, eso no es paternalismo y no merece objeciones liberales. Si prohíbe mi conducta, o la de la mujer bonita, eso sí es paternalismo y debe ser objetado. Cuando digo que el consejo no es paternalista, por supuesto, no digo que el consejo sea bueno: sería mucho mejor que pudiéramos vivir en una sociedad en la que se pudiera exhibir riqueza y belleza sin ser agredido, y la exhibición reiterada tal vez puede acostumbrar a la gente a comportarse mejor en estas circunstancias.

He tomado los ejemplos más favorables a Jaime del modo más favorable a Jaime. Me gustaría creer que ninguno de nosotros querría formular reproches morales a las ciclistas afganas, sino que querríamos mostrarles en cambio nuestra admiración. Reservemos nuestros reproches, entonces, para los intolerantes, los ladrones y los violadores, entre otros.

Una palabra final: Jaime alega que el utilitarismo apoyaría su posición, y yo pienso que muy bien podría ocurrir así; bastaría que la sociedad fuera más feliz conmigo víctima del robo y con la mujer bonita víctima de la violación. No es probable, pero es posible. De todos modos, esta posibilidad no refuta mi argumento. Reconozco que soy un filósofo voluble, a veces liberal y a veces utilitarista; usualmente, prefiero el utilitarismo para la ética y el liberalismo para la política. En los casos que estoy considerando, pues, prefiero las soluciones liberales a las utilitaristas, y Jaime mismo lo advierte: es por eso que se preocupa tanto por el alcance de su paternalismo, el cual a un utilitarista le resultaría por completo indiferente. Puesto que aquí actúo como liberal, no pienso refutarme a mí mismo, como sugiere Jaime.

De todos modos, si quienes leen estas palabras me siguen encontrando culpable, es posible que—por las dudas—esconda mi reloj. Y eso sería malo para la sociedad.

Martín Farrell

lunes, 15 de abril de 2019

Rosenkrantz contra Todos


Los últimos fallos de la Corte Suprema evidencian una clara división asimétrica entre dos estilos de razonamiento judicial. La asimetría es tal que la situación puede ser descripta como “Rosenkrantz contra todos”. La cuestión es a qué se debe semejante división.

Hay dos grandes razones. La primera es, en el fondo, política. En su reciente alocución durante la apertura del año judicial, el presidente de la Corte Suprema indicó que los jueces deben ser “puntillosamente respetuosos de las reglas que el pueblo de la nación fijó para resolver los conflictos que nos toca adjudicar” y por lo tanto los jueces deben seguir “únicamente esas reglas”.

Como se puede apreciar, Rosenkrantz quiere que los jueces vayan de casa al trabajo y del trabajo a casa, es decir, que se dediquen solamente a aplicar el derecho. Para ilustrar este punto imaginemos un discurso del Presidente del Colegio de Árbitros de la AFA en el cual quedara indicado que la tarea de los árbitros consiste en aplicar el Reglamento exclusivamente. ¿Acaso no es obvio? ¿Qué estuvieron aplicando si no durante los últimos campeonatos? Sin embargo, muy poca gente se sorprendió por lo dicho.

Esta posición parece ser políticamente aséptica. Sin embargo, en la misma frase de Rosenkrantz consta que es el pueblo el que ha optado por la separación de los poderes: el gobierno de las leyes por un lado y la independencia judicial por el otro. La Constitución, en efecto, estipula que el trabajo de los jueces consiste en seguir exclusivamente las reglas que han sido sancionadas por los representantes del pueblo. En un régimen constitucional democrático y republicano, los jueces no son activistas ni gobiernan.

La posición de Rosenkrantz entonces no es tan aséptica como parece. Es por razones políticas que separamos la política del derecho y deseamos que los jueces democráticos y republicanos obedezcan las reglas del juego—tanto derechos como deberes—creadas por los constituyentes y los legisladores.

La segunda razón por la cual Rosenkrantz últimamente suele votar en disidencia contra todos es de naturaleza conceptual y podemos ilustrarla mediante la célebre tesis XI sobre Feuerbach de Marx. Allí consta que una interpretación no puede cambiar el mundo y si lo cambia no es una interpretación. La interpretación judicial tampoco puede cambiar el derecho, sino que debe ser fiel a su objeto. La tarea de los jueces, otra vez, no es revolucionaria, ni constituyente, ni legislativa, sino jurisdiccional: consiste en aplicar el derecho a un caso concreto. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a llamar “interpretación” a cualquier cosa que hacen los jueces.

Por otro lado, debemos tomar las disidencias de los jueces muy en serio ya que pueden servir como una voz de alerta para el presente y un mensaje para el futuro. La formación de una mayoría es un hecho al cual el derecho le asigna validez porque no podemos darnos el lujo de esperar que los tribunales arriben a una decisión unánime. En realidad, una decisión unánime también es un hecho que puede aglutinar votos infundados y por lo tanto tampoco es necesariamente correcta. Todo depende de lo que digan los votos y de lo que establezcan las reglas.

Los que se oponen a Rosenkrantz, por su parte, no creen que el derecho sea una práctica reglada, o creen en todo caso que la observancia de reglas es parte de un diálogo sobre la respuesta correcta o razonable. Sin embargo, dado el desacuerdo valorativo imperante, es obvio que no podemos darnos el lujo de reemplazar la autoridad del derecho por un diálogo sobre la razonabilidad de nuestros principios y valores. En todo caso, en una discusión sobre el derecho vigente, algo no es derecho porque sea correcto o razonable, sino que es correcto o razonable porque es derecho.

Al fin y al cabo, dado que vivimos en democracia, es probable que el derecho sea razonable merced a la discusión que pudo haber tenido lugar durante el proceso constituyente y el legislativo. Pero debemos ser conscientes de que muchas veces los jueces, por el solo hecho de ser tales, van a tener que dictar sentencias con las cuales no están de acuerdo, ya que su tarea no es la de supeditar el derecho a sus creencias políticas, sino obedecerlo. Algo muy similar sucede con nosotros, los ciudadanos. El Estado de Derecho no existe para darnos la razón, sino que, si queremos respetar su autoridad, somos nosotros los que tenemos que darle la razón al Estado de Derecho.

Fuente: La Nación.

viernes, 12 de abril de 2019

La Culpa de Todo la tienen los Judíos y Martín Farrell (por Jaime Malamud Goti)



No quiero responderle a Martin Farrell sin revelar dos cuestiones que, admito, pueden ser de interés sólo para mí. La primera consiste explicar lo que me movió a escribir el ensayo inicial. Este se ocupa del patético acoso callejero contra un prestigioso académico francés, Alain Finkielkraut, por el sólo hecho de ser judío, y de las mujeres afganas, a quienes se les prohíbe montar bicicletas. Hace muy poco tiempo, en Paris, Finkielkraut se vio forzado a soportar las amenazas y los insultos de un grupo de chalecos amarillos. Estas hostilidades revelaron la abundancia de racismo y la xenofobia propios de esa conocida ciudad francesa. La culpa, sostuve en una entrada publicada en este blog, la tiene el respetable académico (click).

Martin Farrell, otro académico de nota, en este mismo blog me obliga a explicar esta inculpación mejor de lo que lo hice porque cuestiona la moralidad de inculpar a Finkelkraut (click). Por eso, intento defender aquí la tesis que sostuve. Pero no quiero pasar por alto que el breve ensayo que culpa a los judíos y a ciertos ciclistas vino a cuento de una anécdota recordada por Andrés Rosler. Dos personas debaten quiénes son los culpables de las miserias del mundo. Un primer participante puntualiza: “La culpa de todo la tienen los judíos”. Su interlocutor agrega: “y los ciclistas”. Sorprendido, el primer participante, se ve impelido a preguntar: “¿Por qué los ciclistas?”. Entonces, el otro dialoguista le responde “¿Y por qué los judíos?”.

Esta conversación que Andrés me refirió me resulta muy graciosa y la he repetido hasta el hartazgo. ¡A quién se le ocurre que la culpa la tienen ciclistas y/o los judíos! Pero decidí escribir el ensayo La Culpa la Tienen los judíos y las Ciclistas Afganas al descubrir que, en Afganistan, les está prohibido a las mujeres trasladarse de un lugar a otro en bicicleta. Esta noticia me mostró una inesperada semejanza entre los miembros de los grupos que menciona el cuento recordado por Andrés y esta fue la perplejidad me movió a escribir el ensayo cuya tesis Martin Farrell rechaza. No supe hasta hace poco en qué me había metido.

Como carezco de toda vocación religiosa, está fuera de mi alcance entender por qué alguien prohibiría a las mujeres montar bicicletas. En todo caso, es un hecho que la reacción agresiva a su inobservancia es común entre los afganos y esto supone que hay creencias religiosas que sustentan la norma transgredida. Por lo tanto, dichas convicciones son constitutivas de la comunidad afgana. Lo cierto es que las mujeres que atraviesan los poblados en bicicleta sufren violentas agresiones por parte de quienes las ven pasar.

La segunda cuestión que querría aclarar es aún más personal. En el ensayo que Martín cuestiona, fui más obsecuente de lo necesario. Al solo efecto de congraciarme con quien entiendo es el creador y gerente del blog La causa de Catón en aras de que publicara mis entradas, aunque no sin cierta franqueza, afirmé que Andrés era mi filosofo del derecho favorito. Advierto ahora, demasiado tarde, que debí limitar esa declaración. La última soló tomó en cuenta la categoría Junior de los Filósofos del Derecho, a la cual pertenecen aquellos que no cuentan, por ahora, ni siquiera con 60 años. En mi escala personal, Martín Farrell ocupa una jerarquía equivalente a la de Andrés, pero en otra clase que el primero, ya que Martín pertenece a la clase Senior de los filósofos del derecho. Aclarados estos temas, me ocupo de responderle a Martin Farrell y, para hacerlo, regreso un instante al caso afgano y sus ciclistas femeninas.

Admiro a las mujeres afganas que desafían una injustificable exclusión. Cuatro o cinco de ellas, me acabo de enterar por casualidad, son candidatas al Premio Nobel de la Paz. Supongo que la distinción se apoya en el valor que requiere desafiar un prejuicio que suscita la indignación colectiva a la que me he referido. Pero premio nobeles o no, sigo culpándolas por atraer sobre sí una considerable violencia en su país. Desde el punto de vista de Martin, inculparlas es ridículo como lo es culpar a Alain Finkielkraut que se limitó a soportar la agresión de los Chalecos. Y admito que no está equivocado. Esto es, a menos que uno apele a la idea de que inculpar no sólo comporta la censura del transgresor de una norma legal y moral valiosa para la comunidad en que vivimos, sino que sirve también la finalidad de manipular a otro.

Culpándote por estacionar al borde del Camino Negro lo que hasta en ese momento era tu nuevo Mercedes Benz descapotable, es, en principio, reclamarte que no seas tan irresponsable. En ese paraje suele abundar la criminalidad callejera. Por este motivo, y mediante el recurso a la inculpación, puedo aspirar a disuadirte de exponer otra vez tu vida y tus bienes a las amenazas de moradores de parajes acentuadamente predispuestos a la violencia. Es por eso que, si adviertes que te culpo por estacionar tu auto allí, esto podría contribuir a evitar que repitas conductas que llamaría, en el caso, “auto-destructivas”. Pero, en tanto te culpe para modificar tu conducta, esto no requiere que esta última sea inmoral. Si respetas mi juicio, tu consideración por la opinión que revela la inculpación, tendrá una fuerza independiente para para no incurrir en otras torpezas semejantes y por lo tanto sentir el arrepentimiento que provoca extrañar a tu ex Mercedes Benz. Algo semejante ocurre en el caso de Martín.

Martín nos relata que él muestra su reloj Rolex en un barrio peligroso. Supongamos, para que el ejemplo tenga mayor peso, que los habitantes del lugar se han visto excluidos (generación tras generación) del acceso a actividades mínimamente rentables para sustentar una vida digna. Supongamos también que sus vecinos carecen de servicios sanitarios apropiados y de escuelas en las que se puedan educar. Martin afirma que tiene un derecho—tanto moral como legal—a la exhibición del reloj y estoy bastante cerca de coincidir con él.  Pero eso no significa que, en el caso que describo, si le arrancan el reloj pulsera y lo lastiman, no deba culparlo en los dos sentidos.

En primer lugar, es cuestionable que sea moralmente neutro tentar a gente marginada a apropiarse de mi Rolex aun a riesgo de terminar en la cárcel. Es cierto que hay algo absurdo en culpar a Martín por instigar a otros a hacer de él una víctima. Pero ¿por qué no? Quiero subrayar lo obvio y es que la venta del reloj robado le permitiría al ladrón alimentar durante varios meses a sus tres hijos. Y aún en el caso de que, culpándolo, no persiguiera nada cercano a retribuir una transgresión inmoral, sí sería plausible que intentase a inducirlo a evitar imprudencias semejantes por su propio bien.  Es cierto que no sólo lo manipularía, si me hace caso, sino también que mi conducta es paternalista ya que lo censuraría por su propio bien. Pero este es un paternalismo “blando” porque se limita a inducirlo a optar por un curso de acción que redunda en su propio beneficio. De hecho, las reglas que exigen al farmacéutico recetas para venderme hipnóticos y Valium para dormir mejor no difieren esencialmente de mi ejemplo.

Culpamos a otros de tres maneras que a veces se superponen: a) una ligera o fútil; b) para manipular de un modo paternalista a alguien de modo que observe determinada conducta; c) para retribuir un acto que juzgamos legal y moralmente reprobable. En el último caso, comporta la expresión de mi indignación al advertir que alguien transgrede una norma que contribuye a organizar las relaciones entre los miembros de una comunidad. Las inculpaciones de la primera clase carecen, en principio, de peso sobre los actos propios de terceros. Comportan, en lo esencial, expresiones de rechazo o repudio sin consecuencias por algo que otro hizo. Por ejemplo, yo no me agoté de culpar a mis vecinos por el barullo que emana de su departamento. Es posible que mi acto de culparlos concite o robustezca inculpaciones similares por parte de otros vecinos de modo que estos yo, todos juntos, increpemos a la familia gritona. En la última hipótesis, los moradores del departamento  se gritarán menos entre sí y mejorará la calidad de vida del edificio en el que vivo. En este caso, mi inculpación provocará los efectos de la segunda manera de culpar.

La exhibición hecha por Martín de su Rolex puede ser inculpada en un ámbito limítrofe entre el segundo y el tercer sentido mencionados. El segundo, porque quiero proteger su reloj, su muñeca y hasta su brazo si compra otro Rolex y se comporta con la misma imprudencia que la vez anterior. Pero puedo culparlo por la originalidad de instigar a otros a transgredir normas que protegen la propiedad con el agregado de que Martin sería no solo el instigador sino también a víctima.
Mi conclusión es que hay razones para culpar al académico judío, a las ciclistas afganas y a Martín Farrell por exhibir su reloj de lujo. Es un injustificable error si lo inculpamos en el último sentido (salvo en la hipótesis del barrio extremadamente carenciado). Yo aprendí mucho de Martin Farrell acerca de sus propiedades del utilitarismo y del peso de las consecuencias de nuestros actos. El respeto que me infunde, me lleva al convencimiento de que él mismo podría haber refutado su ensayo mucho mejor que yo.

Jaime Malamud Goti