martes, 28 de noviembre de 2017

¿Fuera de la Ley?



Los dichos de la Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, acerca de la existencia de personas que se encuentran “fuera de la ley”, están bastante lejos de ser felices. En sentido estricto, al menos en nuestro país, no hay nada ni nadie que se encuentre “fuera de la ley”. En donde existe un Estado de Derecho no tiene sentido hablar de “bandidos”, esto es, personas que han caído bajo un “bando”,  “outlaws” u “hors la loi” como se dice, o mejor dicho se decía, en otros idiomas. Se supone que no estamos en la Inglaterra medieval, el Lejano Oeste o durante el juicio de Luis XVI.

Se trata de una aclaración que no debería tener mayor sentido en una época como la nuestra en la cual el discurso de los derechos humanos ha llegado a su cenit. Aunque, a la luz de la discusión actual sobre si existen seres humanos con derechos humanos provocada por el reconocimiento de garantías penales en casos de lesa humanidad, tal vez no debería sorprendernos tanto que tengamos que hacer esta clase de aclaraciones (2 x 1).

De ahí que incluso quienes cometen delitos estén comprendidos dentro de la ley, de hecho para eso están la Constitución y el Código Penal, y por esa misma razón, dado que nos interesa poner en marcha el aparato punitivo del Estado de Derecho, antes de poder castigar a quien suponemos que ha cometido un delito, primero debemos asegurarnos de que sus derechos y garantías no hayan sido violadas. Le compete al Estado entonces probar que quien falleciera como resultado del accionar policial no fue víctima de homicidio.

Por otro lado, tampoco tiene mayor sentido exigir que las fuerzas policiales se abstengan de defenderse en caso de ser atacadas. Para ser policía no hace falta ser pacifista. Es comprensible por razones históricas que la represión no goce de buena prensa y de ahí la preocupación por la “violencia institucional”, pero debemos ser conscientes de que el Estado se dedica entre otras cosas a la violencia institucional legítima y precisamente por eso no tiene sentido exigir un Estado pacifista.

Después de todo, con mucha razón exigimos que quienes cometen actos de violencia institucional ilegítimos sean llevados a juicio y castigados, pero para lograr eso exigimos a la vez precisamente la puesta en marcha de cierta clase de violencia institucional. Si fuéramos realmente pacifistas, en cambio, ofreceríamos la otra mejilla incluso ante quienes cometen actos de violencia institucional ilegítima. Insistir con el pacifismo entonces mucha veces no es sino ingenuidad o perversión, o una mezcla de las dos cosas.

Finalmente, las garantías constitucionales no solamente valen para quienes cometen delitos de lesa humanidad, sino además para quienes no reconocen al Estado argentino, o, por si hiciera falta, para el mismísimo Diablo, esto es, para cualquiera que justo sucediera que fuera objeto de una persecución penal. Mezclar al derecho penal con el nacionalismo y/o las fuerzas armadas es un cocktail explosivo equivalente al derecho penal del enemigo, que ya hemos probado en el pasado y que se supone que gracias a un riguroso tratamiento de desintoxicación, desde el último advenimiento de la democracia nos hemos juramentado no tomarlo más. No nos queda otra entonces que saciar nuestra sed, política o de cualquier otra índole, tomando exclusivamente agua constitucional, al menos si nos preciamos de vivir bajo un Estado de Derecho.

martes, 21 de noviembre de 2017

Autoridad e Interpretación del Derecho en "El Zorro y el Erizo" en Radio Nacional


Gran mediocampo. Mariano Schuster por izquierda, Alejandro Katz por el centro, aunque con tendencia a reclinarse hacia la izquierda, y un ocho zurdo pero que juega por la derecha y le gusta enganchar para adentro, como Omar Labruna.

Acá está el audio: El Zorro y el Erizo.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Más Razones Públicas



Otra reseña de un libro que trata cuestiones relacionadas con las que solemos discutir en este blog.



Rosler, Andrés, Razones públicas. Seis conceptos básicos sobre la república, Buenos Aires, Katz Editores, 2016, 316 páginas.


La libertad en la república

El tema de la república, su concepto, origen, historia y praxis, es uno de los que aparecen como centrales de la Filosofía política de todos los tiempos, al menos desde el año 509 a.C., en que esa modalidad de gobernarse los hombres tuvo su primera andadura histórica por las calles de Roma. En el libro que ahora se comenta, Andrés Rosler, doctorado en Oxford con una tesis dirigida por John Finnis sobre Political authority and obligation in Aristotle (Oxford, Oxford University Press, 2005), desarrolla en seis capítulos las notas de la idea republicana, recurriendo principalmente a los autores de la tradición clásica, como Cicerón o Tito Livio, aunque sin olvidar la referencia a los actuales neo-republicanos, como Quentin Skinner y Philip Pettit. Para el autor, las cinco notas que destaca y desarrolla en la noción de república funcionan como una especie de test infalible de republicanismo, de modo que la institución, persona u obra literaria que participe en mayor medida de estas notas, y en la medida en que participa en ellas, puede definirse claramente como republicano o defensor de la república.

La primera de las notas que destaca Rosler en la idea republicana es la que corresponde a la especificidad de la noción de libertad en su contexto. Aquí el autor recoge la conocida distinción, propuesta por Isaiah Berlin, entre libertad negativa y positiva; según este autor, la libertad negativa consiste en la ausencia de impedimentos al movimiento, y es la propia del pensamiento liberal, para el cual la concepción negativa de la libertad es la que mejor asegura la libertad de los ciudadanos en general. Pero aún los liberales, como el mismo Isaiah Berlin, “creen –afirma Rosler– que la libertad no se puede agotar en la ausencia de obstáculos que impiden la satisfacción de los deseos de un agente [...] La libertad no se reduce a satisfacer los deseos o metas simplemente existentes en el momento de actuar, sino que se extiende también a la remoción de los obstáculos para lo que una persona pueda decidir hacer [...]; la oportunidad es parte constitutiva de la libertad” (p. 40). Dicho en otras palabras, la libertad (negativa) no sólo exige ausencia de constricciones e impedimentos, sino también la existencia efectiva de la posibilidad de optar entre las diferentes alternativas.

En cuanto a la denominada libertad positiva, en lugar de referirse a la posibilidad de hacer algo, cualquier cosa que sea, debería concentrarse en qué cosa es lo que hacemos o bien en quién es el que está a cargo de la decisión. “La concepción positiva de la libertad – escribe Rosler–, en lugar de hacer hincapié en la falta de interferencia, se concentra más bien en quién es el agente que toma las decisiones y, por lo tanto, en la idea de autogobierno, de tal modo que somos libres no cuando actuamos sin impedimentos externos, sino cuando nuestras acciones son el resultado de nuestra propia decisión” (p. 43). Aquí el autor estudia la concepción hegeliana de la libertad, en la cual son más las restricciones que las aperturas y que a la larga termina coincidiendo con la voluntad del Estado: “La libertad humana –resume Rosler a Hegel– consiste en la obediencia a las instituciones estatales” (p. 46). O a la voluntad general, si nos referimos a Rousseau, para quien “se puede forzar a los hombres a ser libres” y “la voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella es que los ciudadanos son libres” (pp. 48-49). Aquí Rosler concluye señalando que esta concepción positiva de la libertad resulta potencialmente peligrosa, ya que identifica a la libertad con una racionalidad valorativo-sustantiva, que podría legitimar cualquier tipo de interferencia con el albedrío de los seres humanos.

Frente a estas alternativas, aparece como claramente mejor la concepción republicana de la libertad, que se encuentra en una situación intermedia entre las libertades negativa y positiva, ya que, del mismo modo que la negativa, rechaza la interferencia con la autonomía, aunque en este caso siempre que se trate de una interferencia arbitraria. Y del mismo modo que la positiva, será una libertad valorativa y no meramente física, aunque destinada a evitar la dominación arbitraria de otra persona y hacer posible la realización de una vida plena. Rosler aborda el problema nuclear de la libertad republicana, tanto la de los romanos como la de los norteamericanos antes de la Guerra de Secesión: el de la compatibilidad de la esclavitud con una organización política libre. Esto se evidencia en el concepto ciceroniano de libertad: “[...] la libertad [...] no consiste en tener un dueño justo, sino en no tener ninguno”; lo que resulta impensable en el caso de la esclavitud. Rosler reconoce este problema, así como que el pensamiento republicano muchas veces ha sido demasiado selectivo al momento de conferir el reconocimiento constitutivo de la libertad, pero no parece solucionarlo completamente, principalmente porque se remite al pensamiento de Hegel, que no es el autor ideal para resolver el problema de la sumisión y la libertad.


Virtud, debate público y ley

La segunda de las notas que el autor atribuye al pensamiento republicano es la que corresponde a la necesidad de la virtud política del ciudadano en la polis, virtud que reviste para el pensamiento clásico carácter funcional, es decir, relativo al buen cumplimiento de la tarea que corresponde a cada ciudadano conforme a la Constitución. Y la virtud es necesaria en la república en razón de que la ley –que es otro de los elementos de la vida republicana– no puede prever todos los detalles de la convivencia y se hace necesario recurrir a la recta razón de los ciudadanos. “En la constitución de todos los pueblos –cita Rosler a Tocqueville–, sin que importe cuál sea la naturaleza de la misma, se llega a un punto donde el legislador está obligado a depender del buen sentido y de la virtud de los ciudadanos” (p. 68).

Pero para Rosler, el acento en la virtud de los ciudadanos no supone una moralización excesiva de la política, sino que se refiere sólo a que ellos deben cumplir correctamente las exigencias de su función propia en el sistema constitucional de la polis. Y en este sentido adquiere especial relevancia la virtud de la prudentia, “recta razón en el obrar”, hoy en día denominada “sabiduría práctica”, que habilita al ciudadano a cumplir con sagacidad y buen juicio sus deberes y deliberar adecuadamente acerca de los asuntos públicos. Reviste especial interés aquí la distinción que hace Rosler entre dos formas de corrupción del discurso público: la manipulación, en la que el orador intenta cambiar la forma de pensar del público sin su mediación racional; y la demagogia, en la que el retórico pretende halagar y reflejar la opinión del público dejándola tal como está. Frente a estas dos actitudes, la propia del político republicano no es la de “consentir al público ni tampoco [la de] manipularlo, sino que se propone cambiar las creencias y los deseos de los demás a la luz de la argumentación que se les presenta, siempre mediante la intervención del juicio de los eventuales persuadidos, alejándose de este modo tanto de la manipulación cuanto de la demagogia” (p. 84).

El tercer concepto básico de la república es, para Rosler, el valor que le otorga al debate político, entendido como una controversia en la que ambas partes cuentan con argumentos atendibles. En este punto, distingue entre las concepciones “simple” y “compleja” del discurso político agonal: según la primera, el conflicto político se debe a algún defecto de quienes participan en él, ya sea intelectual o moral; conforme a la segunda, la concepción “compleja”, la existencia de un debate entre actores políticos no implica defecto alguno por parte de los involucrados, sino antes bien la presencia de razones objetivas para un disenso genuino: complejidad del asunto, presencia de soluciones alternativas a un problema igualmente razonables, pluralidad de perspectivas con las que abordar un asunto, etc. Ahora bien, el republicanismo asume la concepción compleja de la argumentación política y, por lo tanto, considera al debate como un elemento natural y normal del discurso cívico.

Por el contrario –y los argentinos lo sabemos por experiencia reciente–, la concepción populista sostiene una visión única y, por lo tanto, hegemónica del discurso político, según la cual todo disenso se debe o bien a la perversidad y asechanzas diabólicas de los enemigos del líder popular, que siempre estarán tramando conspiraciones y destituciones, o bien a su estupidez profunda e incurable, pero nunca a la intrínseca diversidad, complejidad y dificultad de la actividad política. Y es por su aceptación del disenso que el republicanismo pone el acento en la retórica, pues de lo que se trata aquí es de convencer a los oponentes con los mejores argumentos; “el énfasis republicano en la retórica –sostiene Rosler–, como parte constitutiva del conflicto, aspira a maximizar el acuerdo pero sin perder de vista el desacuerdo y sus restos disonantes, aunando posiciones divergentes mediante la obtención de un consenso siempre contingente, i.e., que debe ser llevado a cabo una y otra vez por la ciudadanía” (p. 136).

La cuarta de las notas propias del republicanismo radica en su especial forma de entender las relaciones entre la ley y la libertad; en efecto, según los liberales existe una clara oposición entre ley y libertad, según la cual toda ley restringe necesariamente nuestra autonomía y se constituye en nada menos que en un mal necesario. Por el contrario, para los republicanos –afirma Rosler–, “una adecuada comprensión de la libertad muestra que la libertad y la ley son dos caras de la misma moneda [...]; el republicanismo entiende la libertad como un estatus jurídico de las personas, lo cual implica que cierta clase de interferencia legal es constitutiva de la libertad” (pp. 163-164). En otras palabras, para el republicanismo no existe conflicto real entre la autoridad de la ley y la libertad de los ciudadanos, sino más bien una sinergia autoconstitutiva que las estructura y las explica recíprocamente.

Y en lo que respecta a la noción de autoridad que ha de aplicarse a la ley, el autor distingue entre dos grandes concepciones de la autoridad política: ante todo la “minimalista”, según la cual ella “se limita a motivar a los súbditos a hacer lo que tendrían razón para hacer con independencia de la decisión autoritativa” (p. 176). Este sería el caso de la acción de la autoridad para la promoción de los Derechos Naturales o Humanos, que no deben en nada su origen y validez a la decisión autoritativa y que deben ser respetados aun cuando la autoridad política callara a su respecto. La segunda concepción de la autoridad es la “maximalista”, para la cual la decisión autoritativa es la razón principal para obedecer a las directivas gubernamentales. Aquí Rosler sigue la muy conocida explicación de la autoridad proporcionada por Joseph Raz, para quien el hecho de que una autoridad exija la realización de una acción es una razón para actuar que no se añade a las otras razones relevantes, sino que las excluye; dicho de otro modo, existe autoridad cuando la razón central para la realización de una acción radica en el hecho de que la instancia autoritativa haya emitido la directiva, la que excluye decisivamente el resto de las razones para actuar que puedan existir. Y es casualmente en esta exclusión en que consiste la autoridad.

Rosler explica que el republicanismo está mucho más cerca de la concepción maximalista de la autoridad que de la minimalista; en efecto, sostiene este autor que “en lugar de presuponer un acuerdo entre la autoridad y sus súbditos [la concepción maximalista] cree que bien puede existir un desacuerdo genuino entre ambos, y es en razón precisamente de dicho desacuerdo que tiene sentido la idea misma de autoridad. En otras palabras, en lugar de motivarnos o recordarnos hacer lo que deberíamos moralmente hacer de todos modos, la autoridad maximalista nos da nuevas razones para actuar que nos permiten resolver el desacuerdo” (p. 181). De este modo, una autoridad republicana no solo deberá hacer cumplir algunas prohibiciones minimalistas, sino que habrá de adoptar una concepción maximalista para poder resolver los desacuerdos políticos genuinos que las circunstancias plantean a la república.

Pero, además, el autor hace referencia a que la confianza republicana en las instituciones tiene un doble fundamento, que denomina “dualismo constitucional”. Este es el que se plantea entre el principio democrático y el propiamente republicano, entre el principio de la mayoría y el del control del poder público. Y en este punto, refiriéndose a quienes excluyen el segundo de los principios, escribe que “para algunos, que podríamos denominar ‘populistas’, para que una sociedad sea políticamente libre sería más que suficiente que el gobierno estuviera en las manos correctas. Por definición, dado que se trata de las manos correctas, semejante gobierno no necesitaría control alguno [...]. En realidad, según esta posición, la preocupación misma por controlar al gobierno solamente podría ser explicada debido a la existencia de intereses sectoriales antipopulares. Solamente alguien que tuviera algo que ocultar podría oponerse al poder público” (p. 197).

Por el contrario, el republicanismo supone que no cualquier decisión, por el mero hecho de ser mayoritaria, es correcta o democrática, y por lo tanto piensa que es susceptible de control o limitación. Este límite es en principio constitucional, pero en definitiva arraiga en el Derecho Natural. “Estamos ahora en condiciones –escribe el autor– de entender el iusnaturalismo republicano y por qué a veces este discurso sostiene que ciertas leyes (i.e. disposiciones vigentes, sancionadas de acuerdo con el procedimiento legal) no son tales [leyes]” (p. 206). Por eso, concluye Rosler que “el [de] pueblo es un concepto demasiado importante para dejarlo en manos del populismo” (p. 207).


Patriotismo y cesarismo populista

El último de los conceptos básicos de la república es el de “patria” y el de su correlativo “patriotismo”. En este punto, el autor estudia los conceptos opuestos de “particularismo” y “universalismo”, dejando en claro que en toda comunidad política debe existir cierto particularismo que haga posible la identidad de la polis; este particularismo se manifiesta en la república a través del patriotismo, que no debe ser confundido con el chauvinismo, para el cual el particularismo no es principalmente político sino eminentemente cultural (racial, lingüístico, histórico o espacial). Y con este concepto de patriotismo se vincula el problema de la guerra en clave republicana, ya que, escribe el autor, “el autogobierno constitutivo de la libertad republicana no solo consistía en el imperio de la ley en términos de la inexistencia de dominación interna, sino que además incluía el rechazo de toda interferencia extranjera, esto es, el derecho a la autodeterminación” (pp. 231-232). Y para la defensa de este derecho la guerra aparece como legítima en clave republicana, ya que no sólo es virtuoso morir por la patria, sino que a veces aparece como necesario matar por ella.

Para Rosler, existen dos grandes concepciones de la guerra: (i) la doctrina de la guerra justa, según la cual la guerra es entendida en algunos casos como legítima y legal; y (ii) la doctrina del enemigo justo, conforme a la cual la guerra aparece como un mecanismo habitual de resolución de conflictos o una política pública más. Pero lo importante es que no se trata aquí de guerras solo defensivas, sino que las repúblicas más relevantes que registra la historia, Roma y los Estados Unidos de Norteamérica, han sido innegablemente repúblicas imperiales. Ahora bien, en este caso es claro que la defensa de guerras de conquista en nombre de la defensa de la libertad puede ser objeto fácilmente de la imputación de hipocresía, impostura o insinceridad. Esto aparece claro en la obra de Cicerón, para quien “no es lícito que el pueblo romano sirva, cuando los dioses inmortales quisieron que imperara sobre todos los pueblos [...]. Las otras naciones pueden soportar la esclavitud, al pueblo romano le es propia la libertad” (p. 242). Es indudable que hoy en día resultaría dificultoso que alguien aceptara un argumento de ese tipo y que es especialmente complejo para las repúblicas imperiales argumentar consistentemente en favor de un imperialismo de la libertad.

El último capítulo del libro se refiere al principal enemigo de la república: el populismo autoritario. “En este último capítulo –afirma Rosler– vamos a discutir a César –o su equivalente moderno, el cesarismo–, el enemigo natural e interno del republicanismo, ya que se trata de un verdadero epítome negativo en donde convergen todos los rasgos antirrepublicanos: la dominación, la corrupción, la unanimidad, el gobierno arbitrario y la sinécdoque de confundir a un partido con la totalidad de la comunidad política” (p. 257). En este punto, Rosler se circunscribe casi exclusivamente a la historia de Roma y en ella al intento de Julio César de instaurar en su cabeza una dictadura perpetua. Y esta larga exposición y argumentación termina con el debate acerca de la legitimidad del asesinato de César en el Senado, acción para la cual existieron numerosos argumentos tanto en su favor como en su contra. El autor los expone con acribia, para concluir con la exposición de los requisitos de lo que sería una doctrina republicana de la violencia política; estos requisitos de la legitimidad de la violencia serían cuatro: (i) que ella se ejercite en respuesta a una violencia anterior, es decir, en legítima defensa; (ii) que esta reacción sea razonable, en el sentido de que el éxito de la acción violenta resulte probable, de modo de no incurrir en represalias contraproducentes; (iii) la violencia empleada debe ser además proporcionada a la ejercida previamente por el tirano; y (iv) finalmente, el ejercicio de la violencia debe ser un último recurso, es decir, debe haberse intentado antes una solución no violenta de la controversia.

En la “Conclusión”, el autor realiza una breve recapitulación de los aspectos desarrollados en el libro, de la que conviene transcribir un párrafo de especial interés: “En realidad, el republicanismo podría contraatacar [frente a sus críticos] pensándose a sí mismo como una filosofía política bien hecha y desafiando a quienes lo cuestionan a que superaran su receta de libertad como no dominación, lucha contra la corrupción, debate democrático, gobierno de las leyes y particularismo político institucional antes que cultural [...]; a pesar de que las acciones republicanas en el mercado de la teoría política han experimentado un alza significativa [...], es un hecho que los dos grandes discursos políticos imperantes en nuestra época son el liberalismo y el populismo, dos tradiciones que, irónicamente, giran alrededor de dos conceptos republicanos: la libertad y el pueblo” (p. 308).


Balance

Luego de la síntesis necesariamente incompleta de las principales ideas desarrolladas en el libro que comentamos, corresponde hacer una breve presentación de los aspectos más destacados de la obra y abrir un juicio acerca de su interés y sus valores. La primera consideración se refiere a la actualidad del libro y a su interés en las presentes circunstancias políticas y de pensamiento; y aquí aparece claramente que las ideas debatidas en la obra revisten una oportunidad notable, en especial en razón de que –corrigiendo aquí parcialmente a Rosler los dos modelos vigentes de pensamiento y praxis política son el republicanismo y el populismo. Tanto los méritos del primero como las debilidades –para llamarlas apaciblemente– del segundo son explicitadas en este libro de modo claro, sólido y convincente, y apoyando las argumentaciones con una erudición especialmente destacable, tanto en lo que se refiere al pensamiento político clásico como al contemporáneo. Tito Livio, Cicerón, Tácito, Julio César, Salustio, Dante, Maquiavelo, los teólogos medievales, los filósofos y juristas modernos como Gentili, Grocio, Hobbes, Rousseau, Kant, Hegel, Tocqueville, literatos como Shakespeare y muchos otros, así como una pléyade de contemporáneos: Arendt, Schmitt, Finnis, Quentin Skinner, Philip Pettit, Hart, Raz, son tratados con una habilidad y acribia poco habitual en nuestras latitudes. Se trata, por lo tanto, de un libro sólido, científicamente riguroso y argumentativamente convincente, que significa una contribución relevante a la Filosofía y la teoría política contemporánea.

En cuanto al estilo literario del libro, corresponde destacar ante todo que se trata de un modo de expresión que deja traslucir inequívocamente la amplitud de la cultura de su autor; en efecto, todo el texto se encuentra transido de referencias al tango, al cine (en especial a las películas de gánsteres), a la literatura, a los dichos corrientes de Buenos Aires, etc. De este modo, el autor logra un estilo amigable para el lector, lo que se agradece sobre todo cuando se abordan temas de especial complejidad y profundidad. Pero además, todo el estilo del autor es fluido y elegante, de modo que la lectura de este libro resulta un verdadero deleite, que se incrementa cuando los lectores tienen un gusto especial por las letras clásicas, como es el caso de quien esto escribe.

Por otra parte, y si nos circunscribimos a algunos de los puntos desarrollados, la descripción y crítica del cesarismo populista está realizada con agudeza y exhaustividad, poniendo en evidencia tanto su carácter de contracara del republicanismo, cuanto sus necesarias consecuencias negativas para la vida de las comunidades que resultan ser sus víctimas. También efectúa Rosler un estudio perspicaz del concepto de “pueblo” y de sus desviaciones por el relato populista, realizado fundamentalmente con finalidades de manipulación y de usufructo ilimitado del poder, cuando no de saqueo liso y llano de los fondos públicos y privados.

Asimismo, resultan especialmente atractivas las distinciones que realiza el autor respecto a una serie de temas fundamentales del pensamiento político, como la ya citada de la noción y acepciones de “pueblo”, de las distintas modalidades del debate político, de las diferentes acepciones de la palabra “libertad”, la distinción entre las concepciones “minimalistas” y “maximalistas” de la autoridad y varias más. Estas distinciones agregan precisión al debate de las cuestiones, evitando las ambigüedades frecuentes en las argumentaciones políticas, en especial el denominado “sofisma de equivocidad”, en el que se utiliza una misma palabra en varios sentidos diferentes sin tomar conciencia de esa diversidad semántica, lo que conduce a claros errores de argumentación y a consecuencias lamentables en el debate político.

Finalmente, cabe efectuar una precisión que puede contribuir a esclarecer el sentido en que se habla de “república” en el lenguaje de la teoría política. Esta es la que distingue entre las “ideologías”: construcciones ideales, simplistas y maniqueas, con pretensiones salvíficas de carácter puramente inmanente, de las simples “ideas” políticas, que son, como decía Julio Irazusta, “esquemas intelectuales inferidos de experiencias históricas afortunadas”. Y es en este último sentido que la república aparece como una idea política, es decir, inferida a partir de experiencias históricas exitosas, la primera de ellas la romana clásica, racionalizada como un arquetipo político, que se encarna con mayor o menor éxito en las cambiantes y complejas circunstancias de cada una de las experiencias políticas históricas. Dicho de otro modo: no se trata, en el caso de la república, de la elucubración abstracta de un paradigma político-escatológico, destinado a liberar o emancipar al hombre de las cadenas de la realidad humano-social, sino de proponer un paradigma de organización y solución de los asuntos público-temporales conforme a un esquema probado por la historia y esquematizado para servir de modelo para experiencias futuras. En este sentido, resulta especialmente relevante que Rosler, en un libro extenso y rico, no haya hecho ninguna referencia a las ideologías: es que se trata allí efectivamente de buscar una forma política que proporcione una libertad realista y operable, y no la utopía de una liberación desmesurada, quimérica e ilusoria.

Carlos Massini Correas

Fuente: Prudentia Iuris (No 83, 2017, págs. 405-413).

viernes, 10 de noviembre de 2017

San Justo: John Rawls y su Teoría de la Justicia



Vamos a empezar por los hechos. John Rawls es el filósofo político—si no el filósofo en general—anglosajón más conocido actualmente en el mundo. Fue, sin duda, el filósofo político más significativo e influyente del siglo XX y probablemente su estrella siga brillando en el siglo XXI. Cuando en el 2003 apareció The Cambridge Companion to John Rawls, su obra Una Teoría de la Justicia ya había sido traducida a veintisiete idiomas. En lo que atañe a las discusiones filosóficas sobre la justicia es casi imposible tener una sin que la misma sea a favor o en contra de la teoría de Rawls.

Por si esto fuera poco, alrededor de la figura de Rawls se ha erigido una verdadera hagiografía acerca de sus virtudes personales, tales como su proverbial modestia e incluso inseguridad, su cuidado en su interacción con los estudiantes y colegas, su actitud conciliatoria en las discusiones, rasgos que sobresalían todavía más en comparación con sus colegas “estrella” en el Departamento de Filosofía de Harvard de mediados de la década de 1970, tales como Willard Van Orman Quine, Hilary Putnam, Robert Nozick y Stanley Cavell.

La preocupación central de la obra de Rawls es la noción de justicia como equidad, que para Rawls es la única que puede hacer precisamente justicia—si se nos permite la expresión—a los seres humanos. En efecto, hay varias maneras de entender la justicia. Las concepciones tradicionales hacían hincapié en que la justicia consiste en, como dice el viejo adagio romano, “dar a cada uno lo suyo” y/o en que la justicia consiste en la suma de todas las virtudes, tal como creía Aristóteles. El mismo Aristóteles creía además que la justicia distributiva exigía tratar a alguien según sus merecimientos (“Lo que vos te merecés”, como dice ese gran tango que grabó Roberto Goyeneche con la orquesta de Aníbal Troilo). Cuando Platón hablaba de una sociedad justa también partía de la justicia individual.

Rawls, en cambio, se concentra en la justicia de la estructura básica de la sociedad, en particular en la distribución de los recursos socio-económicos teniendo en cuenta las necesidades de los individuos. Justa es aquella sociedad en la cual las personas que la componen son responsables exclusivamente por sus propias decisiones y no por la de los demás. En efecto, en una sociedad bien ordenada, para usar la expresión de cuño aristotélico que tanto le gustaba a Rawls, los principios de justicia propuestos por Rawls se aseguran de que la clase social, la cultura, la educación la raza, la religión, el sexo, las capacidades y virtudes naturales – en una palabra, todos los factores que no están al alcance o que no dependen de los individuos – no interfirieran arbitrariamente en la vida de los mismos. Después de todo, los individuos vienen al mundo con varias decisiones tomadas por ellos y no es justo que deban pagar por eso. La justicia como equidad, en cambio, trata de que el yo de cada individuo quede a salvo de sus circunstancias.

A tal efecto, Rawls nos pide que imaginemos una así llamada “posición originaria” (sin ningún doble sentido hasta donde sabemos) en la cual comprendemos que somos todos auto-interesados aunque sin desearle el mal a nadie (como se puede apreciar, en dicha situación ideal no hay vecinos ni colegas). Además, mediante un “velo de ignorancia” no sabemos quiénes somos ni cuál es nuestra clase social, sexo, religión, ideología, etc. Dado este punto de partida equitativo, equidistante o “peronista” por así decir (siguiendo aquella célebre máxima de Gatica: “yo nunca me metí en política, siempre fui peronista”), los principios elegidos allí, en dicha situación ideal o contrafáctica, deberían guiar nuestra conducta en esta sociedad de carne y hueso en la que vivimos aquí y ahora. El “velo de ignorancia” se ubica, de este modo, entre dos polos. No se trata de que todos los interesados participen maximizando su interés directamente ya que los agentes son interesados pero no saben cuáles son sus intereses particulares o qué lugar ocupan en la sociedad, y tampoco se trata de impedir que quienes tengan un interés participen de la discusión. Participan todos los agentes o en todo casos los más representativos, sin que puedan hacer valer sus intereses particulares.

Según Rawls, los principios que elegirían estos agentes en dicha posición originaria iluminados por su razón y motivados por el auto-interés, con cierta aversión al riesgo— individuos iniciados en la teoría de la elección racional o “rational choice”—y relativamente despreocupados por el comportamiento de los demás, son básicamente el principio de la libertad y el principio de la diferencia. Según el “principio de la libertad” cada uno tendrá un mismo conjunto de libertades básicas que tienen todos los demás. Este principio tiene prioridad, de tal modo que opera como un umbral mínimo que no puede negociarse y que protege precisamente los derechos individuales. Por su parte, el así llamado “principio de la diferencia” estipula que solamente se aceptarán desigualdades socio-económicas para el caso de que dichas desigualdades beneficien a los individuos menos favorecidos. La traducción política del principio de la diferencia es una robusta redistribución del ingreso mediante la imposición de una estructura impositiva progresiva, es decir, el cobro de impuestos de modo geométricamente proporcional a nuestros ingresos. Es por eso que Rawls es lo que en el mundo anglosajón suele ser denominado como “liberal” y que en países en los que predomina la terminología continental suele ser designado a la vez como “progresista”.

Como se puede apreciar, personas auto-interesadas que se encuentran en la posición originaria querrán elegir un kit básico de derechos que impida que alguno quede esclavizado ya que la esclavitud podrá ser tentadora pero no tanto si uno mismo llega a ser el esclavo—sobre todo si uno no sabe de antemano quién va ser esclavo y quién no—, y por las dudas un principio de la diferencia que funciona como una póliza de seguros por si a alguno le toca quedar en las posiciones socio-económicas más desaventajadas. El núcleo de la idea rawlsiana se puede apreciar fácilmente en el comportamiento de los funcionarios que remodelan o acondicionan las cárceles antes de que terminen sus mandatos.

Parafraseando un ejemplo utilizado por Jonathan Wolff, supongamos que por alguna razón, justo en la víspera de un River-Boca no hay árbitros disponibles y supongamos además que la única persona capacitada para dirigir este partido es el Muñeco Gallardo. No sería sorprendente en absoluto que los de Boca se opusieran a que Gallardo fuera el árbitro del partido, quizás porque proyectan sus propios deseos o porque son simétricamente conscientes de lo que hacen los árbitros en general cuando dirigen a River.

Ahora bien, asumamos que la AFA cuenta con una droga que logra que quien dirija un partido de fútbol se comporte perfectamente al tomarla e incluso arbitre mejor, incluso si fuera el mismísimo Gallardo. El único efecto colateral es que produce una pérdida de memoria altamente selectiva: uno no se acuerda cuál club de fútbol uno dirige ni de qué club uno es hincha, ni tampoco puede oír a quien intente hacérselo recordar. De ahí que tal vez Gallardo sepa que es técnico de un club, pero no recuerda de cuál. Lo mismo sucede con sus simpatías futbolísticas: sabe que tiene una, pero no sabe cuál es. Si por alguna razón decidiera perjudicar al otro equipo, precisamente, no sabría entonces a cuál de los dos perjudicar. De ahí que para no correr riesgos, se esfuerza todavía más en ser lo más imparcial posible. La ignorancia es la que explica su imparcialidad.

En Liberalismo Político, obra en la cual desembocan varios artículos posteriores a su Teoría de la Justicia, Rawls hace un mea culpa de cierta clase. En efecto, si bien Rawls cree que los principios de justicia han resistido el paso del tiempo, se da cuenta de que su base de apoyo no es tan peronista como él creía o no es lo suficientemente política como para atraer el apoyo de quienes parten de otras teorías políticas igualmente razonables. En otras palabras, Rawls se percató de que la primera versión de su teoría política era demasiado metafísica para atraer potenciales fieles a su iglesia y por eso propuso un liberalismo político, sin resabio metafísico alguno, capaz de lograr un consenso superpuesto como punto de encuentro de quienes participan de un desacuerdo razonable.

Sin embargo, es altamente sugestivo que los ejemplos que da Rawls para ilustrar su liberalismo político capaz de lograr un “consenso superpuesto” entre quienes participan de un “desacuerdo razonable” sean el liberalismo de Kant, el de Mill y el de Rawls. Por grande que parezca ser el desacuerdo entre Kant, Mill y Rawls desde adentro del liberalismo, desde afuera la situación parece ser básicamente endogámica, ya que equipara ser razonable con ser liberal. Quizás valga la pena recordar que Hobbes creía que “Jesús es el Cristo” era lo suficientemente razonable y minimalista para haber logrado que San Pablo y San Pedro se pusieran de acuerdo. Otra vez, seguramente hay grandes desacuerdos dentro de la Iglesia, pero desde afuera el planteo podría sonar sospechoso o en todo caso circular. Finalmente, quien oyera hablar de un desacuerdo razonable acerca del mejor equipo del fútbol argentino de los últimos cincuenta años en términos de un debate entre el River de Ángel Labruna, el River de Ramón Díaz y el River de Marcelo Gallardo, por profundo que fuera el desacuerdo desde adentro, desde afuera comprensiblemente daría la impresión de que se trata de una discusión exclusivamente entre hinchas de River (quienes tal vez, después de todo, tengan razón).

Por otro lado, el propio Rawls jamás escondió el círculo existente entre sus principios de justicia y la posición originaria. En efecto, confiesa que diseñó la posición originaria a partir de los principios de justicia y no al revés, con lo cual en la posición originaria no hay mucho misterio ni discusión genuina y por lo tanto nada realmente que elegir o decidir. Este círculo rawlsiano nos recuerda aquella historia que solía contar Norman Erlich en la cual un judío se encuentra con otro: “Che, me enteré de que se quemó tu negocio” y el otro le responde “No, callate, la semana que viene”.

De hecho, una de las grandes objeciones que tuvo que afrontar Rawls durante toda su vida fue la de haber despolitizado una cuestión típicamente política como lo es la justicia. Hay muy poco realismo, es decir, conflicto y por lo tanto muy poca autoridad (y poder) en la teoría política de Rawls. Si resulta que tenemos todo cocinado en la posición originaria con sus principios de justicia, la política consiste únicamente en aplicar dichos principios tallados en piedra a los diferentes niveles, desde el constitucional, pasando por el legislativo, gubernamental y judicial, hasta la actividad municipal.

Rawls solía contar que su interés por la justicia estaba indisolublemente vinculado con los tres años que pasó en el ejército estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. Es por eso que Raymond Geuss se pregunta: “¿qué tiene uno que creer sobre el mundo para pensar que ‘¿Cuál es la concepción correcta de la justicia?’ es la pregunta apropiada para formular frente a los campos de concentración, la policía secreta, y el lanzamiento de bombas incendiarias de ciudades? ¿Son las reflexiones sobre la distribución correcta de los bienes y servicios en una ‘sociedad bien ordenada’ la clase correcta de respuesta intelectual a la esclavitud, tortura y asesinatos en masa?”. Da la impresión de que Rawls veía cierta conexión entre, por ejemplo, los campos de concentración y la distribución del ingreso, como si una sociedad en la cual la cuestión distributiva estuviera resuelta no podría cometer actos que produjeran víctimas a raudales. Esto es precisamente lo que la jerga de la teoría política suele denominar como una “moralización” de lo político.

Tal vez sea por eso que algunos seguidores de Rawls han tratado de subsanar el descuido de Rawls en relación al conflicto y al orden político con teorías de la autoridad política en términos de una democracia deliberativa. Sin embargo, no es fácil apreciar cómo una teoría del conflicto y de la autoridad puede seguir siendo rawlsiana y una teoría del conflicto y de la autoridad a la vez, ya que, como hemos visto, para un liberal no hay nada mejor que otro liberal y por lo tanto en esta clase de democracia deliberativa no habría mucho que deliberar.

Es injusto que las personas deban sufrir por decisiones que no han tomado. En este sentido, la teoría de la justicia de Rawls es claramente un avance. Sin embargo, no necesitamos teorías de la justicia que moralizan lo político asumiendo que ser liberal es la única manera razonable de actuar políticamente. Tampoco necesitamos teorías complacientes que asumen que su país de origen, en este caso Estados Unidos, tiene un sistema político que funciona correctamente y solamente necesita afinar su economía a la luz del principio de la diferencia, mientras se dedica a combatir los Estados “bandidos” (outlaw tal como los llama Rawls). Sí necesitamos teorías políticas que, sin dejar de ser sensibles a cuestiones tales como la distribución del ingreso, reconozcan la autonomía de lo político. Como se trata de apreciar, se trata de un producto que desafortunadamente no suele abundar en el mercado de las ideas.

Fuente: La Vanguardia.