lunes, 28 de septiembre de 2020

Acerca de la “Justicia popular” y otras contradicciones



Como en el 2017 durante el caso “Muiña”, la Corte Suprema de Justicia ha atraído nuevamente la atención de una parte significativa de la sociedad, debido a que este martes el supremo tribunal tiene previsto tratar la situación de los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli, trasladados de un juzgado a otro sin acuerdo del Senado, aunque conforme a una acordada de la propia Corte Suprema. 

Es una muy buena noticia que la sociedad se interese por la actividad de la Corte Suprema. Eso es exactamente lo que se espera de una república. Lo que no es una buena noticia es que el interés sea tal que la autoridad misma de la Corte Suprema esté en cuestión. 

En una república todos los ciudadanos tienen el derecho de expresarse libremente sobre sus tribunales, incluso la Corte Suprema. Pero el ejercicio de la libertad de expresión tiene que ser compatible con el hecho de que la Corte Suprema no solo es un tribunal y por lo tanto tiene autoridad, sino que además dicha autoridad es suprema. Después de todo, es por eso que nos interesa expresarnos sobre sus fallos. 

De ahí que por las mismas razones republicanas por las que exigimos el reconocimiento del derecho a la libre expresión, también debemos exigir que la Corte Suprema opere como un tribunal, es decir, que se atenga al caso particular que va a tratar según el derecho vigente. Cuánta gente hay en la calle, cuál es el lugar del fallo en la historia, cómo nos hacer sentir, qué consecuencias políticas tendrá la decisión, qué enseñanzas se pueden extraer del fallo, etc., son consideraciones sociológicas, históricas, psicológicas, políticas y pedagógicas que constituyen el objeto de estudio de diversas y muy interesantes disciplinas en ciencias sociales o humanas, pero que son completamente irrelevantes para el razonamiento jurídico. Como se suele decir, los de afuera son de palo. 

Sin duda, quienes defienden la autonomía del razonamiento jurídico a menudo tienen que hacer frente a numerosas objeciones. Pero dicho escepticismo se desvanece casi por arte de magia cuando el objetor se vuelve parte de un caso judicial, particularmente si es acusado en un juicio penal.  

Se le suele atribuir a Georges Clemenceau que “es suficiente agregar ‘militar’ a una palabra para hacerle perder su significado. Así, la justicia militar no es justicia, la música militar no es música”. Lo mismo se puede decir de “popular” y, por ejemplo, la “justicia popular”, que desde el punto de vista del razonamiento jurídico es una contradicción en sus términos, ya que el hábitat natural de la justicia popular es el de la revolución.

El derecho, por el contrario, siempre es conservador o, si se quiere, contrarrevolucionario, ya que pretende tener autoridad. Es por eso que se basa en una fuente anterior que designa cierto autor generalmente institucional, una obra—la ley—creada por dicho autor y una institución encargada de aplicar dicha obra. Esto se puede apreciar especialmente cuando cambia la constitución o el derecho en general: la idea es que el pasado—o el presente—ate al futuro. 

Y si en verdad lo que nos interesa es la “justicia popular”, entonces que quede claro que no estamos aplicando el derecho—que es conservador por definición—, sino que estamos llevando a cabo precisamente una revolución. Habría que ver, sin embargo, si la Corte Suprema es el lugar indicado para dar inicio—o fin para el caso—a una revolución.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Juicio para los Amigos, Lawfare para los Enemigos



Una nota de Página 12 de ayer incurre en una muy seria confusión acerca del derecho vigente en Argentina. En una nota en la cual se hace referencia a la Señora Vicepresidente, Página 12 narra en tono desaprobatorio que “[los jueces] Bruglia e Irursun [sic] revocaron los procesamientos de los funcionarios macristas con un argumento técnico [énfasis agregado]: afirman que los imputados no tuvieron acceso a las pruebas en su contra antes de ser indagados, pese a que las habían requerido” (click).

Es muy extraño que una persona que se dedique al derecho critique un fallo debido a que el mismo se basa en un “argumento técnico” (como el de la defensa en juicio), o, como decía en la primera versión de otra nota del diario que luego fue corregida, en un “artilugio formal”. El derecho consiste precisamente en argumentos técnicos o artilugios formales. 

Cabe recordar que, según el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra “artilugio” cuenta con una acepción bastante descriptiva—aunque eso no impide en algunos casos su uso despectivo—: “Mecanismo, artefacto, sobre todo si es de cierta complicación”, así como el significado empleado por Página 12, es decir, “Ardid o maña, especialmente cuando forma parte de algún plan para alcanzar un fin”. De hecho, los fueros constitucionales que protegen a la Señora Vicepresidente son otros tantos “artilugios formales” o “argumentos técnicos” que se interponen entre su persona y una eventual condena penal. 

Surge entonces naturalmente la pregunta acerca de cómo puede ser que una nota sobre un fallo judicial sospeche de argumentos técnicos y los artilugios formales, como si una nota sobre fútbol pudiera dudar de la prohibición de tocar la pelota con la mano o de la ley del offside. 

Una primera explicación es que se trata de un típico sesgo de confirmación, como reza la terminología actual inspirada por la psicología cognitiva, es decir, nos manifestamos en contra de los tecnicismos legales—por no decir del derecho en general—cuando es aplicado contra nuestros enemigos pero los abrazamos calurosamente cuando somos nosotros mismos aquellos contra quienes se pone en marcha el aparato punitivo del Estado. 

Nuestro cerebro, por razones evolutivas, tiende a distinguir entre “nosotros” y “ellos”, y al momento de conformarse la configuración actual de nuestro cerebro—es decir durante el pleistoceno—no existían las formas jurídicas, de ahí que si diéramos rienda suelta a nuestro cerebro nos comportaríamos como cazadores recolectores. Esto es algo que sucede diariamente.

Una segunda explicación es la de distinguir entre dos maneras de entender al derecho penal, aunque en rigor de verdad solo una de ellas corresponde al derecho penal, mientras que la otra es en realidad una forma de hacer la guerra. Esto se puede advertir irónicamente en el momento mismo en el que se consolida el derecho penal liberal con su robusto kit de derechos y garantías (presunción de inocencia, debido proceso, irretroactividad de leyes retroactivas más gravosas, etc.). 

En efecto, fue gracias a la Ilustración—o mejor dicho a un proceso que termina de conformarse a fines del siglo XVIII—que la civilización occidental llega a la conclusión de que la persecución penal, por más que se proponga luchar contra la impunidad, debe supeditar dicho combate a la satisfacción de ciertas garantías penales. De ahí el lema distintivamente liberal nullum crimen sine lege (ningún delito sin ley), en oposición al eslogan nullum crimen sine poena (ningún delito sin castigo), eslogan este último que fuera adoptado por el nazismo desde sus inicios en el poder. 

Decíamos “irónicamente” porque en esencia los mismos autores de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que consagra las garantías penales que forman parte de lo que hoy se suele denominar como derechos fundamentales, violaron flagrantemente esos derechos durante el así llamado “juicio” a Luis XVI—para no decir nada de María Antonieta por supuesto, ni de la suerte corrida por Olympe de Gouges, autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana—. Luis XVI fue condenado en un “juicio” a pesar de que contaba con fueros constitucionales según la entonces flamante constitución de 1791 (dicho sea de paso, muy probablemente Luis XVI haya sido una de las primeras víctimas del “lawfare”).

Nobleza obliga, Robespierre y Saint-Just se oponían al juicio a Luis XVI porque según ellos el rey debía ser combatido en lugar de ser sometido a juicio. La idea de juicio supone cierto riesgo procesal, el deber de aplicar el derecho vigente (con el kit de derechos y garantías), y por lo tanto la posibilidad de que la persona acusada sea declarada inocente conforme al razonamiento jurídico-institucional. Pero si en un juicio el acusado es hallado culpable incluso antes de que se inicie el proceso, entonces lo que estamos presenciando no es un juicio sino una revolución (o un chiste judío). 

Esta distinción es fundamental ya que el derecho es exactamente lo contrario de la revolución (al menos en el sentido moderno de la expresión). Mientras que la expresión “derecho conservador” es redundante, “derecho revolucionario” es una contradicción en sus términos. Todo derecho conserva ciertas formas anteriores, de tal forma que el pasado pueda atar al futuro, mientras que la tarea de la revolución es la de liberar al futuro de sus lazos con el pasado. 

Por supuesto, en algunas oportunidades habrá que hacer una revolución, pero es muy importante que quede claro qué es lo que está sucediendo, no solo para evitar confusiones, sino además, por ejemplo, para evitar gastos innecesarios en abogados. En una época, por ejemplo, la línea 38 de colectivos funcionaba en los mismos vehículos de la línea 60 y por eso los vehículos llevaban adelante un cartel que los identificaba, sobre todo para evitar que los pasajeros se subieran a la línea equivocada. 

Ojalá que, al menos a partir de ahora, para contar con garantías no sea necesario comprarse una tostadora (click). 


martes, 8 de septiembre de 2020

Es mejor equivocarse con Aron que tener razón con Sartre


No es ninguna novedad que el razonamiento institucional argentino, particularmente el jurídico, no está pasando por su mejor momento. Sin embargo, hay algunos indicios de que el anti-institucionalismo vernáculo, un verdadero “constitucionalismo popular”, se ha acentuado profundamente en los últimos días. 

Para comprobar este fenómeno no hace falta referirse a las medidas de excepción dispuestas por el poder ejecutivo—en diferentes jurisdicciones—a los efectos de hacer frente a la pandemia (que en ocasiones representan un regreso al viejo estado de sitio de los siglos XVIII-XIX, es decir, al que rige sin que sea declarado normativamente), sino que es suficiente dirigir la mirada hacia los otros dos poderes.

Empecemos por el poder legislativo. Como es de público conocimiento, la Cámara de Diputados en su momento decidió operar según un reglamento especial en atención a las circunstancias de excepción que son de público conocimiento. Dicho reglamento caducó y sin embargo eso no impidió que la Cámara sesionara de todos modos. Ante la objeción minoritaria de Juntos por el Cambio según la cual la renovación del reglamento no fue lograda por “consenso”—tal como lo exige el mismo reglamento—, la mayoría representada por el Frente de Todos respondió que logró el consenso sin consultar con la minoría de Juntos por el Cambio. 

La posición de la mayoría nos hace acordar a una historia que solía contar Norman Erlich. Un niño judío escucha hablar de “dilemas morales” en la escuela y vuelve a su casa intrigado por dicha noción. Entonces le pregunta a su padre: “Papá, ¿qué es un dilema moral?”. El padre no sabe cómo responderle y entonces le dice: “obviamente vos recordás que tu tío y yo somos socios en el negocio. Supongamos que un cliente viene al negocio y se olvida un billete de cien dólares en el mostrador. El dilema moral que yo tendría entonces es si le tengo que contar o no a tu tío”.

La mayoría del Frente de Todos supone que el “consenso” que exige el reglamento se logra sin tener en cuenta a la primera minoría del Congreso. Por más que el Frente de Todos experimente severas tensiones en su interior (como las que parecen existir entre sus principales líderes), de ahí no se sigue que el consenso que exige el reglamento de la Cámara se logre sin la participación de la principal fuerza de oposición, al menos si en la idea de consenso democrático está incluida la participación de quienes no forman parte de la mayoría. En otras palabras, para que exista consenso, tenemos que participar nosotros pero no podemos olvidarnos de ellos

Por ejemplo, la diputada Fernanda Vallejos, del Frente de Todos, adhiere a la concepción del consenso de la mayoría bajo el amparo del constitucionalismo popular, tal como surgen de sus recientes declaraciones: “Pongamos las cosas en su lugar, vivimos en democracia, donde las minorías no imponen pliegos de condiciones y la agenda la fija el pueblo argentino”. 

En cierto sentido, el constitucionalismo popular en democracia es redundante ya que es el pueblo el que decide darse una constitución y es por eso que debemos cumplir con ella. El pueblo podría estar interesado en hacer una revolución, pero en dicho caso la constitución deja de ser válida, y entonces empieza otro juego, en el que, por ejemplo, se acabaron los fueros constitucionales, como Luis XVI lo sufriera en carne propia. 

Hablando de revolución, y yendo al poder judicial, anoche ocurrió un hecho bastante particular, a mitad de camino entre el “constitucionalismo popular” y el comportamiento típico de una asociación de cazadores-recolectores, aunque a veces no sea fácil advertir la diferencia. 

Lázaro Báez, en cumplimiento de la prisión domiciliaria dictada por el juez de la causa, trató de ingresar a su domicilio acompañado por la policía, lo cual fue literalmente impedido por sus propios vecinos. Cabe recordar que los derechos estipulados por el sistema jurídico vigente no dependen del comportamiento social, o de cuánta gente haya en la plaza, etc. De otro modo, si quisiéramos tener una garantía deberíamos munirnos de una tostadora. 

Ciertamente, la actitud y el comportamiento de los vecinos de Lázaro Báez han sido muy bien recibidos por un número significativo de personas, no pocas de las cuales deben haberse indignado con razón por el comportamiento de la mayoría legislativa que sesiona conforme a una interpretación—por así llamarla—bastante antojadiza de la palabra “consenso”. Sin embargo, no podemos indignarnos selectivamente ante el incumplimiento del derecho.

Si nos interesa respetar la autoridad del derecho, nosotros mismos, como simples ciudadanos, no podemos hacer justicia por mano propia, reemplazando o corrigiendo las decisiones institucionales. Si nos interesa obedecer la ley la única manera de corregir los errores institucionales es recurriendo a los remedios institucionales. 

Dicho recurso no es inmune a caer en otros errores, en cuyo caso no queda otra alternativa que recordar que, parafraseando aquella frase de Mayo del 68, desde el punto de vista del razonamiento jurídico, es preferible equivocarse con Aron (es decir las instituciones) antes que acertar con Sartre (es decir quienes actúan solo por razones transparentes o valorativas ya que creen que hay respuestas jurídicas correctas independientes de las instituciones). 

Por supuesto, esto puede llegar a ser bastante costoso, pero se supone que el costo de vivir como cazadores-recolectores—especialmente cuando no lo somos—es todavía mayor. Ciertamente, nuestras instituciones están muy lejos de funcionar correctamente, pero la manera de mejorarlas no puede consistir en destruirlas, sino, precisamente, en hacerlas mejor.