sábado, 13 de junio de 2020

La Culpa la tienen Carl Schmitt, John Finnis y los Ciclistas




En la década de 1930, el escritor alemán Kurt Tucholsky hacía referencia a un diálogo que se ha vuelto proverbial: “‘La culpa siempre la tienen los judíos’, dijo uno. ‘Y los ciclistas’, dije yo. ‘¿Por qué los ciclistas?’, preguntó él desconcertado. ‘¿Por qué los judíos?’, le volví a preguntar yo”. 

David Dyzenhaus ha publicado un artículo (click) en el que atribuye la responsabilidad del ascenso de la demagogia—y por lo tanto la crisis del Estado de derecho y de la democracia—a Carl Schmitt y a John Finnis, o en todo caso les atribuye la defensa de posiciones incompatibles con el Estado de derecho y la democracia.

Empecemos por Schmitt. Si alguien dijera que la culpa de todo la tienen Carl Schmitt y los ciclistas, por increíble que parezca tiene mucho sentido preguntar “¿por qué Schmitt?” o “¿cuál Schmitt?”. 

Veamos los argumentos que emplea Dyzenhaus. 

1) “En El concepto de lo político (1932), él sostiene que para lo político es fundamental la distinción entre amigo y enemigo—quién está en la comunidad política y quién está afuera—y lo que importa en política solamente es si alguna propuesta ideológica tiene una chance de ser exitosa, dado el contexto histórico”. 

Según esta crítica, cuyos inicios se remontan por lo menos a Karl Löwith, a Carl Schmitt cualquier colectivo lo deja bien. Irónica e indirectamente Schmitt es acusado de ser un positivista ideológico, según el cual hay que obedecer cualquier poder existente por el solo hecho de que existe. Ni siquiera los nazis predicaban algo semejante ya que los nazis pretenden que los obedezcamos a ellos y que desobedezcamos a los demás, por ejemplo a los soviéticos (salvo supongo durante el pacto Ribbentrop-Molotov). El positivismo ideológico en realidad son los padres, un invento de los antipositivistas para desacreditar al positivismo. 

En el caso de Schmitt, no solo no pide que obedezcamos cualquier cosa con tal de que obedezcamos, sino que si da esa impresión es porque argumenta en contra del anarquismo según el cual toda obediencia a la autoridad es injustificada. Las citas de la Teología Política al respecto son bastante elocuentes. 

Asimismo, Schmitt critica a los otros dos enemigos de lo político, a saber el cosmopolitismo y el pacifismo, por ignorar la autonomía del razonamiento político. El cosmopolitismo sostiene que la única comunidad política que tiene razón de existir es la global, ya que todas las diferencias nacionales son moralmente arbitrarias. Nótese que para el cosmopolitismo una unión regional como la Unión Europea sigue siendo una forma de nacionalismo, aunque más amplia que la estatal. El pacifismo, por su parte, está en contra de la autonomía de lo político porque entiende a la violencia política—incluyendo la que ejercen los Estados—como una forma de violencia criminal. De ahí que el pacifismo prefiera ofrecer la otra mejilla antes que actuar violentamente. Nótese que el pacifismo no podría entonces meter en prisión ni siquiera a quienes violaran derechos humanos ya que la pena privativa de libertad es una forma de violencia. 

En realidad, según Schmitt hasta los enemigos de lo político terminan recurriendo al razonamiento político, pero por última vez. El anarquista usará la dictadura para terminar con todas las autoridades, el cosmopolita usará una nación para dar con un régimen global auténtico y el pacifista hará usará la violencia pero por última vez, como una guerra que va a terminar con todas las guerras. 
 

2) “Toda ideología basada en una idea de ‘homogeneidad sustantiva’ de la nación es apropiada” para Schmitt. Este argumento adolece en parte del mismo defecto que hemos visto en 1), ya que a Schmitt no todos los colectivos le vienen bien. La “homogeneidad” a la que se refiere Schmitt es otra manera de referirse al problema del “pluralismo”. Schmitt no tiene nada contra la idea del pluralismo en sí misma, sino que lo que le preocupa es que toda comunidad política debe tomar una decisión acerca de cuál es la forma política de la misma. Si deseamos ser liberales (republicanos, etc.), por ejemplo, tenemos que estar preparados para defender al liberalismo de sus enemigos. Después de todo, como dice el refrán yiddish, “rabino o cuidador de baños, todo el mundo tiene enemigos” y el liberalismo no es una excepción. 

Parte de las buenas noticias del liberalismo es que dentro del paquete liberal vienen siempre derechos fundamentales, entre los que se encuentra la libertad de expresión. De ahí que, como lo muestra la película “Skokie” (click), un liberal es el primero en defender la libertad de expresión incluso del nazismo. Nótese que la libertad de expresión es una cosa y cometer delitos—particularmente actos de violencia ideológica—es algo bastante diferente. A pesar de lo que se suele creer, Weimar no cayó por la libertad de expresión, es decir porque se aplicó el derecho vigente, sino porque los jueces no aplicaron el derecho vigente que contenía varias leyes en defensa de la república. 
En resumen, por más pluralistas que seamos, si somos realmente pluralistas no podemos ser tolerantes con todos los actos de los anti-pluralistas. 


3) “Schmitt ató la idea de la homogeneidad sustantiva a su idea de que soberano es ‘quien decide sobre el estado de excepción’”. El célebre comienzo de la Teología Política sobre la decisión soberana debe ser entendido en contexto. En primer lugar, se trata de una obra escrita en 1922 en una situación histórica que combinaba el fin de la Primera Guerra Mundial, la Revolución de noviembre o el pasaje de la monarquía a la república, la revolución soviética (en Alemania) y la contrarrevolución en varias zonas de Alemania. Cabe agregar, por ejemplo, que las aspiraciones de autonomía de Baviera frente al Estado central distinguían tanto a la extrema izquierda como a la extrema derecha. En semejante escenario, nada puede sorprender menos que el famoso inicio de la Teología Política: “soberano es el que decide sobre el estado de excepción”.  

En segundo lugar, las reflexiones de Schmitt sobre la excepción son mucho más sofisticadas de lo que sugiere Dyzenhaus, quien se limita a la Teología Política. Si tomamos en cuenta la obra de Schmitt que abarca desde 1921 (el año anterior a la Teología Política) hasta 1931 (de tal forma de poder incluir su Teoría de la Constitución y al menos sus trabajos sobre la protección de la constitución), salta a la vista que la excepción de la Teología Política es el caso más extremo de excepción, que reveladoramente es comparado por Schmitt con el “milagro”. 

Sin embargo, la excepción dictatorial a la que se refiere Schmitt es un régimen previsto por el ordenamiento jurídico, en el caso de Alemania por el no menos conocido artículo 48 de la Constitución de Weimar, cuyo sentido era el originario de toda dictadura a la usanza republicana o humanista, es decir, el de proteger a la república en época de crisis. No hace falta repetir aquí el contexto descripto en el pasaje anterior. 
 

4) “En las circunstancias del constitucionalismo de la primera posguerra mundial, Schmitt ubicó al portador de la soberanía en la cima de la rama ejecutiva del gobierno (en Weimar, el presidente del Reich) porque solo él podía elevarse por sobre la lucha política partidaria y representar a la comunidad política”. En rigor de verdad, para Schmitt la dictadura presidencial no podía ser soberana, en gran medida porque o en la medida en que era una dictadura clásica o comisarial. Si el presidente ejercía poderes soberanos, dejaba de ser un dictador en sentido estricto para convertirse en titular del poder constituyente, esto es, en agente de una revolución, lo cual era exactamente lo que Schmitt (al menos hasta 1932) y el artículo 48 de la Constitución de Weimar querían evitar. 

No podemos olvidar además que Schmitt—y el artículo 48 por otro lado—le concedían la protección de la Constitución a la presidencia debido a que el sistema era parlamentario, no presidencialista. No tendría sentido otorgar semejantes poderes en un sistema presidencialista, pero eso es otra historia. Además, no hay que olvidar que el parlamento alemán era incapaz de actuar debido a la polarización ideológica que lo atravesaba (en gran medida debido al nazismo y al comunismo), y que los jueces de todos modos eran básicamente de derecha. 
 

5) “es un error describirlo a Schmitt, como las discusiones contemporáneas lo hacen, como un ‘teórico legal nazi’. Sus contribuciones más importantes fueron hechas durante la República de Weimar, cuando estaba aliado a fuerzas conservadoras profundamente opuestas a los nazis; y él de modo subsiguiente nunca pudo convertirse en lo suficientemente nazi para gozar del favor nazi mucho tiempo”. En este pasaje Dyzenhaus borra con el codo lo que escribe con la mano, es decir, él mismo reconoce que el nazismo de Schmitt en el peor o mejor escenario era oportunismo. De ahí que la única manera que tiene Dyzenhaus de defender su propia interpretación de Schmitt es sostener que, irónicamente, el nazismo de Schmitt corresponde a su época anti-nazi. Basta repasar los cuatro puntos anteriores para entender por qué semejante idea es un despropósito, para no decir nada de las disposiciones de la Ley Fundamental de Bonn que siguen las indicaciones de Carl Schmitt acerca de cómo se debe defender una república. 


6) “Según Herman Heller, la jurisdicción del presidente bajo el artículo 48 debe estar limitada por la misma constitución que concede esa jurisdicción, y entonces de acuerdo con la interpretación legal correcta de las presuposiciones de la constitución—los principios legales fundamentales que preservan la responsabilidad legal y democrática del ejecutivo al parlamento, cuyas leyes son la sola expresión auténtica de la voluntad ‘pueblo’”: esto es exactamente lo mismo que decía Schmitt, y de ahí el trabajo que se tomó en su ensayo sobre la dictadura presidencial conforme al artículo 48 de la Constitución de Weimar. 


Yendo ahora al caso de John Finnis, acá sí que nos podemos preguntar a nuestras anchas: “¿qué culpa tiene John Finnis?”. Según Dyzenhaus, la defensa legal que hace Finnis del Brexit lo pone a la par con la defensa de la demagogia y del populismo de Carl Schmitt.

Dicho sea de paso, Dyzenhaus entre muchas otras cosas pasa por alto que la idea de la Unión Europea, de la que Gran Bretaña se quiere separar, se basa en gran medida en la teoría schmittiana de los grandes espacios y los bloques regionales, cuyos inicios se remontan al período en el cual Schmitt cayó en desgracia con el nazismo (fundamentalmente debido a sus vínculos con intelectuales judíos y su propio pensamiento católico, lo cual le valió la persecución de la SS) y debió dejar de dedicarse a cuestiones de derecho constitucional para ocuparse de lo que se suele denominar relaciones internacionales (una creación por otro lado de un discípulo de Schmitt, Hans Morgenthau).  

Veamos ahora cuál es el pecado de Finnis (y Richard Ekins, un discípulo de él, actualmente profesor de derecho en Oxford): “[Ellos] siguieron, conscientemente o no, los pasos de Schmitt al proveer los argumentos legales, los cuales, si bien están formulados como ideas sobre la interpretación correcta de la separación de los poderes bajo la constitución del Reino Unido, en sustancia ubicaron al ejecutivo más allá del alcance del Estado de derecho” (énfasis agregado). Esta crítica de Dyzenhaus muestra que lo que le interesa a él no es la forma jurídica precisamente, sino los resultados a lo que dicha forma conduce. Sin embargo, la idea misma de que exista el razonamiento jurídico se debe a que antes de considerar las formas jurídicas no sabemos cuál es el resultado jurídicamente válido o correcto. Si lo supiéramos, no tendría sentido contar con el razonamiento jurídico. Esto solía ser una tautología, pero evidentemente ya no lo es. 

Lamentablemente impera una visión del derecho en la cual los abogados están más preocupados por defender ciertas causas, que en aplicar las formas del derecho vigente. Sin embargo, si deseamos razonar jurídicamente, las causas que defendemos deberían seguir a las formas, antes que al revés. 

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