Como en el 2017 durante el caso “Muiña”, la Corte Suprema de Justicia ha atraído nuevamente la atención de una parte significativa de la sociedad, debido a que este martes el supremo tribunal tiene previsto tratar la situación de los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli, trasladados de un juzgado a otro sin acuerdo del Senado, aunque conforme a una acordada de la propia Corte Suprema.
Es una muy buena noticia que la sociedad se interese por la actividad de la Corte Suprema. Eso es exactamente lo que se espera de una república. Lo que no es una buena noticia es que el interés sea tal que la autoridad misma de la Corte Suprema esté en cuestión.
En una república todos los ciudadanos tienen el derecho de expresarse libremente sobre sus tribunales, incluso la Corte Suprema. Pero el ejercicio de la libertad de expresión tiene que ser compatible con el hecho de que la Corte Suprema no solo es un tribunal y por lo tanto tiene autoridad, sino que además dicha autoridad es suprema. Después de todo, es por eso que nos interesa expresarnos sobre sus fallos.
De ahí que por las mismas razones republicanas por las que exigimos el reconocimiento del derecho a la libre expresión, también debemos exigir que la Corte Suprema opere como un tribunal, es decir, que se atenga al caso particular que va a tratar según el derecho vigente. Cuánta gente hay en la calle, cuál es el lugar del fallo en la historia, cómo nos hacer sentir, qué consecuencias políticas tendrá la decisión, qué enseñanzas se pueden extraer del fallo, etc., son consideraciones sociológicas, históricas, psicológicas, políticas y pedagógicas que constituyen el objeto de estudio de diversas y muy interesantes disciplinas en ciencias sociales o humanas, pero que son completamente irrelevantes para el razonamiento jurídico. Como se suele decir, los de afuera son de palo.
Sin duda, quienes defienden la autonomía del razonamiento jurídico a menudo tienen que hacer frente a numerosas objeciones. Pero dicho escepticismo se desvanece casi por arte de magia cuando el objetor se vuelve parte de un caso judicial, particularmente si es acusado en un juicio penal.
Se le suele atribuir a Georges Clemenceau que “es suficiente agregar ‘militar’ a una palabra para hacerle perder su significado. Así, la justicia militar no es justicia, la música militar no es música”. Lo mismo se puede decir de “popular” y, por ejemplo, la “justicia popular”, que desde el punto de vista del razonamiento jurídico es una contradicción en sus términos, ya que el hábitat natural de la justicia popular es el de la revolución.
El derecho, por el contrario, siempre es conservador o, si se quiere, contrarrevolucionario, ya que pretende tener autoridad. Es por eso que se basa en una fuente anterior que designa cierto autor generalmente institucional, una obra—la ley—creada por dicho autor y una institución encargada de aplicar dicha obra. Esto se puede apreciar especialmente cuando cambia la constitución o el derecho en general: la idea es que el pasado—o el presente—ate al futuro.
Y si en verdad lo que nos interesa es la “justicia popular”, entonces que quede claro que no estamos aplicando el derecho—que es conservador por definición—, sino que estamos llevando a cabo precisamente una revolución. Habría que ver, sin embargo, si la Corte Suprema es el lugar indicado para dar inicio—o fin para el caso—a una revolución.