miércoles, 30 de agosto de 2017

Muy Modesto Homenaje a Carlos Nino en el Día del Abogado



No tenemos absolutamente nada contra los abogados. Es más, hasta tenemos un amigo abogado. Es por eso que transcribimos las siguientes líneas escritas ayer, 29 de agosto, tal como figuran en su cuenta de Facebook:

Me han dicho varias veces que no parezco un abogado, lo cual es un gran cumplido para mí. Creo que Carlos Nino tuvo bastante que ver con eso.

En realidad, Nino tuvo además mucho que ver con que gran parte de una generación de estudiantes ganara becas o fuera admitidos en las mejores universidades extranjeras. En mi caso particular, le debo a Nino su recomendación para la beca del British Council. Mi promedio era bastante regular (siete y pico) pero la carta de Nino fue el ábrete sésamo. 

Nunca me voy a olvidar (y de hecho todavía la tengo). Era una carta en inglés de dos párrafos. En el segundo párrafo decía que yo tenía “comando de la filosofía continental y de la filosofía analítica”. Eso también muestra la amplitud mental de Nino y cómo supo conocer a la gente. 

Lo había conocido personalmente en FLACSO allá por 1990 ó 1991 mientras yo cursaba la maestría en Ciencia Política y él diera lo que entiendo fue su único seminario allí. Cuando me presenté le dije que yo era ayudante-alumno de Filosofía del Derecho de Eduardo Russo. Él se rió y me dijo: “entonces Ud. es ayudante mío”. Por supuesto, Eduardo era adjunto en su cátedra. 

Para aquel entonces yo ya había contraído el virus de la filosofía política continental gracias a que también había conocido en FLACSO a Jorge Dotti (de hecho, fue en el seminario de Jorge que decidí que quería dedicarme a la filosofía política). El punto fue que mientras trabajaba con Nino en lo que terminaría siendo el último Centro de Estudios Institucionales de la calle Pueyrredón (en ese edificio de los setenta balcones), en el último proyecto de investigación que tuviera Nino, yo no le ocultaba mis lecturas de Carl Schmitt. Recuerdo que él solía decirme: “perro Andrrés, ¿a Ud. le parrece…?”. Ahora que lo pienso, con el querido y enorme Claudio Amor tuve la gran suerte de moverme entre Dotti y Nino sin que Dotti o Nino exigieran que tomáramos partido. Los súperhéroes jamás hacen eso.

Una vez le dije a Nino que varias de las críticas que le hacía al parlamentarismo ya habían sido formuladas por Schmitt en su libro sobre el tema, con la sola diferencia de que Schmitt básicamente no tenía muchas esperanzas en el parlamento y Nino quería transformarlo en algo verdaderamente deliberativo. Fue ahí que le presté a Nino The Crisis of Parliamentary Democracy, la traducción inglesa de Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus. En lo que fue uno de los últimos trabajos que publicó en vida—si no fue el último—, un capítulo sobre la justicia para la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Nino cita una frase de Trotsky citada a su vez por Schmitt en ese libro. 

Fue también en el CEI que leí por primera vez el libro de Finnis, Natural Law and Natural Rights. Se suponía que como había leído a Leo Strauss yo entonces sabía bastante sobre iusnaturalismo. Sin embargo, no entendí una sola palabra. Era un ejemplar que Finnis le había dedicado a Nino (de hecho Finnis le agradece en el prólogo sus comentarios al libro). En Oxford una vez le pregunté si se acordaba de Nino, quien también había sido supervisado por él, y me llamó la atención que Finnis me contestara que se acordaba de ese abogado argentino que estaba muy interesado en la dogmática alemana. Quien para nosotros en Argentina se había convertido en EL filósofo analítico del derecho, en Oxford lo recordaban como un penalista interesado en el derecho continental. 

Dado que era una persona brillante también tenía un gran sentido del humor. Alguna vez nos contó en el CEI que en una época en la que había bastante delito en New Haven, él vivía en el barrio más seguro porque allí vivía un jefe mafioso. En el fondo, tal vez no era precisamente un chiste, pero lo contaba riéndose, con esa amplia sonrisa que lo caracterizaba.  

Nino justo tenía que viajar a Colombia me parece cuando accedió a recomendarme para el British Council. Sin embargo, recuerdo que era un sábado de fines de julio o principios agosto y me dijo que fuera a su casa para que fuera a buscar la carta. El único milagro que explica que yo haya ganado la beca fue la carta de Nino. Había accedido también a recomendarme para ir a Oxford si todo salía bien con el British Council, pero lamentablemente no salió todo bien. Un lunes, si no me equivoco—y que debió haber sido entonces un 29 de agosto—nos llamó llorando la Secretaria del CEI para darnos la terrible noticia de lo que había pasado en Bolivia. 

Hace poco un profesor argentino que había conocido a Nino me dijo durante un debate en SAAP sobre las garantías penales que al escucharme le parecía que estaba escuchando a Carlos Nino. Por supuesto que fue absolutamente inmerecido, pero me hizo ver que, a pesar de todo, yo había tomado el camino correcto. En cierto sentido confirmó mi intuición acerca de que se puede ser liberal sin dejar de leer a los más enconados y profundos críticos del liberalismo. En realidad, con los años, me di cuenta de que es imposible ser verdaderamente liberal—en el sentido apropiado de la expresión—sin hacer exactamente eso. 

Todos nos seguimos preguntando qué más no habría logrado Nino si no hubiera fallecido a los 49 años, teniendo en cuenta todo lo que había hecho durante esos 49 años. Nino pertenecía a esa clase de gente respecto a la cual no queda otra que decir “es Nino y diez más”. Encima, quizás lo más importante para quienes lo conocieron, era un tipo extraordinario, que mientras escribía escuchaba música clásica en la radio y cada vez que pudo ayudó a absolutamente todos los que se le acercaron. No hay mucha gente así.





(Muchas gracias a Martín Böhmer por habernos enviado la prueba documental del libro de Finnis)

martes, 29 de agosto de 2017

¿Punitivismo o Garantismo? Ésa es la Cuestión con Casación (Otra Vez)



La Cámara Federal de Casación se ha pronunciado nuevamente (click) en contra de la aplicación del 2 x 1 a delitos de lesa humanidad negándose de este modo a aplicar el Código Penal Argentino a un caso que a todos luces parece ser de naturaleza penal. De hecho, suponemos que si no hubiera sido penal la propia Cámara no se habría pronunciado al respecto.

Por obvias razones nos vemos obligados a pedir disculpas a nuestros lectores y a nuestras lectoras porque mucho tememos que dadas las circunstancias no nos queda otra que señalar, otra vez, los serios defectos jurídicos de los planteos—como el de la Casación—que se niegan a aplicar el derecho penal vigente.

Nuestros lectores y lectoras sabrán disculpar asimismo el hecho de que en aras de economizar el tiempo y el esfuerzo, en lo que sigue vamos a repetir (aunque sin hacer referencia a la fuente) gran parte de nuestras propias consideraciones vertidas en ocasiones anteriores en las que discutimos fallos similares. Los interesados e interesadas están más que invitados a consultar la etiqueta 2 x 1. Pasemos entonces al análisis de las consideraciones del fallo siguiendo su orden de aparición.

Hay dos argumentos que atraviesan todo el fallo. En primer lugar: “atendiendo a la particular naturaleza de los delitos” (f. 20). Sin embargo, cualquier estudiante de derecho penal sabe que la particular naturaleza de un delito no tiene efecto jurídicos, y mucho menos penales, salvo que el propio derecho vigente así lo establezca, y eso es lo que está precisamente en juego.

En segundo lugar, el fallo cita jurisprudencia a su favor sin mencionar fallos en su contra. En realidad, la mayor parte de los fundamentos del fallo consiste en citar las decisiones de otros tribunales, fundamentalmente internacionales. El punto es que, sin embargo, como muy bien solía decir Tu Sam, la jurisprudencia, por internacional que fuera, puede fallar—si se nos permite la expresión—y lo que importa son los argumentos. Después de todo, hasta el fallo de la Corte en el caso Muiña es precisamente un fallo. Dicho sea de paso, si nuestro sistema fuera genuinamente "monista" (fs. 27-28) no solamente no haría falta ratificar los tratados internacionales ya que serían parte de nuestro sistema jurídico por definición sino que quizás tampoco tendría sentido hablar de tratados "internacionales". Y si todavía persiste el dualismo entre el derecho nacional y el internacional en caso de conflicto, especialmente en lo que atañe a las garantías consagradas por la Constitución, debe ganar la banca.

Un tercer argumento en contra de aplicar el 2 x 1 es que “aparejaría como correlato una mengua sustancial en la punición del delito, llegando al extremo en algunos casos de volverla simbólica” (f. 20). Es curioso que mucha gente está dispuesta a creer en la existencia de violencia simbólica pero no en el castigo simbólico. Así y todo, la punición del delito no ha sido simbólica en este caso sino que ha sido puesta en práctica y ahora lo que está en juego es si corresponde o no aplicar una norma del derecho vigente, a saber el artículo 2 del Código Penal: “Si la ley vigente al tiempo de cometerse el delito fuere distinta de la que exista al pronunciarse el fallo o en el tiempo intermedio, se aplicará siempre la más benigna”.

Un cuarto argumento es el de la irracionalidad: “la aplicación del cómputo reclamado se traduciría, en este supuesto, en un privilegio… que, además de ser ostensiblemente ajeno a la teleología que motivó el dictado de la norma en cuestión, marcaría una situación claramente impar respecto de aquellas personas condenadas por delitos de menor gravedad” (f. 21). Otra vez, dicha irracionalidad se soluciona fácilmente aplicando el mismo criterio en todos los fallos.

Este último párrafo menciona un quinto argumento, el de la “teleología de la norma”. Los jueces, sin embargo, tienen el deber de aplicar el derecho vigente y no examinar cuál es su teleología. Por supuesto, hay casos en los que el derecho se puede volver notoria y atrozmente inmoral y en tal caso pues hay que desobedecerlo. Nos da la impresión sin embargo que no es la posición de este fallo de Casación.

Un sexto argumento es el de “las irrenunciables obligaciones internacionales asumidas por el estado argentino de efectivizar la investigación, juzgamiento y sanción adecuada de graves violaciones a los Derechos Humanos” (f. 21). Como hemos repetido hasta el cansancio, el derecho internacional contiene las mismas garantías que contiene nuestro propio derecho vernáculo, con lo cual no parece haber una diferencia relevante. De hecho, dado que el fallo se refiere a “un injusto de carácter internacional que pone en riesgo de sanción a la Nación tanto frente al sistema universal de Derechos Humanos como al regional interamericano” (f. 22), convendría recordar que negar las garantías de un condenado también es un injusto de carácter internacional. Por momentos, de hecho, Casación procede como si solamente tuviera el deber de punir sin tener en cuenta las garantías de los condenados, al mejor estilo punitivista y por lo tanto al peor estilo garantista.

Dicho sea de paso, Carl Schmitt en su época más "polémica" (v.g. 1935, obviamente bajo el nazismo) ya se había pronunciado contra las garantías del derecho penal liberal según las cuales la tarea del derecho penal es asegurarse de que ningún castigo viole los derechos de los delincuentes y precisamente por eso Schmitt abogaba en ese entonces por hacer todo lo posible para que ningún delito quedara impune. Quizás sea por eso que en el pasado, el punitivismo penal era asociado inmediatamente con el nazismo. Como se puede apreciar, por el contrario, en nuestra época el punitivismo ha logrado distanciarse de dicha asociación instantánea. Atrás quedó entonces la época en la que se solía creer que hablar de derecho penal garantista en un Estado de Derecho es una "grosera redundancia" (Eugenio R. Zaffaroni, El enemigo en el derecho penal, p. 169).

Un séptimo argumento es el de “una ponderación entre los derechos en juego” (f. 33). Francamente, ignoramos qué otros derechos deberían ser ponderados toda vez que las garantías penales están en juego, como la de la aplicación de la ley más benigna. Da la impresión de que semejante consideración es una variación del tema punitivista, expresado en el argumento anterior.

Un octavo argumento es el de “La libertad de juicio de los magistrados” (f. 33), que en ocasión de un juicio penal—y tal vez de cualquier caso judicial—nos produce terror, para qué negarlo. Habíamos pensando que el deber de todo magistrado es el de aplicar el derecho vigente, sobre todo en caso de un Estado de Derecho democrático como el que creíamos era el nuestro. No nos atrae la idea del gobierno de los jueces y menos en casos penales. La arbitrariedad de los jueces fue precisamente una de las razones por las cuales surgió el derecho penal garantista, hoy francamente en retroceso.

Un noveno argumento es de la interpretación, una variación del tema “es más complejo”, “un debate”, etc. En efecto, a fs. 34 el fallo sostiene que “la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación ‘ha entendido históricamente que la misión judicial no se agota con la sola consideración indeliberada de la letra de la ley’”. Confesamos que no sabemos si la referencia a la Corte Suprema se debe a un fallo penal. Sin embargo, la cuestión es irrelevante. Si los jueces penales pueden decidir apartarse de la ley porque su letra les resulta inapropiada, aburrida, irracional, o lo que fuera, entonces no existen las garantías penales.

Nótese además que los que hablan de la “interpretación literal” o bien utilizan una expresión redundante (¿de qué va a ser la interpretación sino de la letra de la ley? ¿Del color de la tapa del Código?) o bien contraproducente ya que la idea misma de interpretación literal asume que hemos entendido la ley pero que por otro lado no nos satisface. Sin embargo, los jueces no tienen derecho a cambiar una ley cuyo significado no les complace. Por supuesto, en algunos casos el significado no es claro y debemos recurrir a la interpretación. No parece ser el caso del art. 2 del CP, cuyo significado está muy cerca de ser transparente o de alcanzar el grado cero de indeterminación.

Por otro lado, si realmente estamos interesados en rastrear “el verdadero alcance de la norma mediante un examen de sus términos que analice su racionalidad, no de una manera aislada o literal, sino computando la totalidad de sus preceptos de manera que guarden debida coherencia, atendiendo a la finalidad que se tuvo en miras con su sanción” (f. 34), gran parte de la racionalidad, coherencia y finalidad del derecho penal consiste precisamente en que las garantías individuales estén debidamente protegidas. O para decirlo de otro modo, si bien el derecho penal liberal vigente en nuestro país no consiste exclusivamente en las garantías penales, ninguna decisión judicial que ignora las mismas debe ser considerada como jurídicamente válida.

Un décimo argumento es el de “la consideración de sus consecuencias” (f. 34). Si realmente creemos que la autoridad del derecho depende de las consecuencias de aplicar dicha autoridad, entonces no entendemos qué es el derecho y para qué sirve. El derecho pretende tener autoridad, es decir, exige ser aplicado con independencia de si nos gustan o no las consecuencias de su aplicación. En eso consiste tener autoridad precisamente. Por supuesto, el derecho podría contener una norma que dispusiera que tuviéramos en cuenta las consecuencias de su aplicación, pero en tal caso precisamente sería el derecho el que determinaría eso, no nosotros. Por lo demás, las consecuencias de aplicar las garantías penales son las de defender los derechos de aquellos contra quienes se ha puesto en marcha el aparato punitivo del Estado, y es por eso que nuestro derecho penal vigente es liberal. Por lo cual, si un fallo tiene como consecuencia proteger las garantías penales no hay nada de qué preocuparse, sino al revés.

El undécimo argumento sostiene que “la imposición del cómputo privilegiado modificaría sustancialmente la respuesta punitiva impuesta a los aquí imputados, en una suerte de conmutación de la pena, incompatible con el compromiso internacional asumido por el estado argentino de sancionar ‘adecuadamente’ los crímenes de lesa humanidad” (f. 38). En realidad, la conmutación de la pena no tiene por qué ser considerada impunidad, ya que esta última consiste en la falta de castigo. Además, la conmutación de pena es una facultad presidencial y la sentencia judicial es una sentencia judicial. Así y todo, el fallo sostiene que el cómputo del 2 x 1 es “una suerte de conmutación de pena”; sin embargo, “ser una suerte de” no es exactamente un término legal, y mucho menos penal. Por lo demás, la necesidad de que el castigo sea “adecuado” es obviamente redundante. Nadie aboga por castigos inadecuados.

En cuanto a que “la pretensión de los recurrentes llevaría a desnaturalizar y hasta burlar las sanciones oportunamente impuestas en la sentencia condenatoria, que fueron producto de la valoración a la luz de la gravedad de los delitos por los que fueron juzgados y en razón de los grados de culpabilidad asignados” (f. 38), se supone que cuando los jueces condenaron por delitos de lesa humanidad no lo hicieron porque valoraron el derecho sino porque tuvieron que aplicarlo. Ese es precisamente el punto de que el derecho pretenda tener autoridad. Pero la autoridad del derecho no solamente opera en relación a los castigos sino también en relación a las garantías.

Un duodécimo argumento (fs. 41-43) es el de la imprevisión. Según este argumento los legisladores no podrían haberse imaginado que en el futuro la ley del 2 x 1 iba a ser aplicada a delitos de lesa humanidad—al menos a los comprendidos en cierto tiempo y lugar—debido a que dichos delitos habían dejado ser objeto de persecución penal debido a disposiciones no menos legislativas, es decir, dictadas por el Congreso. Todos sabemos, sin embargo, que el propio Congreso las declaró “insanablemente nulas” y que luego la Corte Suprema declaró inconstitucionales y nulas las leyes en cuestión y, por lo tanto, asimismo constitucional la disposición del Congreso al respecto.

La pregunta que surge naturalmente entonces es la siguiente: dado que las leyes de obediencia debida (OD) y punto final (PF) eran insanablemente nulas, ¿por qué el Congreso no se imaginó que la ley del 2 x 1 podría terminar siendo aplicada a casos por delitos de lesa humanidad? Quienes hicieran referencia a una cuestión de fuerzas para explicar cómo funciona en este caso el Congreso, estarían abriendo una puerta política a una discusión que debería mantenerse dentro del más estricto marco jurídico. En todo caso, eso es lo que se supone que debemos hacer cuando hablamos de los derechos humanos.

Y si la respuesta fuera que el Congreso no podría haber imaginado que las leyes de OD y PF iban a ser declaradas nulas debido a que el sentido mismo de leyes de amnistía es el de interrumpir definitivamente la persecución penal, a tal punto que nadie se podría haber imaginado que dichas leyes iban a terminar siendo anuladas—de hecho no debe haber muchos casos en la historia de leyes de amnistía democráticamente sancionadas que hayan sido revocadas por otras leyes democráticas—, entonces este argumento podría tener consecuencias todavía más significativas que las que resultan de aplicar el 2 x 1 a casos por delitos de lesa humanidad.

En efecto, así como Sansón murió con sus enemigos al haber derribado el templo con él adentro, la exclusión del 2 x 1 debido a que era jurídicamente impensable derogar las leyes de OD y PF arrastraría con ella a la ley del Congreso que declaró insanablemente nulas precisamente las leyes de OD y PF y a la decisión de la Corte de declarar constitucional a dicha nulidad, y por lo tanto a todas las causas que se (re)abrieron en consecuencia.

Para concluir, es curioso entonces que el fallo se refiera a “la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos” (f. 23) y se apropie de las siguientes consideraciones de la CIDH: “la vigencia de los derechos y libertades en un sistema democrático requiere un orden jurídico e institucional en el que las leyes prevalezcan sobre la voluntad de los gobernantes y los particulares, y en el que exista un efectivo control judicial de la constitucionalidad y legalidad de los actos del poder público” (32-33), ya que entre dichos derechos y libertades se encuentran las garantías penales pasadas por alto en esta decisión.

Tal vez, el argumento más fuerte que subyace al fallo de Casación es que se trata de Alfredo Astiz, quien o que difícilmente pueda ser descripto como un ser humano debido a la atrocidad de sus actos, por lo cual no se aplican en este caso las garantías penales que suelen ser consideradas como parte constitutiva de los derechos humanos de quienes son perseguidos penalmente por el Estado. Si ése fuera el punto estaríamos totalmente de acuerdo. Lamentablemente, se trata de un argumento que subyace al fallo y por eso precisamente jamás aflora en su superficie.


N. de la R.: al momento de escribir esta entrada no habíamos advertido que, como en un sketch de Monty Python, Página 12 hoy publica una nota, Jurisprudentes, de Alejandro Slokar en ocasión del día del abogado. En esta nota el autor, que a la vez es el autor de la voz cantante o más extensa del fallo que examinamos, se refiere a la importancia de "la administración de justicia" y menciona "un catálogo indispensable de garantías para la realización de los procesos", aunque, nobleza obliga, no parece estar hablando en primera persona sino en relación a Alberdi.

domingo, 20 de agosto de 2017

¿Filosofía Política o Derecho Constitucional? Mind the Gap, Please


En la última entrada nos hemos dado el gusto de decir cuál es nuestra posición acerca de la relación entre religión y Estado en lo que atañe a la educación pública. Como buenos republicanos que somos nos hemos pronunciado por el laicismo. Cabe aclarar por otro lado que el republicanismo clásico no era estrictamente laico ya que los magistrados debían consultar a los Dioses incluso en ocasión de las decisiones políticas más importantes. Y de hecho el Cristianismo apeló al discurso republicano primero para entenderse a sí mismo como una res publica christiana y luego para hacer frente a sus enemigos, por ejemplo durante el siglo XVI.

Sin embargo, el republicanismo moderno a partir de la Revolución Francesa se ha pronunciado por un estricto laicismo. Dicho laicismo, así y todo, no puede eclipsar el hecho de que la estructura conceptual y la defensa del laicismo, es decir del dualismo entre la conciencia individual y la esfera pública (quizás no tan) irónicamente se la debemos en gran medida al Cristianismo: Es el Cristianismo, Estúpido.

Ahora bien, no pocas voces se han alzado para sostener que la sola discusión de la educación pública laica o religiosa implica retroceder varios siglos. Sin embargo, no debemos confundir la discusión filosófico-política con la discusión jurídica. En efecto, por atrasada que nos parezca una disposición, las decisiones jurídicas no se toman mirando el calendario sino teniendo en cuenta pura y exclusivamente el derecho vigente, y si bien el derecho vigente suele obedecer a una filosofía política en particular, dicha filosofía política no tiene por qué coincidir justo con la nuestra. En otras palabras, el derecho constitucional pretende tener autoridad, por lo cual no podemos hacer de él una excusa u ocasión para contrabandear nuestras propias creencias en lugar de reconocer la autoridad de la Constitución.

Quizás sea apropiado entonces reconstruir muy brevemente las tres grandes cuestiones y/o dimensiones en juego constitucionalmente relevantes. En efecto, nuestra Constitución, como casi cualquier otra a esta altura del partido, contiene por un lado disposiciones que responden a la tradición democrática según la cual las grandes decisiones políticas deben ser tomadas merced a la regla de la mayoría, desde el escrutinio de los votos hasta las leyes sancionadas por el Congreso. Toda la fuerza de la democracia proviene precisamente del hecho de que antes de la decisión democrática no sabemos qué tenemos razón de hacer y por eso precisamente votamos.

Ciertamente, este maximalismo de los efectos de la democracia viene acompañado por un minimalismo descriptivo de la democracia, entendida sobriamente como una decisión mayoritaria según ciertas especificaciones ulteriores en relación a cómo se toma la decisión (v.g. debate, procedimiento, etc.).

El maximalismo en la diferencia que hace la democracia y el minimalismo descriptivo en el fondo son dos caras de la misma moneda. No podemos ser demasiado exigentes con nuestra caracterización de la democracia ya que cuanto más la carguemos de exigencias, menos incertidumbre habrá en relación a la diferencia práctica que pueda hacer la democracia en nuestras decisiones. En efecto, se supone que la democracia, en cierto sentido, es como un mazo cuyas cartas conocemos pero no sabemos ex ante cuál es la ganadora. En cambio, el razonamiento moral es completamente diferente, ya que se trata de un mazo con las cartas marcadas en las que ya sabemos cuál es la ganadora sin tener que jugar la mano.

Para dar un ejemplo, todos deseamos que el homicidio esté prohibido y no aceptamos discusiones al respecto, pero sí deseamos que, v.g., advenga el poder solamente quien obtenga la mayoría de votos en una contienda electoral mínimamente regulada. Decir entonces que un gobierno que ha ganado dichas elecciones no es democrático porque hemos perdido las elecciones es una manera de moralizar lo que en realidad es una cuestión política y por eso mismo exhibe una total incomprensión de qué es la democracia y para qué sirve.

Sin embargo, como la democracia por suerte se ha quedado sin enemigos naturales ya que en general ninguna persona sensata justifica los gobiernos unipersonales, irónicamente el prestigio del que goza la democracia ha hecho que la misma se haya convertido en algo que designa no solamente las decisiones tomadas por mayoría sino además todo aquello que nos parezca correcto. En verdad, nos hemos acostumbrado a designar como anti-democrático todo aquello que nos parece mal, desde una dictadura militar hasta las decisiones de un tribunal, pasando por un bife de chorizo si no se encuentra en su punto.

Es preferible entonces mantener la extensión semántica de la democracia con una rienda corta y estar preparados para decir que en algunas ocasiones lamentablemente una decisión puede ser democrática y sin embargo merece nuestro rechazo de todos modos. Como muestra debería bastar el ascenso al poder de Hitler.

Hablando de Hitler, nuestra Constitución además de las disposiciones democráticas contiene ciertas consideraciones formuladas en términos de derechos, las cuales son independientes de los vaivenes de las mayorías democráticas. En efecto, el catálogo de derechos individuales o colectivos está pensado para ser contra-mayoritario.

De ahí que quienes como Habermas creen que democracia y derechos son dos caras de la misma moneda, tienen una visión bastante idealizada o auto-congratulatoria particularmente de la democracia. El desencuentro entre la democracia y los derechos (o si se quiere el liberalismo) está bastante bien retratado en cualquier libro de teoría y/o de historia política mínimamente serio. Semejante desencuentro solamente se acentúa si recordamos que los derechos están para ponerle un límite a la democracia y que la democracia se supone que existe para decidir en gran parte cuáles son precisamente esos derechos.

La tercera dimensión que atraviesa nuestra Constitución es la del Estado federal, o si se quiere, para ser más claros, la de las dos caras del federalismo. Por un lado, nuestro régimen constitucional es federal en el sentido de que le reconoce a las provincias o estados miembros un nivel de autonomía bastante robusto con tal de que satisfagan ciertos requerimientos mínimos, expuestos en el art. 5 de la CN: “Cada provincia dictará para sí una Constitución bajo el sistema representativo republicano, de acuerdo con los principios, declaraciones y garantías de la Constitución Nacional; y que asegure su administración de justicia, su régimen municipal, y la educación primaria. Bajo de estas condiciones el Gobierno federal, garante a cada provincia el goce y ejercicio de sus instituciones”.

Estos requerimientos mínimos a su vez nos recuerdan la otra cara del federalismo según la cual por más que se reconozca la autonomía provincial, en caso de conflicto siempre gana la banca, es decir. el poder Federal, merced a la supremacía del razonamiento constitucional. Así y todo, insistimos, se trata de dos razonamientos constitucionales diferentes: por un lado el razonamiento o la supremacía constitucional a nivel provincial; por el otro el federal, sin que ninguno quede exageradamente a disposición del otro.

Una verdadera cuarta dimensión es la de los tratados internacionales a los que está adherido nuestro país merced a nuestra propia Constitución. Sin embargo, esta cuarta dimensión a su modo contará una historia bastante parecida, cuyos personajes principales serán la democracia, los derechos y cierta jerarquía entre jurisdicciones que haga justicia a todas las partes en juego.

Yendo entonces al caso de la educación pública religiosa obligatoria en Salta llama la atención la posición de quienes reaccionan como si dicha educación estuviera prohibida del mismo modo que lo está, v.g., el homicidio. En efecto, en primer lugar, la dimensión democrática de la cuestión le da claramente la razón al Gobierno provincial el cual actúa al amparo de su propia Constitución democráticamente instituida. Además, si hubiera un referéndum que consultara la opinión del pueblo de Salta el resultado sería bastante más abultado que la derrota de Brasil frente a Alemania en el último Mundial, por supuesto a favor del Gobierno de Salta.

Por si esto fuera poco, si no nos equivocamos, el régimen educativo que antes estaba en manos del Estado federal ha sido provincializado no hace mucho. El Gobierno de Salta, encima, ha dispuesto una serie de medidas para asegurarse de que la educación impartida no incline la cancha indebidamente a favor del Catolicismo. Nos parece así y todo que esta última es una tarea hercúlea y nos remitimos a la primera historia de Norman Erlich que hemos contado en la entrada anterior. Nuestro punto sin embargo es que no tiene sentido negar el espíritu democrático del régimen salteño.

En lo que atañe a la cuestión de los derechos, y solamente para dar un ejemplo, por un lado algunos invocan el derecho de los padres salteños a educar a sus hijos según sus creencias, derecho que a su vez está ciertamente en conflicto con el derecho de otros padres que tienen otras creencias, entre ellas la de una educación laica. Sin embargo, alguien podría decir que, tal como suelen pregonar  demócratas como Jeremy Waldron, la democracia precisamente está hecha en gran medida para resolver al menos algunos conflictos de derechos.

Conviene recordar por lo demás que podemos hablar de conflicto en primer lugar debido a que nuestra Constitución no es laica sino secular, ya que si bien protege en el art. 19 la esfera privada de los ciudadanos, en el art. 2 privilegia al culto católico apostólico romano.

Antes de abandonar la esfera de los derechos, pensemos en el siguiente caso hipotético. Supongamos que en una institución pública como en un edificio o una escuela alguien colgara una imagen de una figura política muy popular, como por ejemplo la de Eva Perón. ¿Podrían alguien invocar un perjuicio tal que un tribunal debiera zanjar la cuestión en su favor? ¿Podría llegar semejante caso incluso ante la Corte Suprema? Pensemos ahora en un crucifijo en lugar de Santa Evita. ¿Cuál sería la diferencia o en todo caso cuál sería exactamente el perjuicio? Después de todo, del solo hecho de que cuelgue algo de una pared no se sigue necesariamente que exista un perjuicio. Además, solamente quienes estuvieran dispuestos a retirar la imagen de Eva Perón debido a que es discriminatoria, viola el principio de igualdad, atenta contra los derechos de las minorías, etc., podrían remover sin más, v.g., los crucifijos. Los demás tendrían que considerar seriamente las razones culturales y democráticas que abogarían por su permanencia.

De hecho, una discusión similar podría tener lugar alrededor de, v.g., las imágenes de San Martín (o de Sarmiento, Rosas, o quien fuera que ocupara algún espacio en las instituciones públicas) y los padres anarquistas que enviaran a sus hijos a dichas instituciones. Nótese que dado que la educación pública es obligatoria, no podríamos decir que los padres anarquistas no tienen derecho a quejarse de la educación que recibieran sus hijos, ya que precisamente no tendrían otra alternativa que enviarlos a colegios públicos en los cuales recibirían obviamente una educación estatal ideológicamente hablando.

Finalmente, la dimensión federal de la discusión muestra que hay que ser muy cuidadosos con la autonomía provincial de Salta, la cual refuerza su posición democrática indicada más arriba. Además, dicha autonomía debe ser discutida muy cuidadosamente para no dar la impresión de que cierto iluminismo anti-oscurantista capitalino desea mostrar su superioridad ante el supuesto atraso religioso del interior. Como ya hemos visto, insistimos, nuestra Constitución, mal que nos pese aprobado incluso por Buenos Aires, no es laica sino secular ya que sostiene el culto católico apostólico romano. De aquí no se sigue que dicho sostenimiento le dé la razón necesariamente a la provincia de Salta, pero sí se sigue que la solución laica a nuestros problemas está bastante lejos de ser un "slam dunk" o “pan comido” para usar la jerga constitucional vigente.

En lo que concierne a nuestras propias creencias, las buenas noticias son que la idea misma de conflicto por su parte sugiere que tal como suele suceder en las discusiones constitucionales ambas partes cuentan con argumentos atendibles. De ahí que podamos decir que un desacuerdo constitucional se asemeja bastante a lo que un juez, del cual Michel de Montaigne había oído hablar, llamaba “cuestión para el amigo”, es decir, una causa en la cual había que decidir un “conflicto áspero” entre dos grandes juristas como Bartolo de Sassoferrato y Baldo de Ubaldi. En tales causas, dice Montaigne, “la verdad estaba tan embrollada y era tan debatida” que en ella el juez “podría favorecer a aquella parte que mejor le pareciera” (Les Essais, p. 618). Es por eso que deseamos fervientemente que triunfe la causa de la educación pública laica, tal como ha quedado más que claro en nuestra entrada anterior. Pero por ahora es una expresión de deseos que hay que fundamentar muy cuidadosamente.

En todo caso, insistimos, no podemos darnos el lujo de permitir que nuestra filosofía política sustituya el derecho constitucional vigente, por más "complejo" o "debatible" que éste sea. Aunque sin duda hace falta interpretar el derecho constitucional, semejante consideración es tautológica ya que, como muy bien dijera Hans Kelsen alguna vez en su Teoría Pura del Derecho, todo derecho es un esquema interpretativo debido a que es cultural. Así y todo, dicha interpretación debe ser fiel a su objeto, tal como lo hemos repetido tantas veces, y no una ocasión para que mediante una "interpretación" del derecho el razonamiento moral o la decisión política correcta sin más se haga pasar por el derecho vigente (No sé si me Interpreta). Cuando se trata del razonamiento jurídico, nunca debemos olvidar lo que Thomas Hobbes alguna vez dijera muy bien y en muy pocas palabras: auctoritas, non veritas, facit legem (es la autoridad, no la verdad, la que hace la ley).

jueves, 17 de agosto de 2017

Es el Cristianismo, Estúpido



Cuando todavía resuenan los ecos del debate sobre el garantismo penal (debate que ha cobrado vida propia a tal punto que hace tiempo que cuenta con su propia etiqueta: 2 x 1) en estos días emerge la discusión sobre la educación pública laica. Como viene la mano, dada esta progresión (garantismo, educación pública laica, su ruta), no nos extrañaría que la próxima discusión fuera sobre la esclavitud.

De hecho, estamos releyendo la teoría de la esclavitud natural de Aristóteles para que la defensa de semejante posición no nos tome tan de sorpresa como lo hizo la reciente defensa del punitivismo extremo la cual equivale a creer que hay seres humanos que no tienen derechos humanos. Dicho sea de paso, como ya hemos dicho en otra oportunidad, también estamos releyendo los argumentos a favor y en contra de la invasión de Polonia para que tampoco nos sorprenda un eventual debate al respecto.

Si de sorpresas hablamos, la propuesta del Gobierno de Salta según la cual, en pocas palabras, “los chicos que no quieran rezar en las escuelas públicas que no lo hagan” (La Nación) nos hizo acordar de la siguiente historia que solía contar Norman Erlich. Un israelí llega a la aduana de su país con varios artefactos electrónicos (televisores, reproductores de DVD, etc.) y el oficial de aduana le pregunta:
- “¿Qué es lo que trae al país?”
- “Comida para pollos”.
- “¿Cómo que 'comida para pollos'? ¿Televisores, reproductores de DVD, radios, etc., son 'comida para pollos'?”.
- “Claro, comida para pollos. Yo se los doy a los pollos y si los pollos no lo quieren comer entonces lo vendo”.

En realidad, le agradecemos profundamente al Gobierno de Salta que no haya apelado al interpretativismo para defender su posición, ya que por suerte parece saber que alegar que algo debe ser interpretado o “es más complejo” o “es un debate” jamás puede ser un argumento o una herramienta de análisis sino una manera de postergar innecesariamente la discusión.

Un argumento que tal vez se podría utilizar en defensa de cierto tipo de educación religiosa es otra historia que también contaba Norman Erlich. Un niño judío ortodoxo lleva a su casa constantemente boletines con notas vergonzosas, bajísimas. El padre, cansado del rendimiento, decide entonces enviarlo a un colegio católico pupilo. El niño lleva a su casa el boletín del nuevo colegio y tiene diez en todas las materias. El padre asombrado le pregunta: "¿Cómo puede ser? ¿Qué pasó?" y el niño le contesta: "Mirá, el primer día me llevaron a recorrer el colegio. Me mostraron todas las instalaciones. Al final me llevaron a la capilla, recorrimos todo el largo pasillo hasta el altar y ahí un sacerdote me dijo: '¿Ves ese señor que está crucificado ahí arriba? Era judío como vos'. Y entonces ahí me dije, chau, acá no se jode".

Ya que estamos tratando la religión, quisiéramos aprovechar la ocasión para despejar una confusión. En efecto, a pesar del desacuerdo entre algunos defensores de la educación pública laica y algunos defensores de la educación religiosa, por momentos existe un acuerdo entre ambos acerca de los términos de la discusión, como si las opciones fueran ateísmo extremo (o la desconexión absoluta entre asuntos religiosos y públicos) o sacralización total. Esta manera de plantear la discusión ignora, entre otras cosas, que tanto el garantismo penal cuanto la noción de laicidad o secularización (y de paso, como viene la mano, aclaramos que también la abolición de la esclavitud), es decir, dos (o tres) de los pilares del discurso liberal, se los debemos casi enteramente al Cristianismo.

Hablando de Roma, como explica Paolo Prodi, "la experiencia única de Occidente" consiste en haber dado origen a un "dualismo entre poder espiritual y poder temporal madurado en el contexto del cristianismo occidental. Ese equilibrio es lo que permitió construir las modernas identidades colectivas de patria y nación, conciliándolas con el desarrollo de los derechos del hombre" (Una historia de la justicia. De la pluralidad de fueros al dualismo moderno entre conciencia y derecho, p. 12).

Para ser más precisos, la identificación secular de una esfera reservada para la conciencia y elección individuales, en otras palabras la noción de que existe una esfera de libertad que debe ser protegida por la ley, es una noción que se remonta hasta San Pablo—o Pablo de Tarso para que no intimide tanto el rango religioso—.

A decir verdad, Pablo de Tarso creía que semejante libertad era posible solamente dentro de la Iglesia. La ironía fue sin embargo que las propias intuiciones de libertad e igualdad morales generadas por la Iglesia terminaron siendo utilizadas en contra de la propia Iglesia, aunque bastante tiempo después y contra una Iglesia bastante diferente de la originaria.

Podemos decir entonces que el liberalismo no es sino la secularización más o menos colateral del discurso cristiano. Este es precisamente el reciente mensaje de Inventing the Individual. The Origins of Western Liberalism (Harvard University Press, 2014), escrito por Larry Siedentop, un profesor liberal de Oxford.

Ciertamente, la idea de que la cultura occidental tiene una deuda con el Cristianismo en relación a los valores que más le interesa proteger, en particular en relación a los derechos humanos, es más vieja que el hilo negro. De hecho, un liberal, aunque bastante desencantado, como Donoso Cortés ya sabía a mediados del siglo XIX que la “escuela liberal”, “en su soberbia ignorancia desprecia la teología, y no porque no sea teológica a su manera, sino porque, aunque lo es, no lo sabe” (Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, BAC, p. 210).

Sin embargo, no pocos liberales todavía ignoran o no quieren reconocer la gran deuda intelectual y política que tienen con el Cristianismo y/o con la teología política en general, lo cual hace que a veces, quizás sin saberlo, los propios liberales sean proclives a re-divinizar la sociedad, irónicamente en aras de la secularización total.

Por su parte, del otro lado del mostrador, los propios cristianos deberían reconocer que están peleando contra una invención cristiana y por lo tanto tienen que reconocer la importancia de la protección de la esfera de libertad mencionada más arriba por la que el propio Cristianismo tuvo que luchar durante siglos.

Tal vez la confusión se deba por otro lado a que por momentos da la impresión de que la discusión tiene lugar entre el materialismo liberal y el espiritualismo religioso, como si el secularismo liberal fuera equivalente a un mero consumismo (o utilitarismo muy mal entendido) y la falta de convicción. En realidad es al revés, ya que el secularismo ha sido empleado precisamente en contra del Cristianismo cuando ha hecho falta, como por ejemplo cuando la Iglesia terminó siendo asociada con la jerarquía social y la coacción antes que con la igualdad moral y la protección de la conciencia.

Obviamente, sería un grave error histórico-conceptual creer que el liberalismo existía siempre ya dentro del discurso cristiano, o que el liberalismo no agregó nada relevante al recuperar o profundizar una tradición preexistente en términos de igualdad, derechos individuales, etc., y que por lo tanto el liberalismo es redundante. En realidad es al revés: el liberalismo, por ejemplo en materia penal y religiosa, sigue siendo más necesario que nunca. Nuestro punto en cambio consiste en que tanto el ateísmo militante cuanto la re-sacralización ignoran no solamente la genealogía de la discusión sino asimismo su estructura conceptual.

En verdad, una de las varias lecciones que puede aprender el liberalismo del Cristianismo es que para ser secular hace falta contar precisamente con otra esfera precisamente no secular o religiosa. E incluso a los ateos "militantes" tal vez les convenga recordar que la noción de una “hermandad de personas autónomas” sin mediación institucional alguna no solamente suele ir acompañada por una filosofía de la historia teleológica o progresista—en el sentido literal y originario de la expresión—sino que además ella misma es reveladoramente una noción religiosa perteneciente a Joaquín de Fiore, un monje cisterciense milenarista del siglo XII (v., v.g., Eric Voegelin en The New Science of Politics, pp. 112-113). Da la impresión entonces de que mientras haya seres humanos va a haber religión y/o teología, más o menos camuflada.

Para concluir, las libertades públicas no tienen por qué ser necesariamente una amenaza para la Iglesia y quienes defienden la posición liberal a su vez no deben considerar a la Iglesia necesariamente como su enemigo. En todo caso, quienes creen que el liberalismo y la religión—en este caso el Cristianismo—están y deben estar absolutamente desconectados, tanto en su genealogía cuanto en su estructura conceptual, lamentablemente no entienden acabadamente ninguna de las dos cosas. Semejante malentendido es un lujo que no nos podemos dar en una época como la nuestra en la cual todavía queda tanto por hacer en materia de protección de las libertades humanas y en la que todavía se usa la violencia al servicio de causas religiosas.

viernes, 11 de agosto de 2017

No sé si me Interpreta



[traducción resumida]

- [Padre] ¿Qué diablos está pasando?
- [Hijos] ¿Podemos convertir nuestras camas en camas marineras?
- [Padre] Uds. no necesitan permiso de nosotros para hacer camas marineras. Uds. son adultos. Pueden hacer lo que quieran.
- [Hijos] ¿Entonces...?
- [Padre] No me estoy haciendo entender: no me importa un carajo. 
- [Hijos] ¿Entonces...? 
- [Madre] Sí, sí, Uds. pueden hacer las camas marineras.


En el ámbito de las humanidades y de las ciencias sociales hace tiempo que prevalece una corriente que podemos designar en términos muy generales como “interpretativismo”, la posición según la cual todo objeto cultural requiere interpretación. Se trata de una posición que o bien es claramente redundante ya que el significado de los objetos culturales obviamente no es natural, o bien puede ser contraproducente ya que ofrece una visión bastante distorsionada de la cultura en general.

En efecto, los objetos culturales se distinguen por tener significado, el cual no es natural sino convencional, producto de la acción de seres provistos de lenguaje en sentido estricto. En todo caso, podría haber ciertas palabras que sí guarden un parecido natural con aquello a lo que se refieren, como por ejemplo las onomatopeyas. Pero hasta los símbolos que nos permiten pronunciar dichas onomatopeyas son culturales y por lo tanto tienen significado. En todo caso, es natural para los seres humanos ser animales simbólicos.

Hasta acá, somos todos peronistas. La cuestión surge cuando a partir del hecho de que el significado es convencional algunos infieren que toda interpretación “es un debate”, o que “es más complejo”, etc. Semejante indeterminación haría que cualquier objeto cultural sea propicio para un test de Rorschach. Sin embargo, es indudable que existen convenciones cuyo significado está próximo a un nivel casi cero de indeterminación. Nos tomamos el atrevimiento de recordar lo que alguna vez dijera la escritora Silvina Giaganti en relación a un curso de Filosofía del Derecho dictado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, del cual ella es ex-alumna: “Era un curso en el cual si alguien decía ‘hola’ nadie le preguntaba ‘¿Desde dónde lo decís?’”.

En efecto, si una convención existe es porque es lo suficientemente clara como para que los participantes puedan comunicarse entre ellos. Eso no impide por supuesto que existan desacuerdos, pero los mismos deben ser una excepción sea temporal o parcial, es decir, no pueden tener lugar constantemente y tampoco pueden abarcar a la totalidad de la convención. De otro modo ni siquiera nos daríamos cuenta de que existe un desacuerdo. Ciertamente, las convenciones como las del saludo pueden cambiar, pero jamás lo hacen abruptamente. De otro modo no podrían cumplir con su misión que es la de facilitar la comunicación, aquello que todavía nos distingue del resto de los animales.

Existen otros casos en los que la búsqueda del significado se aleja de la espontaneidad de un saludo. Sin embargo, no por eso son indeterminados. Pensemos en el arbitraje de Horacio Elizondo en la final del Mundial 2006, que el Profesor Daniel Pastor suele utilizar en sus cursos de Derecho Penal aunque con otra finalidad (para ilustrar la imparcialidad judicial). En efecto, en su narración de lo sucedido en aquella oportunidad Elizondo cuenta que el cuarto árbitro le dice "terrible cabezazo del 10 de los blancos". Elizondo, así y todo, no le preguntó al cuarto árbitro "¿desde dónde lo decís?" sino que infirió que "bueno, ya está, con eso Zidane se va afuera" y correctamente expulsó al capitán de Francia. Con esto no queremos desmerecer las virtudes de Elizondo sino enfatizar que incluso durante una final de un Mundial un árbitro puede entender el significado de las reglas del juego y aplicarlas correcta y rápidamente sin proponerse un debate o plantear que "es más complejo".

Hablando de complejidad, podemos ir un poco más lejos aún y pensar, por ejemplo, en un soneto de Shakespeare. En este caso sí que hace falta parar la pelota y comenzar a debatir. Llamar entonces "interpretación" a lo que ocurre cuando saludamos, aplicamos el reglamento de fútbol durante un Mundial o leemos un soneto isabelino, parece ser una exageración. En efecto, mientras que cualquiera puede entender un saludo, no cualquiera puede entender un soneto isabelino (para no decir nada de una Carta Abierta), debido a que el segundo exige una preparación mucho mayor que el primero.

El punto es que para evitar malentendidos convendría reservar el término de “comprensión” como genérico para lo que sucede cuando entendemos el significado sin más y el de “interpretación” como especie para significados que requieran una preparación precisamente “especial”. De esta forma podemos decir que “comprendemos” siempre, tanto un saludo como un soneto, pero “interpretamos” solamente a veces. Parafraseando entonces aquella vieja canción, la posición adecuada sobre la interpretación quizás sea que tiene lugar “No digo todas las noches, tampoco todos los días, sino solamente de vez en cuando”.

Vayamos ahora al derecho penal, un área en el cual muletillas tales como “es más complejo” o “es un debate” pueden tener efectos más que significativos, si se nos permite la expresión. Sin duda que como todo sistema cultural el derecho penal puede contener significados que exijan interpretaciones en sentido estricto. Por ejemplo, el agravamiento de un robo mediante el uso de un arma, ¿contempla el caso de un arma ficticia pero convincente? ¿Es suficiente que la víctima crea que se trató de un arma? ¿Es suficiente que no se trate de un arma en sentido estricto para que no opere el agravamiento? ¿Cuál es la intención del legislador? De hecho, ha habido hasta fallos plenarios al respecto para resolver el cono de penumbra (como lo llama H. L. A. Hart) proyectado por el significado en cuestión.

Tomemos ahora el ya archiconocido artículo 2 del Código Penal (2 x 1): “Si la ley vigente al tiempo de cometerse el delito fuere distinta de la que exista al pronunciarse el fallo o en el tiempo intermedio, se aplicará siempre la más benigna”. Si bien no es como un saludo parece absurdo decir que su significado es tan complejo como el de un soneto isabelino o una Carta Abierta.

¿Cuál podría ser en todo caso la duda sobre su significado? La ley vigente, el delito, fallo, tiempo intermedio, más benigna, son términos que están estipulados por ley y/o en todo caso por el uso ordinario del lenguaje. No hace falta ser entonces un científico especializado en cohetes, un Hércules dworkiniano o Sexto Elio, famoso intérprete romano de las XII Tablas, para poder entenderlo.

Nótese que si alguien dijera que el problema en realidad es que, v.g., su significado literal es absurdo, tonto, inmoral o deprimente, entonces estaríamos reconociendo que entendimos perfectamente lo que quiere decir, y el problema es que nos parece, precisamente, absurdo, tonto, inmoral o deprimente, con lo cual el problema no es la interpretación sino la valoración del artículo, lo cual es incompatible con la pretensión de autoridad que tiene el derecho.

En realidad, la idea misma de una “expresión literal” es redundante (ya que sin las letras del artículo en cuestión no tendríamos qué interpretar o estaríamos interpretando otra cosa) o contraproducente ya que estamos llamando “interpretación” del artículo 2 a algo que el artículo 2 no dice. En efecto, el “interpretativismo” nos hace confundir el artículo 2 que es con el artículo que debería ser.

Si alguien sostuviera que el sentido de la noción de "interpretación literal" es el de hacer notar que además de la letra la ley tiene un espíritu que proviene de la intención del legislador, en el caso del derecho penal no debería haber dudas de que la intención del legislador es que el derecho penal sea liberal, i.e. con garantías penales para todos y todas. Dicha intención además está contenida en la Constitución.

Hablando de "interpretaciones" e incurriendo otra vez en el género de derecho y literatura (El Ángel Gris y el Estado de Derecho), a fines del siglo XVII el King Lear de Shakespeare había perdido popularidad considerablemente debido a su tristísimo final en el cual Cordelia muere en brazos de su padre. Entonces Nahum Tate re-escribió la obra a tal punto que Cordelia termina casándose con Edgar. Por alguna razón creyó que el matrimonio tenía algo que ver con un final feliz. Sin embargo, creer que esto es una “interpretación” de King Lear debido a que se trata de justicia poética y no una re-escritura es un grosero error. En realidad, Tate le hizo a Shakespeare exactamente lo mismo que Shakespeare le había hecho a la leyenda original sobre King Lear, y es obvio que se trata de tres obras diferentes y no tres interpretaciones de la misma obra.

Ahora bien, hasta los interpretativistas, suponemos, defienden una interpretación que consideran correcta, que podemos definir como X. Supongamos ahora entonces que merced a una reforma legal inspirada por el interpretativismo, a partir de ahora el artículo 2 prescribe que la ley más benigna será entendida según X, siendo X la interpretación que hoy defienden los interpretativistas del artículo 2. ¿Podríamos entonces nosotros en tal caso, invocando que “es más complejo”, o “un debate”, decir que a pesar de que ahora el artículo 2 dice literalmente X, la interpretación correcta del artículo 2 es aquella que se rige por la versión anterior o deberíamos por el contrario, de un modo bastante formalista, reconocer que ahora X es derecho vigente y en todo caso la versión anterior es el derecho que debería ser y al que deberíamos volver?

Si el interpretativista fuera coherente debería decir que tanto en el caso de la versión actual del art. 2 cuanto en la versión futura o hipotética X de dicho artículo, siempre es un debate el significado del derecho vigente y que entonces no quedaría otra que seguir lo que disponen las autoridades, o lo que se nos diera la gana para el caso. Si el interpretativista no fuera coherente entonces hoy sería interpretativista porque está en desacuerdo con el art. 2 pero mañana rápidamente se transformaría en formalista una vez que el art. 2 siguiera sus propias recomendaciones.

Para concluir, tal como sucede con la paz y el pacifismo, la moral y el moralismo, y a esta altura probablemente lo mismo se aplique a Perón y al peronismo, el problema no es entonces la interpretación sino el interpretativismo.