Seguramente hay gente que se está preguntando: “¿Qué diría Carl Schmitt sobre la invasión rusa de Ucrania?”. Muy probablemente, la respuesta sería bastante parecida a lo que dijera Schmitt apenas sancionada la Constitución alemana de 1949: “en ocasión de la lectura de la Ley Fundamental de Bonn me invade la serena alegría de un sabio que todo lo sabe”. Poco después Schmitt añade en su Glosario: “Nuestras acciones, nuestras teorías, nuestras palabras nos siguen, nos persiguen y convocan a nuestros perseguidores. Por lo tanto, nosotros no moriremos sino que permaneceremos vivos. Non omnis moriar [no moriré del todo, Horacio, Carmina III, 30/6]. Pero nosotros mismos no podemos escoger para nosotros las formas y las modalidades de nuestra pervivencia. Hay grandes sorpresas. Así, de una manera inesperada me veo pervivir en la Ley Fundamental de Bonn del 23 de mayo de 1949”.
La gran diferencia, sin embargo, que existe entre la Ley Fundamental y la invasión rusa a Ucrania es que la segunda no lo hubiera sorprendido a Schmitt. El inicio del ensayo sobre “La era de las neutralizaciones y las despolitizaciones” (1929) es bastante revelador: “Nosotros en Europa central vivimos bajo la mirada de los rusos. Hace un siglo que su mirada psicológica ha penetrado nuestras grandes palabras y nuestras instituciones; su vitalidad es lo suficientemente fuerte como para apoderarse de nuestros conocimientos y de nuestra técnica como armas; su audacia hacia el racionalismo y hacia lo contrario, su energía para la ortodoxia en lo bueno y en lo malo, son avasalladoras”. Los rusos, entonces, “le han tomado la palabra al siglo XIX europeo, han conocido su núcleo y a partir de sus premisas culturales han extraído las últimas consecuencias. Se vive siempre bajo la mirada del hermano más radical, que a uno lo fuerza a llevar las consecuencias prácticas hasta el final”. En conclusión, “en el suelo ruso se han tomado en serio la anti-religión de la tecnicidad y aquí se origina un Estado que es más Estado y más intensivamente estatal que lo ha sido jamás el Estado del más absoluto de los príncipes, Felipe II, Luis XIV o Federico el Grande”. Schmitt obviamente en este ensayo también se ocupa del comunismo pero siempre como una especie del género Rusia.
Ahora bien, Schmitt se hubiera cuidado mucho de moralizar su análisis sobre la guerra en Ucrania. Para él todo acto de guerra es un acto político, es decir, tiene autonomía normativa respecto de la moral y a veces incluso del derecho. Mientras que la violencia criminal es simplemente inaceptable por definición, la violencia política, merced a su carácter principista o ideológico, es diferente. La cuestión es si la violencia política además de diferente es valorativamente superior a la criminal tal como lo creía el liberalismo del siglo XIX—por ejemplo, esto es precisamente lo que invocan los combatientes para evitar ser perseguidos penalmente—o inferior a la criminal—como ocurre actualmente en el caso del terrorismo—. Schmitt tendía a defender la posición liberal, bastante generosa en lo que atañe a la autonomía normativa de la violencia política. La violencia política supone la paridad normativa entre los combatientes, con independencia de la causa por la cual pelean.
Hoy en día esta paridad normativa llama la atención, sobre todo teniendo en cuenta la muy mala prensa que tiene la violencia, pero está reconocida por el derecho internacional que a pesar de haber prohibido la guerra sigue distinguiendo entre el acto de guerra y el simple homicidio. Esta esquizofrenia de prohibir el fútbol pero seguir permitiendo los corners o los penales se debe a que el derecho internacional contemporáneo es una mezcla del régimen de la época de oro del derecho público europeo (que acompañara el apogeo del Estado, “esa obra maestra de la forma y del racionalismo occidentales” como decía Schmitt) con el régimen de la guerra justa según el cual la guerra es básicamente un crimen o un castigo y por lo tanto debe reflejar claramente la asimetría moral entre agresores y agredidos (o eventualmente carceleros o verdugos).
La paridad normativa entre los combatientes, incluso cuando pelean por causas cuya justicia difiere notablemente, se puede apreciar en los momentos en que ambas partes en un conflicto tratan de acercar posiciones, como lograr un alto el fuego, para no decir nada de un acuerdo de paz. Si la guerra es un crimen (o un castigo), no tiene sentido negociar con los delincuentes (a no ser que estemos tratando de ganar tiempo o engañarlos hasta que lleguen refuerzos o podamos detenerlos). De ahí que la idea misma de guerra tiende a la paridad normativa defendida por Schmitt. Por supuesto, sería mejor que la violencia no existiera, pero el punto de Schmitt es que semejante aspiración es imposible. Quienes se dedican a la teoría política (por no decir a cualquier otra cosa) tienen que partir de una antropología realista.
Una alternativa al pacifismo—aunque bastante emparentada con él—es el cosmopolitismo, un régimen político según el cual todo acto de guerra, que no sea un acto de legítima defensa, debería contar con la autorización de una institución precisamente cosmopolita. Esta alternativa elimina la paridad normativa entre los combatientes, moralizando o criminalizando la guerra, aparentemente sin descuidar la seguridad o protección internacional. La típica respuesta de Schmitt a esta clase de propuestas es que el cosmopolitismo por definición tiende al imperialismo o la sinécdoque, es decir a que una parte o interés particular (nacional o político) se haga pasar por una causa universal, lo cual es característico de la guerra justa, amén de que consagra cierto estado de cosas y considera que todo acto disruptivo por el mero hecho de ser tal es injustificable.
En el fondo, para Schmitt la teoría de la guerra justa oscila entre (a) la redundancia de exigir que las guerras sean libradas contra verdaderos enemigos y (b) la motivación política de quitarle a nuestros enemigos la decisión de distinguir entre amigos y enemigos, o en todo caso obligarlos a que tomen las mismas decisiones que nosotros, todo en nombre del cosmopolitismo. Un régimen internacional y por lo tanto la paz logrados de este modo no solo serían ficticios sino que terminarían siendo contraproducentes. Schmitt diría entonces que, en gran medida, a fines del siglo XX y comienzos del XXI todavía estamos asistiendo a la caída del orden establecido por el Tratado de Versalles.
La moralización total actual de la guerra se puede observar en el hecho de que incluso quienes no son—o no deberían ser—políticamente relevantes en relación a la decisión de invadir Ucrania—intelectuales (incluso ya fallecidos), artistas, empresarios, deportistas, etc., en una palabra la sociedad civil rusa—han quedado expuestos a represalias por el solo hecho de ser rusos. Schmitt mismo había advertido que una de las consecuencias de la democratización del siglo XIX, para no decir nada de los totalitarismos del siglo XX, fue que se perdiera la distinción entre sociedad civil y Estado así como la distinción entre combatientes y no combatientes. Obviamente, lo mismo sucede con la invasión rusa a Ucrania que tampoco hace este tipo de distinciones.
Hasta aquí el panorama schmittiano de la invasión rusa a Ucrania parece ser bastante favorable a Putin. Sin embargo, en primer lugar, no hay que olvidar que dada la paridad normativa de lo político, todo aquel contra quien se ejerce violencia política tiene el mismo derecho de hacer exactamente lo mismo. Según Schmitt, toda relación política es recíproca. En segundo lugar, Schmitt también se hubiera preocupado bastante por la situación de su Mitteleuropa en general y de Alemania en particular, entre otras cosas porque, tal como hemos visto, viven “bajo la mirada de los rusos”.
Schmitt mismo, cuando cae en desgracia con el régimen nazi en 1936, comienza a dedicarse más intensamente a las relaciones internacionales y propone una doctrina del gran espacio, una de las antecesoras de la idea contemporánea de unidad o bloque regional. Estas reflexiones desembocan en El Nomos de la Tierra (1950). No se suele hacer hincapié en que Schmitt es uno de los autores intelectuales de la Unión Europea—bajo una hegemonía alemana—y no hubiera visto con buenos ojos que el poder ruso se incrementara a expensas de los países centrales. Después de todo, la Unión Europea puede sonar más cosmopolita que un Estado nacional pero no por eso es un comunidad política universal, sino que continúa siendo fiel al particularismo por el que abogaba Schmitt. Solo incluye a quienes son europeos y excluye a los que no lo son.
Por si esto fuera poco, la autonomía de lo político y su consiguiente defensa del pluralismo político tal como figura en El Concepto de lo Político, es decir de la existencia de un pluriverso de naciones, son incompatibles con toda forma de imperialismo, como la que representa Putin quien, en las palabras de Reinhard Mehring, ha tratado de hacer de Rusia “un imperio, tal como lo evidencian Georgia y Ucrania. Rusia ha desenterrado las antiguas ideologías paneslavas y reanimó el cristianismo ortodoxo como un medio geoestratégico de expansión” (“Carl Schmitt Hoy”).
De hecho, tal como lo recuerda Théodore Paléologue en su monografía sobre la teología política de Schmitt (Sous l'oeil du grand inquisiteur), en el célebre film de Sergei Eisenstein, Iván el Terrible, el protagonista de la película dice en su discurso de coronación: “Estos territorios, que siempre pertenecieron a nuestros padres, están separados de nuestra tierra. Pero recibimos la corona para reinar también sobre esas tierras rusas que ahora están bajo el poder de otros Estados. Ya han caído dos Romas, Moscú es la tercera y sigue en pie, y no habrá una cuarta. Yo seré el único señor de la tercera Roma. El Estado de Moscú”. Dicho lo cual, miembros de la Corte advierten que ni el Papa ni el Emperador lo aceptarán, y que Europa no lo reconocerá. Sin embargo, no faltan los que agregan que si el monarca ruso es fuerte, todos los reconocerán y por eso alguno propone impedir que eso suceda. El video que ilustra esta entrada pertenece a esta escena (a partir del minuto 11:17) y muestra el notable parecido entre la situación de Iván el Terrible y la de Putin. Dicho sea de paso, cabe recordar que Eisenstein realiza la película para motivar a la Unión Soviética en su lucha contra el nazismo y de ahí que en lugar de referirse al comunismo prefiera apelar al nacionalismo de Iván el Terrible.
Finalmente, las consideraciones de Schmitt en su Teoría del Partisano (1963) sobre la recepción en el centro del continente europeo de las enseñanzas de la original guerrilla española desencadenada por la invasión napoleónica de la península, también parecen estar hechas a medidas para la situación de Ucrania, como por ejemplo la disposición prusiana a poner en movimiento al Aqueronte, es decir invocar a los dioses del mismísimo infierno en referencia al verso de la Eneida de Virgilio (VII.312), para defenderse de la invasión extranjera. Cuando el Estado no puede distinguir entre amigo y enemigo, el partisano queda a cargo de tomar la decisión eminente. Este último es el único que está en condiciones de defender la unidad política.
En todo caso, Schmitt hubiera insistido en que nuestro análisis de la situación política no se viera afectado por nuestros intereses o ideologías y en que siempre dejarámos hablar a los hechos por sí solos. Cuando la época de los sistemas ha dejado de existir y si no estamos dispuestos a caer en los aforismos (hoy tal vez Schmitt se hubiera referido a Twitter), la única alternativa, dice Schmitt en el prólogo de 1963 a El Concepto de lo Político, es la de “mantener los fenómenos a la vista y poner a prueba sobre la base de sus criterios las cuestiones siempre novedosas que se plantean a partir de situaciones siempre nuevas y tumultuosas”.