Otra reseña de un libro que trata cuestiones relacionadas con las que solemos discutir en este blog.
Rosler, Andrés, Razones públicas. Seis conceptos básicos sobre la república, Buenos Aires, Katz Editores, 2016, 316 páginas.
La libertad en la república
El tema de la república, su concepto, origen, historia y praxis, es uno de los que aparecen como centrales de la Filosofía política de todos los tiempos, al menos desde el año 509 a.C., en que esa modalidad de gobernarse los hombres tuvo su primera andadura histórica por las calles de Roma. En el libro que ahora se comenta, Andrés Rosler, doctorado en Oxford con una tesis dirigida por John Finnis sobre
Political authority and obligation in Aristotle (Oxford, Oxford University Press, 2005), desarrolla en seis capítulos las notas de la idea republicana, recurriendo principalmente a los autores de la tradición clásica, como Cicerón o Tito Livio, aunque sin olvidar la referencia a los actuales neo-republicanos, como Quentin Skinner y Philip Pettit. Para el autor, las cinco notas que destaca y desarrolla en la noción de república funcionan como una especie de test infalible de republicanismo, de modo que la institución, persona u obra literaria que participe en mayor medida de estas notas, y en la medida en que participa en ellas, puede definirse claramente como republicano o defensor de la república.
La primera de las notas que destaca Rosler en la idea republicana es la que corresponde a la especificidad de la noción de libertad en su contexto. Aquí el autor recoge la conocida distinción, propuesta por Isaiah Berlin, entre libertad negativa y positiva; según este autor, la libertad negativa consiste en la ausencia de impedimentos al movimiento, y es la propia del pensamiento liberal, para el cual la concepción negativa de la libertad es la que mejor asegura la libertad de los ciudadanos en general. Pero aún los liberales, como el mismo Isaiah Berlin, “creen –afirma Rosler– que la libertad no se puede agotar en la ausencia de obstáculos que impiden la satisfacción de los deseos de un agente [...] La libertad no se reduce a satisfacer los deseos o metas simplemente existentes en el momento de actuar, sino que se extiende también a la remoción de los obstáculos para lo que una persona pueda decidir hacer [...]; la oportunidad es parte constitutiva de la libertad” (p. 40). Dicho en otras palabras, la libertad (negativa) no sólo exige ausencia de constricciones e impedimentos, sino también la existencia efectiva de la posibilidad de optar entre las diferentes alternativas.
En cuanto a la denominada libertad positiva, en lugar de referirse a la posibilidad de hacer algo, cualquier cosa que sea, debería concentrarse en
qué cosa es lo que hacemos o bien en
quién es el que está a cargo de la decisión. “La concepción positiva de la libertad – escribe Rosler–, en lugar de hacer hincapié en la falta de interferencia, se concentra más bien en quién es el agente que toma las decisiones y, por lo tanto, en la idea de autogobierno, de tal modo que somos libres no cuando actuamos sin impedimentos externos, sino cuando nuestras acciones son el resultado de nuestra propia decisión” (p. 43). Aquí el autor estudia la concepción hegeliana de la libertad, en la cual son más las restricciones que las aperturas y que a la larga termina coincidiendo con la voluntad del Estado: “La libertad humana –resume Rosler a Hegel– consiste en la obediencia a las instituciones estatales” (p. 46). O a la voluntad general, si nos referimos a Rousseau, para quien “se puede forzar a los hombres a ser libres” y “la voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella es que los ciudadanos son libres” (pp. 48-49). Aquí Rosler concluye señalando que esta concepción positiva de la libertad resulta potencialmente peligrosa, ya que identifica a la libertad con una racionalidad valorativo-sustantiva, que podría legitimar cualquier tipo de interferencia con el albedrío de los seres humanos.
Frente a estas alternativas, aparece como claramente mejor la concepción republicana de la libertad, que se encuentra en una situación intermedia entre las libertades negativa y positiva, ya que, del mismo modo que la negativa, rechaza la interferencia con la autonomía, aunque en este caso siempre que se trate de una interferencia arbitraria. Y del mismo modo que la positiva, será una libertad valorativa y no meramente física, aunque destinada a evitar la dominación arbitraria de otra persona y hacer posible la realización de una vida plena. Rosler aborda el problema nuclear de la libertad republicana, tanto la de los romanos como la de los norteamericanos antes de la Guerra de Secesión: el de la compatibilidad de la esclavitud con una organización política libre. Esto se evidencia en el concepto ciceroniano de libertad: “[...] la libertad [...] no consiste en tener un dueño justo, sino en no tener ninguno”; lo que resulta impensable en el caso de la esclavitud. Rosler reconoce este problema, así como que el pensamiento republicano muchas veces ha sido demasiado selectivo al momento de conferir el reconocimiento constitutivo de la libertad, pero no parece solucionarlo completamente, principalmente porque se remite al pensamiento de Hegel, que no es el autor ideal para resolver el problema de la sumisión y la libertad.
Virtud, debate público y ley
La segunda de las notas que el autor atribuye al pensamiento republicano es la que corresponde a la necesidad de la virtud política del ciudadano en la
polis, virtud que reviste para el pensamiento clásico carácter funcional, es decir, relativo al buen cumplimiento de la tarea que corresponde a cada ciudadano conforme a la Constitución. Y la virtud es necesaria en la república en razón de que la ley –que es otro de los elementos de la vida republicana– no puede prever todos los detalles de la convivencia y se hace necesario recurrir a la recta razón de los ciudadanos. “En la constitución de todos los pueblos –cita Rosler a Tocqueville–, sin que importe cuál sea la naturaleza de la misma, se llega a un punto donde el legislador está obligado a depender del buen sentido y de la virtud de los ciudadanos” (p. 68).
Pero para Rosler, el acento en la virtud de los ciudadanos no supone una moralización excesiva de la política, sino que se refiere sólo a que ellos deben cumplir correctamente las exigencias de su función propia en el sistema constitucional de la
polis. Y en este sentido adquiere especial relevancia la virtud de la
prudentia, “recta razón en el obrar”, hoy en día denominada “sabiduría práctica”, que habilita al ciudadano a cumplir con sagacidad y buen juicio sus deberes y deliberar adecuadamente acerca de los asuntos públicos. Reviste especial interés aquí la distinción que hace Rosler entre dos formas de corrupción del discurso público: la
manipulación, en la que el orador intenta cambiar la forma de pensar del público sin su mediación racional; y la
demagogia, en la que el retórico pretende halagar y reflejar la opinión del público dejándola tal como está. Frente a estas dos actitudes, la propia del político republicano no es la de “consentir al público ni tampoco [la de] manipularlo, sino que se propone cambiar las creencias y los deseos de los demás a la luz de la argumentación que se les presenta, siempre mediante la intervención del juicio de los eventuales persuadidos, alejándose de este modo tanto de la manipulación cuanto de la demagogia” (p. 84).
El tercer concepto básico de la república es, para Rosler, el valor que le otorga al debate político, entendido como una controversia en la que ambas partes cuentan con argumentos atendibles. En este punto, distingue entre las concepciones “simple” y “compleja” del discurso político agonal: según la primera, el conflicto político se debe a algún defecto de quienes participan en él, ya sea intelectual o moral; conforme a la segunda, la concepción “compleja”, la existencia de un debate entre actores políticos no implica defecto alguno por parte de los involucrados, sino antes bien la presencia de razones objetivas para un disenso genuino: complejidad del asunto, presencia de soluciones alternativas a un problema igualmente razonables, pluralidad de perspectivas con las que abordar un asunto, etc. Ahora bien, el republicanismo asume la concepción compleja de la argumentación política y, por lo tanto, considera al debate como un elemento natural y normal del discurso cívico.
Por el contrario –y los argentinos lo sabemos por experiencia reciente–, la concepción populista sostiene una visión única y, por lo tanto, hegemónica del discurso político, según la cual todo disenso se debe o bien a la perversidad y asechanzas diabólicas de los enemigos del líder popular, que siempre estarán tramando conspiraciones y destituciones, o bien a su estupidez profunda e incurable, pero nunca a la intrínseca diversidad, complejidad y dificultad de la actividad política. Y es por su aceptación del disenso que el republicanismo pone el acento en la retórica, pues de lo que se trata aquí es de convencer a los oponentes con los mejores argumentos; “el énfasis republicano en la retórica –sostiene Rosler–, como parte constitutiva del conflicto, aspira a maximizar el acuerdo pero sin perder de vista el desacuerdo y sus restos disonantes, aunando posiciones divergentes mediante la obtención de un consenso siempre contingente, i.e., que debe ser llevado a cabo una y otra vez por la ciudadanía” (p. 136).
La cuarta de las notas propias del republicanismo radica en su especial forma de entender las relaciones entre la ley y la libertad; en efecto, según los liberales existe una clara oposición entre ley y libertad, según la cual toda ley restringe necesariamente nuestra autonomía y se constituye en nada menos que en un mal necesario. Por el contrario, para los republicanos –afirma Rosler–, “una adecuada comprensión de la libertad muestra que la libertad y la ley son dos caras de la misma moneda [...]; el republicanismo entiende la libertad como un estatus jurídico de las personas, lo cual implica que cierta clase de interferencia legal es constitutiva de la libertad” (pp. 163-164). En otras palabras, para el republicanismo no existe conflicto real entre la autoridad de la ley y la libertad de los ciudadanos, sino más bien una sinergia autoconstitutiva que las estructura y las explica recíprocamente.
Y en lo que respecta a la noción de autoridad que ha de aplicarse a la ley, el autor distingue entre dos grandes concepciones de la autoridad política: ante todo la “minimalista”, según la cual ella “se limita a motivar a los súbditos a hacer lo que tendrían razón para hacer con independencia de la decisión autoritativa” (p. 176). Este sería el caso de la acción de la autoridad para la promoción de los Derechos Naturales o Humanos, que no deben en nada su origen y validez a la decisión autoritativa y que deben ser respetados aun cuando la autoridad política callara a su respecto. La segunda concepción de la autoridad es la “maximalista”, para la cual la decisión autoritativa es la razón principal para obedecer a las directivas gubernamentales. Aquí Rosler sigue la muy conocida explicación de la autoridad proporcionada por Joseph Raz, para quien el hecho de que una autoridad exija la realización de una acción es una razón para actuar que no se añade a las otras razones relevantes, sino que las excluye; dicho de otro modo, existe autoridad cuando la razón central para la realización de una acción radica en el hecho de que la instancia autoritativa haya emitido la directiva, la que excluye decisivamente el resto de las razones para actuar que puedan existir. Y es casualmente en esta exclusión en que consiste la autoridad.
Rosler explica que el republicanismo está mucho más cerca de la concepción maximalista de la autoridad que de la minimalista; en efecto, sostiene este autor que “en lugar de presuponer un acuerdo entre la autoridad y sus súbditos [la concepción maximalista] cree que bien puede existir un desacuerdo genuino entre ambos, y es en razón precisamente de dicho desacuerdo que tiene sentido la idea misma de autoridad. En otras palabras, en lugar de motivarnos o recordarnos hacer lo que deberíamos moralmente hacer de todos modos, la autoridad maximalista nos da
nuevas razones para actuar que nos permiten resolver el desacuerdo” (p. 181). De este modo, una autoridad republicana no solo deberá hacer cumplir algunas prohibiciones minimalistas, sino que habrá de adoptar una concepción maximalista para poder resolver los desacuerdos políticos genuinos que las circunstancias plantean a la república.
Pero, además, el autor hace referencia a que la confianza republicana en las instituciones tiene un doble fundamento, que denomina “dualismo constitucional”. Este es el que se plantea entre el principio democrático y el propiamente republicano, entre el principio de la mayoría y el del control del poder público. Y en este punto, refiriéndose a quienes excluyen el segundo de los principios, escribe que “para algunos, que podríamos denominar ‘populistas’, para que una sociedad sea políticamente libre sería más que suficiente que el gobierno estuviera en las manos correctas. Por definición, dado que se trata de las manos correctas, semejante gobierno no necesitaría control alguno [...]. En realidad, según esta posición, la preocupación misma por controlar al gobierno solamente podría ser explicada debido a la existencia de intereses sectoriales antipopulares. Solamente alguien que tuviera algo que ocultar podría oponerse al poder público” (p. 197).
Por el contrario, el republicanismo supone que no cualquier decisión, por el mero hecho de ser mayoritaria, es correcta o democrática, y por lo tanto piensa que es susceptible de control o limitación. Este límite es en principio constitucional, pero en definitiva arraiga en el Derecho Natural. “Estamos ahora en condiciones –escribe el autor– de entender el iusnaturalismo republicano y por qué a veces este discurso sostiene que ciertas leyes (i.e. disposiciones vigentes, sancionadas de acuerdo con el procedimiento legal) no son tales [leyes]” (p. 206). Por eso, concluye Rosler que “el [de] pueblo es un concepto demasiado importante para dejarlo en manos del populismo” (p. 207).
Patriotismo y cesarismo populista
El último de los conceptos básicos de la república es el de “patria” y el de su correlativo “patriotismo”. En este punto, el autor estudia los conceptos opuestos de “particularismo” y “universalismo”, dejando en claro que en toda comunidad política debe existir cierto particularismo que haga posible la identidad de la
polis; este particularismo se manifiesta en la república a través del patriotismo, que no debe ser confundido con el chauvinismo, para el cual el particularismo no es principalmente político sino eminentemente cultural (racial, lingüístico, histórico o espacial). Y con este concepto de patriotismo se vincula el problema de la guerra en clave republicana, ya que, escribe el autor, “el autogobierno constitutivo de la libertad republicana no solo consistía en el imperio de la ley en términos de la inexistencia de dominación interna, sino que además incluía el rechazo de toda interferencia extranjera, esto es, el derecho a la autodeterminación” (pp. 231-232). Y para la defensa de este derecho la guerra aparece como legítima en clave republicana, ya que no sólo es virtuoso morir por la patria, sino que a veces aparece como necesario matar por ella.
Para Rosler, existen dos grandes concepciones de la guerra: (i) la doctrina de la guerra justa, según la cual la guerra es entendida en algunos casos como legítima y legal; y (ii) la doctrina del enemigo justo, conforme a la cual la guerra aparece como un mecanismo habitual de resolución de conflictos o una política pública más. Pero lo importante es que no se trata aquí de guerras solo defensivas, sino que las repúblicas más relevantes que registra la historia, Roma y los Estados Unidos de Norteamérica, han sido innegablemente repúblicas imperiales. Ahora bien, en este caso es claro que la defensa de guerras de conquista en nombre de la defensa de la libertad puede ser objeto fácilmente de la imputación de hipocresía, impostura o insinceridad. Esto aparece claro en la obra de Cicerón, para quien “no es lícito que el pueblo romano sirva, cuando los dioses inmortales quisieron que imperara sobre todos los pueblos [...]. Las otras naciones pueden soportar la esclavitud, al pueblo romano le es propia la libertad” (p. 242). Es indudable que hoy en día resultaría dificultoso que alguien aceptara un argumento de ese tipo y que es especialmente complejo para las repúblicas imperiales argumentar consistentemente en favor de un imperialismo de la libertad.
El último capítulo del libro se refiere al principal enemigo de la república: el populismo autoritario. “En este último capítulo –afirma Rosler– vamos a discutir a César –o su equivalente moderno, el cesarismo–, el enemigo natural e interno del republicanismo, ya que se trata de un verdadero epítome negativo en donde convergen todos los rasgos antirrepublicanos: la dominación, la corrupción, la unanimidad, el gobierno arbitrario y la sinécdoque de confundir a un partido con la totalidad de la comunidad política” (p. 257). En este punto, Rosler se circunscribe casi exclusivamente a la historia de Roma y en ella al intento de Julio César de instaurar en su cabeza una dictadura perpetua. Y esta larga exposición y argumentación termina con el debate acerca de la legitimidad del asesinato de César en el Senado, acción para la cual existieron numerosos argumentos tanto en su favor como en su contra. El autor los expone con acribia, para concluir con la exposición de los requisitos de lo que sería una doctrina republicana de la violencia política; estos requisitos de la legitimidad de la violencia serían cuatro: (i) que ella se ejercite en respuesta a una violencia anterior, es decir, en legítima defensa; (ii) que esta reacción sea razonable, en el sentido de que el éxito de la acción violenta resulte probable, de modo de no incurrir en represalias contraproducentes; (iii) la violencia empleada debe ser además proporcionada a la ejercida previamente por el tirano; y (iv) finalmente, el ejercicio de la violencia debe ser un último recurso, es decir, debe haberse intentado antes una solución no violenta de la controversia.
En la “Conclusión”, el autor realiza una breve recapitulación de los aspectos desarrollados en el libro, de la que conviene transcribir un párrafo de especial interés: “En realidad, el republicanismo podría contraatacar [frente a sus críticos] pensándose a sí mismo como una filosofía política bien hecha y desafiando a quienes lo cuestionan a que superaran su receta de libertad como no dominación, lucha contra la corrupción, debate democrático, gobierno de las leyes y particularismo político institucional antes que cultural [...]; a pesar de que las acciones republicanas en el mercado de la teoría política han experimentado un alza significativa [...], es un hecho que los dos grandes discursos políticos imperantes en nuestra época son el liberalismo y el populismo, dos tradiciones que, irónicamente, giran alrededor de dos conceptos republicanos: la libertad y el pueblo” (p. 308).
Balance
Luego de la síntesis necesariamente incompleta de las principales ideas desarrolladas en el libro que comentamos, corresponde hacer una breve presentación de los aspectos más destacados de la obra y abrir un juicio acerca de su interés y sus valores. La primera consideración se refiere a la actualidad del libro y a su interés en las presentes circunstancias políticas y de pensamiento; y aquí aparece claramente que las ideas debatidas en la obra revisten una oportunidad notable, en especial en razón de que –corrigiendo aquí parcialmente a Rosler los dos modelos vigentes de pensamiento y praxis política son el republicanismo y el populismo. Tanto los méritos del primero como las debilidades –para llamarlas apaciblemente– del segundo son explicitadas en este libro de modo claro, sólido y convincente, y apoyando las argumentaciones con una erudición especialmente destacable, tanto en lo que se refiere al pensamiento político clásico como al contemporáneo. Tito Livio, Cicerón, Tácito, Julio César, Salustio, Dante, Maquiavelo, los teólogos medievales, los filósofos y juristas modernos como Gentili, Grocio, Hobbes, Rousseau, Kant, Hegel, Tocqueville, literatos como Shakespeare y muchos otros, así como una pléyade de contemporáneos: Arendt, Schmitt, Finnis, Quentin Skinner, Philip Pettit, Hart, Raz, son tratados con una habilidad y acribia poco habitual en nuestras latitudes. Se trata, por lo tanto, de un libro sólido, científicamente riguroso y argumentativamente convincente, que significa una contribución relevante a la Filosofía y la teoría política contemporánea.
En cuanto al estilo literario del libro, corresponde destacar ante todo que se trata de un modo de expresión que deja traslucir inequívocamente la amplitud de la cultura de su autor; en efecto, todo el texto se encuentra transido de referencias al tango, al cine (en especial a las películas de gánsteres), a la literatura, a los dichos corrientes de Buenos Aires, etc. De este modo, el autor logra un estilo amigable para el lector, lo que se agradece sobre todo cuando se abordan temas de especial complejidad y profundidad. Pero además, todo el estilo del autor es fluido y elegante, de modo que la lectura de este libro resulta un verdadero deleite, que se incrementa cuando los lectores tienen un gusto especial por las letras clásicas, como es el caso de quien esto escribe.
Por otra parte, y si nos circunscribimos a algunos de los puntos desarrollados, la descripción y crítica del cesarismo populista está realizada con agudeza y exhaustividad, poniendo en evidencia tanto su carácter de contracara del republicanismo, cuanto sus necesarias consecuencias negativas para la vida de las comunidades que resultan ser sus víctimas. También efectúa Rosler un estudio perspicaz del concepto de “pueblo” y de sus desviaciones por el relato populista, realizado fundamentalmente con finalidades de manipulación y de usufructo ilimitado del poder, cuando no de saqueo liso y llano de los fondos públicos y privados.
Asimismo, resultan especialmente atractivas las distinciones que realiza el autor respecto a una serie de temas fundamentales del pensamiento político, como la ya citada de la noción y acepciones de “pueblo”, de las distintas modalidades del debate político, de las diferentes acepciones de la palabra “libertad”, la distinción entre las concepciones “minimalistas” y “maximalistas” de la autoridad y varias más. Estas distinciones agregan precisión al debate de las cuestiones, evitando las ambigüedades frecuentes en las argumentaciones políticas, en especial el denominado “sofisma de equivocidad”, en el que se utiliza una misma palabra en varios sentidos diferentes sin tomar conciencia de esa diversidad semántica, lo que conduce a claros errores de argumentación y a consecuencias lamentables en el debate político.
Finalmente, cabe efectuar una precisión que puede contribuir a esclarecer el sentido en que se habla de “república” en el lenguaje de la teoría política. Esta es la que distingue entre las “ideologías”: construcciones ideales, simplistas y maniqueas, con pretensiones salvíficas de carácter puramente inmanente, de las simples “ideas” políticas, que son, como decía Julio Irazusta, “esquemas intelectuales inferidos de experiencias históricas afortunadas”. Y es en este último sentido que la república aparece como una idea política, es decir, inferida a partir de experiencias históricas exitosas, la primera de ellas la romana clásica, racionalizada como un arquetipo político, que se encarna con mayor o menor éxito en las cambiantes y complejas circunstancias de cada una de las experiencias políticas históricas. Dicho de otro modo: no se trata, en el caso de la república, de la elucubración abstracta de un paradigma político-escatológico, destinado a liberar o emancipar al hombre de las cadenas de la realidad humano-social, sino de proponer un paradigma de organización y solución de los asuntos público-temporales conforme a un esquema probado por la historia y esquematizado para servir de modelo para experiencias futuras. En este sentido, resulta especialmente relevante que Rosler, en un libro extenso y rico, no haya hecho ninguna referencia a las ideologías: es que se trata allí efectivamente de buscar una forma política que proporcione una libertad realista y operable, y no la utopía de una liberación desmesurada, quimérica e ilusoria.
Carlos Massini Correas
Fuente:
Prudentia Iuris (No 83, 2017, págs. 405-413).