En nuestro país se ha vuelto moneda corriente incurrir en
serias imprecisiones conceptuales en ocasión de los debates políticos. En efecto,
el concepto de “democracia”, afortunadamente, tiene tan buena prensa que usamos
“democrático” para designar todo aquello que nos parece bien o es digno de
elogio. Con otros conceptos como “fascismo”, pasa lo mismo, aunque
afortunadamente al revés. Es decir, afortunadamente, el fascismo goza de tan
mala prensa (excepto para personajes como “El Dictador” de Sacha Cohen) que
quien prefiriera la carne bien cocida podría decir que la cocción de un bife es
“fascista” precisamente porque quedó solamente a punto.
Uno de los problemas con la generalización de “democracia” para designar lo que nos parece correcto (y/o de “fascismo” aunque a
la inversa) es que las nociones mismas pierden su sentido, o bien tienden a quedar
reducidas a su más mínima expresión. En efecto, en nuestro país el Gobierno
justifica sus decisiones amparado en el hecho de que obtuviera (al menos alguna
vez) el 54 % de los votos, y precisamente por eso todo aquel que se le opone se
convierte en un fascista, destituyente, golpista, etc.
Claro que si la democracia debiera ser entendida exclusivamente
como el gobierno de la mayoría, correría peligro la
tan buena prensa de la que afortunadamente goza la democracia. ¿Acaso cualquier cosa que
decida la mayoría es eo ipso digna de
elogio, y cualquier cosa que creyera una minoría es eo ipso digna de oprobio? Quien contestara que no, o bien desea
poner en duda la suposición de que cualquier cosa que decide una mayoría es
solamente por eso inatacable, o bien prefiere describir a la democracia de un modo
más exigente, v.g., como el gobierno de la mayoría sazonado con la protección de ciertos derechos fundamentales.
Por si hiciera falta, nótese que la decisión de la mayoría
bien podría proponerse, v.g., la represión con balas de fuego de
manifestaciones anti-gubernamentales y/o la desregulación total de los mercados
y su consiguiente y devastador efecto sobre los derechos sociales de un muy
significativo número de personas, al menos en países como el nuestro. De ahí
que en ocasiones tales como la conculcación de derechos fundamentales a manos
de una mayoría, un poder contramayoritario, como por ejemplo el judicial, sería
claramente deseable—y no golpista por definición.
Hablando del derecho, el Estado de Derecho en nuestro país también
ha sido objeto de una devaluación similar a la de la democracia. En efecto, se
ha vuelto frecuente por parte del Gobierno sostener que cualquier cosa que
fuera sancionada legalmente, i.e. gracias al voto de una mayoría en el
Congreso, es por eso mismo inatacable y/o conforme al Estado de Derecho. Toda
pretensión de revisar la constitucionalidad de una ley, incluso una ley que
afectara las reglas básicas de la democracia misma, es, a los ojos del
Gobierno, por definición golpista. (En realidad, para el Gobierno la aplicación
misma de la Constitución se ha vuelto golpista, pero no vamos a entrar en
mayores detalles al respecto). En otras palabras, el Estado de Derecho para el
Gobierno queda reducido a la idea misma de legalidad y por lo tanto toda
disposición legal es por definición constitucional.
Semejante minimalismo constitucional es políticamente
peligroso. El ejemplo obvio que aparece en esta clase de discusiones es el
ascenso del nazismo al poder, que fuera completamente legal e irónica aunque
decididamente denunciado por Carl Schmitt muy poco antes de afiliarse él mismo
al nazismo. Schmitt, con razón, sostenía que era un suicidio para todo régimen
democrático quedar reducido a la mera legalidad. Y de hecho, como las leyes en general se
sancionan gracias al concurso de mayorías, la democracia minimalista y el
Estado de Derecho formal no son sino dos caras de la misma moneda. Dicho sea de
paso, uno de los pocos puntos en que tanto Schmitt como Hans Kelsen estaban de
acuerdo, era que la idea del Estado de Derecho es tautológica, ya que todo Estado
opera según reglas, reglas que encima son creadas por el Estado.
Nobleza obliga, hay que reconocer que Lon Fuller tenía razón
en que la
legalidad en sí misma (al menos durante los dos últimos siglos), cuenta con una moralidad interna que impide que se
cometan ciertas atrocidades siguiendo normas jurídicas. Por ejemplo, el nazismo
cometió varias ejecuciones políticas siguiendo formas legales e incluso
judiciales (se habla de unos 5000 condenados a muerte por año), pero que
estuvieron obviamente muy lejos de permitir la comisión de un genocidio. Y fue
precisamente por eso que una vez que el nazismo decidió poner en marcha el
Holocausto, tuvo que apartarse del derecho. De este modo, el nazismo rindió un
homenaje, ciertamente idiosincrático, a la moralidad interna del derecho. Sin
embargo, insistimos, es evidente que se pueden cometer actos bastante atroces
siguiendo reglas jurídicas, sin llegar a un Holocausto.
La conclusión parece ser que si bien el minimalismo estético puede ser muy atractivo, su contraparte democrática y
legal no solamente es conceptualmente empobrecedora sino que es políticamente muy peligrosa porque hace quedar muy mal tanto a la democracia como al Estado de
Derecho. En efecto, solamente podría estar
satisfecho con este estado de cosas quien creyera que toda decisión mayoritaria
y que toda decisión legal, por el único hecho de ser mayoritarias y/o legales,
son plenamente democráticas y/o conformes al Estado de Derecho. Da la impresión
entonces de que es hora de abandonar el minimalismo democrático y legal para exigir concepciones más
robustas, al menos para impedir que nociones que nos son tan caras como las de
la democracia y la del Estado de Derecho caigan en descrédito.