(Ronald Dworkin, en su mejor luz)
Para decirlo con muy pocas palabras, existen dos grandes maneras de entender al derecho. La primera, que suele ser denominada como iusnaturalista, parafrasea aquel recordado programa “Grandes Valores de Ayer, de Hoy y de Siempre” conducido por Silvio Soldán. Sostiene que el derecho básicamente no es sino la continuación de la moral por otros medios. De ahí que para el iusnaturalismo, salvo muy honrosas excepciones que ojalá tratemos próximamente en esta sala, una ley injusta no es una ley. Esta parece ser la posición de Antígona en la famosa tragedia homónima de Sófocles. La segunda, que suele ser denominada como positivismo jurídico, sostiene que aunque el derecho puede estar conectado con la moral, no tiene por qué rendirle cuentas a esta última y por lo tanto una ley o una sentencia pueden ser injustas y jurídicamente válidas a la vez. Esta es la posición que defiende el tío de Antígona, Creonte, en la tragedia mencionada. El lema de Creonte es “Así es la Vida”, sea en la versión de 1939 con Enrique Muiño y Elías Alippi, o en su remake de 1977, con Luis Sandrini y Susana Campos.
A la luz de esta contraposición, tal vez no llame la atención el hecho de que Antígona haya ganado por lejos la batalla de relaciones públicas, ya que se han escrito precisamente varias
Antígonas y encima todas a favor, mientras que los
Creontes no solamente brillan por su ausencia sino que en caso de existir es casi imposible que cuenten con buena prensa. Sin embargo, a favor de la posición de Creonte podemos decir que si creyéramos que el derecho existe para resolver al menos algunos de nuestros conflictos morales, no tendría mayor sentido sostener que es la propia moral la que decide sin más acerca de cuál es el derecho vigente.
Lo que nos interesa discutir ahora, sin embargo, es la filosofía del derecho de Ronald Dworkin, particularmente en su versión tardía tal como aparece en su libro
El Imperio del Derecho (
Law’s Empire), la cual se presenta como una superación del viejo debate entre iusnaturalismo y el positivismo jurídico. En efecto, para Dworkin ni el iusnaturalismo ni el positivismo han advertido que el debate está mal planteado. No se trata de una discusión entre el razonamiento moral acerca de cómo debería ser el derecho—lo cual caracteriza al iusnaturalismo—y el razonamiento empírico acerca de cómo es la práctica social del derecho—lo cual es típico del positivismo—, sino que es una mezcla de las dos cosas. Lo que permite hablar de la práctica social y del razonamiento moral a la vez es la noción de interpretación. En efecto, para Dworkin el concepto de Derecho es un fenómeno de interpretación de una práctica, y dicha interpretación necesariamente recurre a estándares de moralidad política en la medida en que muestra dicha práctica en su “mejor luz”. De ahí que podamos decir que el interpretativismo es la famosa tercera posición. Parafraseando un viejo eslogan de la década del setenta: ni yanquis ni marxistas, interpretativistas.
Según Dworkin, cada vez que un juez desea identificar cuál es el derecho vigente, primero debe interpretar dicho derecho y luego su interpretación debe mostrarlo en su “mejor luz”. La metáfora que emplea Dworkin para ilustrar su posición es la de una novela en cadena. Cada juez recibe un texto de una obra en progreso con varios capítulos precedentes y le agrega un capítulo propio. Para eso, primero debe entender de qué trata la obra tal como la recibe él para después agregar un capítulo que muestre a esa novela en su mejor luz. Dworkin utiliza asimismo como metáfora explicativa la de un traductor. Todo traductor está atado a la obra que está vertiendo en otro idioma, pero, mal que le pese, al traducir siente que goza de bastante libertad para decidir cuál es el término en la otra lengua que hace justicia al término en el original.
Los lectores hasta aquí sospecharán que, tal como suele pasar, toda discusión sobre la interpretación de algo, sea un cuadro, un libro o una ley, degenera en o va acompañada de cierto escepticismo nietzscheano sobre la verdad. Para ser más claros, el interpretativismo suele ir escoltado por lo que podemos denominar como la teoría
Chavela Vargas de la interpretación. En efecto, una vez le preguntaron a la extraordinaria cantante por qué ella decía ser mexicana si en realidad había nacido en Costa Rica, a lo cual ella inmediatamente contestó con todo su genio y naturalidad: “los mexicanos nacemos donde se nos da la chingada gana”.
Sin embargo, no debemos olvidar que la teoría de la interpretación de Dworkin se sirve con una guarnición generosa de respuestas correctas, o para ser más preciso, una respuesta correcta. En efecto, para Dworkin, toda interpretación es susceptible de dar con la respuesta correcta, se trate de
Hamlet, un poema de Yeats o un caso constitucional. La confianza de Dworkin en la existencia de respuestas correctas se debe al menos a dos grandes argumentos. En primer lugar, Dworkin cree que, parafraseando al Martín Fierro, algunos escépticos más que escépticos son amigos, ya que se la pasan negando lo que dicen sus adversarios. Pero quien dice que no – o sí para el caso– a algo lo hace por una razón, y por lo tanto es mucho menos escéptico de lo que parece a primera vista. A esta clase de escepticismo Dworkin lo llama “escepticismo interno”.
Existe otro escepticismo que niega la posibilidad misma de argumentar racionalmente sobre el derecho o la moralidad política en general. Dworkin lo denomina “escepticismo externo”. Para un escéptico externo el hecho mismo de discutir sobre moral o derecho es como discutir acerca de si vamos a ponerle gas natural a la alfombra voladora que nos llevará a Marte. Y si este escéptico alguna vez llegara a ser víctima de lo que solemos llamar actos inmorales, no podría invocar la inmoralidad del acto sino que solamente podría quejarse tal vez de su falta de oportunidad o de las inconveniencias de sufrir tal acto. Después de todo, se trata de un escéptico moral.
El segundo argumento en el que se basa Dworkin se refiere al tipo de intencionalismo que subyace a la interpretación correcta. Dworkin cree que la interpretación que muestra al derecho en su “mejor luz” coincide con la intención del autor del derecho. Todo autor desea que su obra sea entendida en su “mejor luz” debido a que todo autor en principio desea haber hecho la mejor obra posible del género al que corresponde dicha obra. De ahí que si un intérprete descubriera que una obra queda mejor con cierto agregado o con cierta sustracción, entonces el autor mismo de la obra estaría de acuerdo en que la interpretación correcta de esta obra es aquella que precisamente agrega o sustrae algo a la obra de este modo, ya que la muestra en su “mejor luz”.
Para dar un ejemplo jurídico, todo constituyente cree que la Constitución que sanciona es la mejor. Por lo tanto, toda interpretación que muestra la Constitución en su “mejor luz” cuenta con el asentimiento del constituyente, ya que su propósito era precisamente ese. Toda obra estética o jurídica entonces en el fondo es una obra en colaboración entre el autor y el intérprete, ya que ambos están interesados en mostrar dicha obra en su mejor luz. Suponemos que el intencionalismo del que habla Dworkin es hipotético, es decir, no hace falta que el autor venga del más allá, como en el caso de los Padres Fundadores (o del más acá para el caso de que estuviera todavía entre nosotros) para comunicar efectivamente su aprobación, sino que es suficiente que la interpretación sea la que muestra la obra en su mejor luz para que cuente con la aprobación del autor.
Ahora bien, incluso suponiendo que el planteo de Dworkin fuera apropiado para tratar cuestiones artísticas o estéticas—lo cual es ciertamente un “gran si” como se suele decir en inglés—, como teoría del derecho adolece de graves defectos. De hecho, como muy bien dijera alguna vez el recientemente fallecido Glen Newey, Dworkin a menudo confunde una prosa magistral con un argumento sólido. Vayamos por partes, como solía decir Jack el Destripador, y desmenucemos las dos tesis de Dworkin.
La primera gran tesis de Dworkin consiste en que cada vez que nos interesa saber cuál es el derecho vigente debemos interpretarlo. Dworkin, por lo tanto, cree que el derecho siempre, en todos los casos, es como el cartel de la puerta de un baño en un restaurante de Palermo y que por lo tanto requiere interpretación. Sin embargo, aunque Dworkin tuviera razón en relación a Palermo, es suficiente con irse a Almagro o a San Antonio de Areco para mostrar que la de Dworkin es una generalización indebida.
Para dar un ejemplo ligeramente más jurídico, si Dworkin tuviera razón, hasta los sellos usados en Tribunales exigirían ser interpretados, con lo cual perderían su razón de ser. Después de todo, cuando uno va al baño, no suele tener por obvias razones mucho tiempo para perder interpretando las puertas, y otro tanto se podría decir respecto de los sellos en los juzgados. Ya bastante demora un juicio como para ponerse a interpretar los sellos.
Por supuesto, Dworkin tiene razón en lo que atañe a los así llamados “casos difíciles”. Sin embargo, semejantes casos representan un porcentaje minúsculo de la práctica jurídica, aunque estén sobre-representados en las Facultades de Derecho y por supuesto en los tribunales de apelación. Y si todavía hiciera falta un ejemplo para refutar la necesidad que tenemos de interpretar siempre el derecho, basta recordar el artículo 2 del Código Penal Argentino: “
Si la ley vigente al tiempo de cometerse el delito fuere distinta de la que exista al pronunciarse el fallo o en el tiempo intermedio, se aplicará siempre la más benigna”. No tiene sentido decir que existen dudas sobre el significado de los términos empleados en este artículo.
En realidad, esta primera tesis de Dworkin es redundante o contraproducente. La redundancia proviene del hecho de que es obvio que el significado de las palabras no es natural, es decir no crece en los árboles, sino que es convencional. Pero son precisamente las convenciones las que nos permiten entender lo que nos estamos tratando de decir. Los lectores comprenderán sin necesidad de interpretación que en este preciso momento estamos criticando un argumento de Dworkin.
Mutatis mutandis, como dice Freud, a veces un cigarro es solamente un cigarro.
En todo caso, cuando debemos interpretar algo porque no lo entendemos o comprendemos sin más, el significado en cuestión siempre depende de la intención de la fuente del significado. Si alguien por la calle nos muestra un dedo mayor formando un plano ortogonal con la palma de su mano, a la luz de las convenciones vigentes y suponiendo que esta persona las conoce, no queda otra que asumir que esta persona nos quiso insultar. En su mejor luz, por supuesto, ese dedo podría representar un tic nervioso o un problema eléctrico de su mano, pero dicho significado existiría solamente para el receptor, no para el autor del gesto, y por lo tanto no habríamos entendido lo que nos quiso decir, o en todo caso no tendría sentido hablar de insultos, sino que todo depende de cómo uno se toma las cosas. Por si todavía subsistieran las dudas, tal vez a los lectores les sea útil recordar aquella célebre escena de “Dos Extraños Amantes” en la cual Woody Allen le pide a Marshall McLuhan que se acerque a la cola de un cine para refutar lo que un pomposo profesor de Columbia decía sobre él.
Hablando de la “mejor luz”, en segundo lugar, para Dworkin la interpretación en cuestión debe mostrar al derecho precisamente en su mejor forma moral. Esta afirmación de Dworkin es tan popular que ha hecho que incluso destacados e inteligentes filósofos crean que una sentencia no forme parte del derecho vigente porque no muestra al derecho en su “mejor luz”. La pregunta que nos debemos hacer sin embargo es qué conexión tiene el derecho con la luz. ¿Acaso si el derecho no se ve, como suele pasar de noche, entonces no está vigente? ¿Y si se viera “A Media Luz”, como dice el tango, estaría medio vigente?
Para que podamos hablar de interpretación, esta última tiene que retratar o representar su objeto sin cambiarlo, lo cual está lejos de ser el caso cuando interpretamos algo en su “mejor luz”, tal como quedó claro con el ejemplo del dedo mencionado más arriba. Nunca se insistirá lo suficiente en que toda interpretación por definición no puede cambiar el objeto de la interpretación: se supone que la interpretación de X se propone entender a X, no cambiarlo. De otro modo, estaríamos frente a la situación reflejada por aquella vieja historia de dos personas que se encuentran en la calle. Una le dice a otra: “Qué cambiado que estás Pepe. Antes eras alto, ahora estás más bajo. Antes eras flaco, ahora has aumentado de peso. Antes tenías pelo oscuro, ahora tenés el cabello rubio. Extraordinario”. A lo cual la otra le responde: “Yo no me llamo Pepe”. Y obviamente la primera le contesta: “Es increíble, hasta el nombre te has cambiado”.
Por supuesto, existen casos en los cuales la ley no es clara y el juez deberá innovar en el sentido de que su interpretación hará que el significado de la ley salga finalmente a la luz. Pero debemos tener mucho cuidado de no permitir que el juez cambie la ley cuando su interpretación literal le parezca inapropiada, ya que la tarea del juez, particularmente en un Estado de Derecho democrático, es la de aplicar la ley que proviene del Congreso (por no decir nada de la Constitución) y no cambiarla. El Congreso se toma el trabajo de sancionar leyes para que las obedezcamos y no para que las interpretemos en su mejor luz. El derecho entonces es como una partitura que el intérprete debe respetar, y si la partitura es de una sonata de Beethoven o de una zamba, el intérprete no puede tocarla como si fuera una cumbia—o lamentablemente al revés si fuera el caso—.
Además, si el derecho pretende tener autoridad, la inclusión de la mejor luz dentro del derecho vigente es auto-frustrante en el sentido de que acentúa el problema sin proveer la solución. En efecto, el derecho tiene autoridad para ayudarnos a resolver al menos algunos de nuestros desacuerdos morales, los cuales giran alrededor del contenido de nuestras razones para actuar. Pero si necesitáramos contar con la respuesta moral antes de que fuera provista por el derecho, entonces no tendría sentido obedecer al derecho. Sería como llamar por teléfono pidiendo reparaciones utilizando el teléfono que deseamos reparar, lo cual sería redundante si lográramos comunicarnos o imposible si realmente el teléfono no funciona.
Finalmente, no debemos olvidar que son instituciones jurídicas, cuya identificación no requiere interpretación ya que de otro modo sería imposible distinguir entre un tribunal y una mesa de amigos en un café—aunque a veces no es fácil percibir las diferencias—, las que terminan decidiendo sobre cuál es precisamente la mejor luz en la que debemos ver al derecho. Y una vez que lo hayan hecho, por muy buenas razones difícilmente le concedan a sus objetores la posibilidad de poner en duda la interpretación institucional a la búsqueda de su mejor luz, sino que lo más probable es que una vez encontrada la respuesta correcta, la misma sea defendida mediante el más extremo de los formalismos en defensa de la autoridad del derecho. Entonces, como por arte de magia, muchos interpretativistas devienen formalistas una vez que la interpretación correcta ha sido declarada por el tribunal, interpretación que justo coincide con quienes se han transformado súbitamente en formalistas. Sin embargo, no podemos ser peronistas cuando nos conviene, sino que debemos serlo siempre, o nunca.
Hablando de política, la teoría interpretativista de Dworkin sobre el razonamiento legal va acompañada por una defensa de la juridificación de lo político, envalentonado Dworkin tal vez por algunas de las decisiones de la Corte Suprema de EE.UU. en la segunda mitad del siglo XX. De hecho, Dworkin dice expresamente que para él el razonamiento judicial no es sino la continuación de la política por otros medios. De ahí que quienes comparten la agenda de Dworkin en cuestiones tales como la distribución del ingreso, el aborto, la eutanasia, etc., se sientan tan atraídos por su prosa y su defensa del así llamado activismo judicial.
Sin embargo, hay que ser conscientes de que las teorías anti-positivistas del derecho son un arma de doble filo. En efecto, si esperamos que los jueces antes de aplicar el derecho lo entiendan en su mejor luz, no debería extrañarnos que, por ejemplo, un juez anti-abortista se niegue a reconocer el derecho al aborto, que un juez libertario considere como esclavitud toda imposición de tributos, o que un juez admirador de Chavela Vargas considere que los gobernantes pueden ser reelectos indefinidamente a pesar de una clara prohibición constitucional al respecto. De ahí la superioridad del viejo y querido positivismo, para el cual, para decirlo en muy pocas palabras, “la ley es la ley”. Este eslogan nos recuerda que el derecho no tiene por qué coincidir con nuestra ideología política, lo cual es precisamente el punto de respetar la autoridad del Estado de Derecho.
Por supuesto, habrá ocasiones en que no habrá otra alternativa moral que desobedecer el derecho. Pero en tal caso nadie podrá llamar una “interpretación” del derecho lo que en realidad no es sino una pura y simple desobediencia. Las cuentas claras no sólo conservan amistades sino que además ayudan a pensar mejor y sobre todo a tomar mejores decisiones en ámbitos como los del derecho, en donde es muchísimo lo que está en juego y no podemos darnos el lujo de equivocarnos.
Fuente:
La Vanguardia.