jueves, 29 de junio de 2017

Hablemos de Republicanismo




[N. de la R.: fieles al intencionalismo hermenéutico transcribimos una reseña de Razones Públicas de Katz Editores, que a juicio del autor, es una excelente interpretación del libro]


En los últimos años el clásico (y moderno) eje político izquierda-derecha parece haberse ampliado, o desplazado, a otro que opondría “populismo” y “republicanismo”. Populismo es un concepto relativamente nuevo que ha tenido sus teóricos, desde el clásico aporte de Laclau hasta intervenciones polémicas recientes. En cambio el republicanismo, una tradición precristiana, parece condenado al pregón mediatico de gente como Gloria Álvarez o Fernando Iglesias.

Razones públicas, el libro de Andrés Rosler editado por Katz, viene a enmendar ese vacío. La obra se presenta como un retrato del republicanismo en seis conceptos desarrollados en seis capítulos: libertad, virtud, debate, ley, patria y cesarismo. Rosler es docente de la carrera de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y doctor en Derecho por la Universidad de Oxford, su libro combina el tratamiento complejo de los autores fuertes del canon filosófico político, de Hobbes a Schmitt, con la claridad conceptual de la filosofía analítica anglosajona, bien lejos de la tortuosa prosa continental. El resultado es un libro ameno que no negocia un milímetro de profundidad, en donde los hitos de la historia de Roma y los conceptos de Hegel conviven con referencias a Monthy Pyton y la comedia norteamericana, todo atravesado por el espíritu didáctico y la ironía amable que el autor demuestra asiduamente en su blog [N. de la R.: La Causa de Catón].

El retrato republicano de Rosler empieza terciando entre la libertad negativa de los liberales y la libertad positiva de la tradición demócrata-revolucionaria. La libertad republicana surfea en el medio, proponiendo un status jurídico basado en la no dominación de las personas. Claro que la libertad no es gratis, se paga con virtud: los ciudadanos deben brindar apoyo y servicio constante a la República, con predisposición, habilidad y apego a un sistema normativo. Esa virtud se hace más necesaria en el clima de contestabilidad de la república: el desacuerdo es inevitable aún entre personas inteligentes y bienintencionadas, y el debate es parte constitutiva de la cosa pública. El republicano es un debate que no aspira al acuerdo perfecto (a diferencia de Habermas) y que está dispuesto a incluir a los antirrepublicanos (a diferencia de Rawls). Como contracara de esa libertad y ese debate está el apego republicano a la ley y su defensa activa mediante la autoridad y el constitucionalismo. El espacio de realización de estos universales republicanos es particular: la patria, la comunidad política signada por la ley y la libertad, opuesta tanto al idealismo universalista como al irracionalismo nacionalista. La patria tiene enemigos externos y un enemigo interno: el cesarismo. La compleja discusión sobre la legitimidad de la guerra y la violencia política contra esos enemigos cierra las razones públicas de Rosler. En el camino, el autor se da gustos como analizar el discurso de Bruto en el Julio César de Shakespeare o relatar políticamente los cuadros de David y Delacroix.


LA TRADICIÓN REPUBLICANA

El republicanismo de Rosler tiene raíces fundamentalmente clásicas, los nombres de senadores romanos y juristas florentinos se suceden sin más referencias a la coyuntura local que un par de ironías revoleadas en alguna página. Sin embargo, el mismo autor propone su libro como un test para medir el republicanismo de sus lectores del siglo XXI. Razones Públicas fue escrito y publicado a caballo entre dos gobiernos en donde el concepto “republicanismo” jugó fuerte en un debate en el que Rosler intervino con frecuencia. Todo ello habilita una lectura coyuntural de este libro con destino de clásico.

En Argentina hay una tradición republicana que Natalio Botana reconstruyó para el siglo XIX. Después de un siglo XX complicado encontramos restos disonantes de republicanismo en lugares impensados: Hugo Quiroga y Marcos Novaro vieron un deforme hálito republicano en la Junta de 1976: su regeneracionismo inspirado en la generación del ‘80 así como su retorcida división de funciones para evitar un cesarismo similar al onganiato. Gerardo Aboy Carles ha llamado “segunda república” al proyecto alfonsinista. Durante los ‘90s, “república” fue la contraseña de una rama del antimenemismo contra la corrupción y el caudillismo imperantes, desde la “Acción por la República” de Cavallo hasta tantas ONGs y think tanks transparentistas luego absorbidos por la Alianza. Eduardo Rinesi detectó en el kirchnerismo una vocación republicana por ampliar la participación pública aún a costa del conflicto. Pero ya era tarde, desde 2008 el concepto quedó en manos de la oposición: la movilización cívica cacerolera, la retórica incendiaria de Carrió y las fotos de perfil con Alberdi en tantas redes sociales. Hoy parte de ese colectivo está en el gobierno o se siente representado por él.

Se puede hablar de la persistencia subterránea de un republicanismo, si no siempre ético al menos estético, en la conciencia colectiva argentina. Como un sistema de valores tallados en tablas de mármol que convive con otros impulsos sociales menos nobles.


CICERÓN Y MR. HYDE

Tocqueville escribió que mientras la igualdad es un proceso natural, inevitable, la libertad es un artificio sólo posible por la virtud humana. En Argentina parece ser lo contrario: mientras tratamos de recuperar políticamente la igualdad, hay una suerte de liberalismo salvaje. Una vocación indomable de los ciudadanos por consumir y autogobernarse de espaldas a cualquier autoridad, ley o racionalidad económica, empeñada en cumplir la imagen que la sociedad argentina tiene de sí misma. ¿De qué manera la ética republicana puede convivir con ese material humano?

Si el sujeto de mercado argentino parece regirse por una versión exacerbada de la libertad liberal, esa que se conforma con la circulación sin obstáculos de cuerpos, capacidades y mercancías, Rosler la modera con un modelo de libertad republicana que, desde Hegel, no se conforma con satisfacer sus deseos a costa de quien sea: necesita la dignidad del reconocimiento por parte de agentes igualmente libres.

Una vez así reformulada la libertad, es posible articularla con la virtud como fuente de identidad: un marco normativo que debe apelar a nuestro sentido de quiénes somos, algo que está por encima de nuestros deseos y de lo que somos parte. El dualismo constitucional cristaliza ese marco normativo en forma de ley como contrapeso a la voluntad democrática de las intensas mayorías argentinas.

El liberalismo salvaje fue la manera que encontró la sociedad argentina de defender su consumo democratizado y su movilidad social ascendente de los zarpazos del mercado y el Estado, aún en las condiciones más adversas. Pero nunca dejó de ser portador de reflejos clasistas, incluso racistas, y de una ingobernabilidad endémica. El republicanismo rosleriano puede operar allí como un anticuerpo, un ‘superyó’ político para domar a ese ‘ello’ social sin necesidad de someter esa energía ingobernable que mantuvo a raya a tantos gobiernos.


MACRISMO Y REPUBLICANISMO

¿Cuánto republicanismo resiste el gobierno de Cambiemos? A simple vista, fue una de sus banderas de campaña. Sin embargo, su gabinete de gerentes está plagado de conflictos de intereses y sus enjuagues con la justicia y los servicios de inteligencia ya son tema de discusión pública. Sus partidarios argumentan que, en la coyuntura poskirchnerista, el republicanismo es un principio difícil de bajar a tierra sin ensuciarse un poco; que esta es la República posible, la República verdadera llegará en el segundo semestre; que una tortilla republicana no se puede hacer sin romper algunos huevos institucionales.

Llevemos entonces la vara a un plano más abstracto: una hipotética filosofía política cambiemita no es necesariamente incompatible con el republicanismo. El sinceramiento económico apelaría a una retórica que no busca manipular ni consentir, sólo persuadir racionalmente. La batería de técnicas marketineras del macrismo no sería más que una puesta al día de los recursos retóricos a los que los republicanos, convencidos de la salud del debate, rendían culto. Incluso el votante duranbarbista, absolutamente inmune a compromisos partidarios e ideologías, repondría de una manera un tanto sosa la libertad del civis republicano.

La vocación regenerativa del macrismo consiste en educar a la sociedad en el valor del esfuerzo, la austeridad y la paciencia con el largo plazo de un gobierno “no demagógico”. Sin embargo, esta regeneración porta un republicanismo muy flaco: la libertad es negativa, la virtud es la disciplina laboral, las leyes son las del mercado, la patria es un par de desfiles militares, el debate es el rostro ovino de Marcos Peña pidiendo disculpas por medidas ya tomadas, con sus febriles usuarios de redes sociales por detrás.


VIRTUS VERSUS FOCUS

La languidez del imaginario republicano macrista puede deberse a la educación mayormente empresarial de su dirigencia, que la distrajo de los deleites del pensamiento político. O puede deberse a que su concepción de representación no sea republicana.

La representación política es un diferencial crucial entre liberalismo y republicanismo: mientras el primero (especialmente en su versión utilitarista, v.g. Bentham) confía en un representativismo lineal de los intereses ya existentes en la sociedad, el republicanismo moderno hereda de Hobbes el acto constituyente de la representación: es el representante el que da lugar al representado al momento de representarlo, no hay pueblo sin representación, no hay sujeto previo a la política. El libro de Rosler curiosamente no toca el problema de la representación, pero su énfasis en el valor epistemológico de la virtud, el rol educador del debate y la importancia de una comunidad particular para transmitir culturalmente ciertos valores políticos parecen avalar la idea de que el ciudadano republicano es, al menos en parte, fruto de la misma República.

El macrismo, una fuerza política que nació invocando a vecinos antes que a ciudadanos o al Pueblo, comparte el representativismo lineal del liberalismo. Su interpelación a los gobernados se sostiene en el auscultamiento paciente de la sociedad ya existente mediante la magia del focus group, para así mejor imitarla con todos sus defectos, hacer virtud del vicio social con la menor imaginación política posible: mascotas en el subte, menores de 16 años en las cárceles.

Hay un conflicto inevitable entre la lógica del focus group y la del republicanismo, quizás porque ambas son tecnologías, cajas de herramientas para tejer vasos comunicantes entre la sociedad y el Estado. La filosofía política del focus parte de un sujeto consumidor, permeable, de identidades flotantes, que se realiza en lo privado, sin mediación entre un deseo no necesariamente racional y el mercado como única red institucional que une los fragmentos de una sociedad altamente segmentada. Y, lo más importante, es un individuo cuantificable, previsible. “Imaginate esas herramientas aplicadas al diseño institucional -me susurra un amigo desde su mail corporativo- Sería una bomba. El pro hace un 15% de lo que se puede hacer y con eso no los van a sacar más”.

Al lado de esta promesa tecnológica de eficacia, el republicanismo puede parecer al menos candoroso con su desconfianza hacia el poder y su moralización de la política. Rosler se encarga de dispersar esos fantasmas. Por un lado, el maximalismo autoritativo republicano habilita gobiernos con capacidad de destrabar empates sociales mediante la decisión y de coordinar funciones complejas. Por otro, concibe a la virtud como parte del arte política: capacidad de juicio y persuasión, sensibilidad especial ante las contradicciones sociales. La clave es que los engranajes de este artilugio son los gobernados: los republicanos no cuentan con un sistema político, sino que ellos son el sistema político. La virtud los motiva para debatir y así instruir a sus pares, al tiempo que cumple funciones epistémicas indicándoles qué hacer ante situaciones complejas.

Así, la virtud republicana no sólo se diferencia de la tecnología del focus, sino que la conjura: mientras el segundo sólo funciona desde arriba, en la consola de la gobernabilidad, la virtud requiere la participación activa del común y en ese acto lo expulsa del blister del consumo privado en donde el focus necesita tenerlo para medirlo.


NOSOTROS TAMBIÉN PODEMOS CAMBIAR EL MUNDO

El panteón de héroes republicanos de Rosler tiene el suelo inclinado: no hay lugar allí para levellers ni sansculottes; Spinoza no figura y Lilburne, Overton y Walwyn brillan por su ausencia. El autor puede escudarse en su “compromiso sin reverencia” con el republicanismo: convencido de que el republicanismo tiene sus propios anticuerpos, Rosler lo purga de ingredientes tóxicos y se reserva el derecho de admisión al staff de referencia republicano.

Sin embargo, el republicanismo rosleriano no renuncia a alcanzar una Nueva Jerusalén y hacer de este un mundo mejor: “El compromiso principal del republicanismo es con la libertad, no con la propiedad privada… muchas veces es la propiedad privada la que provoca la dominación de los ciudadanos, algo que no puede ser permitido por ningún régimen que se precie de republicano”. La dominación que repugna al republicanismo puede ser también social o económica y el autor lo ilustra con hipotéticos feminismos y socialismos republicanos. Pero no se queda sólo en las buenas intenciones: “Los republicanos clásicos, por su parte, creían que la mera dominación era suficiente para justificar la violencia política en su contra”, pero esa violencia debía ser el último recurso, proporcional a la violencia sufrida y razonable, es decir, el éxito de la acción debía ser previsible. La Operación Gaviota cumplió al menos dos de tres.

En un guiño cómplice a the day after the revolution, Rosler indica que el “republicanismo no tiene previsto cerrar sus instalaciones para el caso de lograr una distribución equitativa del ingreso, ya que la discusión política seguiría en esas condiciones”, una frase a la que podría haber suscripto Mao si hubiera manejado lenguas de raíz latina.


MENSAJES EN UNA BOTELLA

“Al le quepa el sayo que se lo ponga” dijo Rosler en una entrevista a propósito de la presentación de Razones Públicas. Su libro es una invitación abierta al republicanismo, un mensaje en una botella que el autor arroja al mar picado de un mundo en crisis, sin saber en qué playas puede terminar. Quizás no sean las playas soñadas por Cicerón o Maquiavelo.

Hace rato que vivimos la crisis de los populismos en nuestra región de repúblicas sin republicanos. En el mismo instante en que Europa y Estados Unidos se familiarizan con el concepto, los liderazgos populistas de América Latina se debaten entre moderar sus programas, petrificarse en cesarismos o morir al pie de su propio monumento apuñalados por el fuego amigo. Muchos de quienes acompañaron esos procesos sublimaron al poder por su capacidad transformadora durante más de una década. Y ahora que lo ven desde afuera se les antoja un castillo kafkiano ante el que sólo queda resistir hasta la próxima toma de la Bastilla.

Quizás leímos demasiado El Príncipe y muy poco los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, quizás leímos demasiado al poder y muy poco al contenido transformador del republicanismo. Quizás una manera de relanzar proyectos populares sea amigándose con esos conceptos denostados a cambio de recuperar parte de la tecnología republicana: la libertad con dignidad para encuadrar al consumo en armas argentino, la virtud para desafiar al Excel, la ley para protegernos. De esa manera Razones Públicas sería también, más allá de las intenciones de su autor, una de tantas maneras para repensarse políticamente de esa facción, ahora que el poder queda lejos y esperamos en el Monte Aventino.

Alejandro Galliano

Fuente: La Vanguardia.

viernes, 23 de junio de 2017

Gerald Cohen o el Marxismo sin Sanata



Gerald Cohen (1941-2009) perteneció a esa última generación de superhéroes los cuales podían llegar a convertirse en catedráticos en Oxford e incluso en miembros del exclusivísimo All Souls College -el único colegio de esa universidad cuyos miembros no tienen obligaciones docentes y se dedican exclusivamente a investigar- sin contar con un doctorado y habiendo publicado a lo sumo un libro y algún que otro paper.

Claro que en el caso de Cohen no era “un libro” sin más, sino La Teoría de la Historia de Karl Marx. Una Defensa (su primera edición fue publicada por Oxford University Press en 1978: Karl Marx’s Theory of History: A Defence, a partir de ahora KMTH, en español fue publicado por Siglo XXI en 1986), una exposición magistral del pensamiento marxista en términos funcionalistas. De hecho, su marxismo declarado hizo aún más meritoria su designación en 1984 como Profesor Chichele de Pensamiento Social y Político en Oxford.

Ciertamente, el marxismo de Cohen era muy especial. En efecto, él fue uno de los fundadores, junto v.g. a Jon Elster y el economista John Roemer, de lo que se dio en llamar “marxismo analítico”. Si bien el nombre originario fue “el grupo septiembre” (debido a que el primer encuentro había tenido lugar precisamente en ese mes en 1981), los propios fundadores solían denominarlo mucho más diáfanamente como “marxismo sin sanata” (no bullshit Marxism).

Habría que tener en cuenta que cuando Cohen comenzó a estudiar filosofía analítica británica en Oxford bajo la tutela de Gilbert Ryle casi todos sus compañeros que tenían un compromiso con la política eran claramente hostiles a la filosofía analítica debido a que les parecía “burguesa o trivial, o las dos cosas” (KMTH, p. XXI). De hecho, aproximadamente durante la época en la que Cohen estudiaba en Oxford los jóvenes marxistas académicos británicos estaban fuertemente atraídos por la obra de Louis Althusser y su escuela. Cohen mismo había sentido en un comienzo el influjo del althusserianismo pero, finalmente, pudo resistir la “intoxicación”, ya que la declamada rigurosidad conceptual de la que tanto se ufanaba dicho discurso no tenía correlato alguno en la realidad.

Muy por el contrario, en aquel entonces entre quienes se dedicaban en Oxford a la filosofía prevalecían las técnicas del análisis lógico y lingüístico desarrollado por el pensamiento positivista y post-positivista, inicialmente en el mundo germano-parlante y luego, como consecuencia del nazismo, en el mundo anglosajón. De hecho, es bastante irónico que la metodología filosófica que muchos consideran como distintivamente anglosajona o insular sea de origen continental.

Cohen había llegado a Oxford en 1961 luego de haber estudiado filosofía y ciencia política en su Montreal natal, en la Universidad McGill. La educación que había recibido Cohen en McGill era bastante parecida a la que se suele impartir hoy en día en las carreras de Filosofía o de Ciencia Política en nuestras universidades. Se trataba de una educación cuyo fuerte era la historia del pensamiento, pero que no preparaba, en general, a los estudiantes para tratar cuestiones filosóficas en sí mismas. Cohen, por ejemplo, sabía entonces qué era lo que habían dicho exactamente autoridades filosóficas como Descartes, Hobbes o Hume, pero era incapaz de decir si lo que decían era cierto.

De ahí que no llame la atención que, cuando Cohen asistió a su primer seminario en Oxford -conducido por los profesores David Wiggins y Michael Woods-, no entendió una sola palabra. Naturalmente preocupado por este hecho, sintió un gran alivio al descubrir en el reglamento de la universidad que existía una Maestría en Ciencia Política (“Politics”) y que uno de sus exámenes escritos posibles era sobre las Teorías Políticas de Hegel y Marx. Fue entonces que Cohen habló con su supervisor, Gilbert Ryle, y le preguntó si era posible incluir, como parte de los exámenes para obtener la Maestría en Filosofía, el paper en Ciencia Política sobre Hegel y Marx, sobre todo teniendo en cuenta que en aquel entonces la filosofía política estaba clínicamente muerta en el ámbito anglosajón (cabe aclarar que, si bien John Rawls había estado en Oxford como becario Fulbright en la década del cincuenta, merced a lo cual había entrado en contacto con figuras tales como Herbert L. A. Hart e Isaías Berlin -más sobre este último próximamente en esta sala-, su célebre Teoría de la Justicia recién aparecería en 1971).

La respuesta de Ryle fue muy sabia y precisa: “Sí, en la medida en que Ud. mantenga sus oídos abiertos a otros ruidos”. Cohen le dio su palabra y, ciertamente, la cumplió durante toda su vida. De hecho, esa misma persona que al llegar a Oxford no entendía una sola palabra de filosofía analítica con el tiempo se convertiría en uno de los filósofos analíticos más importantes del mundo.

Para ayudarlo con su escritura del paper sobre Hegel y Marx, Ryle convino un encuentro entre Cohen e Isaías Berlin, quien ya hacía tiempo se había convertido en toda una personalidad en Oxford. Para ese entonces Berlin ya había escrito tres de sus obras clásicas: Karl Marx (1939, en español Alianza, 2000), La inevitabilidad histórica (1954) y El Erizo y el Zorro (1953, en español Península, 2002) (este último, de hecho, ha dado nombre hoy en día a un conocido programa sobre el pensamiento en general en las noches de Radio Nacional).

Berlin y Cohen no solamente compartían su interés por Marx, sino que además ambos eran judíos. Una vez Berlin le dijo a Cohen que los judíos debían asimilarse o irse a vivir a Israel, aunque el propio Berlin nunca pudo hacer ninguna de las dos cosas. En cuanto a Marx, Cohen recordaba que para Berlin “la de Marx era una personalidad brillante pero dislocada, cuya teoría era una expresión de ambas propiedades. Era una teoría destinada a producir un gran fruto para las ciencias sociales y resultados desastrosos para la humanidad” (“Isaiah’s Marx, and Mine”, en Edna Ullmann-Margalit y Avishai Margalit eds., Isaiah Berlin. A Celebration, University of Chicago Press, 1991, p. 117). Otro punto en común entre ambos fue el hecho de que Cohen un par de décadas más tarde ocuparía la misma cátedra que detentaba Berlin cuando se conocieron, pero ni Berlin ni Cohen podrían haberlo sabido en ese momento.

Lo que terminó de empujar a Gerald Cohen en la dirección analítica, sin embargo, fue una devolución que recibiera de un riguroso filósofo estadounidense, Isaac Levi, luego de una presentación de un paper en la Universidad de Londres en 1967, cuando Cohen ya daba clases allí. En muy pocas palabras, Levi le preguntó a Cohen qué quería decir exactamente la tesis sostenida en el paper y/o cómo hacía para mostrar que dicha tesis era verdadera. En un primer momento, Cohen creyó que la intervención de Levi había sido hostil y de muy poca ayuda, aunque con el tiempo se dio cuenta de que Levi tenía muchísima razón. Ningún académico serio puede darse el lujo de no poder explicar cuál es su tesis y de abstenerse de mostrar que la misma es verdadera. Lo demás es sanata (o bullshit, como el mismo Cohen dijera no muchos años después).

Si siguiéramos a otro legendario filósofo de Oxford como Derek Parfit y dividiéramos a los que se dedican a la historia de la filosofía en (a) arqueólogos que tratan de entender los artefactos del pasado en aras de sí mismos y (b) profanadores de tumbas que le dan a sus hallazgos usos completamente diferentes al originario, habría que decir que, al menos en la película “Cazadores del arca perdida” (Steven Spielberg, 1981), Cohen se sentiría mucho más cerca de René Belloq que de Indiana Jones, ya que profana las tumbas de la historia del pensamiento para hacer teoría política contemporánea.

En efecto, Cohen estaba menos interesado en percibir la especificidad histórica del discurso político de Marx que en el uso que le podríamos dar: “La meta es construir una teoría sostenible de la historia que está de acuerdo grosso modo con lo que Marx dijo sobre el tema. Mientras que a él le habría parecido poco familiar…, la esperanza es que él podría haberlo reconocido como una exposición razonablemente clara de lo que él pensaba” (KMTH, p. IX). No es casualidad entonces que para Cohen la filosofía moral y la filosofía política sean “disciplinas ahistóricas que usan la reflexión filosófica abstracta para estudiar la naturaleza y la verdad de los juicios normativos” (Self-Ownerhip, Freedom and Equality, Cambridge University Press, 1995, p. 1).

Quizás suene sospechosa la aspiración de Cohen a la verdad ahistórica en el marco de una teoría política, sobre todo en nuestra época en la cual todo “es más complejo”, “un debate”, etc. Sin embargo, en el fondo Cohen tiene razón. Cuando pensamos filosóficamente en cierto tema, nos debería interesar mucho más el contenido de las proposiciones en juego que sus autores o contextos. Pensemos, v.g., en el socialismo. ¿Nos interesa porque, v.g., Marx, o Cohen, o alguna otra autoridad dijo que el socialismo es deseable, o, al revés, es nuestra creencia en el valor del socialismo la que nos lleva a interesarnos en autores como Marx o Cohen? A menos que seamos fanáticos, nuestro compromiso principal es con nuestra razón, y si advertimos un desfase entre la razón y Marx (o el socialismo), pues entonces peor para Marx (o el socialismo). Para usar la terminología de Cohen, nuestro interés por el socialismo o un autor es entonces un “compromiso sin reverencia” (KMTH, p. XVII). Parafraseando el apotegma que se le suele atribuir a Aristóteles, somos amigos de Marx o de Cohen, pero más todavía de la verdad.

Antes de enfrentarse con él, y ciertamente aniquilar, al best-seller de Robert Nozick, Anarquía, Estado y Utopía (1974, en español FCE, 1988), Cohen  ya creía que el socialismo era claramente preferible al capitalismo por razones de principios normativos, y no porque el materialismo histórico demostraba que el triunfo socialista era inevitable. Así y todo, pensaba que la superioridad moral del socialismo por sobre el capitalismo era tal que no hacía falta identificar el punto de vista desde el cual había que suscribir la posición socialista, ni identificar los principios que guiaban la lucha por el socialismo, y, por lo tanto, creía también que no tenía ningún sentido dedicarse a la filosofía política normativa en aras del socialismo.

En efecto, la superioridad del socialismo era tan evidente que solamente la irracionalidad o la inmoralidad podían explicar que dicha superioridad pudiera estar en cuestión. Ciertamente, el movimiento socialista se apoyaba en varios supuestos, pero la filosofía política, entendida como la búsqueda de los principios correctos y de las estructuras que permitieran ponerlos en práctica, no era exigida por los aliados y, de todos modos, tampoco iba a convencer a los enemigos para que cambiaran de opinión, ya que por definición su resistencia no se debía a una cuestión de principios. Por otro lado, la idea misma de valores parecía ser demasiado burguesa para algunos marxistas, a pesar de que una de las acusaciones marxistas más comunes en relación al capitalismo es la de la explotación del proletariado, la cual obviamente encierra un reclamo de justicia.

Hoy en día, en cambio, si el marxismo todavía sobrevive se debe a que ha dejado de ser una teoría científica de la historia o, en todo caso, una descripción o predicción de un destino inevitable, para convertirse en una teoría política con aspiraciones fundamentalmente normativas que gira alrededor de ciertos valores como igualdad, justicia, comunidad y auto-realización, y con un diseño institucional que gira alrededor de dichos valores. Como se puede apreciar, en cierto sentido el marxismo ha devenido un tema de las variaciones utópicas que, en alguna época, eran uno de los blancos favoritos de sus críticas.

Gerald Cohen es un ejemplo en muchos sentidos. Su obra muestra que se puede ser progresista (o de izquierda) siendo claro y profundo, sin dejar de utilizar el sentido del humor, tal como se puede apreciar en todos sus escritos e incluso en varios videos que por suerte hoy están subidos en You Tube, y, sobre todo, sin sanatear. Lamentablemente, algunos intelectuales que incluso llegan a conformar verdaderos colectivos de cientos de personas, confunden la profundidad con la ininteligibilidad, como esas películas cuya dirección parece haberse querido asegurar de que todas las tomas fueran incomprensibles.

Cohen, en cambio, y todo gracias a los impiadosos comentarios de Levi mencionados más arriba, dejó “de escribir (al menos parcialmente) a la manera de un poeta que redacta lo que le suena bien a él y quien no necesita defender sus líneas (o bien resuenan con el lector o no)” y, en su lugar, empezó a preguntarse “al escribir: ¿precisamente qué es lo que esta oración contribuye a la exposición o argumento en desarrollo?, y ¿es verdadera?” (KMTH, p. XXII). En este breve de párrafo de Cohen se puede hallar tal vez el mejor consejo que pueda recibir cualquiera que se dedique al pensamiento, en el sentido más amplio de la expresión.

Fuente: La Vanguardia.

martes, 20 de junio de 2017

El Caso Fontevecchia y la Súper (Corte) Suprema



Los fallos de la Corte Suprema, “Muiña” y “Fontevecchia” suelen ser discutidos juntos, y no sin razón, ya que ambos casos no solamente están próximos en el tiempo sino que además en ambos casos las decisiones de la Corte tratan de mantener a raya cierta moralización imperante en el discurso jurídico. Sin embargo, salta a la vista que al segundo fallo no le habíamos prestado tanta atención como al primero (2 x 1). Es hora de remediar la cuestión aunque concentrándonos en la "filosofía" del fallo por así decir.

Recordemos brevemente los hechos. Carlos Menem había demandado a Editorial Perfil por daños y perjuicios debido a que ciertas notas periodísticas sobre un presunto hijo no reconocido de Menem había lesionado ilegítimamente su derecho a la intimidad. En 2001 la Corte Suprema había confirmado la sentencia de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil que había hecho lugar a dicha demanda y falló en contra de Perfil.

Ese mismo año Jorge Fontevecchia, Héctor D'Amico y Horacio Verbitsky (como representante de la Asociación Periodistas) llevaron el caso ante el sistema interamericano de protección de derechos humanos debido a que la sentencia mencionada había lesionado ilegítimamente el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión, para no decir nada suponemos de la libertad de prensa.

Como se puede apreciar, en el caso “Fontevecchia” hay dos grandes cuestiones en juego. En primer lugar, su contenido por así decir, el cual consiste en un conflicto entre el derecho a la intimidad y el derecho a la libre expresión. Se trata de un conflicto entre dos derechos muy importantes. El principio general es que la intimidad es sagrada, salvo que se trate de una figura pública. Esta es una sana máxima en un Estado de Derecho democrático en el cual se supone que las figuras públicas están expuestas a mayores responsabilidades y riesgos que el resto de los mortales.

Quizás se pueda argumentar que la noción de figura pública admita de cierto matiz en lo que atañe a su genealogía por así decir. En efecto, da la impresión de que no es suficiente que alguien sea una figura pública para que deba sacrificar su intimidad, sino que además tiene que haber elegido serlo y no haber tenido alternativa razonable, ya que sería injusto hacer que alguien sea considerado figura pública cuando no eligió hacerlo y aunque lo hubiera elegido no haya tenido alternativa razonable en aras del ejercicio de un derecho. Se trata de requisitos fácilmente satisfechos por los políticos en general, de ahí que a Carlos Menem no le debería resultar fácil mostrar que no es una figura pública en este sentido.

La otra cuestión es de forma, aunque en este caso, irónicamente, el fondo del asunto es una cuestión de forma. En efecto, el fallo “Fontevecchia” versa sobre la relación que guarda la Corte Suprema de Justicia con las decisiones de los tribunales internacionales, incluso en cuestiones referidas a los derechos humanos.

Hablando de derechos humanos, cada vez que aparecen en escena lo primero que se nos viene a la mente es el razonamiento moral, el cual es en sí mismo anarquista, y en el buen sentido de la expresión, por si hiciera falta aclararlo.

En efecto, al menos desde la modernidad, el razonamiento moral es anarquista porque en sí mismo no reconoce autoridad institucional alguna. Creer en un razonamiento moral institucional equivaldría a creer en la existencia, v.g., de un tribunal kantiano de apelación, con jueces y todo. El razonamiento moral es autónomo por naturaleza.

En cambio, las autoridades institucionales desde siempre y por definición exigen obediencia con independencia de cuál es el contenido de la decisión que ellas dictan y por lo tanto con independencia de las creencias de sus súbditos en relación a los méritos del caso. Ciertamente, a veces las decisiones autoritativas y el razonamiento moral pueden coincidir y solamente un partidario del más extremo de los anarquismos exigiría que en caso de haber una coincidencia entre nuestro razonamiento y una decisión autoritativa, esa sola coincidencia debería hacer que desobedezcamos la autoridad.

Por ejemplo, un anarquista extremo habría exigido que incluso los violadores y asesinos condenados por el sistema judicial nazi según las reglas del debido proceso deberían haber sido absueltos por el solo hecho de que se trataba de un sistema jurídico, es decir, autoritativo. De hecho, un anarquista extremo convencido debería exigir otro tanto incluso respecto al más democrático de los sistemas judiciales en la medida en que los mismos pretendan tener autoridad.

En cambio, un anarquista moderado, fiel a su compromiso con su propia autonomía moral, primero examina el contenido de la decisión autoritativa y luego decide él mismo, lo cual no obsta a que tal vez en no pocas ocasiones exista una coincidencia entre la autoridad y el razonamiento moral, en cuyo caso la decisión autoritativa es obedecida hasta por el anarquista, pero no porque se trate de una decisión con autoridad, sino sencillamente porque la autoridad y nuestro razonamiento llegaron a la misma conclusión. En otras palabras, un anarquista razonable a lo sumo podrá hacer lo mismo que exige la autoridad pero jamás porque lo exige la autoridad.

Dicho sea de paso, no hay que olvidar que el razonamiento moral no solamente es anarquista ya que rechaza las autoridades institucionales sino que por la misma razón es cosmopolita, es decir se aplica a todos los seres humanos y por lo tanto no reconoce factores contingentes o accidentales como las jurisdicciones nacionales, sino que todas las jurisdicciones caen la misma bolsa anarquista y cosmopolita.

Dada entonces la fuerza moral del discurso de los derechos humanos es natural que asumamos un conflicto entre una noción moral como los derechos humanos y otra jurídico-política como la soberanía, lo cual hace que pongamos en duda la decisión de la Corte Suprema de defender su jurisdicción nacional.

Sin embargo, tampoco hay que olvidar que los tribunales internacionales tienen las mismas pretensiones autoritativas y hasta cierto punto “nacionales” o particularistas por así decir ya que exigen que sus decisiones sean obedecidas porque tienen autoridad sobre cierta jurisdicción, por amplia que fuera esta última (esto es fácil de probar toda vez que alguien estuviera en desacuerdo con una decisión: el énfasis en la corrección de la decisión rápidamente es reemplazado por una indicación a la autoridad del tribunal). Nótese, de hecho, que la discusión provocada por el fallo Fontevecchia es que la Corte Suprema, precisamente, se aparta de la decisión de otro tribunal, es decir, de la decisión de otra autoridad institucional con su propia jurisdicción.

Esta clase de discusiones entre tribunales parecen caer bajo al descripción de lo que el common law anglosajón suele denominar como "pissing contest" y que en español podríamos traducir algo laxamente como competencia de superioridad en la cual se examina la verdad pronunciada por los participantes y hay que determinar, por así decir, quién tiene la verdad más grande o más larga.

Claro que la "verdad" en juego es extraña, o en todo caso muy similar a la que emerge en la discusión eclesiológica sobre la ortodoxia y la heterodoxia. En efecto, como dijera alguna vez el genio de Pascal en referencia a la expulsión de Antoine Arnauld de la Sorbonne en 1656 con motivo de una proposición: “esta proposición sería católica en otra boca” (Gérard Leclerc, Histoire de l'autorité, p. 195). Esto es, exactamente la misma proposición puede ser ortodoxa o hereje según quién la pronuncie, la situación descripta brillantemente por un cuento de Borges, “Los teólogos”. Así es como funcionan las iglesias y así es exactamente como funciona el derecho. Quizás el que mejor lo supo resumir en una frase fue Thomas Hobbes: "si bien las doctrinas pueden ser verdaderas, la autoridad, no la verdad, hace la ley" (Thomas Hobbes, Opera philosophica quae latine scripsit omnia, iii, p. 202).

Hablando de religión, dado que la CSJN y la CADH aplican básicamente la misma doctrina (la de los DD.HH.) las diferencias entre ambas no son muy distintas a las diferencias que existen v.g. entre la Iglesia Católica Romana y la Anglicana. En efecto, alguien podría decir que la diferencia sustancial entre ambas iglesias es básicamente de jurisdicción y no tanto de doctrina, y no por eso dejan de ser dos religiones diferentes.

Es por eso que la Corte Suprema, con toda razón, plantea la cuestión en los siguientes términos: la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con independencia del atractivo del contenido de su decisión, "[¿]ha sido dictada dentro del marco de atribuciones previsto por la CADH y puede ser cumplida por esta Corte a la luz del ordenamiento constitucional nacional[?]" (f. 4), lo cual, jurídicamente hablando, es una tautología que a veces se nos escapa debido al aura moral y por lo tanto trans- o ultra-jurisdiccional que caracteriza al discurso sobre los derechos humanos.

Alguien podría objetar lo siguiente. "Muy bien, concedo que los derechos humanos no crecen en los árboles sino que son aplicados por cierta soberanía y de ahí que un tribunal internacional prevalece sobre nuestra Corte Suprema pero no porque se trate de un lucha del bien contra el mal. Y también concedo que no tiene sentido pensar en un combate entre el discurso de los derechos humanos entendido como un sucedáneo del razonamiento moral y el discurso jurídico entendido en términos institucionales. Sin embargo, vivimos en un mundo que cuenta con un derecho internacional jurídico-soberano y por lo tanto es el discurso jurídico-soberano internacional mismo, y no el razonamiento moral, el que explica la superioridad de la decisión internacional por sobre la nacional. El tribunal internacional en cuestión, entonces, funcionaría como una Corte Suprema de Cortes Supremas o una Súper Suprema (como la que servían en una época en la Cantina de Arnoldo de la calle Cabrera), que hace de tribunal de alzada de todos los tribunales superiores de los diferentes países que componen este orden internacional. Es esto lo que ignora la Corte Suprema argentina en el fallo 'Fontevecchia'".

Esta objeción, que de hecho al parecer ilustra el parecer de mucha gente, no es sin embargo fácil de reconciliar con lo que en otra entrada, a la sazón en relación al fallo de Casación sobre el 2 x 1, habíamos denominado “razonamiento constitucional” o si se quiere el principio de supremacía constitucional tal como se lo suele denominar. Según este principio, en nuestro sistema legal existe un control de constitucionalidad al cual debe estar subordinadas todas las disposiciones que pertenecen a dicho sistema, sin excepciones. Recordemos el planteo de la Corte Suprema vernácula que se pregunta, con mucha razón, no solamente si la sentencia en cuestión "ha sido dictada dentro del marco de atribuciones previsto por la CADH" sino además y fundamentalmente si "puede ser cumplida por esta Corte a la luz del ordenamiento constitucional nacional" (f. 4), tal como lo indica, v.g., los arts. 27 y 31 de la Constitución Nacional y el control de constitucionalidad en general.

En efecto, incluso los tratados internacionales a los cuales la Constitución Nacional les acuerda el rango (incluso superior al) de leyes están sometidos al razonamiento constitucional, como cualquier otro hijo o hija de vecino o vecina legal. Después de todo, como también habíamos dicho, si realmente viviéramos bajo un orden internacional monista, sería redundante ratificar los tratados e incluirlos dentro de los sistemas jurídicos nacionales, ya que estaríamos obligados por definición a cumplir con sus disposiciones con independencia de nuestra aceptación. Nos tomamos el atrevimiento de citarnos:

“Por lo cual, mal que nos pese, el dualismo entre derecho nacional y el internacional sigue vivo y, Dios no lo permita, si hubiera alguna discrepancia entre ambos, parafraseando al General Perón, primero vendría la patria entendida republicanamente como el razonamiento constitucional, luego el movimiento de nuestro sistema jurídico que contiene los tratados y las leyes, y finalmente las sentencias judiciales, las cuales deben por lo tanto ceñirse a los tratados y leyes pero por sobre todas las cosas a la Constitución, ya que en el razonamiento constitucional siempre gana la banca” (Punitivismo o Garantismo, esa es la Cuestión).

Por otro lado, la Corte Suprema, a fojas 5, hace referencia al carácter complementario o subsidiario de la Corte Americana de Derechos Humanos desde el mismo punto de vista del derecho internacional, lo cual rinde homenaje a su modo al ejercicio del razonamiento constitucional por parte de los Estados miembros.

En resumen, es ingenuo o perverso creer que lo que está en juego es una discusión entre (a) el razonamiento moral impoluto o inmaculado de los derechos humanos cosmopolitas o universales identificado con ciertos tribunales no menos morales y (b) la soberanía de una autoridad nacional, o incluso una discusión entre dos derechos con doctrinas diferentes. Si queremos reconocer los derechos humanos vamos a tener que seguir un discurso jurídico-soberano de cierta clase. Los derechos humanos, como cualquier otra forma de derechos, no se aplican solos jamás, no solamente porque son aplicados por los tribunales sino porque son instituidos por ley.

Da la impresión entonces de que la Corte Suprema ha elegido muy cuidadosamente sus argumentos y no va a ser fácil encontrarla en falta. En relación a qué pasará en el futuro, parafraseando el apotegma que se le suele atribuir a Zhou Enlai, todavía, por no decir siempre, es muy temprano para saber.

sábado, 17 de junio de 2017

Una Vez más hacia la Brecha del 2 x 1



En nuestra tradicional reunión de los viernes los integrantes del equipo de La Causa de Catón nos hemos percatado de que existe un argumento en relación a la discusión sobre el 2 x 1 al cual no le hemos prestado tal vez suficiente atención a pesar de que puede ser un arma de doble filo debido a las consecuencias que se pueden inferir a partir de él. Se trata de un argumento utilizado por José Nun en su columna de La Nación y además por el fallo de Casación. Vayamos, entonces, nosotros pocos, felices pocos, nosotros banda de hermanos, una vez más hacia la brecha de quienes critican la aplicación del 2 x 1 a casos de lesa humanidad.

Los lectores recordarán que según la nota de José Nun en La Nación los legisladores al sancionar la ley 24.390 no excluyeron a los delitos de lesa humanidad de ese beneficio debido a que “se trató de una omisión fundada en que las leyes de punto final, de obediencia debida y de indulto, todavía vigentes en 1994, habían hecho que no existiera en el país ningún acusado por esos crímenes que estuviese encarcelado sin sentencia” (Ni Olvido ni Perdón). Y según el fallo de Casación “Ningún tipo de excepción legal por delitos de lesa humanidad cometidos durante el último régimen de facto pudo haber sido considerada por el legislador al momento de sancionar la ley Nro. 24.390, pues a ese entonces se encontraba vedada legislativamente la jurisdicción para investigar, juzgar y sancionar estos casos en virtud de las leyes de ‘obediencia debida’ (Ley Nro. 23.521) y ‘punto final’ (Ley Nro. 23.492)” (f. 35) (Punitivismo o Garantismo: esa es la Cuestión).

En muy pocas palabras, los legisladores no podrían haberse imaginado que en el futuro la ley del 2 x 1 iba a ser aplicada a delitos de lesa humanidad—al menos a los comprendidos en cierto tiempo y lugar—debido a que dichos delitos habían dejado ser objeto de persecución penal debido a disposiciones no menos legislativas, es decir, dictadas por el Congreso. Todos sabemos, sin embargo, que el propio Congreso las declaró “insanablemente nulas” y que luego la Corte Suprema declaró inconstitucionales y nulas las leyes en cuestión y, por lo tanto, asimismo constitucional la disposición del Congreso al respecto.

La pregunta que surge naturalmente entonces es la siguiente: dado que las leyes de obediencia debida (OD) y punto final (PF) eran insanablemente nulas, ¿por qué el Congreso no se imaginó que la ley del 2 x 1 podría terminar siendo aplicada a casos por delitos de lesa humanidad? La respuesta según la cual en ese momento las persecuciones penales habían terminado en el fondo no es una respuesta ya que eso es exactamente lo que estamos discutiendo y en todo caso lo que está en juego precisamente es la falta de previsión o de imaginación del Congreso.

Nótese que no estamos hablando de la previsión característica de un Dios omnisciente ni de la imaginación artística como la que tienen los grandes genios como Bach o Mozart para componer La Pasión según San Mateo o Don Giovanni, sino de la previsión e imaginación jurídicas bastante razonables según las cuales la nulidad insanable de las leyes de OD y PF era tal que era obvio que en cualquier momento las leyes en cuestión iban a terminar siendo declaradas tales, es decir nulas e inconstitucionales, sea por el Congreso mismo y/o por la Corte Suprema, respectivamente según sus atribuciones por supuesto.

Quienes, como alguna vez lo hiciera Luis Bruschtein, hicieran referencia a una cuestión de fuerzas para explicar cómo funciona en este caso el Congreso, estarían abriendo una puerta política a una discusión que debería mantenerse dentro del más estricto marco jurídico (Happy Hour para Torturadores). En todo caso, eso es lo que se supone que debemos hacer cuando hablamos de los derechos humanos.

Y si la respuesta fuera que el Congreso no podría haber imaginado que las leyes de OD y PF iban a ser declaradas nulas debido a que el sentido mismo de leyes de amnistía es el de interrumpir definitivamente la persecución penal, a tal punto que nadie se podría haber imaginado que dichas leyes iban a terminar siendo anuladas—de hecho no debe haber muchos casos en la historia de leyes de amnistía democráticamente sancionadas que hayan sido revocadas por otras leyes democráticas—, entonces el argumento utilizado por José Nun y el fallo de Casación podría tener consecuencias todavía más significativas que las que resultan de aplicar el 2 x 1 a casos por delitos de lesa humanidad.

En efecto, así como Sansón murió con sus enemigos al haber derribado el templo con él adentro, la exclusión del 2 x 1 debido a que era jurídicamente impensable derogar las leyes de OD y PF arrastraría con ella a la ley del Congreso que declaró insanablemente nulas precisamente las leyes de OD y PF y a la decisión de la Corte de declarar constitucional a dicha nulidad. Si encima sumáramos a la ecuación el principio de supremacía constitucional más el principio de legalidad las consecuencias podrían ser todavía peores. Da la impresión entonces de que siempre terminamos en la misma discusión: punitivismo vs. garantismo.

Nuestros lectores con mucha razón podrían sostener que en realidad al Congreso de la Nación Argentina no le ha faltado imaginación genial precisamente, aunque quizás el genio en cuestión sea maligno, ya que nuestro Congreso no solamente sancionó en su momento la ley del 2 x 1 haciéndola entrar de ese modo en el paquete de leyes penales más favorables contemplado por el Código Penal entre la comisión de los hechos y la sentencia, sino que además como en la vieja serie “El Túnel del Tiempo”, no tuvo mejor idea que sancionar una ley penal retroactiva, algo que, hablando de "El Túnel del Tiempo", no se veía en Occidente al menos—por no decir en el mundo—hace bastante tiempo. De hecho, el Tribunal del Pueblo alemán comenzó a aplicar leyes penales retroactivas para casos de traición recién en 1940—siete años después de haber llegado el nazismo al poder—(Volver al Futuro). Quizás algo similar sucedió alguna vez en la Unión Soviética, pero francamente por ahora solamente podemos aventurarlo como una conjetura.

Y hablando de cosas imaginables, debemos hacer pública nuestra mea culpa en relación a nuestra propia falta de imaginación en el sentido de que jamás habríamos soñado siquiera que alguna vez el principio de legalidad iba a ser objeto de debate, por la sencilla razón de que cuando estudiamos derecho penal en la UBA hacia los comienzos de la democracia en 1985, el que ponía en cuestión dicho principio era considerado automáticamente un nazi, lo cual no solamente estrictamente hablando es falso ya que los nazis, como vimos, no se tomaban tan a la ligera el principio de retroactividad de la ley penal, sino que además y fundamentalmente es un pésimo método didáctico ya que deja inerme al educando para el caso de un eventual cuestionamiento. Es por eso que ya estamos trabajando sobre los pros y los contras de la invasión de Polonia, para que el próximo debate no nos tome de imprevisto.

jueves, 15 de junio de 2017

¿Cómo piensa un Neurocientífico?



Una nota publicada en el diario La Nación en relación a un proyecto de investigación neurocientífico acerca de cómo piensa un terrorista nos había hecho creer que podíamos hacer una pausa en nuestra cruzada contra el punitivismo y la híper-moralización que suele acompañarlo (2 x 1), y en el peor escenario escribir algo al respecto.

De hecho, nuestros lectores son testigos de que nos hemos ocupado alguna vez de quienes probablemente motivados por el miedo a quedarse sin trabajo por el avance de la psicología cognitiva aplicada a las ciencias sociales han lanzado las más absurdas acusaciones que se tradujeron en un festival de falacias (como muestra basta un botón: piensa, piensa, que algo queda).

En verdad, la psicología cognitiva en particular es un gran avance que permite finalmente darle cierto contenido a un factor explicativo decisivo que acompaña al pensamiento social desde sus orígenes, a saber la naturaleza humana. Negar algo semejante equivaldría a negar la teoría de la evolución. Pero hay ciertos proyectos de investigación que si cayeran en manos erróneas y sobre todo falaces podrían hacerle pasar un muy mal momento a las neurociencias. Este es uno de ellos, a juzgar por lo que se cuenta de él en esta nota.

En efecto, los investigadores que pertenecen a este proyecto, entre los que se cuenta Facundo Manes (Manes, Forster ¿tomeito, tomato?), sostienen con razón que el terrorismo provoca un daño atroz, deshumaniza, etc., y es por eso que aplican las neurociencias para poder entender mejor al fenómeno, pero da la impresión de que suponen que el cerebro de un terrorista funciona de un modo diferente que el de las demás personas y sobre todo que el cerebro de, v.g., alguien que comete un acto de guerra.

El punto es curioso ya que no parece ser parte de este proyecto escanear, v.g., el cerebro de los oficiales militares que cometen actos de guerra y los presidentes democráticos que dan la orden de cometer dichos actos. ¿Si hubieran podido habrían estudiado el cerebro de los aliados que decidieron bombardear deliberadamente Dresden durante la Segunda Guerra Mundial? Si la respuesta fuera que ese bombardeo, que representó uno de los más grandes actos de terrorismo de Estado del siglo XX, estaba justificado, pues entonces obviamente colapsaría el proyecto totalmente.

Supongamos ahora que estos investigadores estuvieran dispuestos a estudiar, v.g., a Eisenhower por sus actos terroristas, pero no a Eisenhower por el desembarco en Normandía, el cual fue un acto de guerra, ¿haría alguna diferencia si les propusiéramos estudiar algún bombardeo de los muchos que tienen lugar con frecuencia en los que mueren miles y miles de no combatientes?

La respuesta probablemente de los investigadores sería que el Diablo jamás se instala en el medio del desierto o al lado de la cancha de Boca, sino que siempre elige lugares repletos de posibles escudos humanos (no combatientes) como hospitales o escuelas. De ahí que la única manera de atacarlo sea con la realización de actos de guerra pero cuyas víctimas son un efecto colateral, es decir un acto previsto pero no deseado.

Lo curioso es que según esta teoría del doble efecto o del efecto colateral, una sola víctima de un acto terrorista sería moralmente mucho peor no solamente que una víctima de un acto de guerra, sino que lo mismo se aplicaría sin que importara la cantidad de víctimas de un acto guerra. Decir que por eso la doctrina del efecto colateral es distinta a la posición según la cual el fin justifica los medios o bien es ingenuo o perverso, ya que quien es víctima de un ataque no es tan exigente a la hora de distinguir entre actos deseados o solamente previstos (es muy probable que si escaneáramos el cerebro de las posibles víctimas confirmaríamos empíricamente nuestra hipótesis).

En efecto, es increíble que estos especialistas en neurociencias no adviertan que es nuestro propio cerebro el que se siente más cómodo concentrándose en las intenciones de un agente antes que en el punto de vista de la víctima, la cual lo único que suele querer es no volar en pedazos, sin que importe quién va a hacerla volar en pedazos (sea un Estado o un insurgente) o por qué (sea de izquierda o de derecha).

Estamos por lo tanto frente a neurocientíficos que ignoran que la distinción entre guerra y terrorismo se debe a que es obvio que al cerebro le cuesta más trabajo tener en cuenta el resultado antes que las intenciones, así como lleva menos trabajo ver una imagen que leer un texto. Pero eso no hace que una imagen sea necesariamente más valiosa que un texto o que dejar morir de hambre a la gente sea menos disvalioso que pegarles un tiro, o que la mera previsión de un resultado lo haga moralmente superior a la intención de cometerlo. En todo caso, eso nos permite dormir con la conciencia tranquila, pero de ahí no se sigue que por eso nos compartamos moralmente, sino que lo único que se sigue es que podemos dormir mejor.

Ciertamente, estos investigadores podrían sostener que lo que distingue al terrorismo contemporáneo es su tendencia suicida. Pero en tal caso otro tanto se podría decir de muchas misiones de guerra que tienen muy pocas o nulas probabilidades de tener éxito, y sin embargo no son estudiadas sino en todo caso festejadas por razones morales. Obviamente, nuestro punto no es que el terrorismo es moralmente superior al acto de guerra. Nuestro punto es que a veces es casi imposible distinguir entre un acto terrorista y un acto de guerra, o que en todo caso las diferencias son psicológicas pero no por eso morales.

Quizás a estos investigadores les convenga echar un vistazo a, v.g., lo que ha hecho Joshua Greene, quien en su libro Moral Tribes explica precisamente desde el punto de vista de la psicología cognitiva más avanzada la debilidad que tiene el cerebro por el etnocentrismo, por las intenciones antes que las previsiones y los resultados, y las acciones antes que por las omisiones.

Lo más curioso de todo es que estos investigadores han confirmado lo que ya sabíamos con tan solo leer el diario (para no hablar de filósofos morales y políticos como Philippa Foot o Uwe Steinhoff, para dar dos nombres solamente), es decir, que un acto terrorista privilegia los resultados antes que las intenciones. Pero precisamente no hacía falta ser un rocket scientist o un neurocientífico para saberlo.


sábado, 10 de junio de 2017

Punitivismo o Garantismo: esa es la Cuestión. El Fallo de Casación



El Tribunal de Casación se acaba de pronunciar en contra de la aplicación de la así llamada “ley del 2 x 1” a casos de delitos de lesa humanidad. En esencia, lo que está en juego, tal como lo reconoce el fallo al mencionar la invocación hecha por la defensa del principio de igualdad consagrado en el artículo 16 de la Constitución Nacional, son dos concepciones del derecho penal, tal como lo hemos examinado en una entrada anterior (2 Carlos por 1).

Por un lado, se encuentra la posición que vamos a denominar “punitivista” representada por el fallo de Casación según la cual el derecho penal tiene como tarea impedir que los delitos queden impunes. Hasta acá, somos todos peronistas, ya que si hay algo que debe hacer el derecho penal—tal como lo dice su nombre—es castigar. La pregunta es si el derecho penal se dedica exclusivamente a castigar de tal forma que ningún delito quede impune, particularmente los de lesa humanidad.

Precisamente, la otra posición, representada por el fallo de la Corte Suprema en el caso “Muiña”, cree que si bien el punitivismo es un ingrediente indispensable de la receta penal no es el único. En realidad, se supone que debido a las normas vigentes del derecho penal liberal solamente estamos dispuestos a castigar si y sólo si el punitivismo es precedido por el razonamiento legal, el cual está fuertemente sazonado con dosis considerables de garantismo.

En efecto, una y otra vez el fallo de Casación hace referencia casi exclusivamente al deber jurídico que tiene como tribunal penal de asegurarse de que los delitos de lesa humanidad no queden impunes, de tal forma ni siquiera tenga lugar una “mengua simbólica” de dicha punición (f. 10). Es por eso que da la impresión de que según el fallo de Casación las garantías penales, como la aplicación de la ley penal más benigna, solamente podrán ser invocadas si no obstan a la punición.

Llama la atención, de hecho, que Casación se refiera a dicho deber punitivo como un “pilar básico del orden constitucional” y que además se refiera a la “protección de los derechos humanos” (f. 12), como si dentro de los “pilares” de la constitución y de los “derechos humanos” no se encontraran las garantías penales.

En efecto, en primer lugar, el derecho internacional de los Derechos Humanos contiene los mismos principios liberales que nuestro sistema jurídico. En segundo lugar, la tesis según la cual ningún delito debe quedar impune sin más no solamente fue invocada por Carl Schmitt en su época más “polémica” sino que tal como nos lo recuerda Gabriel Naudé, creador de la expresión “golpe de Estado” (aunque en el sentido originario de la palabra), cuando alguien se volvía “peligroso para el soberano”, se podía prescindir “de todas las formalidades de una justicia reglamentada, ..., con tal de que sea verdaderamente culpable” (Considérations politiques sur les coups d'estat, 1667, p. 191).

En tercer lugar, no solamente los defensores a ultranza de la soberanía invocan el principio de la falta de impunidad sino que los propios aliados en Nuremberg lo hicieron para castigar delitos aberrantes luego de una guerra mundial y mediante la imposición de la justicia de los vencedores. Hasta donde sabíamos, sin embargo, el contexto de los casos de graves violaciones de derechos humanos en nuestro país es completamente diferente ya que no hubo una guerra ni tampoco medidas penales de excepción sino lisa y llanamente hemos aplicado las reglas normales del Estado de Derecho.

Tal vez el fallo de Casación menciona al monismo en el derecho internacional (f. 18) porque supone que eso fortalece su posición. Sin embargo, si realmente viviéramos en un mundo fiel al monismo internacional según el cual sólo existe un orden jurídico que es el internacional, no haría falta siquiera firmar los tratados internacionales ya que serían redundantes debido a que ya estaríamos obligados a sus disposiciones por el mero hecho de ser parte de una misma jurisdicción. Por lo cual, mal que nos pese, el dualismo entre derecho nacional y el internacional sigue vivo y, Dios no lo permita, si hubiera alguna discrepancia entre ambos, parafraseando al General Perón, primero vendría la patria entendida republicanamente como el razonamiento constitucional, luego el movimiento de nuestro sistema jurídico que contiene los tratados y las leyes, y finalmente las sentencias judiciales, las cuales deben por lo tanto ceñirse a los tratados y leyes pero por sobre todas las cosas a la Constitución, ya que en el razonamiento constitucional siempre gana la banca.

Otro argumento que usa Casación es el carácter interpretativo del derecho. Ya hemos hablado en otra entrada de adónde nos conduce el interpretativismo (la bicicleta de Ronaldo). En este lugar solamente quisiéramos hacer hincapié en que no es cierto que todo derecho es interpretativo (de hecho la expresión “interpretación exegética” que obra a fojas 35 es redundante), y menos aún el derecho penal. Lo que sucede es que el significado literal de nuestro derecho positivo puede resultar chocante, incluso inmoral, etc., pero la idea misma del significado literal (f. 25, en donde se habla de “la letra de la ley”) muestra que el significado es claro y por eso no nos gusta. Lo mismo se aplica a la idea de leyes "intermedias" a las que se refiere el art. 2 del Código Penal en referencia a la ley penal más benigna: es suficiente que hayan estado vigentes sin que importe cuándo para que puedan ser consideradas como tales, es decir, como más benignas.

Ahora bien, los jueces no tienen un poder normativo de cambiar la ley mediante una “interpretación” si la ley no los convence. En efecto, el fallo de Casación se equivoca al decir que los jueces deben “valorar el plexo normativo” (f. 36). En lugar de valorar el derecho los jueces deben aplicarlo (en este caso una ley democrática como la del 2 x 1) con independencia de sus valoraciones. Por supuesto, ciertas leyes son tan inmorales que no deben ser aplicadas ni siquiera por los jueces. Pero que quede claro en tal caso entonces que estamos desobedeciendo y no obedeciendo la ley. Cuentas claras conservan amistades y además ayudan a que nos mantengamos en contacto con la realidad. Por lo demás, el principio de interpretación penal restrictiva es parte de nuestro derecho vigente.

El fallo de Casación además sostiene que las consecuencias de una ley pueden afectar su validez legal (f. 26). Hasta donde sabemos, sin embargo, el derecho pretende tener autoridad, es decir, existe para que lo obedezcamos, y por eso somos nosotros los que debemos ajustarnos al derecho antes que el derecho a nosotros. En todo caso, quizás el derecho mismo prevea que al momento de aplicarlo deberíamos tener en cuenta sus consecuencias, pero en tal caso se trataría de una regla dispuesta por el propio derecho, la cual irónicamente deberíamos aplicar sin que importe cuáles son sus consecuencias. Por supuesto, hay casos en los que no queda otra que apelar al tristemente célebre “estado de excepción”, pero en tal caso, otra vez, cuentas claras conservan amistades.

Por otro lado, curiosamente el fallo de Casación cree que una reducción de la pena debido a la aplicación de la ley más benigna es una amnistía, indulto o conmutación de la pena. Sin embargo, una amnistía borra el delito y es sancionada por ley, un indulto quita la pena y es otorgado por el poder ejecutivo, y la conmutación de penas es una gracia concedida también por el ejecutivo. Una sentencia, en cambio, es un acto jurídico decidido en el marco de un proceso por el poder judicial. Además, si el principio de la aplicación de la ley más benigna no pudiera afectar los años de prisión entonces dicho principio quedaría reducido a las condiciones de vida en la cárcel (v.g., si los internos pueden ver televisión por cable), o en todo caso habría desaparecido y habría que eliminarlo del derecho vigente.

En cuanto a que la ley más benigna debería ser aplicada solamente si reflejara un cambio en la valoración social del hecho, lo cual no se aplica ciertamente a los delitos de lesa humanidad (f. 41), según este criterio, la ley del 2 x 1 no podría haber sido aplicada siquiera a los delitos comunes, ya que la valoración social al respecto tampoco había cambiado.

Da la impresión de que a fojas 33 el fallo de Casación sugiere que dado que el cómputo de la pena es una cuestión formal y no de fondo, entonces la cuestión no afecta las garantías penales. Con ese criterio, debería preocuparnos el aumento de un mes en una pena prevista en el Código Penal pero nos resultaría indiferente una cuestión contemplada en el Código de Procedimientos por la cual una persona podría pasar el resto de su vida en la cárcel.

En cuanto a que el legislador no pudo haber previsto lo que sucedería ya que estaban vigentes las disposiciones de “punto final” y “obediencia debida” (f. 35), nos remitimos a nuestros comentarios a la tesis de José Nun (ni olvido ni perdón). Tampoco es reconfortante que el fallo mencione una ley penal retroactiva como la 23762 (f. 37) casi al pasar, sin denunciarla como el escándalo jurídico que es, sobre todo en un Estado de Derecho (Volver al Futuro).

Llama asimismo la atención la cita de Zaffaroni contenida en el fallo según la cual “en América Latina” algunos minimizan “la importancia del derecho internacional de los Derechos Humanos” debido a “dificultades provenientes de un entrenamiento jurídico formalista” o a “autores que están vinculados a posiciones políticas y a grupos responsables de gravísimos injustos jushumanistas en la región” (f. 16).

En efecto, da la impresión de que son quienes niegan garantías penales a ciertos seres humanos los que incurren en un “gravísimo injusto jushumanista”, ya que al hacerlo están aplicando el así llamado “derecho penal del enemigo”. El derecho penal liberal es y debe ser formalista, aplicado a todos los seres humanos. Por momentos, de hecho, el mensaje del fallo de Casación parece ser que hay que evitar a toda costa que el derecho penal se convierta en—parafraseando a Franz von Liszt—una Carta Magna del delincuente de lesa humanidad, cuando se supone que el Código Penal, otra vez, es la Carta Magna de todo delincuente. Como muy bien dice Zaffaroni, hablar de derecho penal garantista en un Estado de Derecho es una "grosera redundancia" (Eugenio R. Zaffaroni, El enemigo en el derecho penal, p. 169). Si no estamos tratando con delincuentes sino con enemigos pues entonces, otra vez, habría que aclararlo para evitar confusiones, aunque hasta los enemigos cuentan con derechos, en la medida en que sean humanos.

En realidad, por lamentable que fuera, como muy bien nos lo recuerda Ronald Dworkin, según el derecho penal liberal, “El acusado en un caso criminal tiene derecho a una decisión en su favor si es inocente, pero el Estado no tiene un derecho paralelo a una condena si es culpable” (Taking Rights Seriously, p. 100).

En resumen, y como muy bien dijera alguna vez Cristina Kirchner, “en la vida hay que elegir”: o bien creemos que no hay crimen sin castigo y por eso alguien violó la ley porque debe ser castigado, o bien creemos por el contrario que no hay castigo sin ley y por eso alguien debe ser castigado exclusivamente porque violó la ley. En el medio no hay nada.

domingo, 4 de junio de 2017

Volver al Futuro



Hasta ahora hemos discutido en las entradas inmediatamente anteriores el fallo del 2 x 1 desde tres puntos de vista diferentes (positivismo, iusnaturalismo e interpretativismo) y los tres han dado el mismo resultado: el derecho penal vigente en nuestro país es el liberal y por lo tanto las garantías penales se aplican incluso a condenados por delitos de lesa humanidad.

Tal vez sea hora entonces de abocarnos a la ley 27362 sancionada por el Congreso de la Nación (por suerte) a raíz de la sentencia de la Corte en relación al 2 x 1 y aprobada casi por unanimidad por dicha institución. Para decirlo en muy pocas palabras, dicha ley excluye el beneficio del 2 x 1 para casos de delitos de lesa humanidad y es de aplicación retroactiva. Obviamente, la retroactividad en cuestión no es la de una ley más benigna sino que se trata de la retroactividad sin más, es decir de una ley penal más gravosa.

Hay un refrán chino que reza “ojalá que vivas en tiempos interesantes”. Pues bien, estamos en condiciones de anunciar que a juzgar por este refrán podemos considerarnos benditos ya que estamos viviendo en tiempos interesantísimos. En primer lugar, la ley 27362 fue sancionada en un tiempo récord, mucho más rápido que, v.g., el tratado con Irán. En realidad, su sanción fue mucho más breve que la estancia de un flato en una superficie reducida como la de un canasto.

En segundo lugar, al menos en lo que atañe al mundo que algunos denominan como “civilizado”, no se veían leyes penales retroactivas por lo menos desde la época del nazismo. En realidad, ni siquiera el nazismo se tomaba la irretroactividad de la ley penal a la ligera, ya que, v.g., el Volksgericht (o Tribunal del Pueblo) nazi para casos de traición empezó a aplicar leyes penales retroactivas recién en 1940, varios años después de haber llegado el nazismo al poder. Y en tercer lugar, quizás lo más pythonesco del caso es que el único que votó en contra del proyecto filofascista fue un diputado que suele ser considerado precisamente como “filofascista”, aunque su disidencia se debió a las razones equivocadas.

Supongamos ahora exclusivamente en aras de la argumentación, ya que la argumentación que sigue es decididamente estrambótica pero como este es un blog de teoría política y del derecho y la vida es corta nos podemos dar estos lujos, que alguien tratara de argumentar que en realidad es exagerado considerar que una ley penal retroactiva es inconstitucional dado que viola el principio de legalidad y su botiquín de subprincipios, o por si deseáramos mantenernos dentro de la órbita del derecho penal, es ilegal ya que va en contra del derecho penal liberal vigente en nuestro país.

Nuestros lectores seguramente estarán rumiando en sus cabezas semejante contrafáctico preguntándose cómo se podría llegar a defender la aplicación de una ley penal retroactiva. Hasta aquí, en efecto, parece ser uno de esos típicos casos en los que alguien observa a otros en una situación muy comprometida y la respuesta que recibe es: “no es lo que parece” o “dejame que te explique” (no es lo que parece).

Pues bien, alguien podría argumentar que la irretroactividad de la ley penal alcanza al texto de la ley (que precisamente está fuera de toda duda) penal pero no a su interpretación (que precisamente justo está en discusión). De hecho, la propia ley que restringe la aplicación del 2 x 1 de modo retroactivo aclara que se trata de una ley que estipula la “interpretación auténtica” de la ley del 2 x 1.

Según este argumento entonces alguien podría sostener que los derechos de propiedad son derechos adquiridos pero que dichos derechos están sujetos a interpretación, sin que la interpretación afecte el derecho de propiedad. Tendríamos entonces un derecho adquirido a X, X estaría sujeto a interpretación, debido a la interpretación podríamos perder X, pero sin que nuestros derechos adquiridos sobre X hayan sido afectados.

No hay que ser un rocket scientist para darse cuenta de que se trata de un escenario ideal para un sketch de Monty Python. Por supuesto, están previstos casos en los cuales se puede sancionar una ley de expropiación. Pero se supone que son casos excepcionales, justificados por utilidad pública, y, para no dar ideas, semejantes consideraciones no suelen ser invocadas en relación a casos penales (no en países “civilizados”, al menos por ahora).

Si por alguna razón encima fuéramos dworkinianos, el planteo sería todavía más absurdo ya que para un dworkiniano no solamente no hay nada mejor que otro dworkiniano sino que hablar de “ley interpretativa” es una redundancia ya que para Dworkin todo derecho es interpretativo. De ahí que para un dworkiniano la distinción entre la ley y su interpretación sería imposible y entonces la idea misma de garantías penales no tendría sentido ya que merced a la interpretación podríamos viajar libremente en el tiempo a pesar de que esté prohibida la retroactividad de la ley penal y a pesar de que, como hemos visto en la entrada anterior, para Dworkin la mejor luz en la que podemos ver al derecho vigente es la liberal (la bicicleta de Ronaldo). En todo caso, ¿por qué congelar en el presente la ley pero descongelar su interpretación? ¿Por qué no descongelar todo?

Para quienes se interesan por el movimiento de “derecho y literatura” podríamos usar uno de sus ejemplos favoritos, a saber Hamlet. Supongamos que por alguna razón existiera una disposición por lo cual estuviera prohibido hablar sobre Hamlet ya que fue escrita en una época anterior y por lo tanto sería precisamente retroactivo hacerlo. Y supongamos ahora que alguien dijera que si bien sería retroactivo y por lo tanto está prohibido hablar sobre Hamlet, no habría problemas si hablarámos sobre la interpretación de Hamlet. En otras palabras, el texto de Hamlet sería sagrado, pero su interpretación estaría abierta a discusión.

Habría que preguntarle ahora a una persona que fuera objeto de la puesta en marcha del aparato punitivo del Estado si lo que le preocupa en el fondo es el texto de Hamlet (o de la Constitución, o del Código Penal, etc.) que nadie niega o pone en cuestión o su interpretación que precisamente está en discusión.

De hecho, hablar de una interpretación del derecho penal liberal sin garantías sería equivalente a un Hamlet sin Hamlet, lo que en inglés se suele denominar precisamente como “un Hamlet sin el príncipe”, una representación o interpretación de Hamlet en la que no estuviera precisamente el personaje principal. Llamar a esto una interpretación de Hamlet sería aún más absurdo.

Supongamos ahora que en la famosa Carta Magna medieval inglesa los barones hubieran conseguido arrancarle al rey—tal como se suele contar la historia—ciertas garantías pero que en dicho documento constara que “si bien las garantías son sagradas/inviolables/la mar en coche y no pueden ser objeto de leyes retroactivas, su interpretación es otra historia”. Algo nos dice que ese rey habría terminado siendo empalado por dichos barones, quizás porque estos últimos, algo irónicamente, carecían del sentido del humor inglés. Sucedería básicamente lo mismo si en lugar de distinguir entre la ley y su interpretación, distinguiéramos entre la ley y la norma, de tal forma que la ley jamás podría ser retroactiva, pero la norma sí. Da la impresión de que no hay escapatoria, ya que la respuesta sería la misma: estaríamos borrando con el codo la prohibición que habíamos estipulado con la mano.

Solamente el futuro podrá develar qué nos depara y si continuarán estos tiempos interesantísimos.