[N. de la R.: fieles al intencionalismo hermenéutico transcribimos una reseña de Razones Públicas de Katz Editores, que a juicio del autor, es una excelente interpretación del libro]
En los últimos años el clásico (y moderno) eje político izquierda-derecha parece haberse ampliado, o desplazado, a otro que opondría “populismo” y “republicanismo”. Populismo es un concepto relativamente nuevo que ha tenido sus teóricos, desde el clásico aporte de Laclau hasta intervenciones polémicas recientes. En cambio el republicanismo, una tradición precristiana, parece condenado al pregón mediatico de gente como Gloria Álvarez o Fernando Iglesias.
Razones públicas, el libro de Andrés Rosler editado por Katz, viene a enmendar ese vacío. La obra se presenta como un retrato del republicanismo en seis conceptos desarrollados en seis capítulos: libertad, virtud, debate, ley, patria y cesarismo. Rosler es docente de la carrera de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y doctor en Derecho por la Universidad de Oxford, su libro combina el tratamiento complejo de los autores fuertes del canon filosófico político, de Hobbes a Schmitt, con la claridad conceptual de la filosofía analítica anglosajona, bien lejos de la tortuosa prosa continental. El resultado es un libro ameno que no negocia un milímetro de profundidad, en donde los hitos de la historia de Roma y los conceptos de Hegel conviven con referencias a Monthy Pyton y la comedia norteamericana, todo atravesado por el espíritu didáctico y la ironía amable que el autor demuestra asiduamente en su blog [N. de la R.: La Causa de Catón].
El retrato republicano de Rosler empieza terciando entre la libertad negativa de los liberales y la libertad positiva de la tradición demócrata-revolucionaria. La libertad republicana surfea en el medio, proponiendo un status jurídico basado en la no dominación de las personas. Claro que la libertad no es gratis, se paga con virtud: los ciudadanos deben brindar apoyo y servicio constante a la República, con predisposición, habilidad y apego a un sistema normativo. Esa virtud se hace más necesaria en el clima de contestabilidad de la república: el desacuerdo es inevitable aún entre personas inteligentes y bienintencionadas, y el debate es parte constitutiva de la cosa pública. El republicano es un debate que no aspira al acuerdo perfecto (a diferencia de Habermas) y que está dispuesto a incluir a los antirrepublicanos (a diferencia de Rawls). Como contracara de esa libertad y ese debate está el apego republicano a la ley y su defensa activa mediante la autoridad y el constitucionalismo. El espacio de realización de estos universales republicanos es particular: la patria, la comunidad política signada por la ley y la libertad, opuesta tanto al idealismo universalista como al irracionalismo nacionalista. La patria tiene enemigos externos y un enemigo interno: el cesarismo. La compleja discusión sobre la legitimidad de la guerra y la violencia política contra esos enemigos cierra las razones públicas de Rosler. En el camino, el autor se da gustos como analizar el discurso de Bruto en el Julio César de Shakespeare o relatar políticamente los cuadros de David y Delacroix.
LA TRADICIÓN REPUBLICANA
El republicanismo de Rosler tiene raíces fundamentalmente clásicas, los nombres de senadores romanos y juristas florentinos se suceden sin más referencias a la coyuntura local que un par de ironías revoleadas en alguna página. Sin embargo, el mismo autor propone su libro como un test para medir el republicanismo de sus lectores del siglo XXI. Razones Públicas fue escrito y publicado a caballo entre dos gobiernos en donde el concepto “republicanismo” jugó fuerte en un debate en el que Rosler intervino con frecuencia. Todo ello habilita una lectura coyuntural de este libro con destino de clásico.
En Argentina hay una tradición republicana que Natalio Botana reconstruyó para el siglo XIX. Después de un siglo XX complicado encontramos restos disonantes de republicanismo en lugares impensados: Hugo Quiroga y Marcos Novaro vieron un deforme hálito republicano en la Junta de 1976: su regeneracionismo inspirado en la generación del ‘80 así como su retorcida división de funciones para evitar un cesarismo similar al onganiato. Gerardo Aboy Carles ha llamado “segunda república” al proyecto alfonsinista. Durante los ‘90s, “república” fue la contraseña de una rama del antimenemismo contra la corrupción y el caudillismo imperantes, desde la “Acción por la República” de Cavallo hasta tantas ONGs y think tanks transparentistas luego absorbidos por la Alianza. Eduardo Rinesi detectó en el kirchnerismo una vocación republicana por ampliar la participación pública aún a costa del conflicto. Pero ya era tarde, desde 2008 el concepto quedó en manos de la oposición: la movilización cívica cacerolera, la retórica incendiaria de Carrió y las fotos de perfil con Alberdi en tantas redes sociales. Hoy parte de ese colectivo está en el gobierno o se siente representado por él.
Se puede hablar de la persistencia subterránea de un republicanismo, si no siempre ético al menos estético, en la conciencia colectiva argentina. Como un sistema de valores tallados en tablas de mármol que convive con otros impulsos sociales menos nobles.
CICERÓN Y MR. HYDE
Tocqueville escribió que mientras la igualdad es un proceso natural, inevitable, la libertad es un artificio sólo posible por la virtud humana. En Argentina parece ser lo contrario: mientras tratamos de recuperar políticamente la igualdad, hay una suerte de liberalismo salvaje. Una vocación indomable de los ciudadanos por consumir y autogobernarse de espaldas a cualquier autoridad, ley o racionalidad económica, empeñada en cumplir la imagen que la sociedad argentina tiene de sí misma. ¿De qué manera la ética republicana puede convivir con ese material humano?
Si el sujeto de mercado argentino parece regirse por una versión exacerbada de la libertad liberal, esa que se conforma con la circulación sin obstáculos de cuerpos, capacidades y mercancías, Rosler la modera con un modelo de libertad republicana que, desde Hegel, no se conforma con satisfacer sus deseos a costa de quien sea: necesita la dignidad del reconocimiento por parte de agentes igualmente libres.
Una vez así reformulada la libertad, es posible articularla con la virtud como fuente de identidad: un marco normativo que debe apelar a nuestro sentido de quiénes somos, algo que está por encima de nuestros deseos y de lo que somos parte. El dualismo constitucional cristaliza ese marco normativo en forma de ley como contrapeso a la voluntad democrática de las intensas mayorías argentinas.
El liberalismo salvaje fue la manera que encontró la sociedad argentina de defender su consumo democratizado y su movilidad social ascendente de los zarpazos del mercado y el Estado, aún en las condiciones más adversas. Pero nunca dejó de ser portador de reflejos clasistas, incluso racistas, y de una ingobernabilidad endémica. El republicanismo rosleriano puede operar allí como un anticuerpo, un ‘superyó’ político para domar a ese ‘ello’ social sin necesidad de someter esa energía ingobernable que mantuvo a raya a tantos gobiernos.
MACRISMO Y REPUBLICANISMO
¿Cuánto republicanismo resiste el gobierno de Cambiemos? A simple vista, fue una de sus banderas de campaña. Sin embargo, su gabinete de gerentes está plagado de conflictos de intereses y sus enjuagues con la justicia y los servicios de inteligencia ya son tema de discusión pública. Sus partidarios argumentan que, en la coyuntura poskirchnerista, el republicanismo es un principio difícil de bajar a tierra sin ensuciarse un poco; que esta es la República posible, la República verdadera llegará en el segundo semestre; que una tortilla republicana no se puede hacer sin romper algunos huevos institucionales.
Llevemos entonces la vara a un plano más abstracto: una hipotética filosofía política cambiemita no es necesariamente incompatible con el republicanismo. El sinceramiento económico apelaría a una retórica que no busca manipular ni consentir, sólo persuadir racionalmente. La batería de técnicas marketineras del macrismo no sería más que una puesta al día de los recursos retóricos a los que los republicanos, convencidos de la salud del debate, rendían culto. Incluso el votante duranbarbista, absolutamente inmune a compromisos partidarios e ideologías, repondría de una manera un tanto sosa la libertad del civis republicano.
La vocación regenerativa del macrismo consiste en educar a la sociedad en el valor del esfuerzo, la austeridad y la paciencia con el largo plazo de un gobierno “no demagógico”. Sin embargo, esta regeneración porta un republicanismo muy flaco: la libertad es negativa, la virtud es la disciplina laboral, las leyes son las del mercado, la patria es un par de desfiles militares, el debate es el rostro ovino de Marcos Peña pidiendo disculpas por medidas ya tomadas, con sus febriles usuarios de redes sociales por detrás.
VIRTUS VERSUS FOCUS
La languidez del imaginario republicano macrista puede deberse a la educación mayormente empresarial de su dirigencia, que la distrajo de los deleites del pensamiento político. O puede deberse a que su concepción de representación no sea republicana.
La representación política es un diferencial crucial entre liberalismo y republicanismo: mientras el primero (especialmente en su versión utilitarista, v.g. Bentham) confía en un representativismo lineal de los intereses ya existentes en la sociedad, el republicanismo moderno hereda de Hobbes el acto constituyente de la representación: es el representante el que da lugar al representado al momento de representarlo, no hay pueblo sin representación, no hay sujeto previo a la política. El libro de Rosler curiosamente no toca el problema de la representación, pero su énfasis en el valor epistemológico de la virtud, el rol educador del debate y la importancia de una comunidad particular para transmitir culturalmente ciertos valores políticos parecen avalar la idea de que el ciudadano republicano es, al menos en parte, fruto de la misma República.
El macrismo, una fuerza política que nació invocando a vecinos antes que a ciudadanos o al Pueblo, comparte el representativismo lineal del liberalismo. Su interpelación a los gobernados se sostiene en el auscultamiento paciente de la sociedad ya existente mediante la magia del focus group, para así mejor imitarla con todos sus defectos, hacer virtud del vicio social con la menor imaginación política posible: mascotas en el subte, menores de 16 años en las cárceles.
Hay un conflicto inevitable entre la lógica del focus group y la del republicanismo, quizás porque ambas son tecnologías, cajas de herramientas para tejer vasos comunicantes entre la sociedad y el Estado. La filosofía política del focus parte de un sujeto consumidor, permeable, de identidades flotantes, que se realiza en lo privado, sin mediación entre un deseo no necesariamente racional y el mercado como única red institucional que une los fragmentos de una sociedad altamente segmentada. Y, lo más importante, es un individuo cuantificable, previsible. “Imaginate esas herramientas aplicadas al diseño institucional -me susurra un amigo desde su mail corporativo- Sería una bomba. El pro hace un 15% de lo que se puede hacer y con eso no los van a sacar más”.
Al lado de esta promesa tecnológica de eficacia, el republicanismo puede parecer al menos candoroso con su desconfianza hacia el poder y su moralización de la política. Rosler se encarga de dispersar esos fantasmas. Por un lado, el maximalismo autoritativo republicano habilita gobiernos con capacidad de destrabar empates sociales mediante la decisión y de coordinar funciones complejas. Por otro, concibe a la virtud como parte del arte política: capacidad de juicio y persuasión, sensibilidad especial ante las contradicciones sociales. La clave es que los engranajes de este artilugio son los gobernados: los republicanos no cuentan con un sistema político, sino que ellos son el sistema político. La virtud los motiva para debatir y así instruir a sus pares, al tiempo que cumple funciones epistémicas indicándoles qué hacer ante situaciones complejas.
Así, la virtud republicana no sólo se diferencia de la tecnología del focus, sino que la conjura: mientras el segundo sólo funciona desde arriba, en la consola de la gobernabilidad, la virtud requiere la participación activa del común y en ese acto lo expulsa del blister del consumo privado en donde el focus necesita tenerlo para medirlo.
NOSOTROS TAMBIÉN PODEMOS CAMBIAR EL MUNDO
El panteón de héroes republicanos de Rosler tiene el suelo inclinado: no hay lugar allí para levellers ni sansculottes; Spinoza no figura y Lilburne, Overton y Walwyn brillan por su ausencia. El autor puede escudarse en su “compromiso sin reverencia” con el republicanismo: convencido de que el republicanismo tiene sus propios anticuerpos, Rosler lo purga de ingredientes tóxicos y se reserva el derecho de admisión al staff de referencia republicano.
Sin embargo, el republicanismo rosleriano no renuncia a alcanzar una Nueva Jerusalén y hacer de este un mundo mejor: “El compromiso principal del republicanismo es con la libertad, no con la propiedad privada… muchas veces es la propiedad privada la que provoca la dominación de los ciudadanos, algo que no puede ser permitido por ningún régimen que se precie de republicano”. La dominación que repugna al republicanismo puede ser también social o económica y el autor lo ilustra con hipotéticos feminismos y socialismos republicanos. Pero no se queda sólo en las buenas intenciones: “Los republicanos clásicos, por su parte, creían que la mera dominación era suficiente para justificar la violencia política en su contra”, pero esa violencia debía ser el último recurso, proporcional a la violencia sufrida y razonable, es decir, el éxito de la acción debía ser previsible. La Operación Gaviota cumplió al menos dos de tres.
En un guiño cómplice a the day after the revolution, Rosler indica que el “republicanismo no tiene previsto cerrar sus instalaciones para el caso de lograr una distribución equitativa del ingreso, ya que la discusión política seguiría en esas condiciones”, una frase a la que podría haber suscripto Mao si hubiera manejado lenguas de raíz latina.
MENSAJES EN UNA BOTELLA
“Al le quepa el sayo que se lo ponga” dijo Rosler en una entrevista a propósito de la presentación de Razones Públicas. Su libro es una invitación abierta al republicanismo, un mensaje en una botella que el autor arroja al mar picado de un mundo en crisis, sin saber en qué playas puede terminar. Quizás no sean las playas soñadas por Cicerón o Maquiavelo.
Hace rato que vivimos la crisis de los populismos en nuestra región de repúblicas sin republicanos. En el mismo instante en que Europa y Estados Unidos se familiarizan con el concepto, los liderazgos populistas de América Latina se debaten entre moderar sus programas, petrificarse en cesarismos o morir al pie de su propio monumento apuñalados por el fuego amigo. Muchos de quienes acompañaron esos procesos sublimaron al poder por su capacidad transformadora durante más de una década. Y ahora que lo ven desde afuera se les antoja un castillo kafkiano ante el que sólo queda resistir hasta la próxima toma de la Bastilla.
Quizás leímos demasiado El Príncipe y muy poco los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, quizás leímos demasiado al poder y muy poco al contenido transformador del republicanismo. Quizás una manera de relanzar proyectos populares sea amigándose con esos conceptos denostados a cambio de recuperar parte de la tecnología republicana: la libertad con dignidad para encuadrar al consumo en armas argentino, la virtud para desafiar al Excel, la ley para protegernos. De esa manera Razones Públicas sería también, más allá de las intenciones de su autor, una de tantas maneras para repensarse políticamente de esa facción, ahora que el poder queda lejos y esperamos en el Monte Aventino.
Alejandro Galliano
Fuente: La Vanguardia.