«La causa victoriosa complació a los dioses, mas la vencida a Catón» (Lucano, Farsalia, I.128-9).
miércoles, 12 de septiembre de 2018
El Tío Lucas y la Corte Suprema
La elección de Carlos Rosenkrantz como nuevo presidente de la Corte Suprema ha provocado diferentes reacciones, pero nos vamos a quedar con nuestra debilidad, una nota aparecida en Página 12 escrita por Martín Granovsky (click), que no solamente suponemos es bastante representativa, sino que además es un muy buen punto de partida para estudiar el debate público en nuestro país acerca del razonamiento judicial, en particular el rol de la Corte Suprema.
Antes de entrar en materia llama la atención que Granovsky crea que el “Juicio a las Juntas” y “el Consejo de Consolidación de la Democracia” sean “intervenciones… dispares”, como si la democracia y la protección de los derechos humanos no tuvieran nada que ver. Es extraño porque Página 12 en general suele conectar ambas nociones.
De todos modos, los argumentos que da Granovsky en contra de la elección de Rosenkrantz son básicamente tres y apuntan a tres cuestiones diferentes: la designación como juez, el ejercicio de la abogacía, su labor como juez.
El primer argumento es el que más fuerza tiene de los tres, aunque su fuerza está lejos de ser avasalladora. La designación inicial de Rosatti y de Rosenkrantz (que no se perfeccionó) no fue la ideal, pero tampoco por eso no fue kosher. En todo caso, se trató de una legalidad picaresca o si se quiere leguleya, pero legalidad al fin. De todos modos, los problemas de dicha designación originaria fueron subsanados por la designación ulterior y hasta donde sabemos no hay razones legales para poner en duda que tanto Rosatti como Rosenkrantz son jueces de la Corte Suprema.
El segundo argumento se refiere al ejercicio profesional de la abogacía por parte de Rosenkrantz antes de haber llegado a la Corte Suprema. Este argumento (que debería incluir, v.g., su patrocinio de la Comunidad Homosexual Argentina y su trabajo en el Consejo para la Consolidación de la Democracia con Carlos Nino bajo el gobierno de Raúl Alfonsín) es un buen predictor o shibboleth de la manera en que razona la persona que lo emplea. Granovsky da una larga lista de empresas (entre las que figura Clarín, el Demonio con C) que figuran en la lista de patrocinados del que fuera el estudio jurídico de Rosenkrantz. En aras de la brevedad, solamente vamos a decir que son muchas y de hecho vamos a estipular en aras de la argumentación que, para decirlo del modo más económicamente posible, se trata del mismísimo Diablo. En pocas palabras, Rosenkrantz fue el abogado del Diablo (entre muchos otros).
La gran cuestión es por qué eso juega necesariamente en contra de Rosenkrantz. En realidad, debería jugar a favor. Todo el mundo quisiera tener al abogado (o el médico, el peluquero, el contador, el maestro, el personal trainer, lo que fuera) del Diablo. Se supone que el Diablo, precisamente, contrata a los mejores. Además, en este caso, el Diablo—las corporaciones—está autorizado por la Constitución y el derecho corporativo es tal vez el más complejo que pueda haber, todo lo cual juega a favor de Rosenkrantz. Ahora, el abogado del Diablo es juez de la Corte. Juzguemos entonces al juez según sus sentencias, ya que, otra vez, en lo que atañe a su rendimiento profesional, fue tan bueno que trabajaba para el Diablo.
Lo cual nos lleva al tercer argumento, qué hizo Rosenkrantz como juez de la Corte. Y el único fallo que cita Granovsky es el del 2 x 1, es decir, un fallo en el que Rosenkrantz claramente decidió aplicar el derecho válido en nuestro país a pesar de que tuvo a casi toda la sociedad en contra (2 x 1). Otra vez, eso dice muchísimo de Rosenkrantz. Él podría haberse mojado un dedo, haberlo hecho entrar en contacto con el viento y ver para dónde soplaba, tal como alguna vez ilustrara un ex miembro de la Corte Suprema su propio trabajo.
Sin embargo, Rosenkrantz (junto con Rosatti y Highton de Nolasco) eligió no mojarse el dedo ni politizar el caso y proteger las garantías penales, otra vez del mismísimo Diablo, porque el derecho se lo exigía. No debemos olvidar además que no se trató de un capricho de la Corte, sino que la Corte, en democracia, tiene el deber de aplicar las leyes del Congreso (siempre y cuando las mismas no se aparten de la Constitución Nacional, nuestra ley suprema).
Algunos se refieren al perfil “técnico” o “jurídico” de Rosenkrantz, como alguien que estudia detenidamente los casos, se atiene a la letra de la ley, etc., lo cual o bien es redundante (¿nos detendríamos en el procedimiento de un médico que esterilizara el material antes de operar o la sola referencia a este hecho nos haría pensar en cómo son los otros médicos?) o para algunas personas es un defecto para alguien que ocupa un cargo en la Corte Suprema, el cual sería de naturaleza eminentemente política.
Esta clase de crítica nos hace acordar a “Los Locos Adams” cuando el personaje de Tully dice que el tío Lucas “era bueno con los chicos” y Homero se apresura a agregar “nadie jamás pudo probar nada”. También nos hace acordar a que cuando trabajaba como periodista en sus comienzos, a García Márquez lo felicitaban por lo que escribía, a pesar de que se trataba de obras que eran pura ficción, inventadas por él. Los jueces, se supone, tienen que sujetarse al derecho.
Sin duda, la Corte Suprema es la cabeza de uno de los tres poderes del Estado y en tanto que tal es un órgano político. Pero no hay que olvidar que es también por razones políticas que todos los jueces tienen el deber de aplicar el derecho que proviene del Congreso, siempre conforme a la Constitución Nacional. A veces, es cierto, el derecho hace que los jueces de la Corte tomen decisiones políticas, como por ejemplo cuando evalúan la constitucionalidad de algunas disposiciones.
Pero, a la vez, los mismos jueces de la Corte, atienden otra ventanilla, a saber, la de un tribunal de última instancia de cierta competencia y en tal caso su deber es el de proteger los derechos fundamentales, con independencia de cuánta gente haya en la plaza, lo que digan los medios o lo que fuera. Nadie le pide a un árbitro de fútbol que tome decisiones políticas cuando tiene que aplicar el reglamento. No tiene sentido entonces pedirle a un juez de la Corte que se comporte de otro modo.
Entonces, mantengamos el ojo en la pelota, evaluemos las sentencias de la Corte y veamos qué tan buenas son. Por supuesto, no se trata de que podamos revocarlas jurídicamente—después de todo son de la Corte—, sino que el punto es que entonces sí podremos criticar a Rosenkrantz, o a quien fuera, con razón. Hasta ahora, en gran medida, Rosenkrantz ha sido criticado por sus virtudes. Veremos cómo sigue la historia.
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