Las opiniones vertidas en este video (hace un tiempo, en 2010, mucho antes de los programas de Lanata) por Diana Conti son ciertamente intrigantes. Vale aclarar que nos llamó poderosamente la atención enterarnos de que Diana Conti es abogada penalista. No precisamente porque sea un gran logro, sino porque su formación jurídica no hizo sino incrementar nuestra curiosidad por su postura.
En primer lugar, no podemos dejar de confesar nuestro asombro por la defensa penal mencionada por Conti en el sentido de que una acción podía ser delictiva o no, si su autor podía saber o no que iba a terminar siendo presidente de la república, respectivamente. Para resolver semejante cuestión necesitaríamos convocar a un neurocirujano o a un científico especializado en cohetes, como se suele decir en las películas de Hollywood.
En segundo lugar, por suerte, hay otra cuestión que es mucho más modesta y que puede ser resuelta consultando a un abogado. En efecto, nos ha provocado gran curiosidad la teoría de Conti según la cual delitos contra la administración pública tales como violación de los deberes de los funcionarios públicos, cohecho, malversación de caudales públicos, negociaciones incompatibles con el ejercicio de funciones públicas, enriquecimiento ilícito, encubrimiento y lavado de activos de origen delictivo, están exentos de pena para el caso de que quien cometiera la acción prevista por el tipo penal fuera elegido democráticamente y/o su ideología política fuera la correcta. En pocas palabras, que la comisión de un delito quedara exenta de responsabilidad penal por el hecho de que el autor fuera democráticamente elegido y/o tuviera la ideología política correcta. Se trataría de un abolicionismo restringido, sólo para personas de cierta ideología. O si se quiere, un derecho penal de autor, pero al revés, esto es, hay ciertos autores de delitos a los que no se les aplica el derecho penal. La clave para saber si hay un delito es quién lo hizo, no qué es lo que fue hecho.
En realidad, la posición de Conti no es exactamente nueva. Ya había sido descripta por George Orwell: “las acciones son tenidas por buenas o malas, no en sus propios méritos, sino de acuerdo a quién las hace, y casi no existe clase de ultraje… que no cambie su color moral cuando es cometido por nuestro lado” (cit. en Ned Dobos,
Insurrection and Intervention, p. 60).
Apenas terminamos de ver el video, nos abalanzamos sobre el abogado del equipo de La Causa para que nos explicara semejante teoría que sin duda atenta contra el sentido común. Nuestro abogado nos explicó que al menos cuando él terminó la carrera allá por los comienzos de la década del (mil novecientos) noventa, la vieja dogmática penal enseñaba que una acción típica (i.e., para decirlo rápido y en criollo, prevista por la ley con un castigo en el Código Penal) sólo podía estar justificada en caso de que hubiese sido cometida, por ejemplo, en defensa propia o de un tercero, o en estado de necesidad, o autorizada por otra disposición jurídica, pero jamás porque el autor ganó las elecciones. Para ilustrar cómo funciona una causa de justificación estándar, Conti tendría que sostener que los actos contra la administración pública fueron cometidos en estado de necesidad: un mal fue causado (delitos varios contra la administración pública) para evitar otro mayor e inminente (perder la oportunidad de juntar euros por kilo) al que el autor ha sido extraños.
Quizás, agregó nuestro abogado, el kirchnerismo modificó el Código Penal sin haber notificado debidamente la reforma y añadió una nueva causa de justificación: ser kirchnerista. Más allá de la discusión sobre las bondades de la reforma en sí misma, sin duda se trata de un argumento de peso para quienes insisten en la necesidad imperiosa de que los profesionales se actualicen diariamente.
Así y todo, insistió nuestro abogado, aunque el kirchnerismo hubiera hecho semejante modificación, la misma habría sido inexplicable. En efecto, la teoría estándar del derecho penal sostiene que las leyes penales contienen dos tipos de prohibiciones: aquellas que se refieren a acciones inherentemente malas o malas en sí mismas, acciones cuyo disvalor no puede ser razonablemente negado por persona alguna, y por eso están prohibidas (que en la jerga escolástica eran didácticamente llamadas
mala in se) y aquellas que se refieren a acciones cuya ilicitud o disvalor proviene exclusivamente del hecho de que estén prohibidas o acciones que son malas porque están prohibidas (no menos didácticamente eran llamadas acciones
mala quia prohibita). Un ejemplo de las primeras es la típica prohibición del homicidio, un ejemplo de las segundas es la prohibición de entrar al país con una suma de dinero superior a cierto límite. Mientras que el homicidio es malo en sí mismo, no hay nada malo en sí mismo en entrar a un país con más de, v.g., 10.000 dólares, o comprar o vender dólares, tal como nos lo ilustra el caso de Néstor Kirchner quien aprovechara las viejas épocas comprando dólares por cifras millonarias.
Ahora bien, aunque compartimos la desconfianza de los anarquistas respecto a las instituciones estatales, y comprenderíamos el escepticismo anarquista respecto a las prohibiciones que protegen la propiedad privada o castigan la evasión impositiva, hasta los anarquistas estarán de acuerdo en que los delitos contra la administración pública mencionados (i.e. cohecho, malversación, enriquecimiento ilícito, etc., y todo quizás en concurso real por kilo), por más que su comisión dañe al Estado, su disvalor no proviene de su prohibición, sino que están prohibidos porque son disvaliosos, sin que importe quién los comete.
En otras palabras, se refieren a acciones que son malas en sí mismas, debido a que la ventaja del delincuente perjudica injustamente a los demás, amén del perjuicio a la confianza depositada por los ciudadanos en sus funcionarios. Y en todo caso, cuando se trata de acciones malas en sí mismas, jamás la ideología ni el autor son relevantes. Cualquier autor de semejante delito, indistintamente de por qué lo hizo, debe ser castigado (es significativo que el ejemplo que usaba Aristóteles para ilustrar la existencia de acciones inherentemente malas era el del adulterio, el cual ni siquiera podía estar justificado en el caso de ser cometido con la esposa del tirano). En realidad, es una situación agravante el hecho de que quien comete tales delitos se llena la boca defendiendo la necesidad de la intervención estatal para corregir las injusticias sociales.
En cuanto al daño sobre la sociedad que los delitos contra la administración pública provoca en la sociedad, basta recordar los casos de la tragedia de Once o de la inundación de La Plata y Buenos Aires. En efecto, en los casos de corrupción solemos concentrarnos en la ventaja injustamente adquirida o en la indignación que provoca en los ciudadanos y no tanto en los efectos de la corrupción en la sociedad. Ambas cosas deben ser tenidas en cuenta. En realidad, un homicidio puede ser mucho menos dañoso que los actos de corrupción de funcionarios públicos. Si en una futura reforma penal alguien propusiera darles a los funcionarios públicos una especie de ticket para cometer un delito a su elección, convendría ofrecerles un pase para un homicidio antes que juntar dinero por kilo, lavarlo y luego enviarlo al exterior.
Queda el último argumento que da Diana Conti, un argumento de naturaleza moral o política y no ya jurídica, ya que el Código Penal no lo contempla. Según este argumento, un delito podría ser exculpado en caso de que fuera cometido en aras de un fin justificado o una causa justa. Algo así como un estado de necesidad, pero sin los límites impuestos por el derecho. La variante deontológica propondría que la corrupción es una recompensa por lo hecho. Pero no va a faltar el que se pregunte por qué hay que recompensar al que actúa por una causa justa. ¿No son las causas justas su propio premio? ¿Y no sería contradictoria semejante recompensa por la causa justa?
La variante teleológica se concentraría en los resultados. Por ejemplo, la corrupción pública tuvo efectos revolucionarios en la sociedad (y, para ser serios, dichos efectos no pueden ser medidos por el INDEC): bajó la pobreza, la indigencia, la inflación, la criminalidad (ya que es la otra cara de una distribución injusta del ingreso), etc. Quizás algún día la corrupción tenga efectos revolucionarios, pero por ahora tuvo efectos más reaccionarios en todo caso. En realidad, esta variante no parece ser menos contradictoria que la primera. Y sólo convencería a los consecuencialistas, si es que lo hace. Los demás insistirán en que la corrupción no tiene ideología.
Queda la variante según la cual el corrupto en realidad sólo quiere protegerse de las corporaciones que tratarán de vengarse de él por haber tratado de revolucionar la sociedad. De ahí la necesidad de, como gráficamente lo dice Conti, “estar hecho”, asegurarse de que toda la familia en todas las generaciones no sufrirán porque sus antecesores se dedicaron a la política. Se trata de una variación del tema teleológico, pero que de ser válida exigiría quizás que le diéramos el mismo trato a cualquiera que afectara a las corporaciones, por ejemplo, un científico cuyo descubrimiento afectara a las corporaciones de tal forma que exigiera por lo tanto miles de millones para seguir adelante.
Finalmente, resta el argumento según el cual, si no toleramos la corrupción, “gana Cobos” (o peor, Dios no lo quiera, y lo decimos mientras nos tocamos nuestras partes pudendas, Macri). Irónicamente, este argumento va en contra de la lógica aparentemente democrática que inspira la defensa de la corrupción democrática. En efecto, no hay que olvidar que la corrupción no es considerada delito por algunos debido a que fue cometida por quienes ganaron las elecciones. Si Cobos, o Macri, o quien fuera, ganaran las elecciones, entonces también quedarían habilitados para cometer delitos.
En realidad, que estemos haciendo bromas sobre estos tópicos, o peor, que provoquen discusiones como las que intentó dar Diana Conti en ese entonces y quizás todavía quiera dar hoy en día (o quienes acusan a los críticos de la corrupción kirchnerista de ser "honestistas"), es una grave señal de lo mal que estamos, una grave señal de la creencia en que la democracia es un ticket para cometer delitos, al menos bajo ciertas condiciones.