lunes, 31 de diciembre de 2018

Sorteo y Muy Felices Fiestas




Todos saben lo que vamos a decir. Es hora de hacer nuestro sorteo anual: primer premio, una semana en Miramar con todos los gastos pagos; segundo premio: dos semanas en Miramar con todos los gastos pagos. De paso, les deseamos muy felices fiestas. Hace un tiempo que un blog nos está haciendo la competencia (www.endisidencia.com), pero, parafraseando a Nietzsche, lo que no nos mata nos hace más fuertes. Vamos a seguir entonces con nuestra lucha, aunque somos conscientes de que jamás venceremos, ya que de otro modo dejaríamos de ser quienes somos, es decir, La Causa de Catón. Feliz 2019.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

2 x 1 = 2: sir Martín Farrell en La Causa de Catón



El derecho penal liberal consagrado en  nuestra Constitución establece una serie de garantías procesales, entre las que figuran el respeto por la cosa juzgada, la irretroactividad de la ley penal, la prescriptibilidad de la acción, la retroactividad de la ley penal más benigna y la presunción de inocencia. A partir del año 2004, sin embargo, las Corte Suprema comenzó a desguazar esas garantías constitucionales en materia penal en los juicios de delitos de lesa humanidad.

En el caso Arancibia Clavel entendió que la acción penal es imprescriptible en este tipo de delitos, en el caso Simón—del año 2005—aceptó la aplicación retroactiva de la ley penal y desconoció la cosa juzgada, mientras que en el caso Riveros—del año 2007—eliminó los efectos jurídicos de un indulto, y descartó el principio non bis in ídem (no castigar dos veces un mismo delito). El derecho penal liberal parecía no existir para estos delitos, pero mantuvo una chispa de vida—afortunadamente—por obra de las excelentes disidencias de tres jueces de la Corte: Belluscio, Fayt y Argibay. Mientras la mayoría del tribunal invocaba al derecho internacional para eliminar las garantías liberales, estos jueces recordaban que cualquier cláusula contenida en un tratado que violara las prescripciones del artículo 27 de la  Constitución sería nula. Sin embargo, en esta etapa de la Corte el derecho internacional tenía más poder, no sólo que el derecho penal liberal, sino que la propia lógica.

El camino para posibilitar el retorno del derecho penal liberal se inició en el año 2017 con el caso Fontevecchia, donde la Corte recordó que un tratado no puede alterar la supremacía de la Constitución Nacional, por lo que no es posible hacer prevalecer automáticamente al derecho internacional sobre el ordenamiento constitucional. La nueva mayoría de la Corte, en otras palabras, adoptó los argumentos de la antigua minoría del tribunal.

Después de Fontevecchia, era esperable que en el caso Muiña—también decidido en el año 2017—la Corte utilizara el artículo 2 del Código Penal que ordena la aplicación de la ley penal más benigna para el procesado, en este caso la ley 24390, que establecía para el cómputo de la prisión preventiva, luego de transcurridos dos años,  un cálculo de 2 días  de prisión por cada día de encarcelamiento, norma más conocida como la “ley del 2 por 1”. Otra vez, la mayoría de la  Corte recordó que el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad debía ser cumplido sin vulnerar los principios de legalidad y debido proceso, y otra vez—entonces—hubo  motivos para festejar la supervivencia del derecho penal liberal.

El Parlamento, sin embargo, quiso ponerle fin al festejo y  dictó la ley 27362, la cual—supuestamente—“aclaraba” la ley 24390, o ley del 2 por 1. Es una pena que el Congreso haya procedido con tanta celeridad a martillar los clavos del ataúd del derecho penal liberal, pero es aún más penoso que la mayoría de la Corte Suprema lo haya acompañado esa tarea. Nunca  pensé que sería necesaria una interpretación de la tabla de multiplicar, y que hubiera que realizar un gran esfuerzo dialéctico para convencer a todos los poderes del Estado de que 2 por 1 es igual a 2.

En realidad, si no se tratara de una situación dramática—en la que está en juego la libertad personal—habría que hacer un gran esfuerzo para leer la llamada ley interpretativa, o aclaratoria, manteniendo la cara seria. Cuando dictó la ley del 2 por 1 el Congreso excluyó de su alcance a quienes sembraran, distribuyeran y vendieran estupefacientes, o financiaran esa actividad. Si cuando hicieron esa enumeración en realidad los legisladores estaban pensando en los autores de delitos de lesa humanidad, como sostiene asombrosamente la ley interpretativa, difícilmente quienes votaron la primera ley puedan computar como hispano hablantes. Ellos se habrían comportado como Humpty Dumpty en Alicia a través del espejo, en el momento en que enuncia esta extraña teoría: “Cuando uso una palabra, ella significa exactamente lo que yo quiero que signifique”. Sólo Humpty Dumpty, en efecto, podría defender la ley interpretativa.

Pero, lamentablemente, la mayoría de la Corte Suprema la tuvo por buena en uno de sus votos, y esto fue suficiente para que se modificara su criterio. Lo hizo en el caso Rufino Batalla, que decidió el 4 de este mes, señalando que la ley aclaratoria “expresa un razonable ejercicio de la potestad interpretativa auténtica del Congreso de la Nación”, así como que “la norma interpretada ha regido siempre en los términos y en igual significado…con lo cual no hay conceptualmente aplicación retroactiva”. Evidentemente, parte del Tribunal está ahora dispuesta a aceptar cualquier versatilidad lingüística del Parlamento.

En los fallos que mencioné al comienzo, los derechos y garantías constitucionales del liberalismo fueron defendidos en los admirables votos de Belluscio, Fayt y Argibay, así como ahora los defiende la valiente disidencia de Rosenkrantz. Allí leemos que la nueva ley “buscó establecer una solución a la que no podría haberse llegado jamás” respetando la ley anterior, la cual no tenía ningún punto oscuro ni dudoso. La ley aclaratoria, dijo Rosenkrantz con razón, “se sancionó con un solo propósito: corregir otra ley que se juzgaba inconveniente”. Concluyó, entonces, que la ley era—a la vez—retroactiva e inválida.

A partir del año 2004 los liberales contemplamos—con alarma y tristeza—el desconocimiento de los derechos y garantías constitucionales en materia penal derivado de las decisiones de la  Corte Suprema. La situación pareció revertirse en el año 2017, pero la mejoría duró unos pocos meses. Este fallo, que retorna a la línea argumental anterior al 2017, y que avala una ley retroactiva presuntamente aclaratoria, empleándola para impedir la aplicación de la ley más benigna, pone fin—pese al valioso intento de Rosenkrantz—a la vigencia del derecho penal liberal. Ojalá que resucite pronto.
                                                                     
Martín Farrell

Fuente: La Nación.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Batalla entre la tribuna y los Tribunales



En su fallo “Batalla”, del 4 de diciembre pasado, la Corte Suprema ha tomado una decisión histórica, aunque no precisamente en el buen sentido de la expresión. En efecto, tal decisión implica no solo un giro de ciento ochenta grados en relación al fallo “Muiña” sobre el 2 x 1, sino además la convalidación de una ley penal retroactiva, la 27362, a pesar de que la Constitución diáfanamente estipula en su artículo 18 que: “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”.

El derecho a la irretroactividad de la ley penal más gravosa no solo figura en nuestra Constitución, sino que además es parte del derecho internacional penal (basta repasar a tal efecto, por ejemplo, la Convención Americana de Derechos Humanos y el Estatuto de Roma) y por lo tanto es un derecho humano. La gran pregunta entonces es por qué, con la sola disidencia del Presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, nuestra Corte Suprema ha decidido ignorar un derecho humano.

Hay dos grandes argumentos al respecto. El primero es de naturaleza interpretativa y alega que en la así llamada “ley del 2 x 1”—la cual fue modificada retroactivamente por la ley 27362—no estaba claro si era aplicable a los delitos de lesa humanidad. De ahí que el nombre oficial de la ley 27362 sea el de “ley de interpretación auténtica”.

Sin embargo, la ley del 2 x 1 habla de los delitos en general y realiza una sola exclusión, a saber los casos de estupefacientes, que además fuera declarada inconstitucional por un fallo de la Corte Suprema (“Véliz”) ya que violaba garantías penales básicas.

Algunos sostienen que el solo hecho de que el fallo “Muiña” haya sido por 3 a 2 implica la existencia de un desacuerdo genuino alrededor del significado de la ley del 2 x 1. Sin embargo, un fallo judicial—particularmente sobre un caso penal—no es un espectáculo en el cual nos interesa ver varios artistas en escena, todos de un mismo lado, sin que nos importe qué es lo que están haciendo, o un partido de fútbol en el que no nos importa quiénes hacen los goles, sino que todos sean hechos por el mismo equipo.

Se ha vuelto frecuente, asimismo, sostener que todas las disposiciones jurídicas deben ser interpretadas. Pero en tal caso salta a la vista que la idea misma de una “ley interpretativa” no solo es redundante ya que también debería ser interpretada, sino que además conduce a una regresión al infinito.

El segundo argumento es de naturaleza moral y sostiene en muy pocas palabras que quienes han cometido delitos de lesa humanidad no “merecen” derechos humanos tales como la aplicación de la ley más benigna y/o la garantía constitucional de la irretroactividad de la ley penal más gravosa.

Obviamente, semejante argumento no solo implica borrar con el codo lo que solemos escribir con la mano acerca de los derechos humanos, sino que además confunde el razonamiento jurídico con el moral, lo cual vuelve irrelevante al sistema jurídico en su conjunto (Constitución, Código Penal, etc.).

Dada la insolvencia de ambos argumentos—el interpretativo y el moral—es asimismo natural que nos preguntemos de dónde provienen.

La explicación es que nos hemos acostumbrado a que las discusiones sobre leyes y fallos ya no giren alrededor del derecho, sino alrededor de cuestiones morales y políticas, como los merecimientos éticos de los condenados, cuánta gente hay en alguna plaza o a lo sumo alrededor de un libro sobre cómo debería ser el derecho.

En otras palabras, ya no discutimos acerca del derecho válido, sino que preferimos hablar del derecho tal como nos gustaría que fuera. Ojalá que muy pronto las discusiones acerca de los fallos de la Corte Suprema vuelvan a ser sobre el Reglamento y dejen de ser sobre la tribuna.

Fuente: Clarín.

domingo, 16 de diciembre de 2018

El Estado de Derecho perdido en Batalla



El principio de la irretroactividad de la ley penal es uno de los pilares del Estado de derecho, ya que impide que el Estado interfiera arbitrariamente en la vida de los ciudadanos. Es por eso que nuestra Constitución prevé, en su artículo 18: "Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso", lo cual confiere a los habitantes de nuestro país el derecho adquirido de que el Estado no actúe retroactivamente en materia penal.

En todo caso, si va a haber retroactividad penal, solo puede tener lugar en la forma de una ley penal más benigna (artículo 2 del Código Penal). Por su parte, el derecho penal internacional —como por ejemplo la Convención Americana de Derechos Humanos y el Estatuto de Roma— contiene normas idénticas a las nacionales. Podemos decir entonces que la garantía de la irretroactividad de la ley penal más gravosa es además un derecho humano.

Sin embargo, en su fallo Batalla, la Corte Suprema acaba de convalidar por cuatro votos a uno una ley penal retroactiva. En efecto, la ley 27362, sancionada en 2017 en tiempo récord y casi por unanimidad, modificó la ley 24390 de 1994 (más conocida como del 2×1), debido a que esta última no excluía los casos de lesa humanidad. Es por eso que en el fallo Muiña de 2017 —que a su vez provocara la sanción de la ley 27362— la Corte Suprema simplemente había cumplido con su deber al aplicar la ley del 2×1 a casos de lesa humanidad.

Quienes se empecinan en defender la constitucionalidad de la ley penal retroactiva la visten con el disfraz de "ley de interpretación auténtica". Sin duda, la ley del Congreso es "auténtica", ya que el Congreso también fue el autor de la ley del 2×1. Sin embargo, hasta el autor de las leyes, es decir, el Congreso, debe someterse a la Constitución. Cabe recordar que, tal como sostiene el doctor Carlos Rosenkrantz en su histórica disidencia: "El carácter central de la garantía de la irretroactividad de la ley penal se pone claramente de manifiesto en el hecho de que esta Corte jamás tuvo que fallar, antes de ahora, un caso donde estuviera en juego una ley penal interpretativa retroactiva y de carácter más gravoso".

Además, como también figura en el voto del presidente de la Corte Suprema, una omisión—precisamente la de no excluir los delitos de lesa humanidad del beneficio en el cómputo de la pena— no es una ambigüedad en la ley. Estaba y está claro que la ley del 2×1 no hace distinciones entre clases de delitos, por lo cual llamar "interpretación" a una modificación de la ley anterior solo puede ser atribuido a la suposición de que los jueces no deben aplicar el derecho sino adaptarlo a su "pensamiento jurídico propio".

Hablando de lo cual, algunas consideraciones del voto convalidante merecen un párrafo aparte, como por ejemplo la idea de ilegalidad "inherente" atribuida a los delitos de lesa humanidad, lo cual es una contradicción en sus términos. En un Estado de derecho no existen delitos en sí mismos: para que una conducta sea delictiva primero tiene que haber sido declarada como tal por el derecho.

Lo mismo se aplica a la idea de las "consecuencias jurídicas inéditas" ocasionadas por los delitos de lesa humanidad: toda consecuencia penal tiene que ser previsible, si es que nos interesa vivir bajo un Estado de derecho. De otro modo, le damos pábulo a quienes ponen en duda la legalidad de los juicios por graves violaciones de derechos humanos y los asocian con el derecho penal del enemigo.

Finalmente, llama la atención que a la luz de algunos fallos anteriores de la Corte Suprema el voto convalidante se refiera a un "estatuto para el juzgamiento y condena de los delitos de lesa humanidad", ya que se supone que en un Estado de derecho los jueces no crean estatutos penales, sino que los aplican.

La única buena noticia del fallo Batalla es que, en esta Corte, al menos hasta ahora, existe un juez capaz de aplicar el reglamento incluso cuando tiene a toda la tribuna en su contra. Eso es exactamente lo que se espera de un juez de la Corte Suprema, particularmente en un caso penal. Si el Congreso puede avasallar garantías constitucionales, entonces no tiene sentido tener una Corte Suprema en absoluto.

Fuente: Infobae.

viernes, 14 de diciembre de 2018

¿Nunca Más el Razonamiento Jurídico?



Clarín de hoy publica una columna muy interesante del constitucionalista Andrés Gil Domínguez acerca del fallo “Batalla” de la Corte Suprema (Fallo de la Corte: prevalece el camino del Nunca Más), ya que es bastante representativa del pensamiento de quienes están dispuestos a convalidar una ley penal retroactiva como la 27362 y a negar otras garantías penales como el principio de la ley más benigna que no solamente aparece en nuestro Código Penal sino además en el derecho penal internacional. En otras palabras, lo que está en juego son los derechos humanos.

Un primer argumento que menciona el constitucionalista es que la aplicación de garantías penales viola la prohibición de sancionar “en forma inadecuada” delitos de lesa humanidad. Un “mero cálculo aritmético”, supone el autor, viola dicha prohibición. Sin embargo, este “cálculo aritmético” está estipulado precisamente por la propia y así llamada ley del 2 x 1 (sancionada obviamente por el Congreso y no por los jueces) y de todos modos lo que está en cuestión es cuál es la forma adecuada de tratar dichos delitos, por lo cual este argumento es circular. Además, el autor confunde la amnistía (que borra el delito), el indulto (una gracia presidencial) y la conmutación de penas con el cómputo del tiempo en prisión preventiva exigido por la ley.

Un segundo argumento es la “gravedad” de los delitos de lesa humanidad. Nuevamente, este argumento es circular y/o contrabandea el razonamiento moral o político en lo que debería ser una discusión sobre derecho. Por supuesto que semejantes delitos son graves, pero cada vez que se pone en marcha el derecho penal se debe a cuestiones de gravedad. En todo caso, la obvia mayor gravedad que revisten semejante delitos no es jurídicamente relevante a menos que el propio derecho así lo estipule. De otro modo, dado que los delitos de lesa humanidad son de extrema gravedad moral entonces no tendría sentido respetar derecho alguno a quienes son acusados y condenados por dichos delitos, ya que estas personas no merecen tener derechos, que es exactamente lo que muchos parecen creer. Sin embargo, los merecimientos morales no deberían interferir en el razonamiento jurídico.

El tercer argumento es la invocación de la “voluntad popular” interpretada por los jueces. Sin embargo, hasta la voluntad interpretada del pueblo tiene que someterse a la Constitución, en este caso a su artículo 18 que estipula claramente que “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”.

Un cuarto argumento es apelar a nuestras intuiciones en la forma de un contrafáctico. El punto del autor es que si una ley penal retroactiva es inconstitucional, entonces también lo es haber invalidado “la ley de obediencia debida”. Pero el razonamiento jurídico no debe someterse a nuestras intuiciones o contrafácticos sino que son nuestras intuiciones—y los contrafácticos—los que deben acomodarse al sistema jurídico. En realidad, quizás algunas de las decisiones anteriores tomadas por nuestras instituciones no son conforme a derecho y por lo tanto tal vez haya que revisarlas. Después de todo, el fallo Muiña también es una decisión tomada por la Corte Suprema y sin embargo a muy poca gente le importa que el fallo Batalla lo contradiga abiertamente. De ahí que la cuestión es qué dice el derecho y no lo que haya sucedido con anterioridad (o, para el caso, lo que pudiera suceder con posterioridad).

Finalmente, el autor invoca a los hijos (“por nosotros y por los hijos de nuestros hijos”) para justificar su postura. Nuevamente, se trata de una muy importante consideración pero jurídicamente irrelevante ya que la tarea de los jueces consiste en aplicar el Estado de Derecho con independencia de sus hijos, que por lo demás se supone que es lo que beneficia precisamente a nuestros hijos y es por eso que lo defendemos.

domingo, 9 de diciembre de 2018

jueves, 29 de noviembre de 2018

Entre el Reglamento y la Tribuna: La Corte y la Ley penal retroactiva



Supongamos que la International Football Association Board, la institución que tiene a su cargo estipular las reglas que gobiernan el juego del fútbol, decide modificar las reglas—por ejemplo el gol de visitante vale doble—y aplica retroactivamente dicha modificación a un partido ya jugado. El escándalo sería mayúsculo e inolvidable.

Los juicios penales son básicamente como partidos de fútbol ya que deben seguir reglas ya existentes. En todo caso, en derecho penal está permitida la retroactividad de la ley sólo si es más benigna. Eso fue exactamente lo que hizo la Corte Suprema en el caso Muiña, es decir, aplicó la ley 24390 (más conocida como del “2 x 1”) a un caso de lesa humanidad en virtud del principio de la retroactividad de la ley penal más benigna consagrado en el Código Penal y en el derecho penal internacional por ser característico del Estado de Derecho.

Sin embargo, la gente salió masivamente a la calle para manifestarse en contra del fallo Muiña y por lo tanto del Código Penal y del derecho penal internacional. Para colmo de males, a pedido de la tribuna, el Congreso de la Nación no tuvo mejor idea que cambiar retroactivamente el reglamento. En efecto, la ley 27362 sancionada casi por unanimidad a unos pocos días del fallo Muiña, modificó la ley 24390 de tal forma que ahora esta última excluye retroactivamente la posibilidad de aplicar el 2 x 1 a casos de lesa humanidad.

Como se puede apreciar, la situación que habíamos imaginado al comienzo se hizo realidad ni más ni menos que en un caso penal, a pesar de que la Constitución Nacional prevé en su artículo 18 que “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”. La misma garantía figura, además, en la Convención Americana sobre DD.HH. y en el Estatuto de Roma.

Quienes defienden la ley 27362 se amparan en que la misma no es una ley retroactiva que modifica una ley anterior, sino que se trata de una “interpretación auténtica”, es decir, el mismo autor de la ley del 2 x 1—el Congreso—en 2018 aclara qué quiso decir en 1994 cuando sancionó dicha ley. Eugenio Zaffaroni, adivinando el futuro, hace tiempo que advirtió en su Tratado de Derecho Penal que “las llamadas ‘leyes interpretativas’ o [de] ‘interpretación auténtica’” no son sino “modificaciones a las leyes penales y a su respecto rigen los principios del art. 2” del Código Penal sobre la ley más benigna. Por otro lado, como famosamente dijera Marx en su “Tesis XI sobre Feuerbach”, una interpretación no puede cambiar el mundo. Una ley que modifica otra ley entonces no es una interpretación, sino una ley diferente. Si pedimos el VAR no es para cambiar la jugada, sino para saber qué pasó efectivamente.

El clima interpretativista en que vivimos pudo haber contribuido a esta clara violación de la Constitución. Sin embargo, si cada vez que debemos aplicar el derecho tenemos que interpretarlo, la idea de una ley interpretativa representa el colmo de la redundancia, ya que se supone que todas las leyes deben ser interpretadas. ¿Por qué no tendríamos que interpretar entonces también la ley interpretativa, embarcándonos de este modo en una regresión al infinito?

Estas consideraciones cobran particular vigencia ya que la Corte Suprema ha anunciado públicamente que el próximo 4 de diciembre se pronunciará sobre la constitucionalidad de la ley penal retroactiva. La gran pregunta es qué harán los jueces. Da la impresión de que la Corte no tendrá otra alternativa que declarar inconstitucional esta flagrante violación al derecho humano a la irretroactividad de la ley penal más gravosa, derecho que tienen todos los seres humanos, incluyendo los criminales de lesa humanidad en la medida en que sean considerados seres humanos. De otro modo, deberíamos concluir bastante irónicamente que justo en la época en que el discurso sobre los DD.HH. ha alcanzado su cenit, existen seres humanos que no tienen derechos. Ojalá que eso no suceda.


Fuente: La Nación.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Carl Schmitt, el Nazismo y las Leyes Penales Retroactivas



No es nuestra política ayudar a la competencia, pero en este caso vamos a hacer una excepción. En otro blog, reveladoramente En Disidencia, hemos encontrado una interesante entrada sobre Carl Schmitt, el Nazismo y las Leyes Penales Retroactivas (click), a pocos días de que la Corte Suprema de la Nación se pronuncie precisamente sobre una ley penal retroactiva, la 27362. Quedan todos debidamente notificados.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Página 12 sobre la Corte Suprema (o nunca dejes que la verdad arruine una buena historia)



En la edición de hoy de Página 12 figura que "Lorenzetti, Maqueda y Rosatti advirtieron que se les debe informar a los extranjeros su derecho a un patrocinio letrado gratuito antes de ser expulsados. La medida va en contra de la línea fijada por Cambiemos" (Página 12) [Página 12 borró el link de la página pero todavía no borró la versión en pdf del diario, que se puede consultar aquí, en la página 12 precisamente].

Sin embargo, el Centro de Información Judicial (CIJ), es decir, la Corte Suprema de Justicia (CIJ), solamente para llevarle la contra a Página 12, dio a conocer la información de que el caso es exactamente al revés. En efecto, según el CIJ "Juan Carlos Maqueda, Ricardo Lorenzetti y Horacio Rosatti entendieron que el recurso es inadmisible en los términos del artículo 280 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación".

El CIJ agrega que "En disidencia" (nótese la obvia alusión al blog que descaradamente le hace la competencia a La Causa de Catón: En Disidencia), Carlos Rosenkrantz y Elena Highton de Nolasco entendieron que el recurso es admisible toda vez que la resolución que denegó la habilitación de instancia judicial es equiparable a una sentencia definitiva".


Esto es, según la Corte Suprema, Rosenkrantz y Highton "señalaron que el derecho al patrocinio letrado gratuito y obligatorio en favor del migrante sobre quien pesa una orden de expulsión incluye que ese derecho le sea comunicado en tiempo oportuno". De ahí que según la Corte Suprema, Rosenkrantz y Highton votaron a favor del derecho de los migrantes y Lorenzetti, Maqueda y Rosatti votaron en contra.

Nuestros lectores saben que somos seguidores de Página 12 de la primera hora, del 45, y jamás hemos dudado de la veracidad de sus informaciones, y si, parafraseando a E. M. Forster, tuviéramos que optar entre Página 12 y la verdad, siempre nos quedaríamos con Página 12. Después de todo, jamás dejaríamos que la verdad arruine una buena historia.

Claro que en esta época nietzscheano-interpretativa, en la cual es mentira la verdad, todo es más complejo ya que no existen los hechos sino solamente las interpretaciones. Queda en los lectores entonces munirse de algún artefacto de iluminación y ver siempre la realidad en su mejor luz.

martes, 30 de octubre de 2018

Juicios Injustos y Engendros Judiciales (por Jaime Malamud Goti)



Con esta entrada quiero exponer la intranquilidad que me provoca la previsible apertura de juicios manifiestamente injustos celebrados en los últimos años de la dinastía Kirchner. Me refiero a los procedimientos judiciales destinados a descartar la responsabilidad del matrimonio presidencial, de los funcionarios que lo rodearon y sus amigos. Me preocupa, antes que nada, los límites de la justicia argentina; fui uno de los dos autores de los llamados "Juicios a las Juntas" de principios y mediados de los ochenta. Temí, entonces, que el procesamiento de oficiales militares desencadenase una sobreabundancia de criterios concernientes a la responsabilidad de militares consagrados a lo que llamaron ¨la guerra sucia.” Los argentinos somos antojadizos y pensé, entonces, que un número considerable de jueces no resistirían la tentación de procesar a cualquier militar bajo una vasta diversidad de pretextos. De esta manera, cada uno de ellos se vería a sí mismo convertido en una estrella de la noche a la mañana. En 1986, un juez de la Pampa arrestó sin mayor trámite a un edecán del Presidente Alfonsín para llevárselo preso a la Pampa por haber abofeteado a un detenido. No digo que abofetear a un preso sea justificable. Sí afirmo que los crímenes que intentábamos perseguir permite equiparar este acto de violencia con un bocinazo en la Ciudad de Buenos Aires.  

Quiero sugerir una manera de evitar una entusiasta campaña de reapertura de juicios absolutorios que apresurará un agravamiento en la decadencia institucional del país. Es escasamente imaginativo aseverar que el remedio suele ser peor que la enfermedad. Pero es el caso que ahora trato. La Argentina no se destaca por la imparcialidad de sus jueces ni la integridad de sus sentencias. Por la última me refiero a la noción de que la Justicia de un país requiere de la homogeneidad de los criterios aceptados por los tribunales para absolver y condenar. Aquí, los jueces se obstinan en defender sus propias opiniones con prescindencia de aquellas sentadas por otros tribunales, aunque estos resulten ser superiores en rango lo que incluye a la propia Suprema Corte. Este es sólo un ejemplo de un país cuya justicia desafía esta noción de integridad que equivale a decir que no importa qué tribunal le tocó en suerte a cada uno.  Hoy los presos habituales maldicen su mala suerte o celebran su estrella según el tribunal que los juzgue. En la Procuración de la Nación, me aburrí de recordarle a los jueces de apelaciones cuál era el criterio de la Corte según el cual no es constitucionalmente admisible castigar el uso de drogas.

Hay suficientes malos jueces. No sugiero que en su mayor parte sean venales, incompetentes y, menos aún, ambas cosas. Algunos juicios terminan en decisiones sensatas cuando el tribunal decide sobre la base de lo que dice la ley y con independencia de quién resulta ser el acusado. Estoy convencido de que, especialmente en los últimos años, hubo suficientes decisiones disparatadas como para poner de relieve un amplio desapego a principios básicos de equidad y de respeto al estado de derecho. Entre otras cosas, esto último ha robustecido la habitual desconfianza en la justicia y, muy especialmente, en la justicia penal. Incurro en este breve ensayo sin el propósito de controvertir esfuerzos criteriosamente elaborados sobre este tema como lo es el libro de Federico Morgenstern, Cosa juzgada fraudulenta. Mientras Federico dilucida algunas complejidades legales, lógicas y morales, originadas en el principio legal y moral del ne bis in ídem (no juzgar a alguien más de una vez por el mismo hecho), él examina el derecho vigente; mi argumentación es esencialmente política.
 
Me impulsa a escribir, simplemente, mi propia intranquilidad frente a un poder judicial que podrá verse envuelto en reyertas y rencores personales. Quiero invitar a otros a debatir mis propias elucubraciones que son por cierto incompletas. Estas se basan en distinguir entre juicios injustos y parodias; entre juicios reales, aunque decididos sobre la base de la ignorancia, el temor y las ambiciones de los jueces y los simples simulacros. Hoy, el aparato judicial no da para otra cosa que limitarse a los últimos. Es necesario acotar el número de estas intervenciones. El criterio es similar al que defendí cuando diseñé, junto a Carlos Nino, los juicios a los generales y que continúan aún hoy bajo la influencia de grupos extremadamente activos. Les tememos; los jueces más todavía. Nos enseñan, algunos creen, cuál es la actitud políticamente correcta. Si la vida fuese la que Borges describe en “El Inmortal”, impelidos por la Madres de Plaza de Mayo o el CELS, los mismos jueces estarían juzgando a quienes torturaron y mataron a Tupac Amaru.  
   
La opinión común es que la Justicia criminal en la Argentina es aflictivamente lenta, vacilante y despareja. Las decisiones judiciales que atraen la atención pública provocan en el más ingenuo esmeradas conjeturas acerca de los motivos ocultos detrás de los argumentos que se leen en las sentencias. En otros países, los habitantes viven convencidos de que las absoluciones y condenas de sus tribunales esclarecen la verdad y que valoran los hechos con base en la ley. Los jueces autorizan la creencia de que la persona juzgada es culpable o inocente de acuerdo con sus veredictos. Es posible que esta peculiaridad obedezca a una dosis de ingenuidad de alemanes, ingleses, suecos y checos. Pero, digo yo, vivir ingenuamente es otra cosa que un lujo ya que nos libera del persistente estado de alerta que nos impone un medio de apariencias e incredulidad como es este.

Para confirmar la creencia, ampliamente compartida de que las presidencias de Nestor y Cristina Kirchner están embarradas por la corrupción, un juez federal se apresuró a investigar el posible enriquecimiento de la presidenta al valerse de su cargo. La investigación concluyó al poco tiempo con un sobreseimiento que anticiparon quienes sabían quién era el juez. El hecho juzgado, huelga decirlo, no podría ser investigado otra vez. Como la mayor parte de los países de Occidente, un hecho criminal no puede ser sometido a juicio más que una vez. Hay variaciones en la regulación de este principio. En la Argentina, por empezar, la ley prescribe que sólo pueden reabrirse algunas pocas causas que concluyen con condenas: y esta característica es obviamente justificable si, después de una condena de homicidio, nos sorprende ver al muerto en una reunión social. No hay nada en la ley que autorice a un tribunal a reabrir juicios absolutorios o sobreseídos. En los Estados Unidos, por ejemplo, la prohibición de someter a un proceso a alguien más de una vez se reduce a aquellos casos en que la persona hubiese corrido un riesgo efectivo de ser condenado y de haber visto limitados sus derechos hasta su absolución cuando el juicio concluye con esta. Nadie debe estar expuesto más de una vez al peligro de una condena ni a las desazones que provoca verse sometido a un juicio penal. Originada en el sistema anglosajón, la institución se llama double jeopardy (doble peligro.)

La decisión del juez federal que sobreseyó a la presidenta (y también al ex presidente), y que él mismo lo aclaró entre sollozos de arrepentimiento, se debió a la influencia del gobierno de entonces. Es oportuno ahora aclarar dos cuestiones. La primera es que hablo de juicios en el sentido más amplio posible y que comprende no sólo al debate entre la acusación y la defensa, y las resoluciones que en esa oportunidad dicta el tribunal. También hablo de absoluciones en sentido lato para incluir los sobreseimientos. De esta manera, quedan comprendidos los actos realizados durante la etapa anterior a la contienda.

La segunda cuestión que quiero aclarar yace en la obviedad de que la noción de un juicio penal es una construcción cultural. Cuento así con que muy pocos llamarían hoy “juicio” al rito consistente en sumergir la mano del inculpado en agua o aceite hirviendo para establecer su culpabilidad. Si alguna entidad Divina impide, milagrosamente, que el reo pierda la mano, este hecho inexplicable es concebido como una exculpación de Dios. El Diccionario de Oxford define a la ordalía como el procedimiento destinado a decidir si alguien es culpable o inocente mediante la exposición del sospechoso a pruebas físicas extremadamente dolorosas (3ª Versión Concisa, 3ª Edición, 1911, p. 802).  Muchos de nosotros negaríamos que se trata de un acto de Justicia la condena por adulterio de la mujer cuando esta no logra que al menos cuatro hombres corroboren su propia versión de que fue violada. ¿Sería esto un juicio para nosotros? Pienso que no. Espero que no.

De un modo que nos recuerda a la ordalía, Lewis Carroll nos relata que en un juicio que Alice presencia, el Rey o la Reina Negra –no lo recuerdo- declaman que primero corresponde dictar la sentencia antes de admitir la presentación de pruebas respecto de quien robó las tartas para la fiesta. Esta clase de procedimientos pueden ser Juicios o no, antes que nada, según la cultura de que se trate.  En el ámbito de la cultura judeo-cristiana, son pocos aquellos que admitirían que sólo los hombres –no mujeres- pueden esclarecer la verdad respecto de una violación. Los cultores de la Sharia, en cambio, concuerdan con este criterio. Sólo un individuo muy peculiar pensaría que el castigo justo debería depender de hechos que revelan la omnisciencia y omnipotencia de un dios. Vistos hoy y aquí, estos no son procedimientos que apuntan a establecer la verdad antes de condenar o absolver. No son en verdad Juicios, aunque admito que no me resulta fácil encontrar una palabra que reemplace a la de “juicio.” Podrán ser parodias, simulacros, absurdos encarpetados. Pero esta caracterización, repito, depende de concepciones culturales. No sé qué piensan los cazadores y recolectores del Kalahari, los habitantes animistas de Benín ni nuestros antepasados de hace cinco siglos.

Es cierto que hay casos controvertibles en relación a qué es un verdadero proceso judicial.  El caso de los tribunales de Nüremberg ofrecen una variedad de opiniones sobre si fueron imitaciones, juicios notoriamente injustos y hasta procesos razonables.  Yo me inclino por considerar que fueron esencialmente simulacros. A propósito de estos últimos y, en especial, de la condena del Almirante Karl Doenitz, comandante de la flota de submarinos alemanes, H. Thomson y Henry Strutz publicaron una laboriosa colección de cartas de jueces, militares y políticos de nota. Todos ellos impugnaron vigorosamente la decisión (Doenitz at Nuremberg: War Crimes and the Military Professional, 1976). Esta colección comienza, entre otras críticas, con una enérgica declaración de John F. Kennedy seguida de una profusa colección de opiniones de jueces, generales y almirantes de los Estados Unidas, el Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda.

Los acompañan jueces y escritores de renombre. Esta publicación expone a un vasto coro que deplora las decisiones de lo que fue el caso más famoso de la historia. El hecho de que generales y almirantes enemigos fuesen juzgados y condenados provocaron la indignación de quienes pertenecieron al bando contrario. Este, afirman, actuó del mismo modo que el bando vencedor. Más aún, el tribunal (llamado corte marcial) estaba integrado en gran parte por civiles dotados de algún rango militar ocasional sólo por razones administrativas. Para una parte destacada de los escritores de las cartas publicadas, no llegó a tratarse de juicios. No fueron otra cosa, como muchos lo expresaron, junto a John Kennedy, que una venganza disfrazada contra los vencidos.

Y una venganza, agrega Kennedy, “muy rara vez” comporta un acto de justicia. Estos autores execraron la aplicación de leyes ex post facto para convalidar condenas. Pero las condenas son aún más deplorables cuando se advierte que, en su mayoría, recayeron sobre oficiales que actuaron dentro de lo que los críticos juzgaron como un marco profesional razonable. Un lamentable precedente para el futuro de la Justicia en general. Aunque para la mayor parte no se trató de otra cosa que una puesta en escena por parte de los Aliados triunfantes, otros oficiales se limitaron a declarar su rechazo a y la inquietud que provocaba en ellos que este desatino se transformase en un precedente que imitaran los jueces de sus propios países. Me llevó mucho tiempo advertir, confieso, que tenían más razón de lo que advertí hasta hace un par de décadas.

En la página principal de octubre 6, 1956 del Chicago Daily Tribune, uno de los periódicos más frecuentados de los Estados Unidos, aparece publicada una nota editorial que anuncia ¨Doenitz Sale en Libertad.” La columna que exhibe la primera plana, alude a la condena del comandante de la flota de submarinos alemanes como “… un acto embarazoso,” y finaliza con el parágrafo que traduzco a continuación: “…(L)os cargos presentados contra los procesados de planear, preparar o conducir una guerra de agresión fueron lo suficientemente amplios como para permitir establecer que el Almirante Doenitz fue culpable de algo –probablemente del crimen de luchar, como un oficial profesional, al servicio de su país. Obtuvo una condena de 10 años –un veredicto que prueba, otra vez, que el derecho nace de la fuerza y que la hipocresía puede superar cualquier obstáculo".

Y agrego algunas consideraciones de John F. Kennedy traducidas por mí. Algo similar ocurrió con los juicios de Tokio, llamados también “El otro Nüremberg.” Lo que me interesa subrayar con las opiniones que cito es que no se trata de distinguir entre juicios justos e injustos. Se trata, más vale de distinguir actos de justicia de los que no lo son. Juicios, justos o injustos, por un lado, y esperpentos por el otro. Juicios y teatralidad. Explico por qué la distinción.  
            
Para volver a los juicios absolutorios de funcionarios y allegados de la dinastía Kirchner, este país dista de contar con un aparato de Justicia suficientemente confiable. Además de sus colegas ineptos y venales, los jueces son en su gran mayoría temerosos. Tiemblan frente a la idea de provocar la ira de la Madres y Abuelas de Plaza de Mayo o del CELS. Y no los culpo; los Consejos de la Magistratura capaces de exonerarlos son lábiles. Suele importarles más la ideología del juez que cae bajo su escrutinio que la excelencia de su desempeño. Por otra parte, es de lamentar que la Argentina no cuente con un criterio basado en la doble puesta en peligro del procesado como una cuestión decisiva para juzgarlo otra vez. También lo es que sus jueces carezcan de la autoridad que gozan en otros países del mundo. Por no ser este el caso y por las razones que ofrezco más arriba, es imprescindible limitar el número de juicios a revisar y por eso creo que sólo deben reexaminarse las extravagancias judiciales absolutorias; no lo juicios injustos.

Más de un buen amigo que ha leído con paciencia el borrador de esta nota me ha endilgado que le falta una teoría para distinguir entre los juicios injustos y los mamarrachos. Tienen razón pero puedo asegurar que no estoy hoy en condiciones de proponer algo semejante. Si enfatizo que un juicio es como un casamiento y una frontera: sólo existen si creemos que lo son.


Jaime Malamud Goti

viernes, 26 de octubre de 2018

La interpretación del derecho y el Antiguo Testamento: Too Jewish?




Los cinéfilos recordarán aquella memorable escena de “Las Aventuras del Rabbi Jacob”, película en la cual el personaje de Louis de Funes, un empresario francés xenófobo y racista, tiene que hacerse pasar por un judío en medio de Le Marais de París y la única indicación que recibe al respecto es que “cuando a un judío le hacen una pregunta, siempre responde con otra pregunta”.

De hecho, podríamos decir que la interpretación del derecho está estrechamente vinculada con la comprensión del Antiguo Testamento. En primer lugar, la idea misma del “espíritu” de las leyes proviene de las discusiones sobre el significado de la Biblia. En segundo lugar, el Antiguo Testamento es la ley que un legislador bastante peculiar, Dios, le dio a su propio pueblo. Finalmente, no hace falta recurrir a la tesis de la teología política para darse cuenta de que el derecho democrático también cuenta con un legislador, el pueblo, cuyas decisiones deben ser obedecidas por los jueces.

En efecto, si es el legislador quien lleva la voz cantante, quienes están encargados de aplicar la ley no pueden apartarse de ella mediante una “interpretación”. De ahí que para la patrística se volviera proverbial la así llamada lectura “judía” de la Biblia, la cual se apegaba estrictamente al texto de la ley. Ser judío y ser literal eran una y la misma cosa. Fue por eso que los padres de la Iglesia prefirieron apartarse del texto de la ley para ir en búsqueda de su espíritu. Como se puede apreciar, la comprensión patrística concede el punto de la tradición hebraica, según la cual dado que Dios es el único titular del poder legislativo, es imposible cambiar la legislación y por lo tanto la única manera de que tenga lugar un cambio es a través de la interpretación.

Sin embargo, según el famoso crítico literario George Steiner, las cosas son exactamente al revés. En efecto, “para mí”, dice Steiner, “ser judío es ser alguien (…) que, cuando está leyendo un libro, lápiz en mano, está convencido de que él ‘escribirá uno mejor’. Es esa maravillosa arrogancia judía respecto a las posibilidades de la mente: ‘yo lo haré todavía mejor’”. Podríamos decir entonces que el interpretativista tiene la jutzpa de creer que él puede y tiene que mejorar el derecho en lugar de obedecerlo o interpretarlo para el caso.

La gran pregunta es a quién debe parecerse el juez en una sociedad democrática, en el sentido amplio de la expresión que incluye la vigencia del Estado de Derecho. Si el pueblo, modernamente, viene a ocupar el lugar que antiguamente le correspondía a Dios (de hecho las revoluciones modernas se deben en gran medida a que la idea de la monarquía por derecho divino era una contradicción en sus términos según el Antiguo Testamento), los jueces no tienen otra alternativa que limitarse a aplicar el derecho. No pueden contestar con otra pregunta ni convertirse en autores del derecho, reescribiendo lo que les parece mal en la obra que han recibido y que deben aplicar.

Lo mismo se infiere de cualquier comunicación que no sea jurídica. Si vamos caminando por la calle y alguien nos muestra el dedo mayor formando un plano ortogonal con la palma de su mano, a nadie se le ocurre decir que tiene que “interpretar” lo que quiso decir o que debe entenderlo en su mejor luz, no al menos si realmente nos interesa saber cuál es el significado de dicho mensaje. ¿Por qué debería ser diferente el caso del derecho?

Si la respuesta fuera que el derecho puede ser antiguo como el Testamento, ahí entrarían en juego consideraciones morales o políticas, pero no interpretativas. Quizás haya buenas razones para apartarse del derecho en ese caso, pero deberíamos ser conscientes de que, precisamente, en tal caso estaríamos desobedeciendo el derecho, no interpretándolo. Como muy bien sabía Marx, una interpretación no puede cambiar el mundo sino que tiene que describirlo. Si cambia el mundo, entonces no es una interpretación.

En todo caso, da la impresión de que el intencionalismo u originalismo debería ser el punto de partida de la discusión, tal como sucede en cualquier otro acto comunicativo, y que habría que mostrar en el caso concreto por qué debemos apartarnos de él. De hecho, si alguien dijera que la intención original del legislador era que debíamos apartarnos de sus disposiciones si encontrábamos otras mejores, salta a la vista que en este caso también le estaríamos haciendo caso a la intención original del legislador.

Supongamos finalmente que podemos sancionar una Constitución a pedido, tal como nos gustaría que fuera, equipada a full con todos nuestros derechos favoritos, joya, 0 km, nunca taxi. Si en tal caso nuestra aprehensión por el intencionalismo u originalismo desapareciera, sería muy difícil evitar la conclusión de que la discusión no era sobre la metodología de la interpretación de la Constitución sino sobre la Constitución en sí misma. Pero entonces la discusión sobre el intencionalismo y la Constitución viviente en el fondo se debe a qué tan bien o mal nos caiga el derecho en cuestión, no a cómo debemos entenderlo.

martes, 9 de octubre de 2018

Rosenkrantz y la función del juez: entre Chavela Vargas y el Colorado de Felipe



Durante la ceremonia de apertura del J20, reunión de juristas de países del G20 que comenzó hoy en nuestro país, el flamante presidente de la Corte Suprema de la Nación, Carlos Rosenkrantz, ha formulado las siguientes declaraciones: “Ser un juez independiente e imparcial exige mucho más, pues nos exige la independencia mas difícil de honrar, que es la independencia de nuestras propias convicciones ideológicas y políticas” (click).

Se trata de declaraciones que no son fáciles de reconciliar con el discurso jurídico imperante en nuestro país, el cual es un híbrido entre la doctrina de Chavela Vargas y la del Colorado de Felipe. Ciertamente, ambas doctrinas están lejos de ser una novedad para nuestros lectores, pero, como muy bien suele decir Mirtha Legrand, “el público se renueva”. Quizás valga la pena resumirlas brevemente.

La doctrina Chavela Vargas gira alrededor de aquella anécdota según la cual, una vez preguntada por qué ella decía que era mexicana si había nacido en Costa Rica, ella contestó inmediatamente: “los mexicanos nacemos donde se nos da la rechingada gana”. Según la doctrina Chavela Vargas, entonces, los jueces hacen lo que se les da la rechingada gana.

De ahí que el caso del Colorado de Felipe en realidad sea una especie del género Chavela Vargas, ya que un árbitro de fútbol no tiene el deber de usar sus creencias morales (o políticas para el caso) sino que debe aplicar el reglamento. En efecto, recordemos aquel famoso cuento de Alejandro Dolina, “Apuntes del Fútbol en Flores”:

Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado justo. De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver que sancionaba alguna inacción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraría favorecer a los buenos y castigar a los canallas. Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y los compadrones se van al descenso”.

En lugar de aplicar el reglamento, entonces, el Colorado de Felipe cumplía con los propósitos nobles del universo, que suelen coincidir con nuestras propias creencias.

Volvamos entonces a la doctrina Rosenkrantz: “Ser un juez independiente e imparcial exige mucho más, pues nos exige la independencia mas difícil de honrar, que es la independencia de nuestras propias convicciones ideológicas y políticas”. Para Rosenkrantz, entonces, los jueces, como los árbitros de fútbol, tienen el deber de aplicar el reglamento, con independencia de sus creencias morales y políticas y por supuesto sin que importen cuáles son los equipos que dirigen. Nuestros lectores probablemente recordarán al respecto nuestra entrada anterior acerca de la patada de Pinola (Yo en mi Casa y Nietzsche en el VAR).

Alguien dirá, no sin razón, que en realidad el derecho, como el reglamento de fútbol, es una convención, y una convención es un hecho social. Por supuesto, no es un hecho como un terremoto, pero es un hecho al fin de cuentas. El punto es que los hechos no pueden darnos razones para actuar, ya que de una sola descripción, v.g. existe una práctica social, no podemos inferir que debemos cumplir con ella. De ahí que incluso la imparcialidad de los jueces en relación al derecho supone una razón moral que la justifica.

Sin embargo, esta objeción, si bien no es del todo injustificada, sigue siendo irrelevante, ya que se supone que el derecho que debe aplicar Rosenkrantz—y el resto del Poder Judicial—es el válido actualmente en nuestro país, el cual es democrático y conforme al Estado de Derecho ya que proviene de la Constitución Nacional. En realidad, es el derecho democrático y constitucional, conforme al Estado de Derecho, el que está en mejores condiciones para exigirnos que lo cumplamos con independencia de cuáles fueran nuestras creencias morales y políticas. Lo mismo, si no todavía más, se aplica a la relación que tienen los jueces con los legisladores que son los que hacen leyes precisamente. Si alguien sostuviera que una ley puede ser inconstitucional, la obvia réplica debería ser que la Constitución sigue teniendo autoridad ya que es derecho válido y es por eso que se aplica el control de constitucionalidad.

En realidad, lo que dijo Rosenkrantz en el fondo es una tautología para todo régimen jurídico que se precie de ser tal. Ojalá que se cumpla a rajatabla.

viernes, 5 de octubre de 2018

Yo en mi casa y Nietzsche en el VAR: acerca de la Patada de Pinola y Juan Pablo Varsky



Ha llegado a nuestros oídos el rumor de que Juan Pablo Varsky expresó públicamente su deseo de que La Causa de Catón se ocupara de la aplicación del VAR à la Argentina. Huelga decir que, amén de estar agrandados como alpargata de gordo, para nosotros los deseos de Juan Pablo Varsky son órdenes.

Varsky tiene absolutamente razón cuando sostiene que la aplicación del VAR ha sucumbido al clima nietzscheano que suele predominar en estos días. Dicho clima está condensado en la tan conocida frase: “no existen los hechos sino las interpretaciones”. A pesar de que Pinola le pega una patada clarísima que impacta en la pierna del rival, lo cual debería haber sido penal y expulsión, el árbitro, por suerte para River, no actuó en consecuencia.

Por alguna razón, nos hemos acostumbrado a creer que si una acción involucra a un ser humano entonces tiene que ser interpretada, y que dicha interpretación sigue la doctrina Chavela Vargas, a saber, hacemos con ella lo que se nos da la rechingada gana. Hemos visto que lo mismo sucede en el derecho, por ejemplo en relación al 2 x 1 y al caso Chocobar.

De hecho, fue para explicar por qué el fallo Muiña es conforme al derecho válido que utilizamos el recordado caso del Colorado de Felipe, el árbitro del cuento de Dolina que aplicaba el reglamento según el carácter moral de los jugadores involucrados. Algo similar sucede ahora en el fútbol, aunque en lugar de tener en cuenta el carácter moral de los jugadores lo que cuenta es su camiseta. Por supuesto, como bien agrega Varsky, a River mismo le sucedió algo similar contra Lanús.

Lo más extraordinario es que la patada de Pinola, como todo hecho físico, no requiere interpretación, no al menos en el sentido que se le suele dar al término. En efecto, los árbitros cuando cobran una infracción no juzgan la intención del jugador sino los efectos de su acción. Hasta donde sabemos, el reglamento de fútbol no exige que para que el árbitro cobre un penal hace falta entender el mensaje que envía el jugador que comete la infracción, sino que debe comprobar la existencia de un impacto físico. Por supuesto, en algunos casos el reglamento sí habla, por ejemplo, de la mano intencional, pero no exige que toda acción sea intencional para que pueda constituir una infracción.

Claramente, si Pinola hubiera tenido sus ojos completamente vendados y le hubiera dado la patada al jugador de Independiente entonces no habría sido penal, ya que su responsabilidad habría sido casi objetiva por no decir edípica. Pinola no hubiera sabido lo que hacía. Pero en el caso en cuestión en realidad Pinola se comportó por lo menos imprudente o negligentemente, lo cual es suficiente para cometer un penal. Lo que hace falta para evaluar la responsabilidad del infractor es que no haya tomado precauciones suficientes para evitar el contacto. Ir corriendo a toda velocidad contra un jugador adversario no parece ser la mejor manera lograrlo, no al menos sin un milagro, es decir, la interrupción de la normatividad de las leyes naturales por un acto divino.

Dado que se trata de un hecho físico y no de un texto, una imagen (sea a primera vista o sobre todo la del VAR) es más que suficiente para constatar el penal. De hecho, los seres humanos están más capacitados para tratar con imágenes que con textos, debido a que evolutivamente, sobre todo en el Pleistoceno, mucho antes de whastappear o enviar mensajes de texto, los seres humanos tenían que tratar con otras fieras. Y cuando una fiera se aproximaba era suficiente percibir su imagen para reaccionar en consecuencia, sea escapando de ella o atacándola. Si alguien daba a entender que se acercaba un león, nadie empezaba a citar a Nietzsche ni a preguntarse por “¿desde dónde lo decís?”, ni espetaba “es más complejo”. Lo mismo sucede con los retratos que describen fidedignamente a sus retratados, desde el cuadro de la batalla de Waterloo de los Scots Greys hasta el autorretrato de Rembrandt.

Para someter a prueba la imparcialidad de la decisión arbitral podemos usar un test imaginado por Jonathan Wolff, inspirado en la teoría de la justicia de John Rawls. Supongamos que por alguna razón justo en la víspera de un River-Boca no hay árbitros disponibles y supongamos además que la única persona capacitada para dirigir este partido es el Muñeco Gallardo. No sería sorprendente en absoluto que los de Boca se opusieran a que Gallardo fuera el árbitro del partido, quizás porque proyectan sus propios deseos.

Ahora bien, asumamos que la AFA cuenta con una droga que logra que quien dirija un partido de fútbol se comporte perfectamente al tomarla e incluso arbitre mejor, incluso si fuera el mismísimo Gallardo. El único efecto colateral es que produce una pérdida de memoria altamente selectiva: uno no se acuerda cuál club de fútbol dirige ni de qué club uno es hincha, ni tampoco puede oír a quien intente hacérselo recordar, etc. De ahí que tal vez Gallardo sepa que es técnico de un club, pero no recuerda de cuál. Lo mismo sucede con sus simpatías futbolísticas: sabe que tiene una, pero no sabe cuál es. Si por alguna razón decidiera perjudicar al otro equipo, precisamente, no sabría entonces a cuál de los dos perjudicar. De ahí que para no correr riesgos, se esfuerza todavía más en ser lo más imparcial posible. La ignorancia es la que explica su imparcialidad.

Vale la pena preguntarse entonces: ¿si no se hubiera tratado de River, habría sido la misma la decisión del árbitro en la jugada de Pinola? O, siguiendo a Varsky, ¿la omisión del penal contra Lanús no habría tenido lugar si River no hubiera estado ganando 2 a 0?

En conclusión, algo no puede ser más complejo solamente porque somos hinchas del club en cuestión. La vida es lo suficientemente compleja como para que nos la pasemos inventando nuevas complejidades. Ojalá que nos demos cuenta a tiempo.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

El Tío Lucas y la Corte Suprema


La elección de Carlos Rosenkrantz como nuevo  presidente de la Corte Suprema ha provocado diferentes reacciones, pero nos vamos a quedar con nuestra debilidad, una nota aparecida en Página 12 escrita por Martín Granovsky (click), que no solamente suponemos es bastante representativa, sino que además es un muy buen punto de partida para estudiar el debate público en nuestro país acerca del razonamiento judicial, en particular el rol de la Corte Suprema.

Antes de entrar en materia llama la atención que Granovsky crea que el “Juicio a las Juntas” y “el Consejo de Consolidación de la Democracia” sean “intervenciones… dispares”, como si la democracia y la protección de los derechos humanos no tuvieran nada que ver. Es extraño porque Página 12 en general suele conectar ambas nociones.

De todos modos, los argumentos que da Granovsky en contra de la elección de Rosenkrantz son básicamente tres y apuntan a tres cuestiones diferentes: la designación como juez, el ejercicio de la abogacía, su labor como juez.

El primer argumento es el que más fuerza tiene de los tres, aunque su fuerza está lejos de ser avasalladora. La designación inicial de Rosatti y de Rosenkrantz (que no se perfeccionó) no fue la ideal, pero tampoco por eso no fue kosher. En todo caso, se trató de una legalidad picaresca o si se quiere leguleya, pero legalidad al fin. De todos modos, los problemas de dicha designación originaria fueron subsanados por la designación ulterior y hasta donde sabemos no hay razones legales para poner en duda que tanto Rosatti como Rosenkrantz son jueces de la Corte Suprema.

El segundo argumento se refiere al ejercicio profesional de la abogacía por parte de Rosenkrantz antes de haber llegado a la Corte Suprema. Este argumento (que debería incluir, v.g., su patrocinio de la Comunidad Homosexual Argentina y su trabajo en el Consejo para la Consolidación de la Democracia con Carlos Nino bajo el gobierno de Raúl Alfonsín) es un buen predictor o shibboleth de la manera en que razona la persona que lo emplea. Granovsky da una larga lista de empresas (entre las que figura Clarín, el Demonio con C) que figuran en la lista de patrocinados del que fuera el estudio jurídico de Rosenkrantz. En aras de la brevedad, solamente vamos a decir que son muchas y de hecho vamos a estipular en aras de la argumentación que, para decirlo del modo más económicamente posible, se trata del mismísimo Diablo. En pocas palabras, Rosenkrantz fue el abogado del Diablo (entre muchos otros).

La gran cuestión es por qué eso juega necesariamente en contra de Rosenkrantz. En realidad, debería jugar a favor. Todo el mundo quisiera tener al abogado (o el médico, el peluquero, el contador, el maestro, el personal trainer, lo que fuera) del Diablo. Se supone que el Diablo, precisamente, contrata a los mejores. Además, en este caso, el Diablo—las corporaciones—está autorizado por la Constitución y el derecho corporativo es tal vez el más complejo que pueda haber, todo lo cual juega a favor de Rosenkrantz. Ahora, el abogado del Diablo es juez de la Corte. Juzguemos entonces al juez según sus sentencias, ya que, otra vez, en lo que atañe a su rendimiento profesional, fue tan bueno que trabajaba para el Diablo.

Lo cual nos lleva al tercer argumento, qué hizo Rosenkrantz como juez de la Corte. Y el único fallo que cita Granovsky es el del 2 x 1, es decir, un fallo en el que Rosenkrantz claramente decidió aplicar el derecho válido en nuestro país a pesar de que tuvo a casi toda la sociedad en contra (2 x 1). Otra vez, eso dice muchísimo de Rosenkrantz. Él podría haberse mojado un dedo, haberlo hecho entrar en contacto con el viento y ver para dónde soplaba, tal como alguna vez ilustrara un ex miembro de la Corte Suprema su propio trabajo.

Sin embargo, Rosenkrantz (junto con Rosatti y Highton de Nolasco) eligió no mojarse el dedo ni politizar el caso y proteger las garantías penales, otra vez del mismísimo Diablo, porque el derecho se lo exigía. No debemos olvidar además que no se trató de un capricho de la Corte, sino que la Corte, en democracia, tiene el deber de aplicar las leyes del Congreso (siempre y cuando las mismas no se aparten de la Constitución Nacional, nuestra ley suprema).

Algunos se refieren al perfil “técnico” o “jurídico” de Rosenkrantz, como alguien que estudia detenidamente los casos, se atiene a la letra de la ley, etc., lo cual o bien es redundante (¿nos detendríamos en el procedimiento de un médico que esterilizara el material antes de operar o la sola referencia a este hecho nos haría pensar en cómo son los otros médicos?) o para algunas personas es un defecto para alguien que ocupa un cargo en la Corte Suprema, el cual sería de naturaleza eminentemente política.

Esta clase de crítica nos hace acordar a “Los Locos Adams” cuando el personaje de Tully dice que el tío Lucas “era bueno con los chicos” y Homero se apresura a agregar “nadie jamás pudo probar nada”. También nos hace acordar a que cuando trabajaba como periodista en sus comienzos, a García Márquez lo felicitaban por lo que escribía, a pesar de que se trataba de obras que eran pura ficción, inventadas por él. Los jueces, se supone, tienen que sujetarse al derecho.

Sin duda, la Corte Suprema es la cabeza de uno de los tres poderes del Estado y en tanto que tal es un órgano político. Pero no hay que olvidar que es también por razones políticas que todos los jueces tienen el deber de aplicar el derecho que proviene del Congreso, siempre conforme a la Constitución Nacional. A veces, es cierto, el derecho hace que los jueces de la Corte tomen decisiones políticas, como por ejemplo cuando evalúan la constitucionalidad de algunas disposiciones.

Pero, a la vez, los mismos jueces de la Corte, atienden otra ventanilla, a saber, la de un tribunal de última instancia de cierta competencia y en tal caso su deber es el de proteger los derechos fundamentales, con independencia de cuánta gente haya en la plaza, lo que digan los medios o lo que fuera. Nadie le pide a un árbitro de fútbol que tome decisiones políticas cuando tiene que aplicar el reglamento. No tiene sentido entonces pedirle a un juez de la Corte que se comporte de otro modo.

Entonces, mantengamos el ojo en la pelota, evaluemos las sentencias de la Corte y veamos qué tan buenas son. Por supuesto, no se trata de que podamos revocarlas jurídicamente—después de todo son de la Corte—, sino que el punto es que entonces sí podremos criticar a Rosenkrantz, o a quien fuera, con razón. Hasta ahora, en gran medida, Rosenkrantz ha sido criticado por sus virtudes. Veremos cómo sigue la historia.

domingo, 26 de agosto de 2018

Too Jewish: Carl Schmitt y la nueva Ley Básica del Estado de Israel




Para ser bastante suaves y utilizar un eufemismo, la nueva Ley Básica del Estado de Israel es indudablemente “too Jewish”. Sin embargo, desde el punto de vista de una filosofía específicamente política, la idea misma de un Estado religioso no tiene por qué ser una contradicción en sus términos.

A continuación, precisamente, quisiera hacer una defensa minimalista de la idea misma de Israel como un Estado judío pero sin emplear argumentos religiosos. Esto parece ser un chiste judío, pero no lo es, no necesariamente al menos. Ninguna teoría genuinamente política puede ser convincente si su argumentación es esencialmente religiosa, debido a que eso no va a convencer ni a quienes pertenecen a otra religión ni a quienes no son religiosos. Proceder de otro modo equivale a predicar para el coro.

Sin embargo, todo aquel que se dedique a la filosofía política debe ser plenamente consciente no solamente de la tesis de la autonomía de lo político sino además de la tesis de la teología política. En otras palabras, la teología y la política están conectados. De hecho, la secularización o el laicismo son de origen teológico. Como muy bien dice Donoso Cortés, “[La escuela liberal] en su soberbia ignorancia desprecia la teología, y no porque no sea teológica a su manera, sino porque, aunque lo es, no lo sabe”. La cuestión entonces es de qué clase es esa relación entre la política y la religión.

A esta altura salta a la vista la conexión entre estas reflexiones y el pensamiento de Carl Schmitt, lo cual está bastante lejos de ser un accidente, tal como lo narra Jacob Taubes. En 1948, mientras trabajaba en la Universidad Hebrea de Jerusalén, Taubes tenía que dar una clase sobre filosofía del siglo diecisiete desde Descartes hasta Spinoza, particularmente sobre la idea de ley. Dado que el tema no era precisamente su fuerte, Taubes justo recordó de sus días de estudiante que en la Doctrina de la Constitución (Verfassungslehre) de Carl Schmitt publicada en 1928 hay un excursus sobre la idea de nomos. Cuando pidió el libro en la biblioteca de la universidad le dijeron que el único ejemplar que tenían no estaba disponible.

Como Taubes había insistido en la urgencia de su pedido, tres semanas después Taubes recibe un llamado del bibliotecario en jefe comunicándole que el libro estaba a su disposición en la biblioteca. Para que Taubes no creyera que lo habían hecho por él, el bibliotecario le explica que lo que había sucedido era que el Ministro de Justicia de Israel, Pinhas Rosen (había nacido en Berlín con el nombre Felix Rosenblueth), había solicitado el libro de Schmitt para trabajar sobre la redacción de la Constitución israelí.

Ahora bien, dicha Constitución (escrita) no existía hasta el día de hoy, debido a que todavía no se habían puesto de acuerdo acerca de cómo tratar la relación entre la ortodoxia y los secularistas, y es por eso que Israel sanciona muy ocasionalmente una Ley Básica. Pero si se hubieran puesto de acuerdo en aquel entonces, la habrían redactado sobre la base de la Doctrina de la Constitución de Carl Schmitt, cuyo capítulo 5 está dedicado enteramente a la idea de Ley Básica o Grundgesetz, en donde distingue nueve sentidos de la expresión:

1. General: “todas las leyes o disposiciones que parecen de singular importancia política a las personas o grupos políticamente influyentes en un momento dado”.
2. Norma absolutamente inviolable, que no puede ni siquiera ser reformada.
3. Norma relativamente inviolable, ya que puede ser reformada.
4. Principio unitario de la unidad política y de la ordenación de conjunto.
5. Cualquier principio particular de la organización del Estado (derechos, división de poderes, etc.).
6. Norma última para un sistema normativo.
7. Regulación orgánica de competencia y procedimiento para las actividades estatales políticamente más importantes.
8. Toda limitación de normas de las facultades estatales.
9. Constitución como decisión política (lo que Schmitt llama Constitución en sentido “positivo”).

A continuación me voy a detener en cinco puntos que creo apoyan la existencia de un Estado mínimamente judío: conceptual, cultural, democrático, político y teológico-político en sentido estricto.


1. Conceptual
Sionistas y anti-sionistas están de acuerdo acerca de la conexión entre la idea misma del Estado de Israel y el judaísmo, a tal punto que para ambos un Estado de Israel sin judaísmo sería como un Cuba Libre sin alcohol, es decir, una Coca-Cola. Por supuesto, es precisamente por eso que los sionistas defienden la existencia del Estado de Israel y los anti-sionistas abogan por su inexistencia. Pero, otra vez, ambos están de acuerdo en que un Cuba Libre lleva alcohol.

El minimalismo que tenemos en mente es el de la así llamada ley del retorno. Si Israel no tuviera una política inmigratoria en absoluto, o tuviera la misma generosidad para con todos los seres humanos, entonces dejaría de ser un Estado no solamente judío sino en absoluto, ya que todos los Estados consagran por definición un “nosotros” y “ellos”, y además privilegian cierta cultura, por ejemplo Alemania el alemán mediante el Instituto Goethe.

La cuestión entonces es de qué clase es la relación entre Israel y el judaísmo. Algunos parecen preferir una gota de Coca-Cola en un vaso de alcohol, o una gota de leche en una taza de café, o alcohol o café puros. No es mi posición. En mi receta de Israel existe un ingrediente religioso pero dicho ingrediente es minimalista y de ahí que acepte por así decir una lágrima de religión en una taza de Estado o una gota de alcohol en un vaso de Coca-Cola. Nada más.


2. Cultura
Algunos creen que el judaísmo básicamente es una cultura, por lo cual no tiene por qué haber un Estado de Israel religioso en ningún sentido de la palabra. Sin embargo, la idea de un judaísmo “cultural” es inestable. La gran mayoría de los judíos culturales, en efecto, no solamente comen pletzales y/o bagels sino que por ejemplo festejan el año nuevo judío, lo cual está conectado con la religión. Por otro lado, hay mucha gente que come bagels en todo el mundo y no por eso son judíos en absoluto. De ahí que la cultura y la religión judías estén necesariamente conectadas.

Theodor Herzl, por ejemplo, quería que Israel fuera un “Kulturstaat”, pero este Estado no solamente debía ser cultural, sino que además debía ser judío en un sentido relevante. Los judíos alemanes o “jekkes”—como se dice en la jerga—de hecho podrían hacer exactamente lo mismo en Alemania (ir a la Sinagoga, comer pletzales, etc.), al menos antes o después del nazismo. La idea, entonces, no era establecer una Nueva Alemania y nada más, sino una nueva Alemania judía. Una Jekkelandia, por así decir.

Hablando de “jekkes”, Pasquale Pasquino cuenta que uno los jueces de Eichmann (Moshe Landau [nacido en Gdansk, Polonia], Benjamin Halevy [nacido en Weissenfels, Alemania, con el nombre Ernst Levi] e Yitzhak Raveh [nacido en Aurich, Alemania, con el nombre Franz Reuss]), mientras en la etapa resolutoria del juicio deliberaban en hebreo qué hacer con Eichmann, dijo: “basta de tonterías, hablemos en nuestra propia lengua”, y terminaron la deliberación en alemán.

Cabe recordar además que Ian Buruma cuenta que el segundo Congreso Sionista en 1898 se inauguró al son de Tannhäuser y que Herzl entendía al sionismo como una Gesamtkunstwerk, una obra de arte total, igual que Wagner. Es más, el programa del Congreso estaba decorado con una figura de Sigfrido vestido con una armadura medieval. Como muy bien dice Buruma, Hitler no era el único fanático de Wagner.

Por otro lado, así como los judíos “culturales” tienen que ser conscientes de que en cierto sentido dependen de la religión, los religiosos también deben ser conscientes por lo menos de que sin los judíos culturales tendrían serias dificultades para juntar suficientes jugadores para formar el equipo, para no decir nada de la lista de buena fe, y sobre todo para mantener el club en existencia. Ambas partes se necesitan mutuamente y deben respetarse para que caer sea en el vacío o en el fanatismo.


3. La democracia
El Estado de Israel existe debido a que un pueblo ha decidido democráticamente darse una Constitución con una forma política particular, lo cual es lo que hace todo Estado, que precisamente por definición incluye mediante la exclusión de ideas y de personas. De hecho, aunque todas las comunidades políticas tuvieran una misma constitución en términos de democracia y derechos humanos, de ahí no se seguiría que las diferentes comunidades políticas deberían formar una sola comunidad política mundial, ya que el sentido de la comunidad política es el auto-gobierno de un pueblo con una cierta cultura.

Por otro lado, muchos Estados hoy en día cuentan con una relación constitucional privilegiada entre el Estado y una religión, y algunos por supuesto llegan al extremo de identificar el derecho positivo vigente con la ley religiosa. Sin embargo, la gran mayoría de estos Estados no ha procedido de modo democrático (y no suele atraer las mismas críticas que Israel).

De ahí que no sea suficiente, ni tampoco sea un mérito ni mucho menos, que un Estado tenga una relación privilegiada con una religión. Es necesario que el Estado en cuestión sea además republicano, que sus habitantes tengan derechos en sentido estricto, incluyendo la libertad de cultos, derechos para las minorías, etc.


4. La autonomía de lo político
Hay un refrán yiddish que dice “Rabino o cuidador de baños, todo el mundo tiene enemigos [Rov oder beder, alleh hoben soinem]”. Israel por supuesto no es precisamente una excepción. Los enemigos de Israel o de los judíos en general han hecho un esfuerzo ingente para mantenerlos unidos y por lo tanto en existencia. Solía haber incluso un proverbio que decía que la mejor manera de terminar con los judíos era dejarlos en paz, ya que de ese modo se matarían entre ellos. La asociación negativa o metus hostilis es un verdadero tópico de la teoría política.

Este argumento, que ata la existencia de Israel a la de sus enemigos, tal vez pueda ser circular, ya que alguien podría sostener que Israel dejaría de tener enemigos si dejara de ser judío. Ahora bien, hay otro refrán yiddish: Az di bobe volt gehat beytsim volt zi geven mayn zeyde, “si la abuela hubiera tenido testículos habría sido mi abuelo”. Si bien hoy en día gracias a los adelantos tecnológicos este contrafáctico en particular ha perdido una parte considerable de su fuerza, el punto sigue siendo el mismo. En política los contrafácticos son tan o más peligrosos que la política misma.

Por otro lado, es falso sostener que una religión o incluso una nación no puede existir sin tener un Estado propio, aunque Hitler estuvo bastante cerca de mostrar que es cierto. Sin embargo, la inestabilidad de la distinción entre el judaísmo cultural y el religioso (o para decirlo al revés, la conexión entre la cultura y la religión judías) se ve reforzada por la enemistad contra los judíos.

La enemistad pues existe y toda comunidad que tenga aspiraciones políticas debe tomarla muy en serio, como muy bien solía decir Carl Schmitt. Como sostiene Ernst-Wolfgang Böckenförde, el discípulo de Schmitt que llegó a ser miembro del Tribunal Constitucional Federal Alemán: “El Estado como una entidad política es una entidad de paz dentro de la cual no hay enemistad alguna, a menos que se desintegre en una guerra civil. Puede ser esta clase de entidad porque y en la medida en que tiene el monopolio de diferenciar entre amigo y enemigo. Todo lo que experimentamos hoy en el conflicto con el terrorismo es parte de eso. ¿Dónde estaría el Estado de Israel si no hubiera entendido que la distinción entre amigo y enemigo es parte de la política y no actuara de modo acorde?”.

Huelga decir que defender la existencia del Estado de Israel no equivale a suponer que todo lo que hace el Estado de Israel está bien. Debemos tener muchísimo cuidado con el shibboleth: una cosa es usarlo para distinguir entre culturas, otra bastante diferente es matar a todos los que no pueden pronunciar la “sh”.


5. Teología política
Se suele creer que la teología política conduce necesariamente a la teocracia, jamás a la secularización, y/o que no tiene nada que ver con valores políticos tales como el republicanismo, la distribución del ingreso y la tolerancia religiosa.

Sin embargo, por ejemplo, el republicanismo moderno se debe en realidad a lo que Eric Nelson llama "exclusivismo republicano", el cual proviene a su vez de la idea de la “república hebrea” (el género de la Respublica Hebraeorum). En efecto, el resurgimiento de la lengua hebrea en los siglos XVI y XVII gracias a autores cristianos—cuya inmensa mayoría jamás había siquiera visto un judío y que eran cualquier cosa salvo filo-semitas—hizo que la Biblia hebrea empezara a ser considerada como una constitución política, designada por Dios para los hijos de Israel.

En particular, fue decisiva la recepción protestante de una tradición bastante radical de la exégesis bíblica rabínica (Midrashim), la cual entendía la demanda del pueblo de Israel de tener un rey como los otros pueblos en el primer libro de Samuel, lisa y llanamente como la comisión del pecado de idolatría. De este modo, la monarquía es entendida en todas partes y siempre como el acto de postrarse ante la carne y hueso de un mortal en lugar de Dios. De este modo, colapsa la distinción entre monarquía y tiranía (como Carlos I de Inglaterra experimentara en carne propia), y por lo tanto todas las constituciones legítimas son republicanas.

Por otro lado, los hebraístas temprano-modernos que leían a Flavio Josefo como prisma para ver a su vez todas las otras fuentes hebreas, también se preguntaban por qué Dios había dispuesto que un soberano civil (Moisés, luego Josué, los jueces, reyes, el Sanedrín) tuviera a su cargo legislar sobre asuntos religiosos. Dado que algunas cuestiones religiosas pueden repercutir dramáticamente en la política, la decisión acerca de cuáles eran vitales para y cuáles compatibles con la república debía estar en manos de los gobernantes civiles. Dado que estos hebraístas estudiaban la Biblia desde el punto de vista de la modernidad temprana, el número de cuestiones religiosas que parecían ser dignas de caer bajo la órbita de la legislación civil decrecía con el tiempo, a tal punto que llegó a tratarse de un conjunto casi vacío. La asimilación entre religión y política produjo de hecho entonces una separación casi total entre ambas.

Por ejemplo, John Selden, destacado jurista y sobre todo hebraísta cuya obra influyera decisivamente tanto en la de James Harrington como en la de Thomas Hobbes, explica que en el antiguo Israel los “hijos de Noé” (expresión rabínica ligeramente elíptica que designaba a quienes no eran judíos) eran juzgados solamente en términos de su fidelidad a los mandamientos universales que Dios había prescrito para todos los seres humanos: “Eran dos las clases de hombres de los pueblos descendientes de Noé o gentiles para los cuales era lícito residir en el imperio israelita. Los primeros de estos [“prosélitos de justicia” (proselyti iustitiae, en hebreo: gerei tzedek)] eran los que se convirtieron enteramente al rito de los hebreos, o quienes, habiendo sido admitidos…, se entregaron abiertamente al cuerpo de la ley mosaica. Los segundos de estos eran aquellos a los que se les permitió residir allí sin profesión alguna de Judaísmo” [“prosélitos del domicilio” (proselyti domicilii, en hebreo: gerei toshav)]. Para Selden la existencia misma de la segunda categoría, i.e. residentes a quienes se les permitía vivir en la república hebrea a pesar de que no obedecían a la ley mosaica en su totalidad, era prueba de que la teocracia israelita ejercía la tolerancia.

Finalmente, para la tradición republicana clásica la defensa de la propiedad privada era irrestricta. En verdad, los autores romanos repetían una y otra vez que las leyes agrarias romanas—tal vez el intento antiguo más famoso de redistribuir la riqueza—habían fracasado no solamente debido a que eran injustas sino a que además eran sediciosas y de hecho responsables del colapso de la república de Roma. Sin embargo, a mediados del siglo XVII algunos autores ubicaron a la redistribución del ingreso mediante una reforma agraria en el corazón del republicanismo en razón de sus lecturas del derecho de tierras bíblico visto a través del prisma de los comentarios rabínicos.

La Biblia hebrea expone una teoría de la propiedad según la cual existe un solo dueño, Dios. Pero, en lo que atañe al caso originario de la tierra de Canaán, ella es concedida por Dios al pueblo de Israel a condición de que se provea al cuidado de los pobres y los indigentes. El espíritu igualitarista de esta teoría de la propiedad se puede apreciar fácilmente en la institución de la remisión de las deudas cada siete años, la cual tiene como fin la preservación de la distribución inicial. En efecto, si una deuda permanece impaga no queda otra alternativa que tomar la tierra del deudor como garantía o en todo caso esclavizarlo, al menos en la situación hebraica originaria.

En conclusión, la flamante Ley Básica es absolutamente “too Jewish”, pero de ahí no se sigue que toda Ley Básica que estipule una conexión mínima entre Israel y el judaísmo no pueda ser kosher. A nuestro gusto, para que fuera kosher, una Ley Básica debería consagrar nociones fundamentales de la teoría política occidental actual: democracia, república y derechos humanos. Inshallah.

domingo, 12 de agosto de 2018

Acerca de la Cosa Juzgada Fraudulenta




Se suele decir que F. Scott Fitzgerald alguna vez escribió que en Estados Unidos no hay segundas oportunidades. El principio penal ne bis in idem, algo así como "que no suceda dos veces lo mismo", apunta a eso pero en relación con los juicios penales. El Estado tiene una sola oportunidad para tratar de condenar a un imputado o acusado, tal como lo sabe de memoria todo aquel que haya visto la película Doble riesgo, aquel thriller protagonizado por Tommy Lee Jones y Ashley Judd. Por supuesto, en Estados Unidos no se trata solamente de una película, sino que de hecho es un principio que forma parte de la Constitución, más precisamente la Quinta Enmienda.

En Argentina, sin embargo, a raíz de los hechos que hoy son de público conocimiento, que involucran hechos de corrupción de funcionarios públicos y el comportamiento de algunos jueces federales, lo que parecería ser un tema ideal para una película de suspenso se ha convertido en un documental que fascina y revuelve el estómago al mismo tiempo, a tal punto que sus detalles parecen ser más apropiados para una obra cuya género oscila entre la tragedia y el sainete.

De ahí que en este contexto emerja nuevamente la discusión provocada por Cosa Juzgada Fraudulenta, el libro escrito por el jurista penal iconoclasta —y funcionario judicial de carrera— Federico Morgenstern. El tema es una peligrosa mina en el camino del derecho penal que muy pocos se habían animado siquiera a mirar, hasta que este libro la hizo explotar.

En rigor de verdad, como bien dice el autor, el tema es "tabú en la doctrina penal, pero no en la jurisprudencia". No faltan precedentes no solamente en la jurisprudencia de los Estados Unidos, sino además en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La Cámara Federal de Casación también ha dictaminado la nulidad por cosa juzgada fraudulenta (o írrita, literalmente 'sin efecto') del sobreseimiento del ex juez Galeano en relación con el tristemente célebre caso de la AMIA. Los precedentes, es cierto, se robustecen en casos de crímenes de lesa humanidad, pero no están reducidos a ellos, como muy bien lo muestra el libro.

Recordemos brevemente que un juicio penal consiste en una controversia acerca de si una persona debe sufrir un castigo. Dicha controversia, sin embargo, tiene que seguir ciertas reglas que operan como garantías para el imputado o procesado, las cuales constituyen un verdadero límite para la acción del Estado. Una de esas garantías es precisamente la de la cosa juzgada. Si la controversia arroja un resultado favorable al imputado o procesado, entonces no puede ser reabierta.

La tesis de Morgenstern atrae nuestras intuiciones a primera vista. En efecto, para que podamos hablar realmente de cosa juzgada, tiene que haber existido una verdadera controversia. Esto se ve reflejado en la etimología de la expresión que se suele utilizar en inglés para hacer referencia al punto y que de hecho es el título original de la película que mencionamos más arriba: double jeopardy. El término jeopardy, nos recuerda Morgenstern, es de origen francés y se refiere a un "juego partido" en el sentido de que se trata de un juego en el cual no sabemos quién ganará y por eso es que "hay partido". Un verdadero juicio penal, entonces, es una actividad incierta debido a que existe un verdadero riesgo de que gane cualquiera.

Ahora bien, no pocas veces, los juicios penales en nuestro país, sobre todo los que involucran a funcionarios públicos, se parecen demasiado a aquella historia que solía contar Norman Erlich. Dos amigos se encuentran en la calle y uno le dice a otro: "Che, me enteré de que se quemó tu negocio", y el otro le responde: "No, callate, la semana que viene". Los cinéfilos (los demás pueden consultar YouTube) recordarán asimismo la inolvidable escena de El Bufón del Rey en la cual el personaje de Danny Kaye, un plebeyo, tiene que ser convertido en caballero para batirse a duelo con otro caballero, y la ceremonia se hace a una velocidad meteórica porque no había tiempo que perder. O podemos pensar en alguien que obtuvo un título universitario sin haber rendido las materias, o las rindió pero de un modo fraudulento.

De ahí que el punto de Morgenstern sea de sentido común: si en un juicio no hay riesgo alguno, porque literalmente nos hemos hecho amigos del juez (sea porque lo hemos sobornado o piensa como nosotros, o nos debe un favor, etcétera), entonces tampoco hubo partido (o jeopardy) en sentido estricto, lo que parece ser el segundo riesgo o partido es el primero, y por lo tanto lo que parece ser la segunda vez es en realidad la primera: "No cualquier proceso ni cualquier sentencia que en la parte dispositiva diga 'sobreseimiento' debe proyectar la protección de la cosa juzgada". Nótese que Morgenstern es un firme partidario de la garantía de la cosa juzgada, pero solamente si efectivamente ha habido cosa juzgada. Lo que pide es que llamemos a las cosas por su nombre.

Si en un juicio sobre corrupción se omiten las diligencias básicas para investigar el hecho (v.g. investigar el patrimonio de familiares directos del imputado, comprobar los documentos del descargo hecho por el imputado, etcétera), no tiene sentido hablar de juicio en absoluto. Después de todo, el derecho penal no está hecho para que jamás exista una condena, sino para que las condenas sigan ciertas reglas. Se trata de dos cuestiones que a veces se confunden, pero son claramente diferentes. Las garantías existen para que el juicio sea conforme a derecho, no para que la condena sea imposible. La discusión entre garantismo y punitivismo quizás haya contribuido a esta confusión. Todo derecho penal es punitivista en el sentido de que se dedica a la imposición de penas. La discusión es si dicho punitivismo está moderado por las garantías constitucionales y penales o si está desatado y puede deambular por ahí sin cadena alguna. Como bien dice Morgenstern, no tiene sentido alejarse del derecho penal del enemigo para caer en el derecho penal de amigo. Ni una cosa ni la otra.

La cuestión, en el fondo, tal vez sea de filosofía del derecho. Si bien, como dice el autor, "en la legislación argentina no se prevé un correctivo legal explícito contra la cosa juzgada írrita", no hay dudas de que la cosa juzgada fraudulenta es parte del derecho vigente debido a que se trata de una institución pretoriana, esto es, se trata de una creación del razonamiento judicial mediante una interpretación del derecho inspirada en principios y valores constitucionales. El razonamiento típico del abogado defensor, en cambio, suele entender la letra de la ley como un "tótem" —como bien dice Morgenstern—, a veces con independencia de lo que diga la jurisprudencia.

De ahí que podamos decir que los abogados defensores —en cuya compañía, admito, me siento más cómodo cuando se trata de entender qué es el derecho penal— más que comprensiblemente exhiben un apego casi veterotestamentario a la letra de la ley, como si fueran adoradores de reglas, mientras que la jurisprudencia —que además en lo que atañe al derecho vigente siempre cuenta con la última palabra— parece más interesada en desentrañar el espíritu de la ley, a tal punto que por momentos surgen dudas acerca de si estamos hablando del mismo Testamento.

El gran mérito del libro de Morgenstern, así y todo, es el de haber provocado un debate que no solamente afecta a los practicantes del derecho, sino que le permite a la ciudadanía conocer la realidad de nuestros tribunales federales y ser plenamente consciente de todo lo que está en juego.

Fuente: Infobae.