Con esta entrada quiero exponer la intranquilidad que me provoca la previsible apertura de juicios manifiestamente injustos celebrados en los últimos años de la dinastía Kirchner. Me refiero a los procedimientos judiciales destinados a descartar la responsabilidad del matrimonio presidencial, de los funcionarios que lo rodearon y sus amigos. Me preocupa, antes que nada, los límites de la justicia argentina; fui uno de los dos autores de los llamados "Juicios a las Juntas" de principios y mediados de los ochenta. Temí, entonces, que el procesamiento de oficiales militares desencadenase una sobreabundancia de criterios concernientes a la responsabilidad de militares consagrados a lo que llamaron ¨la guerra sucia.” Los argentinos somos antojadizos y pensé, entonces, que un número considerable de jueces no resistirían la tentación de procesar a cualquier militar bajo una vasta diversidad de pretextos. De esta manera, cada uno de ellos se vería a sí mismo convertido en una estrella de la noche a la mañana. En 1986, un juez de la Pampa arrestó sin mayor trámite a un edecán del Presidente Alfonsín para llevárselo preso a la Pampa por haber abofeteado a un detenido. No digo que abofetear a un preso sea justificable. Sí afirmo que los crímenes que intentábamos perseguir permite equiparar este acto de violencia con un bocinazo en la Ciudad de Buenos Aires.
Quiero sugerir una manera de evitar una entusiasta campaña de reapertura de juicios absolutorios que apresurará un agravamiento en la decadencia institucional del país. Es escasamente imaginativo aseverar que el remedio suele ser peor que la enfermedad. Pero es el caso que ahora trato. La Argentina no se destaca por la imparcialidad de sus jueces ni la integridad de sus sentencias. Por la última me refiero a la noción de que la Justicia de un país requiere de la homogeneidad de los criterios aceptados por los tribunales para absolver y condenar. Aquí, los jueces se obstinan en defender sus propias opiniones con prescindencia de aquellas sentadas por otros tribunales, aunque estos resulten ser superiores en rango lo que incluye a la propia Suprema Corte. Este es sólo un ejemplo de un país cuya justicia desafía esta noción de integridad que equivale a decir que no importa qué tribunal le tocó en suerte a cada uno. Hoy los presos habituales maldicen su mala suerte o celebran su estrella según el tribunal que los juzgue. En la Procuración de la Nación, me aburrí de recordarle a los jueces de apelaciones cuál era el criterio de la Corte según el cual no es constitucionalmente admisible castigar el uso de drogas.
Hay suficientes malos jueces. No sugiero que en su mayor parte sean venales, incompetentes y, menos aún, ambas cosas. Algunos juicios terminan en decisiones sensatas cuando el tribunal decide sobre la base de lo que dice la ley y con independencia de quién resulta ser el acusado. Estoy convencido de que, especialmente en los últimos años, hubo suficientes decisiones disparatadas como para poner de relieve un amplio desapego a principios básicos de equidad y de respeto al estado de derecho. Entre otras cosas, esto último ha robustecido la habitual desconfianza en la justicia y, muy especialmente, en la justicia penal. Incurro en este breve ensayo sin el propósito de controvertir esfuerzos criteriosamente elaborados sobre este tema como lo es el libro de Federico Morgenstern, Cosa juzgada fraudulenta. Mientras Federico dilucida algunas complejidades legales, lógicas y morales, originadas en el principio legal y moral del ne bis in ídem (no juzgar a alguien más de una vez por el mismo hecho), él examina el derecho vigente; mi argumentación es esencialmente política.
Me impulsa a escribir, simplemente, mi propia intranquilidad frente a un poder judicial que podrá verse envuelto en reyertas y rencores personales. Quiero invitar a otros a debatir mis propias elucubraciones que son por cierto incompletas. Estas se basan en distinguir entre juicios injustos y parodias; entre juicios reales, aunque decididos sobre la base de la ignorancia, el temor y las ambiciones de los jueces y los simples simulacros. Hoy, el aparato judicial no da para otra cosa que limitarse a los últimos. Es necesario acotar el número de estas intervenciones. El criterio es similar al que defendí cuando diseñé, junto a Carlos Nino, los juicios a los generales y que continúan aún hoy bajo la influencia de grupos extremadamente activos. Les tememos; los jueces más todavía. Nos enseñan, algunos creen, cuál es la actitud políticamente correcta. Si la vida fuese la que Borges describe en “El Inmortal”, impelidos por la Madres de Plaza de Mayo o el CELS, los mismos jueces estarían juzgando a quienes torturaron y mataron a Tupac Amaru.
La opinión común es que la Justicia criminal en la Argentina es aflictivamente lenta, vacilante y despareja. Las decisiones judiciales que atraen la atención pública provocan en el más ingenuo esmeradas conjeturas acerca de los motivos ocultos detrás de los argumentos que se leen en las sentencias. En otros países, los habitantes viven convencidos de que las absoluciones y condenas de sus tribunales esclarecen la verdad y que valoran los hechos con base en la ley. Los jueces autorizan la creencia de que la persona juzgada es culpable o inocente de acuerdo con sus veredictos. Es posible que esta peculiaridad obedezca a una dosis de ingenuidad de alemanes, ingleses, suecos y checos. Pero, digo yo, vivir ingenuamente es otra cosa que un lujo ya que nos libera del persistente estado de alerta que nos impone un medio de apariencias e incredulidad como es este.
Para confirmar la creencia, ampliamente compartida de que las presidencias de Nestor y Cristina Kirchner están embarradas por la corrupción, un juez federal se apresuró a investigar el posible enriquecimiento de la presidenta al valerse de su cargo. La investigación concluyó al poco tiempo con un sobreseimiento que anticiparon quienes sabían quién era el juez. El hecho juzgado, huelga decirlo, no podría ser investigado otra vez. Como la mayor parte de los países de Occidente, un hecho criminal no puede ser sometido a juicio más que una vez. Hay variaciones en la regulación de este principio. En la Argentina, por empezar, la ley prescribe que sólo pueden reabrirse algunas pocas causas que concluyen con condenas: y esta característica es obviamente justificable si, después de una condena de homicidio, nos sorprende ver al muerto en una reunión social. No hay nada en la ley que autorice a un tribunal a reabrir juicios absolutorios o sobreseídos. En los Estados Unidos, por ejemplo, la prohibición de someter a un proceso a alguien más de una vez se reduce a aquellos casos en que la persona hubiese corrido un riesgo efectivo de ser condenado y de haber visto limitados sus derechos hasta su absolución cuando el juicio concluye con esta. Nadie debe estar expuesto más de una vez al peligro de una condena ni a las desazones que provoca verse sometido a un juicio penal. Originada en el sistema anglosajón, la institución se llama double jeopardy (doble peligro.)
La decisión del juez federal que sobreseyó a la presidenta (y también al ex presidente), y que él mismo lo aclaró entre sollozos de arrepentimiento, se debió a la influencia del gobierno de entonces. Es oportuno ahora aclarar dos cuestiones. La primera es que hablo de juicios en el sentido más amplio posible y que comprende no sólo al debate entre la acusación y la defensa, y las resoluciones que en esa oportunidad dicta el tribunal. También hablo de absoluciones en sentido lato para incluir los sobreseimientos. De esta manera, quedan comprendidos los actos realizados durante la etapa anterior a la contienda.
La segunda cuestión que quiero aclarar yace en la obviedad de que la noción de un juicio penal es una construcción cultural. Cuento así con que muy pocos llamarían hoy “juicio” al rito consistente en sumergir la mano del inculpado en agua o aceite hirviendo para establecer su culpabilidad. Si alguna entidad Divina impide, milagrosamente, que el reo pierda la mano, este hecho inexplicable es concebido como una exculpación de Dios. El Diccionario de Oxford define a la ordalía como el procedimiento destinado a decidir si alguien es culpable o inocente mediante la exposición del sospechoso a pruebas físicas extremadamente dolorosas (3ª Versión Concisa, 3ª Edición, 1911, p. 802). Muchos de nosotros negaríamos que se trata de un acto de Justicia la condena por adulterio de la mujer cuando esta no logra que al menos cuatro hombres corroboren su propia versión de que fue violada. ¿Sería esto un juicio para nosotros? Pienso que no. Espero que no.
De un modo que nos recuerda a la ordalía, Lewis Carroll nos relata que en un juicio que Alice presencia, el Rey o la Reina Negra –no lo recuerdo- declaman que primero corresponde dictar la sentencia antes de admitir la presentación de pruebas respecto de quien robó las tartas para la fiesta. Esta clase de procedimientos pueden ser Juicios o no, antes que nada, según la cultura de que se trate. En el ámbito de la cultura judeo-cristiana, son pocos aquellos que admitirían que sólo los hombres –no mujeres- pueden esclarecer la verdad respecto de una violación. Los cultores de la Sharia, en cambio, concuerdan con este criterio. Sólo un individuo muy peculiar pensaría que el castigo justo debería depender de hechos que revelan la omnisciencia y omnipotencia de un dios. Vistos hoy y aquí, estos no son procedimientos que apuntan a establecer la verdad antes de condenar o absolver. No son en verdad Juicios, aunque admito que no me resulta fácil encontrar una palabra que reemplace a la de “juicio.” Podrán ser parodias, simulacros, absurdos encarpetados. Pero esta caracterización, repito, depende de concepciones culturales. No sé qué piensan los cazadores y recolectores del Kalahari, los habitantes animistas de Benín ni nuestros antepasados de hace cinco siglos.
Es cierto que hay casos controvertibles en relación a qué es un verdadero proceso judicial. El caso de los tribunales de Nüremberg ofrecen una variedad de opiniones sobre si fueron imitaciones, juicios notoriamente injustos y hasta procesos razonables. Yo me inclino por considerar que fueron esencialmente simulacros. A propósito de estos últimos y, en especial, de la condena del Almirante Karl Doenitz, comandante de la flota de submarinos alemanes, H. Thomson y Henry Strutz publicaron una laboriosa colección de cartas de jueces, militares y políticos de nota. Todos ellos impugnaron vigorosamente la decisión (Doenitz at Nuremberg: War Crimes and the Military Professional, 1976). Esta colección comienza, entre otras críticas, con una enérgica declaración de John F. Kennedy seguida de una profusa colección de opiniones de jueces, generales y almirantes de los Estados Unidas, el Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda.
Los acompañan jueces y escritores de renombre. Esta publicación expone a un vasto coro que deplora las decisiones de lo que fue el caso más famoso de la historia. El hecho de que generales y almirantes enemigos fuesen juzgados y condenados provocaron la indignación de quienes pertenecieron al bando contrario. Este, afirman, actuó del mismo modo que el bando vencedor. Más aún, el tribunal (llamado corte marcial) estaba integrado en gran parte por civiles dotados de algún rango militar ocasional sólo por razones administrativas. Para una parte destacada de los escritores de las cartas publicadas, no llegó a tratarse de juicios. No fueron otra cosa, como muchos lo expresaron, junto a John Kennedy, que una venganza disfrazada contra los vencidos.
Y una venganza, agrega Kennedy, “muy rara vez” comporta un acto de justicia. Estos autores execraron la aplicación de leyes ex post facto para convalidar condenas. Pero las condenas son aún más deplorables cuando se advierte que, en su mayoría, recayeron sobre oficiales que actuaron dentro de lo que los críticos juzgaron como un marco profesional razonable. Un lamentable precedente para el futuro de la Justicia en general. Aunque para la mayor parte no se trató de otra cosa que una puesta en escena por parte de los Aliados triunfantes, otros oficiales se limitaron a declarar su rechazo a y la inquietud que provocaba en ellos que este desatino se transformase en un precedente que imitaran los jueces de sus propios países. Me llevó mucho tiempo advertir, confieso, que tenían más razón de lo que advertí hasta hace un par de décadas.
En la página principal de octubre 6, 1956 del Chicago Daily Tribune, uno de los periódicos más frecuentados de los Estados Unidos, aparece publicada una nota editorial que anuncia ¨Doenitz Sale en Libertad.” La columna que exhibe la primera plana, alude a la condena del comandante de la flota de submarinos alemanes como “… un acto embarazoso,” y finaliza con el parágrafo que traduzco a continuación: “…(L)os cargos presentados contra los procesados de planear, preparar o conducir una guerra de agresión fueron lo suficientemente amplios como para permitir establecer que el Almirante Doenitz fue culpable de algo –probablemente del crimen de luchar, como un oficial profesional, al servicio de su país. Obtuvo una condena de 10 años –un veredicto que prueba, otra vez, que el derecho nace de la fuerza y que la hipocresía puede superar cualquier obstáculo".
Y agrego algunas consideraciones de John F. Kennedy traducidas por mí. Algo similar ocurrió con los juicios de Tokio, llamados también “El otro Nüremberg.” Lo que me interesa subrayar con las opiniones que cito es que no se trata de distinguir entre juicios justos e injustos. Se trata, más vale de distinguir actos de justicia de los que no lo son. Juicios, justos o injustos, por un lado, y esperpentos por el otro. Juicios y teatralidad. Explico por qué la distinción.
Para volver a los juicios absolutorios de funcionarios y allegados de la dinastía Kirchner, este país dista de contar con un aparato de Justicia suficientemente confiable. Además de sus colegas ineptos y venales, los jueces son en su gran mayoría temerosos. Tiemblan frente a la idea de provocar la ira de la Madres y Abuelas de Plaza de Mayo o del CELS. Y no los culpo; los Consejos de la Magistratura capaces de exonerarlos son lábiles. Suele importarles más la ideología del juez que cae bajo su escrutinio que la excelencia de su desempeño. Por otra parte, es de lamentar que la Argentina no cuente con un criterio basado en la doble puesta en peligro del procesado como una cuestión decisiva para juzgarlo otra vez. También lo es que sus jueces carezcan de la autoridad que gozan en otros países del mundo. Por no ser este el caso y por las razones que ofrezco más arriba, es imprescindible limitar el número de juicios a revisar y por eso creo que sólo deben reexaminarse las extravagancias judiciales absolutorias; no lo juicios injustos.
Más de un buen amigo que ha leído con paciencia el borrador de esta nota me ha endilgado que le falta una teoría para distinguir entre los juicios injustos y los mamarrachos. Tienen razón pero puedo asegurar que no estoy hoy en condiciones de proponer algo semejante. Si enfatizo que un juicio es como un casamiento y una frontera: sólo existen si creemos que lo son.
Jaime Malamud Goti