La reducción del presupuesto para el CONICET ha provocado un debate sobre el valor de la investigación en humanidades y ciencias sociales, extendiéndose en algunos casos extremos hasta la investigación científica en general—al menos aquella financiada por el Estado. Dado que no nos dedicamos a ellas, vamos a dejar de lado las así llamadas ciencias “duras”.
Se trata de un debate genuino ya que se enfrentan dos posiciones con argumentos atendibles en ambos lados del mostrador, o
in utramque partem, como suele decir la tradición republicana. Por un lado, desde el punto de vista de los contribuyentes es absolutamente natural que se pregunten por cuál es el destino de los fondos públicos. No hay que olvidar que quienes trabajan en el CONICET lo hacen gracias al dinero de los contribuyentes, lo cual los ubica en una situación de cierta asimetría respecto a estos últimos.
Por el otro lado, desde el punto de vista de quienes se dedican, por ejemplo, a las humanidades, la pregunta misma acerca del valor de las mismas, por no decir acerca de su utilidad, indica que hay algo que está saliendo mal, que hay algo que quien formula la pregunta no entiende cabalmente. Encima, no es fácil explicar para qué sirven las humanidades. Después de todo, se supone que las humanidades gozan de valor inherente. Las ciencias sociales, por el contrario, deberían estar en mejores condiciones de mostrar cuál es su utilidad. En todo caso, la asimetría que deriva del origen público de los fondos no implica ciertamente una relación de esclavitud entre los contribuyentes y los investigadores.
Yendo al fondo del asunto, y para decirlo con muy pocas palabras, la razón de ser del CONICET consiste en que financia investigaciones que no de ser por el Estado no serían llevadas a cabo. Es por eso que, precisamente, quienes se oponen a la existencia misma del CONICET sostienen que dado que al sector privado (y la gran mayoría de las universidades privadas en nuestro país, por no decir
casi todas, y aunque lo hagan también hay investigadores del CONICET que trabajan en ellas), v.g., no gastaría dinero en egiptología o en humanidades, el Estado entonces no debería hacerlo. Otros solamente ponen en duda algunas de las investigaciones del CONICET, lo cual también es mucho más que comprensible. El CONICET es una institución sublunar, o lo que es lo mismo, expuesta al error.
La pregunta, de todos modos, sigue siendo la del valor de esas investigaciones, que si no fuera por el CONICET, no existirían. Ciertamente, uno podría hacer referencia al CNRS francés, institución de la cual deriva el CONICET, para defender a este último, pero una indicación de autoridad no es un argumento sino una postergación de la discusión.
Hay dos grandes clases de argumentos que se pueden usar en defensa de las humanidades y las ciencias sociales. En primer lugar, su valor intrínseco. La del valor intrínseco es una noción que atrae a los filósofos, quienes a su vez proponen alguna variación del tema del argumento de la función humana, alguna vez propuesto por Aristóteles: se supone que los seres humanos se distinguen de los demás animales por su capacidad de razonar. No debería sorprendernos que semejante argumento no sea tan popular entre quienes pagan impuestos. Después de todo, hay filósofos que, v.g., ponen en duda la existencia misma de los propios árboles bajo los cuales se protegen del verano, o incluso dudan de la existencia de los dólares con los que ahorran (si tienen suerte).
Además, hasta los filósofos podrían reconocer que no es fácil explicar en qué consiste dicho valor inherente. Peor todavía, la explicación del valor de X en términos de la utilidad Y podría ser contraproducente. Si el valor de X depende de Y parecería que no tiene sentido hablar de su valor inherente.
Encima, algunos de los más grandes humanistas no fueron inmunes al nazismo y tampoco al estalinismo. Sin embargo, del hecho que haya habido humanistas de esta clase no se sigue que las humanidades no tengan valor. En realidad, es el propio humanismo el que nos ayuda a entender y criticar, v.g., la atrocidad moral de los genocidios. Dada la conexión que las ciencias sociales deberían tener con el humanismo, otro tanto se podría decir de las primeras.
En segundo lugar, se encuentra el tema del consecuencialismo y sus variaciones.
En efecto, (a) la investigación en humanidades y ciencias sociales podría afectar positivamente las políticas públicas. Como ya vimos, este argumento es el ámbito en el que deberían lucirse las ciencias sociales. Por ejemplo, las investigaciones bien hechas sobre la violencia ayudan a que el Estado pueda mantenerla a raya, siempre y cuando el Estado estuviera dispuesto a aplicar el resultado de las investigaciones en cuestión.
(b) Las humanidades y ciencias sociales son útiles para comprender mejor nuestra cultura desde un punto de vista universal para de ese modo rescatarla de sus prejuicios nacionalistas sin forzarnos a creer que el pasto del vecino, o el de otras culturas, es siempre más verde que el nuestro. Al fin y al cabo, las neurociencias, a su modo, han salido al rescate del argumento aristotélico de la función humana al sostener que aquello que nos distingue de los demás animales y explica en el fondo por qué ellos están enjaulados y nosotros somos quienes los enjaularon (y no al revés), es precisamente la cultura. Nótese que no estamos abogando por enjaular a nadie (aunque en algunos casos dan ganas de dar un debate) sino que estamos mostrando qué puede aportar la investigación sobre la cultura.
(c) Las investigaciones en humanidades y ciencias sociales son verdaderamente útiles para llevar a cabo un control de daño de lo que se suele denominar como “divulgación”, la cual,
tal como suele ser hecha en nuestro país, puede ser tentadora para leer en la playa sobre todo para los adultos pero a la vez puede ser bastante nociva para las mentes de los jóvenes si llega a las escuelas indiscriminadamente.
(d) Las ciencias sociales y las humanidades pueden ser muy útiles para promover el pensamiento crítico (
pace Alejandro Rozitchner:
click) y la innovación.
No sería de extrañar que estos argumentos no hayan convencido a todos (si es que convencieron a alguno). Como en todo debate genuino, es muy difícil encontrar un argumento parecido a un golpe de knock-out. Algunos suelen esgrimir en defensa del CONICET el hecho de que el Estado también destina recursos a la Iglesia Católica. Sin embargo, sea que tal decisión fuera deseable o indeseable, las humanidades y las ciencias sociales deberían ser capaces de dar batalla por sí mismas. De otro modo, mostrar que los recursos se destinan para otra cosa en el fondo no es sino una forma de desviar la atención, postergando el debate.
Finalmente, quizás la comparación con la discusión sobre la administración de justicia sea útil para quienes desean plebiscitar las investigaciones del CONICET. Una sociedad genuinamente democrática, por no decir republicana, quiere tener una administración de justicia separada de las mayorías circunstanciales precisamente porque supone que los jueces cuentan con cierto conocimiento especializado del que carecen las mayorías. Parafraseando a Horacio, cambiando los nombres, bien podríamos estar hablando también del CONICET. Nótese que esta argumentación no es elitista sino todo lo contrario, ya que son las mismas mayorías las que deciden auto-limitarse, por así decir, a raíz de los beneficios que semejante decisión les reporta.
Cabe desear entonces que la muy razonable preocupación por el gasto público (sobre todo después de más de una década de redistribución récord del ingreso que terminó con por lo menos un tercio de la población en la pobreza a pesar de que los ingresos durante dicha época alcanzaron un pico histórico) no se convierta en una obsesión a menudo contraproducente por la búsqueda inmediata de la ganancia. La última palabra, como siempre en democracia, la tiene la mayoría. Esperemos que se trate de una mayoría informada.