A esta altura no quedan muchas dudas de que Milei es un verdadero “iluminado” en el sentido revolucionario de la expresión. Se trata de alguien que, con las mismas palabras que Sieyès, denuncia la casta del Antiguo Régimen (que irónicamente en Argentina representa a la democracia), a la mejor manera jacobina quiere hacer tabla rasa del mismo, como la mayoría de los intelectuales revolucionarios cree que la sociedad no está preparada para los debates que él propone—uno de ellos es la compraventa de niños—, no cree en la división de los poderes, etc.
Y como todo buen revolucionario de manual, a Milei no le podía faltar la atribución de cualquier retroceso de su revolución a un complot del establishment, es decir, a un complot contrarrevolucionario, de las maléficas fuerzas que se interponen en lo que de otro modo sería el inexorable camino del bien sobre la tierra. La actitud revolucionaria es un buen predictor además de que diferentes facciones internas se van a acusar mutuamente de traición, de ser contrarrevolucionarios, etc. (si es que no ha sucedido ya).
Huelga decir que para un revolucionario la realidad jamás puede ser un estándar para poner a prueba sus ideas, ya que la realidad es parte del problema, no de la solución: el rechazo de la realidad no hace sino confirmar la necesidad de la Revolución. Para un revolucionario las cosas deben ser tal como él lo propone, y si no lo son, entonces peor para la realidad. Lo que podría haber sido objeto de un sketch—por no decir una película entera de—Monty Python, se ha convertido en una opción política con serias posibilidades incluso de disputar una elección a nivel nacional.
La actitud de Milei respecto al CONICET parece ser una hoja sacada del libro de López Obrador: no es tanto una cuestión presupuestaria o económica, sino que se ha convertido en un símbolo de todo lo que quiere destruir. Esto es típico del comportamiento revolucionario.
Hablando de López Obrador, que Milei sea la imagen especular o invertida del kirchnerismo no es un accidente, ya que es imposible entender la aparición de Milei sin el kirchnerismo. Milei es la fase superior de las casi dos décadas de kirchnerismo. Por supuesto, esto no significa que no estén en conflicto. Por lo general, los desacuerdos más profundos tienen lugar entre variaciones del mismo tema, si no es que para estar en desacuerdo tiene que haber ciertas premisas compartidas. Pero de ahí no se sigue que la única alternativa sea seguir con esta antinomia.
Joseph de Maistre, quien primero vio con cierta simpatía los inicios de la Revolución francesa pero con el desarrollo de la misma advirtió su sinsentido y se convirtió en unos de sus enemigos más incisivos, precisamente por eso advertía que: “La contrarrevolución no será una revolución contraria, sino lo contrario de la revolución”. No tiene sentido reemplazar una revolución por otra, ya que el problema es la revolución. Esto no significa que por definición debamos estar en contra de todo cambio profundo, al contrario. La cuestión es que el cambio profundo (del Estado, del mercado, de lo que fuera) no sea una Revolución.
Cabe recordar entonces, en muy pocas palabras obviamente, cuáles son los supuestos de la idea de Revolución, que Milei satisface plenamente. El primero es creer que no existen desacuerdos sustantivos. Toda persona razonable y decente tiene que estar de acuerdo con Milei; si no lo está, entonces adolece de un defecto psicológico o moral. Un libertario brillante publicó hace tiempo un paper cuyo título es muy revelador: “El libertarianismo como si (el otro 99 % de) la gente importara”. De ahí que para el libertarianismo de Milei no existan desacuerdos políticos sustantivos y por lo tanto, el Estado en sí mismo, cuya primera tarea es la de evitar el conflicto político polarizado, no tiene razón de existir. El Estado es el enemigo de la libertad.
Este ideal anarquista—que subyace a toda Revolución—suele ser acompañado por una concepción idealista de la naturaleza humana, según la cual los seres humanos no son el problema, sino que el problema en el fondo es siempre el mundo, la realidad, la etapa histórica en la que nos encontramos, etc. El individuo siempre se encuentra atrapado por o en el mundo. Una vez que la realidad sea tal como nosotros deseamos, el ser humano se va a mostrar tal cual es, sin interferencias ni mediaciones superfluas como castas, privilegios, etc., que en el fondo son productos históricos, sedimentaciones de épocas pasadas, del Antiguo Régimen, que van a desaparecer completamente una vez que la Revolución sea llevada a cabo.
No es ninguna novedad decir que estas consideraciones tienen que estar acompañadas de una dosis considerable de mesianismo, la creencia en un salvador providencial que viene a rescatar a los prisioneros del mundo. De hecho, este es uno de los peligros de la teología política, de que se sacralice la política. La teología política bien entendida trata de mantener la política y la religión separadas y de insistir así y todo en que toda religión debe contar con una mediación institucional adecuada. Ciertamente, a la espera de algún advenimiento, pero—y ese es el punto—siempre estamos a la espera de dicho advenimiento, por lo cual la Iglesia—o, mutatis mutandis, el Estado—siguen siendo indispensables. Quien diga que el advenimiento ha tenido lugar debe ser mirado con muchísima desconfianza.
Por lo general, se suele creer que la Revolución (o el anarquismo) es una noción de izquierda. Sin embargo, la idea de que no existen desacuerdos políticos sustantivos y que lo que necesita la humanidad es una emancipador prometeico cultor de la rebeldía puede ir hacia la izquierda como hacia la derecha. No hay que olvidar que los nazis, es decir la extrema derecha, hablaban de los “tiempos venideros” y que el titán favorito de Hitler era precisamente Prometeo. Además, los nazis reemplazaron al Estado con el gobierno de un partido, lo cual es característico de la Revolución.
Uno de los tantos problemas entonces que tiene la Revolución es que, vista en su mejor luz, se propone algo imposible, es decir, creer que la realidad o la propia naturaleza humana no le ponen límites a la acción individual o colectiva, a los propios seres humanos. En todas las revoluciones los propios revolucionarios terminan enfrentando el dilema de cómo hacer para terminar la Revolución, sobre todo cuando advierten que, como comprobara amargamente el convencional girondino Vergniaud en el camino hacia la guillotina: “La Revolución es como Saturno, ella devora a sus hijos”, para no hablar de lo que la Revolución le hace a quienes no son revolucionarios o son sospechosos de no serlo.
Dado que la Revolución se define por su lucha contra la realidad, mientras exista la realidad la Revolución no puede terminar. Como muy bien decía Jorge Dotti: “Una auténtica revolución no concluye”. Y como la Revolución no se rige por la realidad, ningún revolucionario genuino se deja impresionar por el fracaso de la Revolución. Este es el hábitat natural de la psicología cognitiva.
Visto al revés, la necesidad de resolver los conflictos políticos sustantivos—es decir, que no tienen por qué deberse a los defectos humanos—y la conciencia de los límites a los que los humanos están expuestos por definición, para no hablar de las propias experiencias revolucionarias que se proponen eliminar al Estado pero terminan aferrándose desesperadamente a él, todo esto muestra que el anarquismo y la falta de realismo es una combinación letal, y que la verdadera antinomia no es Libertad o Estado, sino Estado o Revolución. El verdadero enemigo de la libertad no es el Estado sino la Revolución.