sábado, 16 de julio de 2022

Presentación de la Tostadora en la Facultad de Derecho de la UBA

El 12 de julio de 2022, tuvo lugar en el Salón Rojo la presentación de la Tostadora. Participaron del acto Daniel Pastor, Lisi Trejo, Leandro Vergara y el autor. 


viernes, 8 de julio de 2022

Presentación de la Tostadora en la UBA: Algunas Indicaciones de la Policía Federal

 


La Policía Federal, a cargo de la seguridad de la presentación, ha determinado que los locales ingresarán por Figueroa Alcorta, mientras que los visitantes lo harán por Juan Bibiloni. Las remeras de la Tostadora (verdadera gentileza de Golie SRL) serán obsequiadas hasta agotar stock a quienes tengan un ejemplar del libro. No se exigirá el título de propiedad y también se podrá adquirir el bien mueble en el stand de Editores del Sur antes, durante y después de la presentación. Muchas gracias por todo, nos vemos el martes.  

jueves, 16 de junio de 2022

Nuevo Deporte olímpico: la Ignorancia sobre Carl Schmitt (2da. edición corregida y aumentada)



Carl Schmitt y Ernst-Wolfgang Böckenförde en Ebrach (comienzos de la década de 1960)


Si la ignorancia sobre la obra de Carl Schmitt fuera deporte olímpico, la nota publicada ayer en El Mostrador por Renato Garín (click) habría logrado un nuevo récord, si no fuera porque en diversas latitudes nos hemos acostumbrado a usar a Carl Schmitt como la causa de todos los males políticos. 

Comencemos por el principio. Llama la atención que el autor crea que ser católico (véase, por ejemplo, el primer subtítulo de la nota: “Schmitt era católico”) implique ser fanático, autoritario o antiliberal. Por ejemplo, el texto de Schmitt Catolicismo romano y forma política (en la nota dice que es de 1922 pero en realidad la primera edición corresponde a 1923 y la segunda es de 1925) mencionado por el autor, debido al cual Schmitt es acusado de “definir la política a través de las formas políticas” y que supuestamente indica “la clave fanática de sus textos”, en realidad termina con una exhortación a la Iglesia católica de “acercarse a Mazzini antes que al socialismo ateo del anarquista ruso [Bakunin]”, es decir con una defensa del catolicismo liberal. Es difícil resistir la tentación de citar nuevamente a Donoso Cortes: “Por lo que hace a la escuela liberal, diré de ella solamente que en su soberbia ignorancia desprecia la teología, y no porque no sea teológica a su manera, sino porque, aunque lo es, no lo sabe”.

En segundo lugar, el autor de la nota ignora que si bien Schmitt trató infructuosamente de convertirse en el jurista de la corona de Hitler, en 1932 no solo había hecho pública su advertencia en la prensa y por supuesto en su ensayo Legalidad y legitimidad de que había que prohibir al partido nacionalista, sino que además junto con su discípulo Ernst-Rudolf Huber había asesorado a la presidencia de la república acerca de cómo deshacerse del nazismo. Lamento repetirme pero me veo forzado a contar esta historia otra vez. 

Huber cuenta que en septiembre de 1932 había recibido un telegrama de Carl Schmitt en el que le pedía que viajara inmediatamente a Berlín para ponerse a disposición de algunos oficiales “de la Bendlerstraße”, es decir del Ministerio de Defensa del Reich, a los efectos de darles asesoramiento constitucional. Se trataba de oficiales del Estado Mayor, los capitanes Böhme y von Carlowitz. El oficial a cargo era el teniente coronel Eugen Ott, jefe del Departamento del Ejército, “es decir la sección política del Ministerio de Defensa”, un estrecho colaborador del Ministro, que primero fuera agregado militar de la embajada alemana y luego embajador alemán en Tokio. Huber llevó a los oficiales al domicilio de Schmitt—con quien Huber se había encontrado a mitad de camino en Plettenberg y le había dado las llaves de su casa para ganar tiempo; Schmitt llegó a Berlín a inicios de septiembre—. Vale la pena citar el resto de la narración en su totalidad:

Entonces comenzó el asesoramiento constitucional más memorable en el que yo haya participado. [El canciller] Papen y [el Ministro de Defensa] Schleicher tenían el plan de prohibir al NSDAP [Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes] con la ayuda del art. 48, arrestar a todos los líderes del partido y ponerle fin con violencia a todo el fantasma. Durante la noche elaboramos los decretos requeridos y para eso una convocatoria del Presidente del Reich al pueblo alemán que debía justificar las medidas. (...). Todavía me quedé unos días en Berlín, siempre con la expectativa de que el golpe preparado iba a ser llevado a cabo. Se llegó a constantes postergaciones; luego, entretanto, tuvo lugar la disolución del Reichstag [12 de septiembre de 1932] y la nueva elección de noviembre. Finalmente, el plan fue abandonado porque el gobierno temió que los nacionalsocialistas y los comunistas se unieran en caso de la prohibición. Un juego de simulación en el Ministerio de Defensa del Reich tuvo el resultado de que el ejército del Reich no podría haber estado a la altura de un doble ataque semejante desde la derecha y la izquierda. Hace algunos años todavía hablé una vez sobre este juego de simulación con el embajador Ott. Me contó que el oficial principalmente responsable del juego, el capitán Vincent Müller, ya entonces era llamado “el rojo Müller”; como Uds. saben, durante la segunda guerra mundial, como general en cautiverio ruso él ingresó en el “comité nacional” y fue entonces el primer comandante del “ejército del pueblo” en la zona oriental. Retrospectivamente, es fácil decir que se habrían evitado muchos infortunios si el ejército del Reich se hubiera decidido entonces por la acción preparada, incluso a riesgo de una sangrienta guerra civil. En enero de 1933 Schleicher todavía tuvo abiertamente la intención de dar el golpe. Pero entonces el Presidente del Reich ya no estaba dispuesto a poner el art. 48 a su disposición. Entonces, la fatalidad tomó su curso sin impedimento alguno. Después de este fracaso, yo mismo pertenecí a los muchos que pusieron su última esperanza en Hitler y su movimiento. Como muchos, yo era de la opinión de que solo existía la alternativa nacionalsocialismo o comunismo, y hasta ahora no se ha demostrado que en la situación de inicios de 1933 existía todavía realmente una tercera posibilidad. Nada debe ser embellecido o disculpado con esto; solo debe ser aclarado cómo después del fracaso de 1932 alguien pudo haberse decidido por sacar el máximo provecho del nacionalsocialismo para evitar lo peor

Schmitt participó de este proyecto de decreto propuesto al presidente de la república debido a que la autonomía de lo político, tal como figura en las diferentes versiones de El concepto de lo político, es incompatible con la sujeción del Estado a facción o partido alguno (click). Con lo cual, es un disparate decir, como lo hace Garín, que para Schmitt “la distinción fundamental del quehacer de la política es entre amigos y enemigos, enfrentados en el campo institucional”. Garín evidentemente no leyó el ensayo de Schmitt, o si lo hizo no entendió absolutamente nada. En realidad, la distinción amigo-enemigo fue la que llevó a Schmitt a pedir la prohibición de los partidos antisistema para proteger el orden constitucional de sus enemigos. La idea de “democracia militante” de Karl Loewenstein—el jurista que volvió a Alemania después de la guerra para meter preso a Schmitt—no es sino la continuación del concepto de lo político por otros medios (Carl Schmitt y la democracia liberal: ¿amigos o enemigos?). 

Respecto a que Schmitt podía enviar gente a un campo de concentración porque era miembro del Staatsrat prusiano (Garín no lo aclara, muy probablemente porque no lo sabe, pero semejante imputación solo tiene sentido en estos términos, es decir mientras Schmitt fue miembro de esta institución), habría que recordar primero que dicho Consejo era meramente honorífico o simbólico, casi no tuvo actividad y sus funciones terminaron pronto justamente durante el nazismo. Además, fue Schmitt el que pudo haber terminado en un campo de concentración luego de los ataques de la SS una vez que fuera denunciado por oportunismo por el servicio de inteligencia en 1936, ya que su afiliación al nazismo era irreconciliable con su pasado católico, su ideología conservadora y sus varias amistades judías durante la República de Weimar. 

Por lo demás, la fuente de Garín es: “Uno de sus biógrafos, el mexicano Héctor Orestes Aguilar”. Hasta donde se sabe, Aguilar no escribió una biografía de Schmitt, sino que recopiló algunas traducciones de Schmitt (como la traducción al español de la traducción italiana de José Aricó de El concepto de lo político) y para esa recopilación escribió una introducción de diez páginas, que aparentemente es la biografía que usa Garín. Para dar una idea de la extensión de las biografías de Schmitt, la de Reinhard Mehring (Carl Schmitt: Aufstieg und Fall. Eine Biographie, 2009), es de 750 pp. (la traducción al inglés tiene casi la misma cantidad de páginas), mientras que el libro de Andreas Koenen, Der Fall Carl Schmitt. Sein Aufstieg zum “Kronjuristen des Dritten Reiches”, que trata precisamente el caso Carl Schmitt” tal como lo denominaba la SS (es decir entre 1933 y 1937), tiene 979 páginas.

En una reseña del libro de Aguilar consta que la obra: “Llama, por ejemplo, a constatar la filiación nazi de Schmitt a partir de la lectura de ‘El Führer defiende el derecho’ (un panfleto repugnante, pero que, comparado con sus textos previos al ascenso de Hitler al poder, demuestra más la volteface de Schmitt que su supuesta convicción ideológica), pero no invita a leer en ‘Legalidad y legitimidad’ una defensa dramática de la Constitución de la República de Weimar, una vehemente advertencia contra el desprecio que los extremistas alemanes, lo mismo nazis que comunistas, mostraban al principio del equal chance democrático. Lo que el compilador ofrece es, pues, un juicio parcial que se resguarda en la comodidad de lo políticamente correcto, que no hila fino aún y a pesar de la profusa evidencia que para ello han presentado trabajos como los de Joseph Bendersky o George Schwab”. La conclusión de la reseña: “es una pena que no se haya aprovechado la oportunidad para acompañarlo con otras lecturas igual de provocadoras que llevaran la compilación más allá de los lugares comunes que aún rodean a Schmitt. El fantasma de su vinculación con el nazismo ha servido ya por demasiado tiempo como coartada a la pereza mental, como pretexto para no estudiar con más rigor su pensamiento” (click). 

En tercer lugar, Garín afirma que: “Ya en su Teoría de la Constitución, de 1928, Schmitt deja en claro que el marco teológico es la arquitectura de referencia institucional más abstracta, que se refleja en la Carta Fundamental como un proyecto salvífico dirigido por un líder”. Por un lado, Garín no ofrece cita alguna en defensa de su afirmación. Por el otro lado, aunque fuera cierta, habría que tener en cuenta que la Ley Fundamental de Bonn de 1949 se basa en la teoría constitucional de Schmitt, específicamente en sus disposiciones en defensa del orden constitucional democrático-liberal. Precisamente, en febrero de 1954, durante una sesión de la comisión de jurisprudencia y derecho constitucional del parlamento alemán, Adolf Arndt—quien no solo había sido perseguido por los nazis sino que en la década de 1950 era el jurista principal de la socialdemocracia alemana—precisamente explicaba que: “el artículo 79 solamente da una potestad limitada para la reforma o ampliación de la constitución. Por lo demás, incluso si el artículo 79 no se hallara en la constitución así y todo existiría un límite material para una modificación. Este descubrimiento se lo debemos a los trabajos de Carl Schmitt. No tengo inhibición alguna en citar al Diablo; pues a veces es también la fuerza que siempre niega la que produce el bien. Gente como Carl Schmitt o Ernst Jünger u otra gente de esta clase, que se ha dedicado fuertemente a la demolición de ideas falsas, ha desempeñado una función histórica totalmente positiva”. Lo mismo se puede decir del proyecto constitucional israelí de 1948, tal como surge de un libro de Katz Editores—en prensa—sobre la relación entre Schmitt y la democracia liberal.

Hablando de la democracia liberal, en cuarto lugar, en El concepto de lo político, para ilustrar lo que a su juicio era la precoz superposición entre el Estado y la sociedad civil, Schmitt cita un pasaje de las Consideraciones histórico-mundiales (c. 1870) de Jacob Burckhardt sobre la democracia, “una cosmovisión en la que confluyen miles de fuentes distintas, altamente diferente según los estratos de sus prosélitos, y sin embargo es consecuente en una cosa: en que para ella el poder del Estado sobre el individuo jamás puede ser lo suficientemente grande, de tal modo que ella borra los límites entre el Estado y la sociedad, espera del Estado todo lo que la sociedad previsiblemente no hará, pero quiere mantener todo constantemente discutible y móvil, y finalmente para algunas castas reivindica un derecho especial al trabajo y a la subsistencia”. Además, no hay que olvidar que en su Teoría de la constitución Schmitt explica que “Tocqueville se ocupa de los peligros de la ‘tiranía igualitaria’ en un famoso capítulo de su libro sobre la Democracia en América (vol. II, 2da. parte, capítulo 6), bajo el título: ‘Qué especie de despotismo deben temer las naciones democráticas’”.

En lo que visto en su mejor luz no es sino un ataque desesperado ad hominem contra Fernando Atria, Garín saca de su galera supuestamente schmittiana un conejo muy extraño: “Tal como el autor alemán, la bancada schmittiana se halla rodeada de ayudantes, dispuestos a ejecutar cualquier genuflexión. Al igual que en Schmitt, es una estrategia que solo beneficia al líder o lideresa y no produce verdaderos discípulos intelectuales. Ni Schmitt ni la bancada schmittiana anotan en su registro algún discípulo digno de destacar…”. No conozco a fondo a la bancada schmittiana, por lo cual no voy a opinar sobre su supuesta falta de discípulos. Respecto a Schmitt, habría que decir que entre sus discípulos se cuentan, entre otros, Otto Kirchheimer, Franz Neumann, Waldemar Gurian, Reinhart Koselleck, Julien Freund, Enrique Tierno Galván y George Schwab. 

Dicho sea de paso, mientras pedía la detención de Schmitt, Karl Loewenstein afirmaba en un informe que: “Yo no hesito en calificar a Carl Schmitt como el principal politólogo alemán y uno de los escritores políticos más eminentes de nuestro tiempo. (…). Hablando en general, es un hombre cuya calificación es casi la de un genio”. Hannah Arendt, por su parte, consideraba a Schmitt “sin duda como el hombre más significativo en Alemana en el ámbito del derecho constitucional e internacional”, que “hizo el mayor de los esfuerzos para congraciarse con los nazis, pero no tuvo éxito. Los nazis muy rápidamente lo reemplazaron por talentos de segunda o tercera línea como Theodor Maunz, Werner Best, Hans Frank, Gottfried Neesse y Reinhold Hoehn, y lo dejaron de lado”.

Ernst Friesenhahn, uno de los estudiantes más destacados de Schmitt de la época de Bonn (1922-1928), llegó a ser miembro del Tribunal Constitucional Federal. Y hablando de jueces, párrafo aparte merece obviamente Ernst-Wolfgang Böckenförde, el socialdemócrata alemán que se acercó a Schmitt después de la guerra, se convirtió en su albacea intelectual (se puede decir que estuvo a cargo de la edición de El concepto de lo político de 1963) y en uno de los juristas alemanes más importantes de la posguerra, para finalmente ser elegido juez del Tribunal Federal Constitucional alemán. 

Finalmente, la ignorancia de la nota respecto a la obra de Carl Schmitt sale todavía más claramente a la superficie cuando a los efectos de asociar a Fernando Atria con Carl Schmitt, el autor se refiere a la “teología de la liberación”, “una subtradición especialmente influyente en metodistas y católicos en América Latina. Su hito fundamental se halla en el Concilio Vaticano II y la Conferencia Episcopal de Medellín en 1968”. Cualquiera que haya leído alguna vez a Carl Schmitt sabe que su teología política está en las antípodas de la del Concilio Vaticano II debido a la tendencia progresista de este último y es por eso que Schmitt escribe Teología Política II. Como dice Hans Barion: “El Concilio Vaticano II le ha quitado el fundamento al elogio de Schmitt a la Iglesia” (quien desee entender la obvia diferencia ideológica que existe entre Schmitt y Atria puede consultar este trabajo de Guillermo Jensen: click). Por lo demás, sostener que Schmitt y Atria dicen o hacen lo mismo porque se dedican a la teología política equivale a creer que Edmund Burke y Thomas Paine decían o hacían lo mismo porque ambos se dedicaban a la filosofía política. 

Como muy bien dice Renato Garín al final de su nota: “Es hora de que Chile los conozca”. 

martes, 3 de mayo de 2022

Joseph Raz (1939-2022)



Joseph Raz fue, en realidad es, un pensador brillante. Cualquiera que lea sus obras se puede dar cuenta, para no hablar de los que tuvieron la suerte de conocerlo. Su inteligencia entró en contacto con el mundo oxoniense cuando luego de haberle hecho una pregunta a Hart durante una una conferencia en Israel a mediados de la década de 1960, el autor de El concepto de derecho le dijo que tenía que ir a doctorarse a Oxford bajo su supervisión. 

Tony Honoré contaba que la concentración que le demandaba a Hart la lectura de los capítulos de la tesis doctoral de Raz fue tal que tenía que ponerse paños fríos en la frente mientras lo hacía. Tony Honoré también contaba que no era fácil entenderlo a Raz hablar en inglés, pero eso de todos modos no impidió que su inteligencia brillara. 

Una vez que Raz terminó su doctorado, Hart movió cielo y tierra para que se quedara trabajando, lo cual terminó sucediendo, primero en el Nuffield College. Luego de que Ronald Dworkin se convirtiera en el sucesor de Hart, los méritos de sus dos grandes discípulos, Joseph Raz y John Finnis, hicieron que la universidad tuviera que crear dos cátedras ad hominem para ellos. 

La severidad de Raz con sus colegas, sobre todo cuando percibía cierta sanata, era verdaderamente legendaria. A veces también era bastante duro con sus doctorandos, que salían de su oficina en el Balliol College profundamente desanimados. La explicación que se solía dar era que Raz trataba a sus estudiantes graduados tal como HLA Hart había tratado a los suyos—es decir, a Raz entre otros—, siguiendo la escuela espartana de supervisión doctoral, según la cual quien no está dispuesto a enfrentar la crítica despiadada no está hecho para esta profesión. 

Quienes resistieron el entrenamiento al estilo de los Navy SEALS se convirtieron en gladiadores intelectuales, tal como se puede apreciar en los muchos discípulos de Joseph Raz. Además, Raz hacía todo lo que podía para ayudar a sus doctorandos, especialmente para que consiguieran trabajo.

Yendo a mi breve historia con Raz, a mediados de 1990 los estudiantes de posgrado en Oxford tenían que confirmar su estado, incluso si ya eran estudiantes de doctorado. Este tipo de disposiciones permitía asegurarse de que la ayuda financiera no fuera malgastada. Si bien al llegar a Oxford yo tenía pensado dedicarme a Hobbes, la cara de John Finnis cuando se lo propuse me hizo ver que si bien él decía no tener problema alguno con mi elección, no era lo que más le interesaba. Fue entonces que me propuso estudiar la posibilidad de atribuirle algo así como una teoría de la obligación política a Aristóteles. Confieso que si me hubiese pedido que me tirara al Támesis también lo habría hecho gustosamente. 

Como parte de la investigación sobre la obligación política, primero me había dedicado a lo que yo había llamado “el debate oxoniense sobre la obligación de obedecer al derecho” entre Raz y Finnis. Finnis, con mucha razón, me corrigió: no se trataba de “el” sino de “un” debate oxoniense. Como parte de la confirmación de status presenté entonces un paper sobre el tema y los jurados designados por la Facultad de Derecho fueron Joseph Raz y Roger Crisp.

Apenas me enteré de que Joseph Raz iba a ser uno de los examinadores empecé a sentir una dosis considerable de pánico. Recuerdo que el día de la entrevista, pautada para poco después del mediodía, yo hacía tiempo en una librería comercial en la calle Cornmarket, a la vuelta del Balliol College. El corazón me latía más rápido que un pura sangre (después me enteré de que, habiéndose apiadado de mí, habían puesto un cuarto de valium en algo que yo había tomado para que me tranquilizara, así que no puedo imaginarme qué habría pasado si no hubiera sido así). Yo mismo temía no poder hacerme entrar al Balliol, pero cuando se hizo la hora no tuve otra alternativa que ir. Recuerdo atravesar el patio del Balliol hacia la izquierda, en dirección al pasillo de la escalera que conducía a la oficina de Raz en el primer piso.

Lo único que recuerdo de la conversación con Raz y Crisp fue que Raz tomó la iniciativa y que en un momento en su oficina se reprodujo la famosa escena de Woody Allen con Marshall McLuhan en Dos Extraños Amantes, cuando Raz me pregunta: “¿Ud. dice que yo digo esto y aquello sobre la obligación política, o que en realidad digo esto otro?”. No me acuerdo qué contesté pero sí recuerdo que no le pareció tan mal, o que en todo caso mi respuesta no impidió que mi estado quedara confirmado. 

Que descanse en paz, el gran Joseph Raz. 

domingo, 6 de marzo de 2022

Putin el Terrible o qué diría Schmitt sobre la invasión a Ucrania




Seguramente hay gente que se está preguntando: “¿Qué diría Carl Schmitt sobre la invasión rusa de Ucrania?”. Muy probablemente, la respuesta sería bastante parecida a lo que dijera Schmitt apenas sancionada la Constitución alemana de 1949: “en ocasión de la lectura de la Ley Fundamental de Bonn me invade la serena alegría de un sabio que todo lo sabe”. Poco después Schmitt añade en su Glosario: “Nuestras acciones, nuestras teorías, nuestras palabras nos siguen, nos persiguen y convocan a nuestros perseguidores. Por lo tanto, nosotros no moriremos sino que permaneceremos vivos. Non omnis moriar [no moriré del todo, Horacio, Carmina III, 30/6]. Pero nosotros mismos no podemos escoger para nosotros las formas y las modalidades de nuestra pervivencia. Hay grandes sorpresas. Así, de una manera inesperada me veo pervivir en la Ley Fundamental de Bonn del 23 de mayo de 1949”.

La gran diferencia, sin embargo, que existe entre la Ley Fundamental y la invasión rusa a Ucrania es que la segunda no lo hubiera sorprendido a Schmitt. El inicio del ensayo sobre “La era de las neutralizaciones y las despolitizaciones” (1929) es bastante revelador: “Nosotros en Europa central vivimos bajo la mirada de los rusos. Hace un siglo que su mirada psicológica ha penetrado nuestras grandes palabras y nuestras instituciones; su vitalidad es lo suficientemente fuerte como para apoderarse de nuestros conocimientos y de nuestra técnica como armas; su audacia hacia el racionalismo y hacia lo contrario, su energía para la ortodoxia en lo bueno y en lo malo, son avasalladoras”. Los rusos, entonces, “le han tomado la palabra al siglo XIX europeo, han conocido su núcleo y a partir de sus premisas culturales han extraído las últimas consecuencias. Se vive siempre bajo la mirada del hermano más radical, que a uno lo fuerza a llevar las consecuencias prácticas hasta el final”. En conclusión, “en el suelo ruso se han tomado en serio la anti-religión de la tecnicidad y aquí se origina un Estado que es más Estado y más intensivamente estatal que lo ha sido jamás el Estado del más absoluto de los príncipes, Felipe II, Luis XIV o Federico el Grande”. Schmitt obviamente en este ensayo también se ocupa del comunismo pero siempre como una especie del género Rusia. 

Ahora bien, Schmitt se hubiera cuidado mucho de moralizar su análisis sobre la guerra en Ucrania. Para él todo acto de guerra es un acto político, es decir, tiene autonomía normativa respecto de la moral y a veces incluso del derecho. Mientras que la violencia criminal es simplemente inaceptable por definición, la violencia política, merced a su carácter principista o ideológico, es diferente. La cuestión es si la violencia política además de diferente es valorativamente superior a la criminal tal como lo creía el liberalismo del siglo XIX—por ejemplo, esto es precisamente lo que invocan los combatientes para evitar ser perseguidos penalmente—o inferior a la criminal—como ocurre actualmente en el caso del terrorismo—. Schmitt tendía a defender la posición liberal, bastante generosa en lo que atañe a la autonomía normativa de la violencia política. La violencia política supone la paridad normativa entre los combatientes, con independencia de la causa por la cual pelean. 

Hoy en día esta paridad normativa llama la atención, sobre todo teniendo en cuenta la muy mala prensa que tiene la violencia, pero está reconocida por el derecho internacional que a pesar de haber prohibido la guerra sigue distinguiendo entre el acto de guerra y el simple homicidio. Esta esquizofrenia de prohibir el fútbol pero seguir permitiendo los corners o los penales se debe a que el derecho internacional contemporáneo es una mezcla del régimen de la época de oro del derecho público europeo (que acompañara el apogeo del Estado, “esa obra maestra de la forma y del racionalismo occidentales” como decía Schmitt) con el régimen de la guerra justa según el cual la guerra es básicamente un crimen o un castigo y por lo tanto debe reflejar claramente la asimetría moral entre agresores y agredidos (o eventualmente carceleros o verdugos).  

La paridad normativa entre los combatientes, incluso cuando pelean por causas cuya justicia difiere notablemente, se puede apreciar en los momentos en que ambas partes en un conflicto tratan de acercar posiciones, como lograr un alto el fuego, para no decir nada de un acuerdo de paz. Si la guerra es un crimen (o un castigo), no tiene sentido negociar con los delincuentes (a no ser que estemos tratando de ganar tiempo o engañarlos hasta que lleguen refuerzos o podamos detenerlos). De ahí que la idea misma de guerra tiende a la paridad normativa defendida por Schmitt. Por supuesto, sería mejor que la violencia no existiera, pero el punto de Schmitt es que semejante aspiración es imposible. Quienes se dedican a la teoría política (por no decir a cualquier otra cosa) tienen que partir de una antropología realista. 

Una alternativa al pacifismo—aunque bastante emparentada con él—es el cosmopolitismo, un régimen político según el cual todo acto de guerra, que no sea un acto de legítima defensa, debería contar con la autorización de una institución precisamente cosmopolita. Esta alternativa elimina la paridad normativa entre los combatientes, moralizando o criminalizando la guerra, aparentemente sin descuidar la seguridad o protección internacional. La típica respuesta de Schmitt a esta clase de propuestas es que el cosmopolitismo por definición tiende al imperialismo o la sinécdoque, es decir a que una parte o interés particular (nacional o político) se haga pasar por una causa universal, lo cual es característico de la guerra justa, amén de que consagra cierto estado de cosas y considera que todo acto disruptivo por el mero hecho de ser tal es injustificable. 

En el fondo, para Schmitt la teoría de la guerra justa oscila entre (a) la redundancia de exigir que las guerras sean libradas contra verdaderos enemigos y (b) la motivación política de quitarle a nuestros enemigos la decisión de distinguir entre amigos y enemigos, o en todo caso obligarlos a que tomen las mismas decisiones que nosotros, todo en nombre del cosmopolitismo. Un régimen internacional y por lo tanto la paz logrados de este modo no solo serían ficticios sino que terminarían siendo contraproducentes. Schmitt diría entonces que, en gran medida, a fines del siglo XX y comienzos del XXI todavía estamos asistiendo a la caída del orden establecido por el Tratado de Versalles. 

La moralización total actual de la guerra se puede observar en el hecho de que incluso quienes no son—o no deberían ser—políticamente relevantes en relación a la decisión de invadir Ucrania—intelectuales (incluso ya fallecidos), artistas, empresarios, deportistas, etc., en una palabra la sociedad civil rusa—han quedado expuestos a represalias por el solo hecho de ser rusos. Schmitt mismo había advertido que una de las consecuencias de la democratización del siglo XIX, para no decir nada de los totalitarismos del siglo XX, fue que se perdiera la distinción entre sociedad civil y Estado así como la distinción entre combatientes y no combatientes. Obviamente, lo mismo sucede con la invasión rusa a Ucrania que tampoco hace este tipo de distinciones. 

Hasta aquí el panorama schmittiano de la invasión rusa a Ucrania parece ser bastante favorable a Putin. Sin embargo, en primer lugar, no hay que olvidar que dada la paridad normativa de lo político, todo aquel contra quien se ejerce violencia política tiene el mismo derecho de hacer exactamente lo mismo. Según Schmitt, toda relación política es recíproca. En segundo lugar, Schmitt también se hubiera preocupado bastante por la situación de su Mitteleuropa en general y de Alemania en particular, entre otras cosas porque, tal como hemos visto, viven “bajo la mirada de los rusos”. 

Schmitt mismo, cuando cae en desgracia con el régimen nazi en 1936, comienza a dedicarse más intensamente a las relaciones internacionales y propone una doctrina del gran espacio, una de las antecesoras de la idea contemporánea de unidad o bloque regional. Estas reflexiones desembocan en El Nomos de la Tierra (1950). No se suele hacer hincapié en que Schmitt es uno de los autores intelectuales de la Unión Europea—bajo una hegemonía alemana—y no hubiera visto con buenos ojos que el poder ruso se incrementara a expensas de los países centrales. Después de todo, la Unión Europea puede sonar más cosmopolita que un Estado nacional pero no por eso es un comunidad política universal, sino que continúa siendo fiel al particularismo por el que abogaba Schmitt. Solo incluye a quienes son europeos y excluye a los que no lo son. 

Por si esto fuera poco, la autonomía de lo político y su consiguiente defensa del pluralismo político tal como figura en El Concepto de lo Político, es decir de la existencia de un pluriverso de naciones, son incompatibles con toda forma de imperialismo, como la que representa Putin quien, en las palabras de Reinhard Mehring, ha tratado de hacer de Rusia “un imperio, tal como lo evidencian Georgia y Ucrania. Rusia ha desenterrado las antiguas ideologías paneslavas y reanimó el cristianismo ortodoxo como un medio geoestratégico de expansión” (“Carl Schmitt Hoy”). 

De hecho, tal como lo recuerda Théodore Paléologue en su monografía sobre la teología política de Schmitt (Sous l'oeil du grand inquisiteur), en el célebre film de Sergei Eisenstein, Iván el Terrible, el protagonista de la película dice en su discurso de coronación: “Estos territorios, que siempre pertenecieron a nuestros padres, están separados de nuestra tierra. Pero recibimos la corona para reinar también sobre esas tierras rusas que ahora están bajo el poder de otros Estados. Ya han caído dos Romas, Moscú es la tercera y sigue en pie, y no habrá una cuarta. Yo seré el único señor de la tercera Roma. El Estado de Moscú”. Dicho lo cual, miembros de la Corte advierten que ni el Papa ni el Emperador lo aceptarán, y que Europa no lo reconocerá. Sin embargo, no faltan los que agregan que si el monarca ruso es fuerte, todos los reconocerán y por eso alguno propone impedir que eso suceda. El video que ilustra esta entrada pertenece a esta escena (a partir del minuto 11:17) y muestra el notable parecido entre la situación de Iván el Terrible y la de Putin. Dicho sea de paso, cabe recordar que Eisenstein realiza la película para motivar a la Unión Soviética en su lucha contra el nazismo y de ahí que en lugar de referirse al comunismo prefiera apelar al nacionalismo de Iván el Terrible. 

Finalmente, las consideraciones de Schmitt en su Teoría del Partisano (1963) sobre la recepción en el centro del continente europeo de las enseñanzas de la original guerrilla española desencadenada por la invasión napoleónica de la península, también parecen estar hechas a medidas para la situación de Ucrania, como por ejemplo la disposición prusiana a poner en movimiento al Aqueronte, es decir invocar a los dioses del mismísimo infierno en referencia al verso de la Eneida de Virgilio (VII.312), para defenderse de la invasión extranjera. Cuando el Estado no puede distinguir entre amigo y enemigo, el partisano queda a cargo de tomar la decisión eminente. Este último es el único que está en condiciones de defender la unidad política. 

En todo caso, Schmitt hubiera insistido en que nuestro análisis de la situación política no se viera afectado por nuestros intereses o ideologías y en que siempre dejarámos hablar a los hechos por sí solos. Cuando la época de los sistemas ha dejado de existir y si no estamos dispuestos a caer en los aforismos (hoy tal vez Schmitt se hubiera referido a Twitter), la única alternativa, dice Schmitt en el prólogo de 1963 a El Concepto de lo Político, es la de “mantener los fenómenos a la vista y poner a prueba sobre la base de sus criterios las cuestiones siempre novedosas que se plantean a partir de situaciones siempre nuevas y tumultuosas”.

sábado, 12 de febrero de 2022

George Schwab: el Amigo de Schmitt


El 6 de octubre de 1957 en su Glosario Carl Schmitt se refiere a “mi amigo George Schwab”, quien en aquel entonces lo visitaba a menudo en Plettenberg, la ciudad en la que había nacido y a la que se había retirado después de la caída del nazismo. Las repetidas visitas de Schwab se debían a que había decidido estudiar el pensamiento de Carl Schmitt como tema de su tesis de doctorado. 

Schwab en 1954 había sido admitido en la maestría en ciencia política de Columbia. La decisión de Schwab se debió a que había asistido a una conferencia de Franz Neumann sobre la Alemania nazi en el City College de Nueva York. Como Neumann—profesor en Columbia y uno de los discípulos judíos de Schmitt en Weimar—había fallecido cuando Schwab inició su master, Herbert Deane tomó su lugar como consejero de estudios. Deane, discípulo de Neumann, era un experto en la obra de Harold Laski. 

Dado que Schwab sabía alemán, Deane le aconsejó que dedicara su investigación a un pensador altamente controversial: Carl Schmitt, de quien Schwab no había oído hablar hasta ese momento. Según Deane, Neumann se la pasaba hablando sobre Schmitt en sus clases y seminarios. Cabe recordar que en aquel entonces no existían trabajos académicos sobre Schmitt en inglés y tampoco traducciones de sus obras. Era un tema ideal para una investigación doctoral. Según Deane los esfuerzos de Schwab podía ser verdaderamente pioneros. 

Antes de tomar una decisión, Schwab se dedicó a leer todo lo que pudo encontrar sobre Schmitt en inglés. La opinión común era que Schmitt era brillante pero sin carácter alguno y que había preparado el camino para la conquista nazi del poder, para no decir nada de su antisemitismo. Las únicas excepciones eran las referencias hechas a Schmitt por pensadores como Hannah Arendt o Clinton Rossiter. Fue entonces que Schwab decidió concentrarse en la teoría política de Schmitt, incluso para su doctorado. Deane le había hecho notar que sus investigaciones serían una verdadera carta de presentación de Schmitt en el mundo intelectual angloparlante, e incluso le sugirió visitar a Schmitt en Alemania. 

Fue en la primavera boreal de 1957 que Schwab se embarcó—literalmente—hacia Europa en el transatlántico Île de France. Desde París Schwab se dirigió hacia Berlín, atravesando la zona soviética. Allí visitó el centro de documentación en Grunewald para estudiar el archivo nazi de Schmitt, que casi no contenía información, a no ser por la fecha de nacimiento y el día que se unió al partido (1 de mayo de 1933). Luego se marchó hacia Plettenberg vía Colonia y Hagen. 

En un principio no pensaba quedarse mucho tiempo, pero las cosas cambiaron a tal punto que en el pueblo se rumoreaba que se iba a casar con Anima, la hija de Schmitt. Anima estaba comprometida con un profesor español, Alfonso Otero, y la gente del pueblo prefería al doctorando estadounidense. Schwab entonces decidió irse, sin dejar de asegurarle a Schmitt que iba a regresar a Alemania a tiempo para el casamiento de Anima en Heidelberg. 

Con Schmitt habían quedado en que Schwab lo visitaría a las 4:30 de la tarde. Abrió la puerta Anni Stand, la secretaria y ama de llaves de Schmitt, quien lo invitó a pasar a la sala de estar, cálidamente  amoblada y que contaba con un piano. Unos minutos después se abrió la puerta y apareció Carl Schmitt. Schwab se sorprendió por la altura de Schmitt (1,60), una cara adusta y “labios casi invisibles cuando no hablaba”, obviamente vestido de traje y corbata. A Schwab le parecía más un “astuto y despreocupado millonario o abogado de Wall Street que un nervioso intelectual, fumador en cadena de la margen izquierda de París”. Después de una pocas palabras de bienvenida en inglés, Schmitt pasó al alemán y lo invitó a tomar café con torta. 

Mientras trataba de prestar mucha atención a lo que Schmitt decía, particularmente sus preguntas sobre el tema de la disertación doctoral, Schwab no podía evitar pensar en Schmitt como un “diablo”, a cuyos pies se sentaba. Luego del café con torta Schmitt lo invitó a acompañarlo en el paseo que solía dar por la tarde. Según Schwab, en esos paseos aprendió más de Schmitt sobre teoría política y del derecho, derecho constitucional alemán y relaciones internacionales que de cualquier otra persona. 

Lo que aprendió sobre historia antigua, medieval y moderna era igualmente sorprendente, para no decir nada del conocimiento de Schmitt sobre las grandes mentes del pensamiento político occidental, incluyendo a Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau, Hegel, Marx y Lenin. Schmitt también era un melómano, admirador del arte expresionista alemán y de Shakespeare, Melville, Schiller y Goethe. Como tantas otras personas, Schwab no podía entender cómo alguien con el vasto conocimiento y la alta cultura de Schmitt pudo haberse convertido en un nazi. 

Sin embargo, su estudio de la obra de Schmitt lo convenció a Schwab de que el antisemitismo de Schmitt no era racial sino derivado de algunas enseñanzas católicas y protestantes que eran comunes en el mundo cristiano de aquel entonces. Schwab se dio cuenta de que sus investigaciones podían contribuir a una mejor comprensión de la obra de Schmitt. 

Durante las primeras caminatas Schmitt trató de convencer a Schwab de que confinara su tesis de doctorado dentro del período anterior al nazismo. Eso le permitiría a Schwab entender mucho mejor la República de Weimar, y de paso eliminaría el mito de que Schmitt había sido su enterrador. Schwab, no obstante, sabía que su consejero de estudios Deane no aceptaría esto y le insistió a Schmitt que su investigación debía incluir los años entre 1933 y 1936. 

Por otro lado, Schwab no tenía en claro por qué Schmitt a partir de 1936 dejó de tratar temas de derecho constitucional y teoría política para dedicarse al derecho internacional y las relaciones internacionales. Tampoco entendía Schwab por qué había cambiado significativamente la actitud de Schmitt hacia los judíos en 1936. Según Schmitt, todo esto habría salido a la luz si Schwab se hubiera limitado a los años previos a Hitler. Además, Schmitt le había advertido que si incluía el período nazi Schwab terminaría embrollado en discusiones que podían tener consecuencias negativas para su disertación, su carrera académica e incluso para Schwab personalmente. 

Schwab elegantemente desestimó las consideraciones de Schmitt. Esto se debió no solo a que probablemente eran bastante auto-interesadas, sino que además a Schwab jamás se le cruzó por la cabeza que una tesis doctoral escrita en la tradición de Leopold von Ranke—es decir interesada en explicar la historia tal como ha sucedido realmente—podía correr riesgo alguno. Después de todo, Schwab había sido educado según esa tradición. Schmitt, por su parte, lo miraba a Schwab como si se tratara de otro candidato doctoral estadounidense bastante ingenuo. 

Para 1960 la tesis doctoral de Schwab estaba bastante avanzada. Sin embargo, fue entonces que aparecieron las primeras nubes cuando Otto Kirchheimer fue contratado por el Departamento de Ciencia Política de Columbia. Schwab estaba ansioso por conocerlo, sobre todo cuando se enteró de que Kirchheimer había sido un doctorando de Schmitt. Schwab le envió el manuscrito y Kirchheimer lo invitó a su oficina. Allí le hizo saber a Schwab que no había entendido a Schmitt. 

Kirchheimer insistía en que Schmitt había preparado el camino para la victoria de Hitler y que ya era antisemita durante la República de Weimar. Schwab le respondió que no había encontrado evidencia alguna en sus escritos para concluir que había ayudado a que Hitler llegara al poder y que tampoco había encontrado algo que incluso sonara antisemita durante el período de Weimar (cabe recordar que para aquel entonces no se habían hecho públicos los diarios de Schmitt y tampoco el Glosario). Kirchheimer le insistió en que tenía que leer más trabajos de Schmitt y de los que habían tratado el tema y que de todos modos él tenía un solo voto como miembro del jurado doctoral. 

Llegó el día de la defensa doctoral. El jurado estaba compuesto por Herbert Deane y Neal Wood (Ciencia Política), Robert Cumming (Filosofía), John Wuorinen (Historia), un profesor visitante del exterior, y por supuesto Otto Kirchheimer. Durante el examen Schwab explicó que, a pesar de lo que todavía suelen creer muchos liberales, Schmitt salió en defensa de la Constitución de Weimar en contra de sus enemigos tanto nacionalsocialistas como comunistas, que la propia Constitución de Bonn incorporó la advertencia schmittiana sobre el peligro que representan los partidos antisistema para el orden político, mostró que en las obras publicadas antes de 1933 no hay referencias antisemitas, etc. Además, Schwab hizo referencia a las relaciones de Schmitt con Leo Strauss y Fritz Eisler, también con Franz Neumann y Otto Kirchheimer, su opinión sobre Hugo Preuss, etc. De ahí que Schwab entendiera la relación de Schmitt con el nazismo en términos oportunistas; en cuanto a su repugnante antisemitismo, no era racial sino teológico. 

Durante su disertación Schwab había notado que Kirchheimer estaba incómodo, nervioso y se movía en su silla hacia adelante y hacia atrás. Cuando llegó el turno de Kirchheimer para examinar a Schwab, comenzó un ataque sin piedad. Kirchheimer lo acusó a Schwab de haber dado vuelta a Schmitt y le dijo que “esta no es la manera en la que hay que escribir sobre Schmitt”. Kirchheimer insistió en que Schmitt había sido el sepulturero de Weimar. El tono de su voz alcanzó un nivel febril. 

Schwab, por su parte, insistió durante la defensa con mucha razón en que Schmitt en 1932 había advertido sobre los peligros del nazismo y pedido su prohibición (La Culpa la tienen Carl Schmitt y los Ciclistas), y como dice Borges en “Los Teólogos”: “Discutió con los hombres de cuyo fallo dependía su suerte y cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio y con ironía. Lo sentenciaron a morir en la hoguera”. 

Cuando Kirchheimer le indicó que Schmitt había criticado la Constitución de Weimar, Schwab respondió que era cierto y no tuvo mejor idea que decir “como lo hicieron muchos otros” y gentilmente agregó que “Kirchheimer (quien se hacía pasar en los EEUU como un defensor de Weimar) publicó un ensayo en 1930 bajo el provocador título ‘Weimar—¿y entonces qué?’, en el cual fue más allá del orden constitucional de Weimar desde su perspectiva”, la cual era de izquierda aunque Schwab omitió decir esto último. Entonces, cuenta Schwab, “Kirchheimer casi explotó y, con saliva que era lanzada desde su boca, gritó: ‘de todas mis publicaciones, tuviste que elegir esa’”. Sobre la base de su argumentación en el sentido de que Schmitt no fue el enterrador de Weimar y en vista del estallido de Kirchheimer, Schwab creyó que se había anotado un punto con los examinadores. 

Una vez terminada la examinación, Schwab esperó unos veinte minutos fuera de la sala hasta que Deane apareció y le informó impasiblemente que la defensa había sido reprobada. Sorprendido por la actitud de Deane, Schwab le pidió una explicación. Después de todo, durante siete años Deane había promovido su trabajo. Sin embargo, la reacción de Deane fue: “¿Quién eres tú para desafiar a Kirchheimer? Él es el experto en este campo”. 

Schwab entendió que Kirchheimer puso en práctica el viejo eslogan según el cual “la mejor defensa es un buen ataque” y había intimidado a sus colegas que no tenían la menor idea sobre la obra de Schmitt. A todo esto habría que recordar que para 1949 Kirchheimer había restablecido contacto con Schmitt, lo había visitado en Alemania y se intercambiaban sus trabajos. Cuando Schmitt se enteró del trato que Schwab había recibido de Kirchheimer durante la defensa doctoral, no quiso recibirlo en Alemania. Schwab solo pudo doctorarse luego del fallecimiento de Kirchheimer, quien hizo todo lo posible para impedirlo. 

Para que esta historia esté medianamente completa hay que agregar que Schwab es un intelectual judío sobreviviente del Holocausto y que Schwab cuenta que: “En más de una ocasión, Schmitt me dijo que los judíos entendieron sus pensamientos mejor que nadie”. Si bien Schwab jamás habló con Schmitt sobre su condición de judío (no quería influir en su objeto de estudio), Bernhard von Mutius ya le había escrito a Schmitt en septiembre de 1957 que sospechaba que Schwab era al menos “ medio judío”. Schmitt tampoco jamás le mencionó el tema a Schwab. 

Schwab nació en Letonia en 1931, en donde primero sufrió la invasión soviética y luego la nacionalsocialista. Siendo un niño fue trasladado junto a parte de su familia a un campo de concentración en Alemania. Luego fue miembro del Grupo Stern que combatió a los ingleses en Palestina. Finalmente, decidió quedarse en Estados Unidos, en donde se convirtió no solo en profesor de historia, sino además en un especialista en relaciones internacionales, entre cuyos logros se cuentan los inicios del acuerdo de paz en Irlanda del Norte. Junto a otro discípulo de Schmitt (Hans Morgenthau) fue miembro principal del National Committee on American Foreign Policy (NCAFP).

A pesar de las dificultades que tuvo durante el examen doctoral, Schwab tuvo el jutzpah de traducir al inglés El concepto de lo político, así como la Teología política y El Leviatán en la teoría del Estado de Thomas Hobbes. Eventualmente, su tesis doctoral The challenge of the exception, se convertiría en un clásico de los estudios serios sobre la obra de Carl Schmitt. A pesar de los intentos de Kirchheimer, de Schwab se puede decir lo mismo que Schmitt decía de Hobbes: ya no enseñas en vano. 


domingo, 30 de enero de 2022

La Culpa la tienen Carl Schmitt y los Ciclistas



El diario La Tercera de Chile ha publicado una nota sobre Carl Schmitt bajo el título “La bruma del tiempo”, firmada por Ascanio Cavallo. El autor no parece ser un especialista en teoría política, sobre todo en la obra de Carl Schmitt; sin embargo vale la pena analizarla porque incluso quienes se dedican a la teoría política y del derecho suelen repetir las mismas cosas que aparecen en esta nota. 

A juzgar por el inicio de la nota: “A comienzos de la década del 2010, en los años en que el presidente Boric todavía era estudiante, circuló entre algunos profesores de Derecho una cierta reivindicación del pensamiento del alemán Carl Schmitt”, el autor atribuye los recientes cambios políticos en Chile a la influencia de Schmitt. Cavallo habla de varios intelectuales alemanes pero por razones de espacio en esta entrada nos vamos a concentrar en lo que dice sobre Schmitt. La relación entre Schmitt y los cambios políticos recientes en Chile llama bastante la atención, ya que da la impresión de que estos cambios parecen ser de naturaleza progresista, mientras que Schmitt antes y después de su adhesión al nazismo se mostró en contra del progresismo y de toda forma de revolución en general. El progresismo se caracteriza por negar la autonomía de lo político, ya que concibe la posibilidad de un mundo anarquista, cosmopolita y pacifista.  

Cavallo reconoce que probablemente Schmitt tiene “mucho que ofrecer a la reflexión sobre el Derecho, pero se le menosprecia si se cree que el pensamiento de un hombre inteligente puede ser recogido sólo por pedazos”, “como si no fuese un sistema donde una cosa lleva a la otra y el todo es coherente, estructurado, integral”. El punto de Cavallo obviamente es que Schmitt “se integró al Partido Nacionalsocialista”, y por lo tanto la adhesión de Schmitt al nazismo invalida toda su obra. Según Cavallo, Schmitt “no fue incoherente” al haber adherido al nazismo y además “fue una inspiración constante para Adolf Hitler”.

El primer problema de Cavallo es que, como explicara Schmitt en 1962 en una entrevista en España en relación a Hitler: “No llegué nunca a hablar con él. Su odio contra los juristas era mayor que el que profesaba a los judíos”. No tiene sentido decir que Schmitt “fue una inspiración constante para Adolf Hitler”. Sí es cierto que, como dice Hannah Arendt, “Schmitt era sin duda el hombre más significativo en Alemana en el ámbito del derecho constitucional e internacional. Hizo el mayor de los esfuerzos para congraciarse con los nazis, pero sin éxito. Lo reemplazaron rápidamente por talentos de segunda o tercera línea”.

Un segundo problema de la nota de Cavallo, la cual ignora las cuatro etapas de la obra de Schmitt (antes de Weimar, durante Weimar, el nazismo y la era de Bonn), es que supone la coherencia de dicha obra. Para ganar tiempo y espacio, la nota de Cavallo no solo muestra la incomprensión o ignorancia del famoso ensayo de Schmitt El concepto de lo político, cuya primera edición es de 1927, escrita seis años antes de que Schmitt decidiera afiliarse al nazismo, sino que además—entre muchas otras cosas—ignora el ensayo de Schmitt Legalidad y legitimidad (y los anticipos de ese texto que aparecieron en publicaciones incluso de la derecha radical), que Schmitt escribiera en 1932 entre otras cosas para alertar el peligro que corría la República de Weimar si se les permitía al comunismo y el nazismo competir en lo que terminaron siendo las fatídicas elecciones de ese mismo año. Se trataba de dos partidos antisistema cuyas ideologías se proponían subvertir el orden constitucional del Estado de derecho liberal desde adentro. 

En cuanto a El concepto de lo político, cualquiera que lea sus ocho secciones se puede dar cuenta de que es incompatible con el, si no es exactamente lo contrario del nazismo. En primer lugar, uno de los propósitos centrales del ensayo es el de evitar la politización total de la sociedad. Es por eso que Schmitt quiere concentrar la decisión política última en manos del Estado, entendido este último en su sentido originario, es decir, una esfera neutral capaz de neutralizar la guerra civil entre religiones, facciones, partidos, etc. Esta esfera neutral es necesaria en todo Estado, y el democrático-liberal no es una excepción. 

La tan preciada autonomía de la sociedad civil—y de sus diferentes esferas como la cultura, la economía, la religión, etc.—no es incompatible con sino que presupone el monopolio de la decisión política en manos del Estado. Esto todavía se puede apreciar en un capítulo de la serie de televisión “Babylon Berlín”, en el que Moritz, quien pertenecía a la Hitlerjugend, no puede entender por qué—en ocasión del asesinato de quien reveladoramente se llamaba Horst Kessel (en lugar de “Wessel”)—su tío Gereon, jefe de detectives de la policía, persigue a los nazis ya que eso favorecía a los comunistas. Gereon le responde que la policía no pertenece a un bando ya que pertenece al Estado (le agradezco mucho a Damián Rosanovich por haberme hecho recordar esta escena).

Por el contrario, una de las características principales del nazismo fue la de politizar la sociedad completamente, tal como ocurre con cualquier totalitarismo. Durante su período nazi, el propio Schmitt sostenía que “Hegel ha muerto” debido a que el Estado neutral había caído en manos de un partido total, a saber el nazi. Dicho sea de paso, el populismo se caracteriza por hacer que el Estado también caiga en manos de una facción.

Yendo a la distinción amigo-enemigo, tal como explica Jorge Dotti, “el concepto de lo político del nacionalsocialismo es fundamentalmente distinto del de Schmitt”, ya que mediante el liderazgo del Führer el pueblo alemán alcanzaría una unidad auténtica y orgánica incompatible con toda forma de conflicto. Para el nacionalsocialismo, entonces, lo político no consiste en distinguir entre amigos y enemigos, sino en realizar la “sustancia popular”.

Los juristas nazis, además, consideraban que el concepto schmittiano de lo político era antipopular, ya que desactivaba al pueblo como agente político, lo cual ocurre toda vez que el Estado cuente con el monopolio de la decisión política. Por ejemplo, Reinhard Höhn sostenía que “cuanto más fuerte crece el pueblo hacia la comunidad popular, tanto más alejado de la vida debe experimentar el concepto de lo político como expresión del agrupamiento amigo-enemigo”.

El nazismo tampoco es fácil de reconciliar con la prohibición schmittiana de la criminalización del enemigo, para no decir nada de la idea de que el mal del mundo se debe a Ellos, no a Nosotros, de la mentalidad que nos convierte en víctimas a Nosotros y que los demoniza a Ellos. Según la tesis de la autonomía de lo político defendida por Schmitt, el enemigo siempre se encuentra normativamente a la par. Precisamente, Schmitt escribe sobre el concepto de lo político para alertar contra las guerras “especialmente intensas e inhumanas, porque ellas, yendo más allá de lo político, rebajan al enemigo simultáneamente en categorías morales y otras, y hacen de él un monstruo inhumano, que no solo debe ser rechazado sino definitivamente aniquilado, es decir es un enemigo que no es más solamente un enemigo a ser repelido hasta sus fronteras”. Los nacionalsocialistas, precisamente, tenían “enemigos totales” y libraban una “guerra total”, es decir lo que Schmitt llamaba “guerras discriminatorias”.

Se suele pasar por alto asimismo que Schmitt jamás recomienda la distinción amigo-enemigo, sino que se trata de una descripción de un hecho inevitable, el conflicto político y la consiguiente inclusión por exclusión (Laclau y Mouffe sí parecen recomendar la creación de un enemigo, pero eso corre por cuenta de ellos, ya que no es una interpretación de Schmitt sino un uso de su obra). En todo caso la recomendación que sí da Schmitt es la de no criminalizar al enemigo y por lo tanto la recomendación de considerar al enemigo siempre como un par que tiene exactamente los mismos derechos que nosotros. Otra vez, si hay algo que el nazismo no hizo fue reconocer esta paridad normativa entre amigos y enemigos, de ahí la gran incoherencia de la decisión de Schmitt al adherir al nazismo. Cavallo, por su parte, muestra su más enérgico rechazo a la enemistad a la vez que hace de Schmitt un verdadero enemigo. Este rasgo pythonesco de Cavallo fue anticipado por el propio Schmitt: “Los peores son los que niegan que haya enemistad en absoluto y sobre esta base confirman su enemistad”. 

Por lo demás, no cabe duda de que el nazismo, cuando no está en el poder, es un típico ejemplo del pluralismo interno que critica Schmitt, esto es, el pluralismo total que dentro del Estado pone a todas las opciones políticas a la par y entonces permite que una facción se apodere del Estado para perseguir sus propios fines particulares sin cumplir con la tarea mínima fundamental de todo Estado, la de ofrecer protección a cambio de la obediencia. Este es un punto que se repite textualmente incluso en la versión de 1933 de El concepto de lo político. En todo caso, la idea misma de régimen político implica la inclusión de algunas ideas y a la vez exclusión de otras ideas, como por ejemplo el nazismo, y todo régimen político debe evitar caer en manos de sus enemigos. Esto es exactamente lo que le ocurrió a la República de Weimar. 

Asimismo, debido a sus ínfulas imperialistas, el nazismo es absolutamente incompatible con el pluralismo externo, el anti-imperialismo o pluriverso de naciones que defiende Schmitt. 

Respecto a la antropología nacionalsocialista, se trata de una variante de las religiones políticas o seculares que deifican a los seres humanos, o en todo caso a un ser humano en particular, lo cual conduce a resultados absolutamente catastróficos. En Ex captitivate salus, escrito en cautiverio bajo la ocupación aliada luego de la Segunda Guerra Mundial, Schmitt describe a la ciudad de Berlín destruida por la guerra como “la ceniza de un horno prometeico”. No hay que olvidar que según Hitler el ario es el “Prometeo de la humanidad”, quien rebelándose contra los dioses ha conquistado atributos divinos que han hecho de él el prototipo del genio y de la creatividad. Para Schmitt, en cambio, el Estado es “como la mítica águila de Zeus, que se alimenta de las entrañas de Prometeo”.

Finalmente, el nazismo debería figurar en la última sección del concepto de lo político—junto al liberalismo (al menos tal como lo describe Schmitt) y el comunismo—como un claro ejemplo de la negación de lo político. 

La incoherencia de Schmitt no fue pasada por alto por los contemporáneos de Schmitt. Por un lado, la SS conocía perfectamente el pasado de Schmitt. Los nazis jamás olvidaron que Schmitt había demandado la prohibición del partido en 1932 y cuando cayó en desgracia con el régimen en 1936, tal como se puede apreciar en un informe preparado por la SS en 1937, los nazis desconfiaban de Schmitt por su conservadurismo, sus varios amigos judíos y su defensa de la República de Weimar.

Waldemar Gurian también era consciente de lo que había sucedido, tal como se puede apreciar en sus escritos contra su anterior maestro (v.g. “Carl Schmitt contra Carl Schmitt”), durante su exilio en Suiza entre 1934 y 1938. Gurian, un intelectual católico de origen judío que en su libro El bolchevismo sentó las bases de las teorías posteriores sobre el totalitarismo al aplicar el concepto schmittiano de “Estado total” a la Unión Soviética, había sido tal vez el discípulo más devoto de Schmitt hasta ese momento y estaba indignado por la transformación experimentada por su mentor. De hecho, las cartas de Gurian aportaron no pocas de las municiones que usó luego la SS en sus ataques contra Schmitt a partir de 1936 en la publicación Das Schwarze Korps (“El cuerpo negro”). 

En estas cartas, Gurian enfatizaba los antecedentes católicos de Schmitt, sus frecuentes y variados contactos intelectuales con colegas judíos (algunos de los cuales además eran de izquierda, como Otto Kirchheimer, uno de sus “discípulos modelo” durante la época de Bonn), la dedicatoria de La teoría de la constitución a su amigo judío Fritz Eisler caído en batalla durante la Primer Guerra Mundial, su defensa del sistema presidencial de Weimar contra el nazismo, la asistencia que la carrera de Schmitt había recibido de judíos liberales como Moritz Julius Bonn, su admiración por el padre judío de la Constitución de Weimar Hugo Preuß, etc.

La turbación provocada por la conversión de Schmitt, quien de ser el jurista de la corona de Weimar intentó transformarse en el jurista de la corona de Hitler, se puede apreciar en la reacción de un amigo muy cercano de Schmitt, el escritor austríaco Franz Blei. Blei, de origen judío, era uno de los “herejes modernos”, el editor de Summa, una publicación católica que combinaba posiciones de izquierda y de derecha. 

Blei se pregunta en 1940 sobre Schmitt: “¿Cómo pudo este católico romano, renano, totalmente a-romántico, quien ha redactado el escrito clásico Catolicismo romano y forma política, sucumbir al Estado Leviatán? ¿Cómo este adversario del romanticismo político pudo sucumbir ante una novela política sensacionalista del pequeño burgués angustiado?”. Y agrega: “El que en la Dictadura escribe: ‘Bajo el pretexto de restablecer el orden es aplicada una violencia ilimitada y lo que antes era llamado libertad ahora significa sedición’, hoy no puede con honestidad intelectual escribir sobre la ‘igualdad de especie del pueblo alemán unido en sí mismo’”.

Carl Muth, la personalidad más conocida del catolicismo alemán de la época de Weimar, fundador y editor de la revista católica de vanguardia Hochland, conocido por su apoyo a la república de Weimar y por su oposición al nazismo, tenía un gran respeto por la obra de Schmitt, y lo urgía a Schmitt para que se posicionara dentro de la esfera pública católica.

Apenas había aparecido la primera edición de El concepto de lo político, Muth lo leyó varias veces y le escribió a Schmitt que “dialécticamente su obra ha superado sin dudas todo lo que había sido dicho sobre el concepto de lo político”, a la vez que advirtió que el escrito ofendería a la mayoría de los alemanes cultos. Muth mismo tenía algunas reservas sobre la tesis, pero concluyó sus comentarios diciendo que “en esencia, Ud. está por el camino correcto, la formulación que ha intentado da en el núcleo de la cuestión”. Comprensiblemente, la amistad entre Schmitt y Muth no podría haber sobrevivido al compromiso de Schmitt con el nacionalsocialismo.

Párrafo aparte merece la relación entre Schmitt y Ludwig Feuchtwanger, el CEO de Duncker & Humblot, la editorial que terminaría consagrando a Schmitt. Feuchtwanger era un típico liberal yeke (judío-alemán), que jamás se habría convertido en editor de Schmitt y mucho menos lo habría convertido en la nave insignia de la editorial si hubiera siquiera imaginado que era un nazi, tal como lo supone la tesis de la “coherencia” de Schmitt. 

El hijo de Ludwig, Edgar Feuchtwanger, recuerda el siguiente diálogo de 1932 entre su padre y su tío, Lion Feuchtwanger, uno de los escritores más importantes de la Alemania de Weimar. Las novelas de Lion tenían más éxito incluso que Mein Kampf, y en una época Hitler mismo lo trataba de “Herr Doktor” en el Café Hofgarten de Munich, que Lion frecuentaba junto a Bertolt Brecht (cabe recordar que justo sucedía además que Ludwig Feuchtwanger fue vecino de Hitler en Munich entre 1929 y 1938):

—Me han contado que tu protegido, Carl Schmitt, no se oponía totalmente a las teorías confusas de esos canallas de las SA. No me dirás que la editorial de mi hermanito está virando como las demás a la extrema derecha.

—En absoluto (…). Te aseguro que Schmitt no es racista. Publicamos a otros autores, además. Deberías leer al inglés Keynes, por ejemplo, aunque Las consecuencias económicas de la paz forma parte quizás de los libros de cabecera de nuestro eminente y sin embargo nauseabundo vecino. Estoy muy orgulloso de ser su editor.

—Bromeaba, hermano querido. Ya sé todo eso”.

En otra oportunidad habría que hablar de la influencia de Schmitt en la Constitución de Bonn de 1949 y en el proyecto constitucional israelí de 1948. 

Lamentablemente muchos liberales no han podido evitar que sus comprensibles prejuicios ocasionados por la decisión de Schmitt de adherir al nazismo y sus críticas al liberalismo interfieran en su pensamiento sobre el resto de la obra de Schmitt (aunque incluso parte de la obra de Schmitt durante el nazismo, como por ejemplo su monografía de Hobbes de 1938, debería ser estudiada sobre todo por los liberales; el hecho mismo de que Schmitt decidiera escribir en 1938 un libro sobre Hobbes, un autor extranjero, inglés, a punto de convertirse en enemigo de la Alemania de entonces, debería ser suficiente para provocar la curiosidad del lector).

Por suerte, hay algunas excepciones, como la de Raymond Aron y quizás sobre todo el caso de George Schwab, el Cristóbal Colón de los estudios schmittianos en el mundo anglosajón. Schwab es el autor de la primera monografía en inglés sobre el pensamiento de Schmitt (The challenge of the exception), y el traductor al inglés de obras fundamentales de Schmitt como El concepto de lo políticoTeología política y El Leviatán en la teoría del Estado de Thomas Hobbes. Schwab es un liberal judío sobreviviente del Holocausto que combatió a los ingleses en Palestina y contribuyó a la creación del Estado de Israel. A juzgar por lo que cuenta el propio Schwab esto no es tan sorprendente como parece: “En más de una ocasión, Schmitt me dijo que los judíos entendieron sus pensamientos mejor que nadie”.

sábado, 8 de enero de 2022

Sin Dudas pero sin Pruebas: acerca de la Presunción de Inocencia


En Página 12 de la última semana aparecieron dos notas que ilustran dos maneras completamente diferentes acerca de cómo responder ante una acusación. El 7 de enero el diario denuncia la expulsión de una jugadora de fútbol por haber besado a una compañera de equipo “sin ninguna prueba más que la acusación de un directivo” (Expulsión). El 6 de enero el diario había publicado otra nota según la cual pedir pruebas en ocasión de los juicios por delitos de lesa humanidad “es un acto de cinismo y de indirecta complicidad civil con el Proceso”. En esta última nota consta que: “No tenemos (todas las) ‘pruebas’, es verdad. Hacen falta más” (Pacto de silencio). Sin embargo, según la opinión del autor, la falta de pruebas no obsta a que los acusados de lesa humanidad sean condenados. La nota que defiende la tesis de la indiferencia probatoria está firmada por Guido Croxatto, Director Nacional de la Escuela del Cuerpo de Abogados y Abogadas del Estado, dependiente de la Procuración del Tesoro de la Nación.

Reclamamos entonces las pruebas de un beso (es decir, de algo que ni siquiera es un delito), pero en el caso de “los delitos más graves de la escala penal: delitos de lesa humanidad”—como muy bien los describe Croxatto—no es necesario contar con todas las pruebas. Este es precisamente el escenario que indignara tanto a Benjamin Constant, el padre fundador del liberalismo moderno (la madre fundadora muy probablemente haya sido Madame de Staël): 

¡Cuando se trata de una falta leve y el acusado no es amenazado ni en su vida ni en su honor, se instruye la causa de la manera más solemne! ¡Se observan todas las formas, se acumulan las precauciones, para comprobar los hechos y no herir la inocencia! ¡Pero cuando se trata de alguna fechoría espantosa y por consiguiente de la infamia y de la muerte, se suprimen con una palabra todas las garantías tutelares! ¡Se cierra el código de las leyes, se abrevian las formalidades! Como si se pensara que cuanto más grave es una acusación, más superfluo es examinarla” (Principios de política aplicables a todos los gobiernos, p. 178). En realidad, si realmente creemos en el principio de inocencia, cuanto más grave es el delito, más estricto debería ser el estándar de prueba. De todos modos, el derecho vigente no hace distinción alguna al respecto y exige que toda acusación penal satisfaga por igual el principio de inocencia. 

Una vez que dejamos de exigir pruebas, es decir, una vez que abandonamos la presunción de inocencia, las leyes se forjan “como armas” y los “los códigos” se transforman en “declaraciones de guerra” (Benjamin Constant, Écrits politiques, p. 219). Si no exigimos pruebas como parte de un juicio penal, ya no estamos tratando a los supuestos acusados como criminales sino como enemigos. En otras palabras, no estamos hablando de un juicio en absoluto. Eugenio Zaffaroni dice, o al menos solía decir, lo mismo que Constant: algunos seres humanos son tratados como si fueran “enemigos de la sociedad” a quienes se les niega “el derecho a que sus infracciones sean sancionadas dentro de los límites del derecho penal liberal” (El enemigo en el derecho penal, p. 11).

Croxatto relaja el estándar probatorio en los casos de lesa humanidad porque las pruebas fueron eliminadas por los propios acusados. Sin embargo, la destrucción de pruebas también es un delito y como tal debe ser—otra vez—probada en juicio, siempre y cuando adhiramos a la presunción de inocencia, un derecho humano que de otro modo es violado en casos penales iniciados para castigar la violación de los derechos humanos. 

Según Croxatto el narrativismo y el relato, a pesar de que no corresponden al derecho sino a la filosofía de la historia y la teoría literaria o cultural respectivamente, pueden desempeñar el mismo papel que las pruebas. Sin embargo, semejante posición confunde una mera narración o relato con la prueba (o si se quiere el relato comprobado) que exige un Estado de derecho para poner en marcha el aparato punitivo del Estado para privar legítimamente de la libertad a una persona. 

Otro argumento de Croxatto es que el narrativismo perjudica a los poderosos y beneficia a los más débiles, como si los poderosos no pudieran servirse del narrativismo precisamente para perjudicar a los más débiles. En realidad, Croxatto dice compartir la presunción de inocencia, pero dado que no exige pruebas para demostrar la culpabilidad, en realidad solamente cree en la presunción de inocencia de aquellos que él sabe que son inocentes pero no en la de aquellos que él sabe que son culpables. 

Croxatto, entonces, moraliza o politiza el derecho al suponer que los acusados de lesa humanidad no merecen tener garantías penales (Si Ud. quiere una garantía, compre una tostadora). Para Croxatto el derecho no hace ninguna diferencia en nuestro comportamiento, ya que con anterioridad a la aplicación de las reglas penales (especialmente el derecho humano a la presunción de inocencia) y la substanciación de los juicios ya sabemos quién es culpable a todos los efectos legales. El juicio penal solo sirve si confirma nuestras propias creencias. Sin embargo, esta es la ideología que subyace a las dictaduras lo cual tiende a convertir en cómplices indirectos de estas últimas a los que defienden este tipo de discursos. Croxatto además no percibe que la nota que escribió podría ser invocada verbatim por las propias defensas de los acusados por delitos de lesa humanidad para invalidar las condenas obtenidas sin pruebas suficientes. 

Hablando de pruebas, en su biografía de María Antonieta, Stefan Zweig cuenta que la acusación de traición en contra de la reina “tiene razón. Pero—y éste es el punto débil del proceso—no está demostrada en lo más mínimo. Hoy se conocen y están publicados los documentos que hacen inequívocamente de María Antonieta reo de alta traición contra la República. Están en el Archivo Estatal de Viena, en el legado Fresen. Pero ese proceso fue llevado a cabo el 16 de octubre de 1793 en París, y por aquel entonces el acusador público no tuvo acceso ni a uno solo de esos documentos. Ni un solo testimonio realmente válido de esa alta traición que realmente se había cometido pudo ser presentado a los jurados durante todo el proceso” (María Antonieta, p. 506).  

Zweig agrega que: 

un jurado honesto y no sometido a influencia se habría encontrado en serios apuros. De seguir su instinto, esos doce republicanos habrían tenido que condenar a toda costa a María Antonieta, porque ninguno de ellos puede dudar que esa mujer es la mortal enemiga de la República, que ha hecho lo que ha podido para reconquistar sin merma el poder real para su hijo. Pero la letra de la Ley está de parte de la reina: falta la prueba convincente. Como republicanos pueden considerar culpable a la reina, como jurados tienen que preservar la Ley, que no conoce otra culpa que la demostrada. Pero felizmente esos pequeños ciudadanos se ahorran ese conflicto de conciencia. Porque saben que la Convención no les pide un veredicto justo. No los ha nombrado para que decidan, les ha ordenado condenar a una mujer peligrosa para el Estado. Su alternativa es entregar la cabeza de María Antonieta o entregar la suya. Así que en realidad los doce deliberan en apariencia, y si parecen deliberar más de un minuto sólo es para fingir deliberación donde hace mucho que la decisión clara está tomada”.

El juicio al esposo de María Antonieta, Luis XVI, había provocado las mismas cuestiones, formuladas tal vez de un modo todavía más claro. Saint-Just, por ejemplo, temía que la aplicación de “las formas… conducirían al rey a la impunidad”. Por eso sostenía que “las formas, en el proceso, son hipocresía”. 

No es precisamente una casualidad que el juicio a Luis XVI provocara las mismas discusiones. Luis XVI fue el primer criminal contra la humanidad en haber sido llevado a juicio; como el derecho positivo vigente lo favorecía, sus acusadores terminaron aplicando el derecho natural (que equivalía al derecho de guerra); no quedaba del todo claro si se trataba de un criminal que había violado la ley o un enemigo del pueblo del Francia; y finalmente no solo era un criminal o un enemigo contra el pueblo de Francia sino que representaba la sinécdoque de ser un criminal contra o enemigo de toda la Humanidad. 

Desde un comienzo Saint-Just se pronunció en contra de hacerle juicio a Luis XVI ya que eso suponía la aplicación del razonamiento jurídico con sus formas características (entre las que se cuenta la presunción de inocencia) y poner en duda la propia revolución. Robespierre, con mucha razón, sostuvo que “hacerle un proceso a Luis XVI, de cualquier manera que fuere, es retroceder hacia el despotismo real y constitucional; es una idea contrarrevolucionaria, pues es poner en cuestión a la revolución misma. En efecto, si Luis todavía puede ser objeto de un proceso, Luis puede ser absuelto; puede ser inocente. ¡Qué digo yo! Se presume que lo es hasta que sea juzgado. Pero si Luis es absuelto, si se puede presumir que Luis es inocente, ¿qué deviene la revolución?” (énfasis agregado).  

La propuesta de Saint-Just era bastante clara: “Un día se sorprenderán de que en el siglo XVIII se haya avanzado menos que en los tiempos de César: en aquel entonces el tirano fue inmolado en pleno Senado, sin otras formalidades que veinticuatro golpes de puñal y sin otra ley que la libertad de Roma”.

A través de la ley del 22 de pradial (10 de junio de 1794), a tono con el juicio a Luis XVI, quedó establecido que: “La prueba necesaria para condenar a los enemigos del pueblo es cualquier clase de documento, ya sea material, moral, verbal o escrito, que de modo natural puede lograr el asentimiento de toda persona justa y razonable. La regla de los juicios es la conciencia de los jurados iluminados por el amor a la patria; su objetivo es el triunfo de la República y la derrota de sus enemigos”.

Como explica Sinja Graf en su muy reciente libro The humanity of universal crime. Inclusion, intervention & international political thought: “El reconocimiento normativo conferido a un criminal contra la humanidad es mínimo, ya que esta figura representa uno de los miembros menos empoderados de la humanidad, subordinado a la coerción supuestamente legítima de otros”. El propio universalismo de la noción de humanidad hace que aquellos que la violan pierdan sus atributos humanos. Solo un inhumano, alguien o algo sin derechos, puede haberle hecho daño a la humanidad. Este inhumano, a su vez, suele ser nuestro enemigo: “El vocabulario de los crímenes contra la humanidad evade el reconocimiento normativo de la enemistad e implica nada más-o menos-que el reconocimiento mínimo acordado al criminal” (Sinja Graf, The humanity of universal crime).

En su carta al caballero d’Olry, Joseph de Maistre sostenía que: “La revolución sigue en pie, sin duda, y no sólo sigue en pie, sino que anda, corre, da coces. La única diferencia que yo noto entre esta época y la del gran Robespierre, es que entonces las cabezas rodaban y hoy giran” (3/3/1819).

Saint-Just y Robespierre al menos tenían muy en claro que una revolución no puede respetar las formas judiciales. Los juicios de lesa humanidad, sin embargo, se supone que no son revolucionarios sino conforme al Estado de derecho y los derechos humanos. En otras palabras, como diría Robespierre, los juicios de lesa humanidad son contrarrevolucionarios, como lo es todo juicio que merezca el nombre.  

Tal vez a veces no queda otra alternativa que hacer una revolución, violando de este modo los derechos humanos de aquellos contra los que se lleva a cabo la revolución. En eso consiste hacer una revolución. El problema surge cuando llamamos “juicio” a algo que en realidad es una revolución. Como dice H. L. A. Hart en relación a los juicios de Nuremberg (que tuvieron lugar como resultado de una guerra, la aplicación de la justicia de los vencedores, leyes retroactivas, etc.), si vamos a violar reglas jurídicas “en aras de impedir algo considerado como un mal mayor que su sacrificio, es vital que los puntos en cuestión sean claramente identificados”. Si vamos a hacer una excepción, que quede claro que nos estamos apartando del derecho vigente y no llamemos una “interpretación” del Estado de Derecho y de los derechos humanos a su clara e intencional violación.