El derecho penal liberal consagrado en nuestra Constitución establece una serie de garantías procesales, entre las que figuran el respeto por la cosa juzgada, la irretroactividad de la ley penal, la prescriptibilidad de la acción, la retroactividad de la ley penal más benigna y la presunción de inocencia. A partir del año 2004, sin embargo, las Corte Suprema comenzó a desguazar esas garantías constitucionales en materia penal en los juicios de delitos de lesa humanidad.
En el caso Arancibia Clavel entendió que la acción penal es imprescriptible en este tipo de delitos, en el caso Simón—del año 2005—aceptó la aplicación retroactiva de la ley penal y desconoció la cosa juzgada, mientras que en el caso Riveros—del año 2007—eliminó los efectos jurídicos de un indulto, y descartó el principio non bis in ídem (no castigar dos veces un mismo delito). El derecho penal liberal parecía no existir para estos delitos, pero mantuvo una chispa de vida—afortunadamente—por obra de las excelentes disidencias de tres jueces de la Corte: Belluscio, Fayt y Argibay. Mientras la mayoría del tribunal invocaba al derecho internacional para eliminar las garantías liberales, estos jueces recordaban que cualquier cláusula contenida en un tratado que violara las prescripciones del artículo 27 de la Constitución sería nula. Sin embargo, en esta etapa de la Corte el derecho internacional tenía más poder, no sólo que el derecho penal liberal, sino que la propia lógica.
El camino para posibilitar el retorno del derecho penal liberal se inició en el año 2017 con el caso Fontevecchia, donde la Corte recordó que un tratado no puede alterar la supremacía de la Constitución Nacional, por lo que no es posible hacer prevalecer automáticamente al derecho internacional sobre el ordenamiento constitucional. La nueva mayoría de la Corte, en otras palabras, adoptó los argumentos de la antigua minoría del tribunal.
Después de Fontevecchia, era esperable que en el caso Muiña—también decidido en el año 2017—la Corte utilizara el artículo 2 del Código Penal que ordena la aplicación de la ley penal más benigna para el procesado, en este caso la ley 24390, que establecía para el cómputo de la prisión preventiva, luego de transcurridos dos años, un cálculo de 2 días de prisión por cada día de encarcelamiento, norma más conocida como la “ley del 2 por 1”. Otra vez, la mayoría de la Corte recordó que el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad debía ser cumplido sin vulnerar los principios de legalidad y debido proceso, y otra vez—entonces—hubo motivos para festejar la supervivencia del derecho penal liberal.
El Parlamento, sin embargo, quiso ponerle fin al festejo y dictó la ley 27362, la cual—supuestamente—“aclaraba” la ley 24390, o ley del 2 por 1. Es una pena que el Congreso haya procedido con tanta celeridad a martillar los clavos del ataúd del derecho penal liberal, pero es aún más penoso que la mayoría de la Corte Suprema lo haya acompañado esa tarea. Nunca pensé que sería necesaria una interpretación de la tabla de multiplicar, y que hubiera que realizar un gran esfuerzo dialéctico para convencer a todos los poderes del Estado de que 2 por 1 es igual a 2.
En realidad, si no se tratara de una situación dramática—en la que está en juego la libertad personal—habría que hacer un gran esfuerzo para leer la llamada ley interpretativa, o aclaratoria, manteniendo la cara seria. Cuando dictó la ley del 2 por 1 el Congreso excluyó de su alcance a quienes sembraran, distribuyeran y vendieran estupefacientes, o financiaran esa actividad. Si cuando hicieron esa enumeración en realidad los legisladores estaban pensando en los autores de delitos de lesa humanidad, como sostiene asombrosamente la ley interpretativa, difícilmente quienes votaron la primera ley puedan computar como hispano hablantes. Ellos se habrían comportado como Humpty Dumpty en Alicia a través del espejo, en el momento en que enuncia esta extraña teoría: “Cuando uso una palabra, ella significa exactamente lo que yo quiero que signifique”. Sólo Humpty Dumpty, en efecto, podría defender la ley interpretativa.
Pero, lamentablemente, la mayoría de la Corte Suprema la tuvo por buena en uno de sus votos, y esto fue suficiente para que se modificara su criterio. Lo hizo en el caso Rufino Batalla, que decidió el 4 de este mes, señalando que la ley aclaratoria “expresa un razonable ejercicio de la potestad interpretativa auténtica del Congreso de la Nación”, así como que “la norma interpretada ha regido siempre en los términos y en igual significado…con lo cual no hay conceptualmente aplicación retroactiva”. Evidentemente, parte del Tribunal está ahora dispuesta a aceptar cualquier versatilidad lingüística del Parlamento.
En los fallos que mencioné al comienzo, los derechos y garantías constitucionales del liberalismo fueron defendidos en los admirables votos de Belluscio, Fayt y Argibay, así como ahora los defiende la valiente disidencia de Rosenkrantz. Allí leemos que la nueva ley “buscó establecer una solución a la que no podría haberse llegado jamás” respetando la ley anterior, la cual no tenía ningún punto oscuro ni dudoso. La ley aclaratoria, dijo Rosenkrantz con razón, “se sancionó con un solo propósito: corregir otra ley que se juzgaba inconveniente”. Concluyó, entonces, que la ley era—a la vez—retroactiva e inválida.
A partir del año 2004 los liberales contemplamos—con alarma y tristeza—el desconocimiento de los derechos y garantías constitucionales en materia penal derivado de las decisiones de la Corte Suprema. La situación pareció revertirse en el año 2017, pero la mejoría duró unos pocos meses. Este fallo, que retorna a la línea argumental anterior al 2017, y que avala una ley retroactiva presuntamente aclaratoria, empleándola para impedir la aplicación de la ley más benigna, pone fin—pese al valioso intento de Rosenkrantz—a la vigencia del derecho penal liberal. Ojalá que resucite pronto.
Martín Farrell
Fuente: La Nación.
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