«La causa victoriosa complació a los dioses, mas la vencida a Catón» (Lucano, Farsalia, I.128-9).
lunes, 17 de diciembre de 2012
Agítese bien (a Carl Schmitt) antes de usarlo
Hubo una época en la que La Nación sacaba una nota por semana en la que se vinculaba a Carl Schmitt con Ernesto Laclau, debido sobre todo a la influencia de este último sobre la Presidenta de la República y debido al nazismo temprano de Schmitt. Por suerte, este domingo La Nación publicó una nota en la que a su modo se aparta de la tradición del diario.
En efecto, Beatriz Sarlo, en su nota del domingo en La Nación “Teoría y práctica cristinista del «vamos por todo»” (click) escribe que “Un rasgo típicamente kirchnerista es la organización de los hechos según un esquema vertical de amigo-enemigo, donde el mal está definitivamente de un lado y el bien, el valor y la virtud, del otro”, y reporta que este aspecto del discurso kirchnerista proviene en parte al menos de “la influencia de Ernesto Laclau y su teoría del populismo”. Además, Sarlo menciona cierta relación entre Laclau y Schmitt (“Los libros de Laclau demandan un entrenamiento en filosofía política y teoría psicoanalítica, de Schmitt a Lacan”). La nota de Sarlo es una buena oportunidad, de todos modos, para repasar los usos que se suelen hacer de Schmitt, uno de los tópicos favoritos de nuestros lectores, y en particular para enfatizar que Schmitt jamás habría estado de acuerdo con Laclau en lo que atañe al uso que Laclau hace de su teoría (sobre el intencionalismo como método exegético, véase Dos Extraños Amantes).
En primer lugar, para seguir con la terminología de Sarlo, para Schmitt, a diferencia de Laclau, el esquema amigo-enemigo jamás puede ser vertical sino que es esencialmente horizontal: nuestro enemigo siempre es un par, alguien igual a nosotros. Por lo tanto, si somos virtuosos, él también lo es. La tesis de la autonomía de lo político impide que la enemistad sea sincronizada con términos morales, de tal forma que nuestro enemigo sea inmoral y nosotros mismos virtuosos. Creer algo semejante equivaldría a incurrir en la moralización y/o criminalización de lo político tantas veces denunciada por Schmitt. La tesis de la autonomía de lo político implica que la distinción política es distinta a la distinción moral o estética.
En segundo lugar, Sarlo, con toda razón, menciona que la idea según la cual Schmitt identifica a la política con la guerra es sólo una “vulgata filosófica”. En efecto, Schmitt creía que existía cierta relación, pero en ningún caso identidad entre política y guerra. Ciertamente, a primera vista, estas consideraciones sobre la naturaleza de lo político en términos de la antítesis amigo-enemigo sugiere que Schmitt entiende a la política en términos bélicos, como si nuestros conciudadanos no fueran distintos de enemigos con los cuales vivimos en una muy frágil paz. Sin embargo, esta lectura extrema de la tesis de la autonomía de lo político no es tan evidente como parece. En efecto, en primer lugar Schmitt enfatiza que la “guerra no es ni la meta ni el fin o ni siquiera el contenido de la política” y por lo tanto que “lo políticamente correcto… podría residir en la evitación de la guerra” (Der Begriff des Politischen, § 3).
Ahora bien, no se puede negar que la tesis de la autonomía admite según Schmitt una versión extrema según la cual la “diferenciación de amigo y enemigo tiene el sentido de señalar el grado más extremo de intensidad de una conexión o separación, de una asociación o disociación”. Es en este sentido que Schmitt cree que, a pesar del valor moral que pueda tener un enemigo, “él es algo distinto y un extraño en un sentido especialmente intensivo, de tal forma que en el caso extremo son posibles conflictos con él”. Estos conflictos pueden llegar a ser verdaderamente dramáticos ya que “no puede ser decididos ni mediante una normativa general previamente acordada, ni mediante la sentencia de un tercero ‘imparcial’ y por lo tanto ‘no partidario’”. De ahí que según Schmitt “el caso de conflicto extremo sólo pueden resolverlo los participantes entre ellos mismos”. Sólo la “participación existencial” otorga la “posibilidad del conocimiento y la comprensión correctas y de ese modo la potestad de acordar y juzgar” el conflicto extremo (Der Begriff..., § 2). Schmitt entonces se siente más cómodo en la compañía de marxistas y de nietzscheanos que ven a la sociedad humana desde el punto de vista del conflicto antes que en la compañía de los liberales que creen que el consenso antes que el conflicto es lo que caracteriza a la sociedad. Pero junto a su preocupación por el conflicto, Schmitt está tanto o más preocupado quizás por el orden, y jamás propuso crear un conflicto político para consolidar la cohesión de un partido político.
Por si hiciera falta aclararlo, no debemos perder de vista el hecho de que el hábitat natural de la versión extrema de la tesis schmittiana de la autonomía según la cual se le otorga autonomía normativa a la violencia política está fuertemente influida por la manera en la que los Estados europeos manejaban sus conflictos aproximadamente desde comienzos del siglo diecisiete hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. En el ápice de su esplendor durante el siglo diecinueve este cuadro retrataba declaraciones de guerra solemnemente proclamadas y ejércitos profesionales que se enfrentaban en completa paridad normativa. Como resultado de esta paridad, el lado victorioso tenía el derecho de imponer condiciones de paz al vencido, en cuyo caso terminaba el conflicto sin rencores, y los Estados involucrados retomaban su amistad interrumpida como si nada hubiera pasado, a pesar de que ciertamente el balance estratégico entre ellos sí había sido afectado por el resultado de la guerra. La guerra, entonces, era una opción legal completamente válida, literalmente la continuación de la política siempre internacional, jamás local, pero por otros medios y el derecho internacional básicamente tenía la tarea de proveer las reglas del juego de la guerra. Merced a estas reglas, cree Schmitt, la tasa de mortandad de toda guerra era muy inferior a la tasa de la guerra pre-estatal, el enemigo se mantenía a una considerable distancia del criminal, y los terceros gozaban del derecho a la neutralidad. El régimen se quebró luego de la irrupción de la guerra revolucionaria, cuando se invirtió el orden clásico de la guerra, compartido incluso por la tradición republicana, según el cual la guerra exterior era siempre preferible a la guerra civil.
En cuanto al “ir por todo”, Schmitt, tal como lo hemos visto (click), sentía gran admiración por los juristas franceses contemporáneos de Jean Bodin, el grupo de los cuales terminó siendo apodado “los políticos” (les politiques), primero de manera peyorativa porque estaban dispuestos a supeditar sus convicciones religiosas (hoy diríamos ideológicas) a la paz dentro del Estado. Los politiques fueron los primeros en defender cierta autonomía de la política respecto de la religión (hoy diríamos moral) atribuyéndole dicha autonomía al Estado, porque suponían que era ésa la única forma de defender la paz ante el peligro de la guerra civil religiosa o ideológica, una guerra civil que sólo podía terminar con la exterminación del enemigo. En otras palabras, Schmitt jamás habría estado de acuerdo (y cabe preguntarse si Laclau lo está) con el eslogan “vamos por todo”. En realidad, o bien de manera redundante enfatiza que uno se propone hacer lo que tiene que hacer, o hace una diferencia pero el precio de sugerir que uno al lograr quedarse con todo se va a deshacer de sus adversarios, tal como lo sostiene Sarlo casi al final de la nota.
Laclau podría satisfacer muy fácilmente nuestras demandas exegéticas si confirmara que sólo usa a Schmitt para su propia teoría, y aclarara que nunca pretendió haber hecho una interpretación de Schmitt en sentido estricto. Menos mal que no nos dedicamos a la política y al derecho, sino a la teoría política y del derecho. Es mucho más simple y, esperamos, mucho menos arriesgado.
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2 comentarios:
La pregunta que se me ocurre es si es posible la política sin moralización, suponiendo que es el combustible o la droga de la militancia. Probablemente no. La cuestión es el lugar que se le da a esa moralización (o a los 'militantes'), si es instrumental o esencial. Para el peronismo más ortodoxo, me parece, no es tan complicado el dilema. Se sabe que la política en serio se juega con los oficiales, con el 'ejército permanente'. Ahí la distinción es otra: entre quienes hacen funcionar la máquina y quienes la hacen colapsar. Los Soprano del primer y segundo cordón siempre a tiro de los piedrazos vs los asesores de despacho.
Hay que esperar un poco para ver cuál de las causas complace a los dioses.
Muy buen punto. La moralización es inherente a la política, en especial si la entendemos desde el punto de vista de los participantes. El punto de Schmitt es que hay que tratar de que la rivalidad sea simétrica. No siempre se logra. En cuanto a los cordones, ahí está la verdadera filosofía política, en donde se dirime al menos la política argentina (y casos en todos lados). Y los cordones, salvo casos excepcionales como la Argentina inmediatamente post-dictatorial cuando un candidato radical (un médico!) ganó la gobernación, son atados por peronistas.
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