viernes, 6 de julio de 2012

Juicio y Castigo, ¿pero no Educación? (II)





Volvemos a lo que parece ser un verdadero caso de laboratorio (click). La posición según la cual la mera presencia de un genocida es moralmente revulsiva—lo cual es completamente cierto—podría hacernos creer que tampoco un juez o un fiscal podría tolerarlo y por lo tanto no podría siquiera ir a juicio.
Se podría sostener en ese caso que jueces y fiscales, a diferencia de docentes y alumnos, tienen el deber de tratar con esa clase de gente, pero docentes y alumnos no. Pero si la UBA comenzara a investigar la habilidad moral de sus alumnos, ¿debería excluir sólo a los criminales de lesa humanidad? Y si tiene sentido hacer distinciones morales entre los delincuentes, ¿no estamos concediendo que los criminales de lesa humanidad son algo más que criminales, y si este es el caso, qué son exactamente y cómo habría que tratarlos? (Rousseau, por ejemplo, creía que todos los delincuentes son enemigos y por lo tanto pueden ser condenados a muerte porque violan el contrato social). No hay que olvidar que la condena por crímenes de lesa humanidad incluye por suerte la mayor de las penas previstas en el código penal así como ciertas inhabilitaciones, pero no la inhabilitación para estudiar—ni siquiera para votar hasta donde sabemos. Prohibirles estudiar sería un castigo extra determinado por la UBA y debería hacer que nos preguntemos para qué sirven los castigos.
Por otro lado, negar la habilidad moral de un ser humano implica asimismo negar el sentido de implicarle castigo alguno, ya que la justificación de todo castigo tiene que pasar por razones que todo ser humano podría aceptar—incluso y sobre todo un genocida—, lo cual precisamente da sentido al castigo, y/o implica creer que entonces no hay límite alguno al tipo de castigo que se le pueda aplicar. Los mismos argumentos que se usaron en el o que subyacían al juicio deberían ser lo que se usarían en el curso universitario. De hecho, la inhabilidad moral sí puede impedir que un genocida, por intelectualmente capaz que fuera, enseñara. Pero de ahí no se sigue que por definición no tenga derecho a estudiar. Se podría ofrecer el argumento inverso: darles clase incluso a esta gente implicaría un triunfo de la razonabilidad y por lo tanto de la democracia—aunque ciertamente no es un tarea envidiable.
Los últimos argumentos mencionados en contra del derecho a la educación no despejan nuestras dudas (click). Un primer argumento supone que el derecho a la educación de los genocidas pone en peligro la existencia de la comunidad universitaria. Pero para eso, deberían estudiar o ir a clase armados, y hasta donde sabemos, están literalmente tras las rejas y no pueden tener armas. Un segundo argumento es que reconocer su derecho a estudiar sería “fuente de interminables conflictos y desavenencias internas y acabaría lesionando o destruyendo las condiciones indispensables para la convivencia comunitaria, que es la esencia de su institucionalidad”. Este argumento supone que sus compañeros o los profesores podrían ser persuadidos por los genocidas—nótese que no tenemos miedo de que sus abogados defensores convenzan a los jueces. En realidad, lo mismo podría aplicarse a quienes en la cárcel defendieran cualquier posición abolicionista: por ejemplo, quien sostuviera que algún delito (v.g. el robo, por no decir homicidio) debería ser abolido. Y sin embargo no por eso se deniega el derecho a estudiar de alguien semejante. U otro tanto se aplicaría a quienes negarían haber cometido delito alguno. En realidad, prohibirles estudiar a los genocidas podría aparejar que su status dejara de ser criminal para convertirse en político, algo que es contraproducente desde todo punto de vista. Es la superioridad moral misma de la comunidad que los ha castigado la que debería explicar por qué tienen derecho a estudiar. El único problema es encontrar docentes con estómago suficiente para cumplir con la tarea nada envidiable de enseñarles.

2 comentarios:

Alejandro Paz dijo...

Muy bueno
Hay mucho para analizar.
Y muchas preguntas que surgen, al menos a mí se me plantean interrogantes
¿Cuál es la verdadera razón de la prohibición?, ¿el asco?, ¿el miedo?
La prohibición agiganta la idea de monstruosidad de estas personas y se las aleja así de su humanidad y de la cercanía que ésta última conclusión impondría en nuestras conciencias
¿La educación les permitiría a estos penados encontrar mejores argumentos para convencernos de la necesidad de sus atrocidades?, ¿es tan frágil nuestro convencimiento en materia de derechos humanos que esta gente, luego instruida o mejor instruida, pudiera convencernos de ello?
¿A qué le tenemos miedo?, ¿a ellos?, ¿a estos octogenarios degenarados en viejos inofensivos y decrépitos o a la fragilidad de nuestras convicciones si los vientos vienen en contra de nuestros intereses?
¿Ha realmente evolucionado nuestra sociedad y, especialmente, los gobiernos que la representan como para consensuar en la necesidad de respetar la institucionalidad democrática para prevenir los abusos del poder?
¿acaso prohibiendo la educación a esta gente no estamos evidenciando que tenemos miedo de que la educación en sí misma devenga en una ciudadanía más libre?

Preguntas..

Andrés Rosler dijo...

Es un caso que parece de laboratorio, y en el cual encima parece que se acaban los argumentos. La cuestión va a terminar muy probablemente siendo resuelta por un tribunal. Son estos los momentos en los que no envidiamos a quienes ejercen la profesión de abogados.