sábado, 16 de noviembre de 2019

Hagamos el Derecho, no la Guerra




En los últimos tiempos hay una expresión que se ha puesto de moda en el ámbito del derecho. Se trata de “lawfare”, una palabra que podría ser traducida algo literalmente como “guerrecho”, ya que es una mezcla de las palabras “guerra” y “derecho”.

Originariamente, la expresión fue utilizada en el ámbito académico-militar estadounidense para describir el comportamiento de quienes habían sido vencidos en una guerra convencional por los EE.UU. y no tenían más alternativa que continuar la guerra por otros medios, como por ejemplo acusando infundadamente al vencedor de haber violado los derechos humanos de los vencidos.

Hoy en día, en cambio, la expresión suele ser empleada por quienes no suelen tener una opinión muy favorable sobre los EE.UU. para designar la situación de una figura esencialmente política que es perseguida judicialmente a los efectos de impedir que triunfe democráticamente, lo cual viola obviamente todos los principios del Estado de derecho.

En ambos casos, se trata de un mecanismo que crea un chivo expiatorio mediante el cual se desvía la atención de los defectos propios y las virtudes ajenas, o si se quiere, se intenta convertir los defectos propios en virtudes y las virtudes ajenas en defectos.

En este contexto no debemos olvidar la puesta en práctica del así llamado “derecho penal del enemigo” que consiste en denegar derechos y garantías fundamentales de los acusados, tales como la prohibición de usar la prisión preventiva como un adelanto del castigo y, por supuesto, la sanción de leyes penales retroactivas.

En rigor de verdad, el “lawfare” no inventó nada nuevo. Hace más de un siglo que el padre oratoriano Laberthonnière, fallecido en 1932, advertía que “la máxima: ‘es la ley’, no difiere en nada en el fondo de la máxima: ‘es la guerra’”. Tanto los conservadores como los revolucionarios pueden aprovecharse de la legalidad para perseguir a sus enemigos.

Hablando de enemigos, es indudable que existen genuinas víctimas de persecuciones absolutamente infundadas, tal como lo muestra por ejemplo el célebre caso Dreyfus. La cuestión, por supuesto, es si toda persona políticamente influyente que es acusada ante un tribunal se convierte por este solo hecho en víctima de "lawfare".

Para poder determinar este punto es imprescindible tener en cuenta las dos variantes de la muy antigua discusión acerca de si es mejor el gobierno de las leyes o el de los seres humanos, que como se puede apreciar ya contiene el núcleo de lo que está en discusión en estos días.

Por un lado, es muy conocida la máxima—que se remonta por lo menos hasta el pensamiento político griego clásico—según la cual es preferible el gobierno de las leyes al de los seres humanos. Se supone que las leyes representan la razón, con todo lo que ella implica (generalidad, imparcialidad, coherencia, previsión, etc.), mientras que los seres humanos se caracterizan por actuar arbitrariamente.

Por el otro lado, obviamente, no pocos se preguntarán de dónde viene la tan buena prensa del gobierno de la ley, dado que las leyes son hechas precisamente por seres humanos y además—que en el fondo tal vez sea lo decisivo—las leyes también son aplicadas por seres humanos. De ahí que el mejor sistema de reglas e instituciones no servirá de nada si no contamos con jueces capaces de subordinar sus deseos y su ideología—en una palabra sus decisiones—a la autoridad del derecho.

Como dijera recientemente Neil Gorsuch, juez de la Corte Suprema de los EE.UU.: “El rol de los jueces es aplicar, no alterar, el trabajo de los representantes del pueblo. Un juez que le gusta cada resultado que alcanza es muy probablemente un mal juez, que se estira hacia los resultados que prefiere antes que aquellos que el derecho demanda”.

Después de todo, otra forma de perjudicar a los adversarios políticos empleando medios jurídicos consiste en llamar “interpretación constitucional” a lo que es evidentemente una violación de la Constitución, como por ejemplo cuando los tribunales constitucionales autorizan reelecciones indefinidas a pesar de que están prohibidas por la ley de leyes. Si realmente nos preocupa la utilización del derecho con fines partidarios, dicha preocupación no puede ser selectiva o sensible exclusivamente en relación a nuestros partidarios.

De ahí que si realmente deseamos que los jueces vayan de casa al trabajo y del trabajo a casa, de tal forma que no se metan en política sino que apliquen solamente el derecho, necesitamos contar con jueces independientes que crean genuinamente en la supremacía de la Constitución y de la ley, con independencia de sus propias creencias e ideología. Es la única manera de vivir en un genuino Estado de derecho.

Fuente: Clarín

3 comentarios:

Unknown dijo...

el mejor sistema de reglas e instituciones no servirá de nada si no contamos con jueces capaces de subordinar sus deseos y su ideología—en una palabra sus decisiones—a la autoridad del derecho.

Unknown dijo...

Es eso posible, más allá de la teoría??

Unknown dijo...

Publiqué por error antes de poner los debidos saludos protocolares. Buen dia Andrés y gracias por escribir