sábado, 3 de septiembre de 2016

De Bombas y Terroristas



¿Cree que los grupos guerrilleros deberían ser llamados terroristas?
—Es que naturalmente son terroristas. Sobre todo la guerrilla urbana, donde no hay un enfrentamiento con un ejército en un terreno. Por eso, para hacerse notar, o tomaban un cuartel o una comisaría para robar las armas o ponían una bomba. Cuando se pone una bomba, es para causar terror. No se hacen las cosas porque te volviste loco. El hecho en sí es un hecho de terror” (Infobae).

Como de costumbre, las apreciaciones de Graciela Fernández Meijide son ciertamente interesantes, pero en este caso particular son algo imprecisas también. En efecto, ella asocia la caracterización de terrorista con el tipo de arma empleada: “Cuando se pone una bomba, es para causar terror”. Sin embargo, tal caracterización no permite distinguir entre el terrorismo y el acto de guerra. Nadie puede negar que los aviones de los ejércitos regulares usan bombas y sin embargo no se suele creer que ese mismo hecho los convierta necesariamente en terroristas.

Por otro lado, las bombas de los aviones seguramente provocan más terror todavía que el que provocan los actos que suelen ser considerados terroristas, a menos que creamos que el terror de las bombas provienen del hecho que son puestas antes que tiradas. Quizás el terror de las bombas puestas provenga de que sean puestas de modo imprevisto por sus víctimas, pero otro tanto se lograría con un ataque aéreo sorpresa.

Un guerrillero, por su parte, muy probablemente se sienta más cerca de la guerra que del terrorismo, aunque, como lo dice el nombre (“guerrilla”), la guerra librada tiene lugar en una escala menor. De hecho, los guerrilleros por definición pertenecen a estructuras militares (por no decir neo-, filo- o para-estatales) con sus correspondientes jerarquías y férreas disciplinas, las cuales contemplan no solamente el ataque de sus enemigos sino la muerte para el caso de desobediencia dentro de sus propias filas.

Suele suceder que, quizás asimismo por definición, la guerrilla no cuente con la aprobación de un Estado en operaciones por así decir y por eso sea ilícita o clandestina. Pero, en la medida en que los guerrilleros estuvieran dispuestos a atacar exclusivamente a los combatientes entre sus enemigos no habría razones para considerar que sus efectos fueran, otra vez, necesariamente terroristas. Semejante equiparación entre el terrorismo y la insurgencia haría que la expresión “terrorismo de Estado”—que hoy en día parece ser redundante—se convirtiera en una contradicción en sus términos.

En sentido estricto, entonces, convendría decir que un acto terrorista consiste en el ataque deliberado de no combatientes con independencia del arma empleada, de la víctima y del agente. En efecto, mientras que un acto de guerra es aquel que tiene como blanco deliberado solamente a combatientes, un acto terrorista apunta deliberadamente a no combatientes. El acto de guerra ciertamente puede provocar víctimas entre los no combatientes pero se trataría de víctimas no deliberadas sino solamente previstas o como se suele decir “efectos colaterales”.

Por lo demás, la caracterización del terrorismo exclusivamente como ataque deliberado contra no combatientes permite que tanto los funcionarios estatales cuanto los guerrilleros (o insurgentes si se quiere) puedan cometer actos terroristas: no importa quién comete el acto sino qué hizo. Creer que el Estado o el insurgente por definición no puede cometer actos terroristas parece ser antojadizo, a pesar de lo que suelan creer respecto de sus propios actos tanto los agentes estatales como los insurgentes.

Alguien podrá creer que la caracterización de un acto como terrorista no depende tanto de qué se hace o quién lo hace sino en aras de cuál meta se hace. En efecto, algunos podrían creer que, dada la mala prensa que tiene la idea misma de terrorismo, el Estado no puede cometer actos terroristas debido a que tiene a su cargo la protección del orden. En realidad, para los estatistas son los insurgentes los únicos que pueden cometer actos terroristas sobre todo porque los insurgentes por definición representan un grave desafío para el orden.

Por su parte, los insurgentes tampoco se sienten cómodos con la etiqueta de terrorista porque invocan una meta o idea (de ahí su “idealismo”) que se supone justifica sus actos (libertad, igualdad, etc.) y por eso suelen entenderse a sí mismos como “luchadores por la libertad”. Sin embargo, si la meta pudiera ser invocada para decidir si un acto es o no terrorista, no solamente los insurgentes sino también los Estados tendrían derecho a invocar dichas metas (que bien pueden ser asimismo la libertad, igualdad, etc.) para que sus propios bombardeos—o lo que fuera—no sean considerados terroristas.

Dicho sea de paso, algunos consideran que la distinción entre previsión e intención que se suele usar para distinguir entre el acto de guerra y el acto terrorista, si bien es psicológicamente relevante (i.e. no es lo mismo querer que prever), exagera la preponderancia del agente a expensas del punto de vista de la víctima. En efecto, es altamente probable que a la víctima de un acto terrorista no le interese en lo más mínimo que el agente que estuviera a punto de atacarla fuera un agente del Estado o un guerrillero y/o lo hiciera deliberadamente o sólo como resultado de un acto colateral y/o lo hiciera en defensa o en contra del orden. Lo que suele interesarle a las víctimas es, v.g., que no las vuelen en pedazos, sin que importe quién lo hiciera o por qué.

Finalmente, la muy mala y merecida prensa con la que suele contar el terrorismo parece impedir que tuviera sentido empezar siquiera a discutir la posibilidad de un acto terrorista justificado. En otras palabras, jamás podríamos siquiera excusar a quien atacara deliberadamente a una persona no combatiente. Solamente un personaje de Sacha Cohen podría entonces hablar de “terrorismo en el buen sentido de la palabra”.

Sin embargo, quizás no sea necesario invocar a Sacha Cohen a este respecto. Supongamos que X (v.g. Hernán Cortés, el rey Leopoldo de Bélgica, Hitler, Stalin, el presidente de una corporación, etc.) estuviera cometiendo un genocidio y que la única manera de impedirlo fuera cometer un acto terrorista contra algún familiar (no combatiente) de X, suponiendo que X, genocida que es, sin embargo puede tener cierto afecto por la persona en cuestión que lo haría cambiar de opinión acerca del genocidio (de otro modo, el ejemplo no tendría sentido). Quizás la decisión sea literalmente discutible, pero precisamente este ejemplo muestra que a diferencia de lo que se suele creer, al menos tiene sentido empezar a discutir al respecto y quizás se tratara incluso de un acto excusable. Reveladoramente, sin embargo, se trata de casos de laboratorio ya que ninguno de los actos terroristas cometidos hasta ahora caen bajo semejante descripción.

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