viernes, 23 de junio de 2017

Gerald Cohen o el Marxismo sin Sanata



Gerald Cohen (1941-2009) perteneció a esa última generación de superhéroes los cuales podían llegar a convertirse en catedráticos en Oxford e incluso en miembros del exclusivísimo All Souls College -el único colegio de esa universidad cuyos miembros no tienen obligaciones docentes y se dedican exclusivamente a investigar- sin contar con un doctorado y habiendo publicado a lo sumo un libro y algún que otro paper.

Claro que en el caso de Cohen no era “un libro” sin más, sino La Teoría de la Historia de Karl Marx. Una Defensa (su primera edición fue publicada por Oxford University Press en 1978: Karl Marx’s Theory of History: A Defence, a partir de ahora KMTH, en español fue publicado por Siglo XXI en 1986), una exposición magistral del pensamiento marxista en términos funcionalistas. De hecho, su marxismo declarado hizo aún más meritoria su designación en 1984 como Profesor Chichele de Pensamiento Social y Político en Oxford.

Ciertamente, el marxismo de Cohen era muy especial. En efecto, él fue uno de los fundadores, junto v.g. a Jon Elster y el economista John Roemer, de lo que se dio en llamar “marxismo analítico”. Si bien el nombre originario fue “el grupo septiembre” (debido a que el primer encuentro había tenido lugar precisamente en ese mes en 1981), los propios fundadores solían denominarlo mucho más diáfanamente como “marxismo sin sanata” (no bullshit Marxism).

Habría que tener en cuenta que cuando Cohen comenzó a estudiar filosofía analítica británica en Oxford bajo la tutela de Gilbert Ryle casi todos sus compañeros que tenían un compromiso con la política eran claramente hostiles a la filosofía analítica debido a que les parecía “burguesa o trivial, o las dos cosas” (KMTH, p. XXI). De hecho, aproximadamente durante la época en la que Cohen estudiaba en Oxford los jóvenes marxistas académicos británicos estaban fuertemente atraídos por la obra de Louis Althusser y su escuela. Cohen mismo había sentido en un comienzo el influjo del althusserianismo pero, finalmente, pudo resistir la “intoxicación”, ya que la declamada rigurosidad conceptual de la que tanto se ufanaba dicho discurso no tenía correlato alguno en la realidad.

Muy por el contrario, en aquel entonces entre quienes se dedicaban en Oxford a la filosofía prevalecían las técnicas del análisis lógico y lingüístico desarrollado por el pensamiento positivista y post-positivista, inicialmente en el mundo germano-parlante y luego, como consecuencia del nazismo, en el mundo anglosajón. De hecho, es bastante irónico que la metodología filosófica que muchos consideran como distintivamente anglosajona o insular sea de origen continental.

Cohen había llegado a Oxford en 1961 luego de haber estudiado filosofía y ciencia política en su Montreal natal, en la Universidad McGill. La educación que había recibido Cohen en McGill era bastante parecida a la que se suele impartir hoy en día en las carreras de Filosofía o de Ciencia Política en nuestras universidades. Se trataba de una educación cuyo fuerte era la historia del pensamiento, pero que no preparaba, en general, a los estudiantes para tratar cuestiones filosóficas en sí mismas. Cohen, por ejemplo, sabía entonces qué era lo que habían dicho exactamente autoridades filosóficas como Descartes, Hobbes o Hume, pero era incapaz de decir si lo que decían era cierto.

De ahí que no llame la atención que, cuando Cohen asistió a su primer seminario en Oxford -conducido por los profesores David Wiggins y Michael Woods-, no entendió una sola palabra. Naturalmente preocupado por este hecho, sintió un gran alivio al descubrir en el reglamento de la universidad que existía una Maestría en Ciencia Política (“Politics”) y que uno de sus exámenes escritos posibles era sobre las Teorías Políticas de Hegel y Marx. Fue entonces que Cohen habló con su supervisor, Gilbert Ryle, y le preguntó si era posible incluir, como parte de los exámenes para obtener la Maestría en Filosofía, el paper en Ciencia Política sobre Hegel y Marx, sobre todo teniendo en cuenta que en aquel entonces la filosofía política estaba clínicamente muerta en el ámbito anglosajón (cabe aclarar que, si bien John Rawls había estado en Oxford como becario Fulbright en la década del cincuenta, merced a lo cual había entrado en contacto con figuras tales como Herbert L. A. Hart e Isaías Berlin -más sobre este último próximamente en esta sala-, su célebre Teoría de la Justicia recién aparecería en 1971).

La respuesta de Ryle fue muy sabia y precisa: “Sí, en la medida en que Ud. mantenga sus oídos abiertos a otros ruidos”. Cohen le dio su palabra y, ciertamente, la cumplió durante toda su vida. De hecho, esa misma persona que al llegar a Oxford no entendía una sola palabra de filosofía analítica con el tiempo se convertiría en uno de los filósofos analíticos más importantes del mundo.

Para ayudarlo con su escritura del paper sobre Hegel y Marx, Ryle convino un encuentro entre Cohen e Isaías Berlin, quien ya hacía tiempo se había convertido en toda una personalidad en Oxford. Para ese entonces Berlin ya había escrito tres de sus obras clásicas: Karl Marx (1939, en español Alianza, 2000), La inevitabilidad histórica (1954) y El Erizo y el Zorro (1953, en español Península, 2002) (este último, de hecho, ha dado nombre hoy en día a un conocido programa sobre el pensamiento en general en las noches de Radio Nacional).

Berlin y Cohen no solamente compartían su interés por Marx, sino que además ambos eran judíos. Una vez Berlin le dijo a Cohen que los judíos debían asimilarse o irse a vivir a Israel, aunque el propio Berlin nunca pudo hacer ninguna de las dos cosas. En cuanto a Marx, Cohen recordaba que para Berlin “la de Marx era una personalidad brillante pero dislocada, cuya teoría era una expresión de ambas propiedades. Era una teoría destinada a producir un gran fruto para las ciencias sociales y resultados desastrosos para la humanidad” (“Isaiah’s Marx, and Mine”, en Edna Ullmann-Margalit y Avishai Margalit eds., Isaiah Berlin. A Celebration, University of Chicago Press, 1991, p. 117). Otro punto en común entre ambos fue el hecho de que Cohen un par de décadas más tarde ocuparía la misma cátedra que detentaba Berlin cuando se conocieron, pero ni Berlin ni Cohen podrían haberlo sabido en ese momento.

Lo que terminó de empujar a Gerald Cohen en la dirección analítica, sin embargo, fue una devolución que recibiera de un riguroso filósofo estadounidense, Isaac Levi, luego de una presentación de un paper en la Universidad de Londres en 1967, cuando Cohen ya daba clases allí. En muy pocas palabras, Levi le preguntó a Cohen qué quería decir exactamente la tesis sostenida en el paper y/o cómo hacía para mostrar que dicha tesis era verdadera. En un primer momento, Cohen creyó que la intervención de Levi había sido hostil y de muy poca ayuda, aunque con el tiempo se dio cuenta de que Levi tenía muchísima razón. Ningún académico serio puede darse el lujo de no poder explicar cuál es su tesis y de abstenerse de mostrar que la misma es verdadera. Lo demás es sanata (o bullshit, como el mismo Cohen dijera no muchos años después).

Si siguiéramos a otro legendario filósofo de Oxford como Derek Parfit y dividiéramos a los que se dedican a la historia de la filosofía en (a) arqueólogos que tratan de entender los artefactos del pasado en aras de sí mismos y (b) profanadores de tumbas que le dan a sus hallazgos usos completamente diferentes al originario, habría que decir que, al menos en la película “Cazadores del arca perdida” (Steven Spielberg, 1981), Cohen se sentiría mucho más cerca de René Belloq que de Indiana Jones, ya que profana las tumbas de la historia del pensamiento para hacer teoría política contemporánea.

En efecto, Cohen estaba menos interesado en percibir la especificidad histórica del discurso político de Marx que en el uso que le podríamos dar: “La meta es construir una teoría sostenible de la historia que está de acuerdo grosso modo con lo que Marx dijo sobre el tema. Mientras que a él le habría parecido poco familiar…, la esperanza es que él podría haberlo reconocido como una exposición razonablemente clara de lo que él pensaba” (KMTH, p. IX). No es casualidad entonces que para Cohen la filosofía moral y la filosofía política sean “disciplinas ahistóricas que usan la reflexión filosófica abstracta para estudiar la naturaleza y la verdad de los juicios normativos” (Self-Ownerhip, Freedom and Equality, Cambridge University Press, 1995, p. 1).

Quizás suene sospechosa la aspiración de Cohen a la verdad ahistórica en el marco de una teoría política, sobre todo en nuestra época en la cual todo “es más complejo”, “un debate”, etc. Sin embargo, en el fondo Cohen tiene razón. Cuando pensamos filosóficamente en cierto tema, nos debería interesar mucho más el contenido de las proposiciones en juego que sus autores o contextos. Pensemos, v.g., en el socialismo. ¿Nos interesa porque, v.g., Marx, o Cohen, o alguna otra autoridad dijo que el socialismo es deseable, o, al revés, es nuestra creencia en el valor del socialismo la que nos lleva a interesarnos en autores como Marx o Cohen? A menos que seamos fanáticos, nuestro compromiso principal es con nuestra razón, y si advertimos un desfase entre la razón y Marx (o el socialismo), pues entonces peor para Marx (o el socialismo). Para usar la terminología de Cohen, nuestro interés por el socialismo o un autor es entonces un “compromiso sin reverencia” (KMTH, p. XVII). Parafraseando el apotegma que se le suele atribuir a Aristóteles, somos amigos de Marx o de Cohen, pero más todavía de la verdad.

Antes de enfrentarse con él, y ciertamente aniquilar, al best-seller de Robert Nozick, Anarquía, Estado y Utopía (1974, en español FCE, 1988), Cohen  ya creía que el socialismo era claramente preferible al capitalismo por razones de principios normativos, y no porque el materialismo histórico demostraba que el triunfo socialista era inevitable. Así y todo, pensaba que la superioridad moral del socialismo por sobre el capitalismo era tal que no hacía falta identificar el punto de vista desde el cual había que suscribir la posición socialista, ni identificar los principios que guiaban la lucha por el socialismo, y, por lo tanto, creía también que no tenía ningún sentido dedicarse a la filosofía política normativa en aras del socialismo.

En efecto, la superioridad del socialismo era tan evidente que solamente la irracionalidad o la inmoralidad podían explicar que dicha superioridad pudiera estar en cuestión. Ciertamente, el movimiento socialista se apoyaba en varios supuestos, pero la filosofía política, entendida como la búsqueda de los principios correctos y de las estructuras que permitieran ponerlos en práctica, no era exigida por los aliados y, de todos modos, tampoco iba a convencer a los enemigos para que cambiaran de opinión, ya que por definición su resistencia no se debía a una cuestión de principios. Por otro lado, la idea misma de valores parecía ser demasiado burguesa para algunos marxistas, a pesar de que una de las acusaciones marxistas más comunes en relación al capitalismo es la de la explotación del proletariado, la cual obviamente encierra un reclamo de justicia.

Hoy en día, en cambio, si el marxismo todavía sobrevive se debe a que ha dejado de ser una teoría científica de la historia o, en todo caso, una descripción o predicción de un destino inevitable, para convertirse en una teoría política con aspiraciones fundamentalmente normativas que gira alrededor de ciertos valores como igualdad, justicia, comunidad y auto-realización, y con un diseño institucional que gira alrededor de dichos valores. Como se puede apreciar, en cierto sentido el marxismo ha devenido un tema de las variaciones utópicas que, en alguna época, eran uno de los blancos favoritos de sus críticas.

Gerald Cohen es un ejemplo en muchos sentidos. Su obra muestra que se puede ser progresista (o de izquierda) siendo claro y profundo, sin dejar de utilizar el sentido del humor, tal como se puede apreciar en todos sus escritos e incluso en varios videos que por suerte hoy están subidos en You Tube, y, sobre todo, sin sanatear. Lamentablemente, algunos intelectuales que incluso llegan a conformar verdaderos colectivos de cientos de personas, confunden la profundidad con la ininteligibilidad, como esas películas cuya dirección parece haberse querido asegurar de que todas las tomas fueran incomprensibles.

Cohen, en cambio, y todo gracias a los impiadosos comentarios de Levi mencionados más arriba, dejó “de escribir (al menos parcialmente) a la manera de un poeta que redacta lo que le suena bien a él y quien no necesita defender sus líneas (o bien resuenan con el lector o no)” y, en su lugar, empezó a preguntarse “al escribir: ¿precisamente qué es lo que esta oración contribuye a la exposición o argumento en desarrollo?, y ¿es verdadera?” (KMTH, p. XXII). En este breve de párrafo de Cohen se puede hallar tal vez el mejor consejo que pueda recibir cualquiera que se dedique al pensamiento, en el sentido más amplio de la expresión.

Fuente: La Vanguardia.

2 comentarios:

Alejandro Caudis dijo...

Excelente! El recuerdo del entrañable Cohen por un auténtico e implacable Rosler! Es más, esta publicación da cuenta de Lord Rosler en estado puro! Muchas gracias Andrés!

Andrés Rosler dijo...

Muchísimas gracias Alejandro!