martes, 20 de junio de 2017

El Caso Fontevecchia y la Súper (Corte) Suprema



Los fallos de la Corte Suprema, “Muiña” y “Fontevecchia” suelen ser discutidos juntos, y no sin razón, ya que ambos casos no solamente están próximos en el tiempo sino que además en ambos casos las decisiones de la Corte tratan de mantener a raya cierta moralización imperante en el discurso jurídico. Sin embargo, salta a la vista que al segundo fallo no le habíamos prestado tanta atención como al primero (2 x 1). Es hora de remediar la cuestión aunque concentrándonos en la "filosofía" del fallo por así decir.

Recordemos brevemente los hechos. Carlos Menem había demandado a Editorial Perfil por daños y perjuicios debido a que ciertas notas periodísticas sobre un presunto hijo no reconocido de Menem había lesionado ilegítimamente su derecho a la intimidad. En 2001 la Corte Suprema había confirmado la sentencia de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil que había hecho lugar a dicha demanda y falló en contra de Perfil.

Ese mismo año Jorge Fontevecchia, Héctor D'Amico y Horacio Verbitsky (como representante de la Asociación Periodistas) llevaron el caso ante el sistema interamericano de protección de derechos humanos debido a que la sentencia mencionada había lesionado ilegítimamente el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión, para no decir nada suponemos de la libertad de prensa.

Como se puede apreciar, en el caso “Fontevecchia” hay dos grandes cuestiones en juego. En primer lugar, su contenido por así decir, el cual consiste en un conflicto entre el derecho a la intimidad y el derecho a la libre expresión. Se trata de un conflicto entre dos derechos muy importantes. El principio general es que la intimidad es sagrada, salvo que se trate de una figura pública. Esta es una sana máxima en un Estado de Derecho democrático en el cual se supone que las figuras públicas están expuestas a mayores responsabilidades y riesgos que el resto de los mortales.

Quizás se pueda argumentar que la noción de figura pública admita de cierto matiz en lo que atañe a su genealogía por así decir. En efecto, da la impresión de que no es suficiente que alguien sea una figura pública para que deba sacrificar su intimidad, sino que además tiene que haber elegido serlo y no haber tenido alternativa razonable, ya que sería injusto hacer que alguien sea considerado figura pública cuando no eligió hacerlo y aunque lo hubiera elegido no haya tenido alternativa razonable en aras del ejercicio de un derecho. Se trata de requisitos fácilmente satisfechos por los políticos en general, de ahí que a Carlos Menem no le debería resultar fácil mostrar que no es una figura pública en este sentido.

La otra cuestión es de forma, aunque en este caso, irónicamente, el fondo del asunto es una cuestión de forma. En efecto, el fallo “Fontevecchia” versa sobre la relación que guarda la Corte Suprema de Justicia con las decisiones de los tribunales internacionales, incluso en cuestiones referidas a los derechos humanos.

Hablando de derechos humanos, cada vez que aparecen en escena lo primero que se nos viene a la mente es el razonamiento moral, el cual es en sí mismo anarquista, y en el buen sentido de la expresión, por si hiciera falta aclararlo.

En efecto, al menos desde la modernidad, el razonamiento moral es anarquista porque en sí mismo no reconoce autoridad institucional alguna. Creer en un razonamiento moral institucional equivaldría a creer en la existencia, v.g., de un tribunal kantiano de apelación, con jueces y todo. El razonamiento moral es autónomo por naturaleza.

En cambio, las autoridades institucionales desde siempre y por definición exigen obediencia con independencia de cuál es el contenido de la decisión que ellas dictan y por lo tanto con independencia de las creencias de sus súbditos en relación a los méritos del caso. Ciertamente, a veces las decisiones autoritativas y el razonamiento moral pueden coincidir y solamente un partidario del más extremo de los anarquismos exigiría que en caso de haber una coincidencia entre nuestro razonamiento y una decisión autoritativa, esa sola coincidencia debería hacer que desobedezcamos la autoridad.

Por ejemplo, un anarquista extremo habría exigido que incluso los violadores y asesinos condenados por el sistema judicial nazi según las reglas del debido proceso deberían haber sido absueltos por el solo hecho de que se trataba de un sistema jurídico, es decir, autoritativo. De hecho, un anarquista extremo convencido debería exigir otro tanto incluso respecto al más democrático de los sistemas judiciales en la medida en que los mismos pretendan tener autoridad.

En cambio, un anarquista moderado, fiel a su compromiso con su propia autonomía moral, primero examina el contenido de la decisión autoritativa y luego decide él mismo, lo cual no obsta a que tal vez en no pocas ocasiones exista una coincidencia entre la autoridad y el razonamiento moral, en cuyo caso la decisión autoritativa es obedecida hasta por el anarquista, pero no porque se trate de una decisión con autoridad, sino sencillamente porque la autoridad y nuestro razonamiento llegaron a la misma conclusión. En otras palabras, un anarquista razonable a lo sumo podrá hacer lo mismo que exige la autoridad pero jamás porque lo exige la autoridad.

Dicho sea de paso, no hay que olvidar que el razonamiento moral no solamente es anarquista ya que rechaza las autoridades institucionales sino que por la misma razón es cosmopolita, es decir se aplica a todos los seres humanos y por lo tanto no reconoce factores contingentes o accidentales como las jurisdicciones nacionales, sino que todas las jurisdicciones caen la misma bolsa anarquista y cosmopolita.

Dada entonces la fuerza moral del discurso de los derechos humanos es natural que asumamos un conflicto entre una noción moral como los derechos humanos y otra jurídico-política como la soberanía, lo cual hace que pongamos en duda la decisión de la Corte Suprema de defender su jurisdicción nacional.

Sin embargo, tampoco hay que olvidar que los tribunales internacionales tienen las mismas pretensiones autoritativas y hasta cierto punto “nacionales” o particularistas por así decir ya que exigen que sus decisiones sean obedecidas porque tienen autoridad sobre cierta jurisdicción, por amplia que fuera esta última (esto es fácil de probar toda vez que alguien estuviera en desacuerdo con una decisión: el énfasis en la corrección de la decisión rápidamente es reemplazado por una indicación a la autoridad del tribunal). Nótese, de hecho, que la discusión provocada por el fallo Fontevecchia es que la Corte Suprema, precisamente, se aparta de la decisión de otro tribunal, es decir, de la decisión de otra autoridad institucional con su propia jurisdicción.

Esta clase de discusiones entre tribunales parecen caer bajo al descripción de lo que el common law anglosajón suele denominar como "pissing contest" y que en español podríamos traducir algo laxamente como competencia de superioridad en la cual se examina la verdad pronunciada por los participantes y hay que determinar, por así decir, quién tiene la verdad más grande o más larga.

Claro que la "verdad" en juego es extraña, o en todo caso muy similar a la que emerge en la discusión eclesiológica sobre la ortodoxia y la heterodoxia. En efecto, como dijera alguna vez el genio de Pascal en referencia a la expulsión de Antoine Arnauld de la Sorbonne en 1656 con motivo de una proposición: “esta proposición sería católica en otra boca” (Gérard Leclerc, Histoire de l'autorité, p. 195). Esto es, exactamente la misma proposición puede ser ortodoxa o hereje según quién la pronuncie, la situación descripta brillantemente por un cuento de Borges, “Los teólogos”. Así es como funcionan las iglesias y así es exactamente como funciona el derecho. Quizás el que mejor lo supo resumir en una frase fue Thomas Hobbes: "si bien las doctrinas pueden ser verdaderas, la autoridad, no la verdad, hace la ley" (Thomas Hobbes, Opera philosophica quae latine scripsit omnia, iii, p. 202).

Hablando de religión, dado que la CSJN y la CADH aplican básicamente la misma doctrina (la de los DD.HH.) las diferencias entre ambas no son muy distintas a las diferencias que existen v.g. entre la Iglesia Católica Romana y la Anglicana. En efecto, alguien podría decir que la diferencia sustancial entre ambas iglesias es básicamente de jurisdicción y no tanto de doctrina, y no por eso dejan de ser dos religiones diferentes.

Es por eso que la Corte Suprema, con toda razón, plantea la cuestión en los siguientes términos: la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con independencia del atractivo del contenido de su decisión, "[¿]ha sido dictada dentro del marco de atribuciones previsto por la CADH y puede ser cumplida por esta Corte a la luz del ordenamiento constitucional nacional[?]" (f. 4), lo cual, jurídicamente hablando, es una tautología que a veces se nos escapa debido al aura moral y por lo tanto trans- o ultra-jurisdiccional que caracteriza al discurso sobre los derechos humanos.

Alguien podría objetar lo siguiente. "Muy bien, concedo que los derechos humanos no crecen en los árboles sino que son aplicados por cierta soberanía y de ahí que un tribunal internacional prevalece sobre nuestra Corte Suprema pero no porque se trate de un lucha del bien contra el mal. Y también concedo que no tiene sentido pensar en un combate entre el discurso de los derechos humanos entendido como un sucedáneo del razonamiento moral y el discurso jurídico entendido en términos institucionales. Sin embargo, vivimos en un mundo que cuenta con un derecho internacional jurídico-soberano y por lo tanto es el discurso jurídico-soberano internacional mismo, y no el razonamiento moral, el que explica la superioridad de la decisión internacional por sobre la nacional. El tribunal internacional en cuestión, entonces, funcionaría como una Corte Suprema de Cortes Supremas o una Súper Suprema (como la que servían en una época en la Cantina de Arnoldo de la calle Cabrera), que hace de tribunal de alzada de todos los tribunales superiores de los diferentes países que componen este orden internacional. Es esto lo que ignora la Corte Suprema argentina en el fallo 'Fontevecchia'".

Esta objeción, que de hecho al parecer ilustra el parecer de mucha gente, no es sin embargo fácil de reconciliar con lo que en otra entrada, a la sazón en relación al fallo de Casación sobre el 2 x 1, habíamos denominado “razonamiento constitucional” o si se quiere el principio de supremacía constitucional tal como se lo suele denominar. Según este principio, en nuestro sistema legal existe un control de constitucionalidad al cual debe estar subordinadas todas las disposiciones que pertenecen a dicho sistema, sin excepciones. Recordemos el planteo de la Corte Suprema vernácula que se pregunta, con mucha razón, no solamente si la sentencia en cuestión "ha sido dictada dentro del marco de atribuciones previsto por la CADH" sino además y fundamentalmente si "puede ser cumplida por esta Corte a la luz del ordenamiento constitucional nacional" (f. 4), tal como lo indica, v.g., los arts. 27 y 31 de la Constitución Nacional y el control de constitucionalidad en general.

En efecto, incluso los tratados internacionales a los cuales la Constitución Nacional les acuerda el rango (incluso superior al) de leyes están sometidos al razonamiento constitucional, como cualquier otro hijo o hija de vecino o vecina legal. Después de todo, como también habíamos dicho, si realmente viviéramos bajo un orden internacional monista, sería redundante ratificar los tratados e incluirlos dentro de los sistemas jurídicos nacionales, ya que estaríamos obligados por definición a cumplir con sus disposiciones con independencia de nuestra aceptación. Nos tomamos el atrevimiento de citarnos:

“Por lo cual, mal que nos pese, el dualismo entre derecho nacional y el internacional sigue vivo y, Dios no lo permita, si hubiera alguna discrepancia entre ambos, parafraseando al General Perón, primero vendría la patria entendida republicanamente como el razonamiento constitucional, luego el movimiento de nuestro sistema jurídico que contiene los tratados y las leyes, y finalmente las sentencias judiciales, las cuales deben por lo tanto ceñirse a los tratados y leyes pero por sobre todas las cosas a la Constitución, ya que en el razonamiento constitucional siempre gana la banca” (Punitivismo o Garantismo, esa es la Cuestión).

Por otro lado, la Corte Suprema, a fojas 5, hace referencia al carácter complementario o subsidiario de la Corte Americana de Derechos Humanos desde el mismo punto de vista del derecho internacional, lo cual rinde homenaje a su modo al ejercicio del razonamiento constitucional por parte de los Estados miembros.

En resumen, es ingenuo o perverso creer que lo que está en juego es una discusión entre (a) el razonamiento moral impoluto o inmaculado de los derechos humanos cosmopolitas o universales identificado con ciertos tribunales no menos morales y (b) la soberanía de una autoridad nacional, o incluso una discusión entre dos derechos con doctrinas diferentes. Si queremos reconocer los derechos humanos vamos a tener que seguir un discurso jurídico-soberano de cierta clase. Los derechos humanos, como cualquier otra forma de derechos, no se aplican solos jamás, no solamente porque son aplicados por los tribunales sino porque son instituidos por ley.

Da la impresión entonces de que la Corte Suprema ha elegido muy cuidadosamente sus argumentos y no va a ser fácil encontrarla en falta. En relación a qué pasará en el futuro, parafraseando el apotegma que se le suele atribuir a Zhou Enlai, todavía, por no decir siempre, es muy temprano para saber.

7 comentarios:

Ignacio dijo...

Me da la impresión que la Corte quiso poner un freno a las pretensiones moralistas [o anarquistas, en el mal sentido de la palabra] con la faz orgánica de la ley suprema. Como un "los derechos humanos existen y los apoyamos" pero "no tienen nada que ver con quién va a ser su último intérprete, porque eso es de la estructura del Estado". Creo que ese es el problema del moralismo -llamémosle, aunque suene feo- "derechohumanero": ellos son la verdad, el progreso, la ley misma. No importan las instituciones constitucionales, las garantías, el principio de legalidad, de retroactividad, de inocencia y, en este caso, la estructura del Estado. La fuerza [¿in?]moral, de la que ellos son dueños e intérpretes, pretende primar sobre la ciencia jurídica.

No sé si se entiende el razonamiento dentro de la ensalada que escribí.

Andrés Rosler dijo...

Hola Ignacio. Muchas gracias por tu comentario. Sí, se entiende y me parece que estamos de acuerdo.

Edgar dijo...

¡Hola! Muy bueno el artículo. Quisiera plantear un interrogante que se me presenta frente a este, por así decir, "conflicto de jurisdicciones" entre la Corte Suprema nacional y cualquier tribunal internacional.
Si el último intérprete de un fallo de un tribunal internacional (sea cual sea: la CIDH, la Haya, la CPI, etc.) siempre será, en última instancia, la misma Corte Suprema nacional, ¿cuál es el sentido de haberles otorgado a los tratados internacionales, y con ellos, a determinados tribunales, el rango constitucional?
Si la CIDH tiene rango constitucional, un fallo de ésta debería ser soberano con respecto a un fallo de la Corte Suprema, y tener autoridad con respecto a cualquier fallo de esta última.
Si como ciudadano argentino tengo el derecho de apelar un fallo de la Corte Suprema nacional a un tribunal internacional, eso debe querer decir que dicho tribunal internacional tiene autoridad sobre la Corte Suprema nacional. En cambio, si finalmente la Corte Suprema será la que luego tenga la autoridad de revisar, interpretar y darle validez o no al fallo de dicho tribunal internacional, ¿cuál habrá sido el sentido de mi apelación a él?
Desde ya, agradezco cualquier aclaración al respecto.

Edgar Denker

Edgar dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Andrés Rosler dijo...

Hola Edgar, mil perdones por la demora. Un tribunal puede ser final o sus decisiones inapelables y sin embargo puede tener obligaciones. El hecho de que un tribunal sea jerárquico no implica que puede hacer lo que se la da la gana. Es natural sospechar de la distinción entre ser un tribunal de última instancia y hacer lo que se le da la gana si, precisamente en última instancia, es el mismo tribunal el que decide. Pero toda decisión de un tribunal tiene que estar fundamentada y entre los fundamentos es muy raro que conste que uno lo hizo lo que se le dio la gana. En realidad, cuanto más hipócrita sea una decisión mayor debe ser el homenaje que uno le hace a la fundamentación del fallo.

Edgar dijo...

Muchas gracias por la aclaración.
El problema que me parece que sigue surgiendo es quién es el que tiene autoridad para determinar que un tribunal hizo lo que se le dio la gana o no, basándose en los fundamentos del fallo (que pueden decir explícitamente "hicimos los que se nos dio la gana", y aun así el poder del Estado que controla a la Corte puede hacer la vista gorda al respecto). Podríamos decir que la Corte Suprema no puede hacer lo que quiera, ya que el Senado puede iniciarle juicio político, y destituir a uno o a todos sus jueces. Sin embargo, nuevamente, la legitimidad de la destitución de un juez de la Corte por parte del Senado no depende de los fundamentos que éste dio de su destitución, sino de la autoridad para destituir jueces supremos que le otorga la Constitución como poder independiente del Estado. Y claro, el Senado tampoco puede hacer lo que se le dé la gana, ya que a su vez está controlado por el Poder Judicial, y por la ciudadanía con su voto.

Entiendo que la frase suya siguiente es el nudo de la cuestión por mí planteada: "Es natural sospechar de la distinción entre ser un tribunal de última instancia y hacer lo que se le da la gana si, precisamente en última instancia, es el mismo tribunal el que decide". Lo que sostengo es que si la Corte Suprema argentina puede dar legitimidad o no a un fallo de un tribunal supuestamente superior a ella, la autoridad de dicho tribunal es superflua, y el hecho de que tenga rango constitucional, también. Podríamos sostener que si la Corte Suprema invalida un fallo de un tribunal internacional, aquélla puede ser castigada por el Senado por esta misma acción, y con esto se resolvería la paradoja. Pero si desde el vamos la Corte Suprema tiene la posibilidad de desligitimar a un tribunal superior, y esto a su vez sería causal de juicio político por parte del Senado, entonces, o bien es superfluo el tribunal superior, o bien es superfluo considerar que la Corte tiene potestad de no obedecer un fallo de un tribunal internacional, ya que por esta mera acción podría ser destituída.
Supongo que la solución a este problema, y que creo que es la que usted sostiene, es que la Corte Suprema puede desconocer un fallo de un tribunal internacional superior a ella, si el Senado considera que los fundamentos del fallo justifican dicho desconocimiento. Pero, nuevamente, si esto es así, ¿por qué sostener que un tribunal internacional es de mayor jerarquía que la Corte Suprema, si ésta puede desconocer sus fallos, con el consentimiento del Senado?

Quizás debido a mis escasos conocimientos del Derecho, he complicado más de la cuenta algo mucho más simple. Pido disculpas si es el caso.
Saludos,
Edgar Denker

Andrés Rosler dijo...

No hay absolutamente nada que disculpar. En realidad, soy yo el que me debo disculpar si no fui lo suficientemente claro. Mi punto es que la Corte Suprema no asume ni puede asumir que tiene jurisdicción o incluso autoridad pase lo que pase sino que trata de justificarlo en su fallo. Después de todo incluso un tribunal que se encuentra en la cima de la jerarquía puede tener obligaciones, v.g. puede estar obligado a cumplir con disposiciones que no provienen de instituciones superiores a él. Por otra lado, por supuesto, la Corte Suprema se puede equivocar (fuera que acepta un fallo de otro tribunal o que no lo acepta) y así y todo su fallo es legalmente obligatorio a menos que otro tribunal superior lo declare ilegal. Pero son dos cuestiones diferentes: cuál es el derecho vigente (cuestión de autoridad o independiente de contenido) y si las decisiones son buenas o malas (cuestión dependiente de contenido si las hay).