jueves, 15 de junio de 2017

¿Cómo piensa un Neurocientífico?



Una nota publicada en el diario La Nación en relación a un proyecto de investigación neurocientífico acerca de cómo piensa un terrorista nos había hecho creer que podíamos hacer una pausa en nuestra cruzada contra el punitivismo y la híper-moralización que suele acompañarlo (2 x 1), y en el peor escenario escribir algo al respecto.

De hecho, nuestros lectores son testigos de que nos hemos ocupado alguna vez de quienes probablemente motivados por el miedo a quedarse sin trabajo por el avance de la psicología cognitiva aplicada a las ciencias sociales han lanzado las más absurdas acusaciones que se tradujeron en un festival de falacias (como muestra basta un botón: piensa, piensa, que algo queda).

En verdad, la psicología cognitiva en particular es un gran avance que permite finalmente darle cierto contenido a un factor explicativo decisivo que acompaña al pensamiento social desde sus orígenes, a saber la naturaleza humana. Negar algo semejante equivaldría a negar la teoría de la evolución. Pero hay ciertos proyectos de investigación que si cayeran en manos erróneas y sobre todo falaces podrían hacerle pasar un muy mal momento a las neurociencias. Este es uno de ellos, a juzgar por lo que se cuenta de él en esta nota.

En efecto, los investigadores que pertenecen a este proyecto, entre los que se cuenta Facundo Manes (Manes, Forster ¿tomeito, tomato?), sostienen con razón que el terrorismo provoca un daño atroz, deshumaniza, etc., y es por eso que aplican las neurociencias para poder entender mejor al fenómeno, pero da la impresión de que suponen que el cerebro de un terrorista funciona de un modo diferente que el de las demás personas y sobre todo que el cerebro de, v.g., alguien que comete un acto de guerra.

El punto es curioso ya que no parece ser parte de este proyecto escanear, v.g., el cerebro de los oficiales militares que cometen actos de guerra y los presidentes democráticos que dan la orden de cometer dichos actos. ¿Si hubieran podido habrían estudiado el cerebro de los aliados que decidieron bombardear deliberadamente Dresden durante la Segunda Guerra Mundial? Si la respuesta fuera que ese bombardeo, que representó uno de los más grandes actos de terrorismo de Estado del siglo XX, estaba justificado, pues entonces obviamente colapsaría el proyecto totalmente.

Supongamos ahora que estos investigadores estuvieran dispuestos a estudiar, v.g., a Eisenhower por sus actos terroristas, pero no a Eisenhower por el desembarco en Normandía, el cual fue un acto de guerra, ¿haría alguna diferencia si les propusiéramos estudiar algún bombardeo de los muchos que tienen lugar con frecuencia en los que mueren miles y miles de no combatientes?

La respuesta probablemente de los investigadores sería que el Diablo jamás se instala en el medio del desierto o al lado de la cancha de Boca, sino que siempre elige lugares repletos de posibles escudos humanos (no combatientes) como hospitales o escuelas. De ahí que la única manera de atacarlo sea con la realización de actos de guerra pero cuyas víctimas son un efecto colateral, es decir un acto previsto pero no deseado.

Lo curioso es que según esta teoría del doble efecto o del efecto colateral, una sola víctima de un acto terrorista sería moralmente mucho peor no solamente que una víctima de un acto de guerra, sino que lo mismo se aplicaría sin que importara la cantidad de víctimas de un acto guerra. Decir que por eso la doctrina del efecto colateral es distinta a la posición según la cual el fin justifica los medios o bien es ingenuo o perverso, ya que quien es víctima de un ataque no es tan exigente a la hora de distinguir entre actos deseados o solamente previstos (es muy probable que si escaneáramos el cerebro de las posibles víctimas confirmaríamos empíricamente nuestra hipótesis).

En efecto, es increíble que estos especialistas en neurociencias no adviertan que es nuestro propio cerebro el que se siente más cómodo concentrándose en las intenciones de un agente antes que en el punto de vista de la víctima, la cual lo único que suele querer es no volar en pedazos, sin que importe quién va a hacerla volar en pedazos (sea un Estado o un insurgente) o por qué (sea de izquierda o de derecha).

Estamos por lo tanto frente a neurocientíficos que ignoran que la distinción entre guerra y terrorismo se debe a que es obvio que al cerebro le cuesta más trabajo tener en cuenta el resultado antes que las intenciones, así como lleva menos trabajo ver una imagen que leer un texto. Pero eso no hace que una imagen sea necesariamente más valiosa que un texto o que dejar morir de hambre a la gente sea menos disvalioso que pegarles un tiro, o que la mera previsión de un resultado lo haga moralmente superior a la intención de cometerlo. En todo caso, eso nos permite dormir con la conciencia tranquila, pero de ahí no se sigue que por eso nos compartamos moralmente, sino que lo único que se sigue es que podemos dormir mejor.

Ciertamente, estos investigadores podrían sostener que lo que distingue al terrorismo contemporáneo es su tendencia suicida. Pero en tal caso otro tanto se podría decir de muchas misiones de guerra que tienen muy pocas o nulas probabilidades de tener éxito, y sin embargo no son estudiadas sino en todo caso festejadas por razones morales. Obviamente, nuestro punto no es que el terrorismo es moralmente superior al acto de guerra. Nuestro punto es que a veces es casi imposible distinguir entre un acto terrorista y un acto de guerra, o que en todo caso las diferencias son psicológicas pero no por eso morales.

Quizás a estos investigadores les convenga echar un vistazo a, v.g., lo que ha hecho Joshua Greene, quien en su libro Moral Tribes explica precisamente desde el punto de vista de la psicología cognitiva más avanzada la debilidad que tiene el cerebro por el etnocentrismo, por las intenciones antes que las previsiones y los resultados, y las acciones antes que por las omisiones.

Lo más curioso de todo es que estos investigadores han confirmado lo que ya sabíamos con tan solo leer el diario (para no hablar de filósofos morales y políticos como Philippa Foot o Uwe Steinhoff, para dar dos nombres solamente), es decir, que un acto terrorista privilegia los resultados antes que las intenciones. Pero precisamente no hacía falta ser un rocket scientist o un neurocientífico para saberlo.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenos días. Excelente artículo. Muy esclarecedor, como siempre.
Saludos.

Jorge Ongaro

Andrés Rosler dijo...

Muchísimas gracias Jorge! Un abrazo.