domingo, 4 de enero de 2015

Pureza forsteriana

Los aportes que regularmente hace el Secretario para el Pensamiento Nacional a la comprensión del núcleo duro del kirchnerismo son insustituibles. Basta recordar al respecto que nadie es más kirchnerista que Forster y nada es más nacional que el kirchnerismo. Semejante consideración debería por sí misma poner coto a quienes se la pasan expresando diatribas contra la necesidad de la creación de la Secretaría en general y la designación de este Secretario en particular. Decimos esto a modo de explicación, innecesaria por lo demás, de por qué caemos nuevamente en la tentación de comentar la nota con la cual despidió el año el Secretario para el Pensamiento (Kirchnerismo: un nombre para cambiar la historia).  

Todo aquel que lee al Secretario para el Pensamiento queda embelesado por lo que podríamos denominar su notoria preocupación por el lenguaje, la cual nos compele a hablar de cierta “pureza forsteriana”, quizás inspirados por aquella famosa escena de “Tienes un email” entre Frank (Greg Kinnear), el intelectual pareja de Kathleen (Meg Ryan), y su entrevistadora (Jane Adams) (por favor, oprima "play", abajo a la izquierda de la pantalla, como solía decír Emilio Ariño):



- [Entrevistadora] La librería, háblenos de ella.
- [Frank] La Tienda a la Vuelta de la Esquina tiene una especie de pureza jeffersoniana... que la ciudad necesita en aras de mantener su integridad histórica.
- [Kathleen] Eso estuvo bien. Gracias.
- [Frank] ¿Estás grabando esto?
- [Kathleen] Lo estoy grabando.
- [Frank] Tecnológicamente hablando, el mundo se nos fue de las manos. Tomemos la videograbadora. La idea detrás de la videograbadora es que hace posible... que Ud. grabe lo que está en la TV cuando Ud. deja su casa. La idea de dejar la casa... es que Ud. pueda perderse lo que está en TV.
- [Kathleen] Yo te he escuchado decir eso antes.
- [Frank] Ella no.

Esta pureza del lenguaje forsteriano, qué decir de la profundidad filosófica, es acompañada por cierta debilidad por la inquisición. En efecto, en su última nota, (Kirchnerismo: un nombre para cambiar la historia), de 1919 palabras, Forster formula 22 preguntas (un promedio de 1 pregunta cada 87 palabras y fracción), las cuales de una u otra manera compendian su infatigable interés por la novedad. Por ejemplo: “¿Qué de nuevo se guarda en el lenguaje político…?”, “¿Es acaso el advenimiento de una nominación la evidencia de una novedad?”, “tiempo crepuscular en el que ya no esperábamos novedades refulgentes”, “las cosas dejan de ser lo que eran sin acabar de asumir los rasgos de la novedad que portan”, “¿Imaginaba esa dialéctica de novedad y de retorno que provocaría su lanzarse al ruedo de la intervención pública?”, “los habitantes del nuevo tiempo”, “no hay novedad ni ruptura sin la aparición de algunas palabras y de ciertos nombres”, “¿Es acaso esa ‘novedad’ la que irradia el nombre del kirchnerismo?”. En otras palabras, una de las preocupaciones centrales del pensamiento de Forster es esa permanencia “entre lo antiguo … y lo nuevo”, quizás un no tan oblicuo homenaje al sempiterno cuestionamiento de Bugs Bunny: “¿Qué hay de nuevo, viejo?”.

Como no hay nada que les venga bien, algunos objetan esta pureza forsteriana, aunque lo hacen fundamentalmente por razones políticas. En efecto, saben que Forster escribe muy bien y por eso quieren desacreditarlo. Ahora bien, si hay algo en lo que hasta los más furiosos antikirchneristas podrían estar de acuerdo con Forster es que el kirchnerismo es un nombre que, en las palabras del propio Forster en la nota que nos ocupa, “Nos asaltó”. En este sentido, como diría el General, somos todos peronistas.

Hablando del General, mientras que todavía hay gente que se resiste a la tan argentina personalización del discurso político según la cual convertimos en doctrina el nombre de un presidente merced al agregado del sufijo “-ismo”, Forster parece celebrar que “el patronímico de una persona se convierta en santo y seña de un giro fundamental en la historia de un país”.

¿Y por qué no? Después de todo, pocos objetan nombres tales como tomismo o marxismo. De hecho, lo único que le falta al kirchnerismo es contar con su propia Suma Teológica o El Capital, y quién sabe, Forster bien puede estar trabajando precisamente en eso, quizás una lectura frankfurtiana del kirchnerismo, por no decir de Adorno.

Por lo demás, si el sentido último de un discurso político tiene como objetivo precisamente el ejercicio del poder, ¿para qué apelar a intermediarios como ideas o valores si uno puede directamente apelar a quienes han ejercido el poder durante varios períodos? Quienes objetaran que otro tanto se aplica al menemismo (en nuestro país) y el estalinismo (por supuesto que fuera de nuestro país), estarían abusando de la lógica con fines políticos. No sería la primera vez.

Habiendo dicho esto, que quede claro que nuestra admiración por Forster no es obsecuente. Con todo respeto, nos parece que la predisposición analítica reaccionaria de Forster, es decir, la de comprender un discurso básicamente a partir de las reacciones o efectos que produce (“Cuando un nombre, en este caso el del kirchnerismo, provoca estas reacciones es porque algo importante viene a proponerle a la sociedad”), quizás sea el talón de Aquiles de la nota.

En efecto, si lo que caracteriza al kirchnerismo es que, por ejemplo, “devolvió una creencia, un sentido político, un rumor de afectos y fraternidades”, se adelantó “a los deseos de esa sociedad”, hizo que las personas tuvieran que “adaptarse a lo que no soñaron que les iba a ocurrir”, fue capaz como pocos de “impregnar tan densamente el escenario de un país volviendo imposible la neutralidad valorativa y la huida hacia refugios impermeables a la demanda de una realidad relampagueante y tormentosa”, etc., es indudable que otro tanto se aplica, por ejemplo, al nazismo, y no por eso éste podría volverse atractivo en absoluto. Al fin y al cabo, suponemos que lo que Forster ensaya no es solamente el concepto del kirchnerismo sino a la vez una recomendación.

La metodología reactiva del análisis de Forster se debilita todavía más cuando la reacción en cuestión es la de quienes, por alguna razón, todavía se oponen al kirchnerismo. Ya habíamos comprobado este aspecto del pensamiento de Forster en ocasión de su muy curiosa afirmación: “Si Pagni y La Nación dicen lo que dicen, es porque no debemos estar equivocándonos demasiado” (que el árbol no tape el Forster). Semejante argumento supone irónicamente que sus adversarios son, a su modo, infalibles en sus errores, no se "equivocan" nunca (o muy pocas veces, o muy poco): siempre que critican al kirchnerismo lo hacen porque el kirchnerismo tiene razón.

Es muy extraño que un filósofo cometa una falacia semejante, y sobre todo en público. En realidad, Forster en este punto parece seguir a pies juntillas la quinta de las “reglas para pensar como un militante” de Ignacio de Loyola (con todo el respeto que nos merece), la cual indica que un militante “siempre debe proceder de modo contrario al cual procede el enemigo”.  En otras palabras, un buen militante como Forster debe criticar todo lo que dice el enemigo, sólo porque lo dice el enemigo.

Y no faltará el que sostenga que tratar de entender al kirchnerismo por la reacción que provoca en quienes se le oponen no sería muy distinto de querer entender, por ejemplo, al judaísmo desde el punto de vista del nazismo.

C. S. Lewis alguna vez escribió que un libro es bueno cuando provoca cierta reacción en sus lectores. Comprender y defender, sin embargo, un discurso político por las reacciones que provoca, no parece ser el camino apropiado, y mucho menos para un filósofo. 

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