domingo, 21 de abril de 2024

It Had to be You: Carl Schmitt sobre la exclusión y el razonamiento político

La revista suiza Philosophies acaba de publicar un paper sobre Carl Schmitt y el razonamiento político en un número especial dedicado a la exclusión. Aquí se puede encontrar el paper (también se puede bajar el pdf) y aquí el proceso de evaluación (los informes de los referatos y las respuestas del autor). 

viernes, 15 de marzo de 2024

El Anti-sionismo es Peor que el Antisemitismo


(ilustración de Bernardo Erlich para Seúl)

“Al que le quepa el sayo, que se lo ponga”, dice un viejo refrán español. Sin embargo, si hay un sayo que nadie se quiere poner hoy en día es el de antisemita. Se trata de un término claramente peyorativo que impide toda discusión posterior. Por eso, cuando alguien es tildado de antisemita, la persona se ofende y aclara que no es antisemita sino anti-sionista.

Por otro lado, mientras que los anti-sionistas suelen quejarse de que se los tilda de antisemitas para impedir toda crítica al Estado de Israel, quienes lanzan la acusación de antisemitismo están muy lejos de conformarse con la distinción entre antisemitismo y anti-sionismo, ya que suelen alegar que el anti-sionismo no es sino el último refugio del antisemitismo. Es por eso que, por ejemplo, la Resolución 894 de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos del 5 de diciembre de 2023 estipula que “anti-sionismo es antisemitismo”. 

De ahí que tanto quienes suelen ser retratados como antisemitas cuanto sus acusadores están de acuerdo en que no hay nada peor que el antisemitismo. Esto llama la atención ya que, originariamente, eran los propios antisemitas los que se reconocían como tales e incluso conformaban verdaderas asociaciones que se ocupaban de difundir el credo antisemita. Basta recordar la Liga Antisemita creada por el político alemán Wilhelm Marr en el último cuarto del siglo XIX. 

Los cinéfilos recordarán el diálogo que mantienen el Dr. Frankenstein (Gene Wilder) y su sirviente Igor (Marty Feldman) mientras desentierran cadáveres en el cementerio una muy fría y húmeda noche de invierno (obviamente en la película El Joven Frankenstein (1974) de Mel Brooks): 

“— Dr. Frankenstein: ¡Qué trabajo asqueroso! 

— Igor: Podría ser peor.

— ¿Cómo?

— Podría llover”. 

Obviamente, apenas Igor termina su respuesta, irrumpe un trueno verdaderamente estruendoso y comienza a diluviar. Mi tesis es que el antisemitismo es como desenterrar cadáveres en medio de la noche húmeda y fría, pero hay algo mucho peor todavía: que diluvie mientras llevamos a cabo ese trabajo asqueroso, y este diluvio es precisamente el anti-sionismo. 


“LOS ANTISEMITAS TIENEN RAZÓN”

Theodor Herzl parecía tener en mente esta distinción entre antisemitismo y anti-sionismo cuando el 17 de junio de 1895 escribió en su diario personal: “Los antisemitas tienen razón. Si les concedemos eso, entonces nosotros también seremos felices”. Herzl ya había anotado el 12 de junio del mismo año que: “Los antisemitas serán nuestros amigos más confiables, los países antisemitas nuestros aliados”. 

En esta misma línea, Robert Weltsch, el editor de Panorama Judío (Jüdische Rundschau), el órgano del sionismo alemán, escribió el 7 de junio de 1912 en ocasión del sesquicentenario de Johann Gottlieb Fichte, el destacado filósofo alemán que tiene su lugar asegurado en el Panteón de los precursores del antisemitismo: “Todo sionista debería leer estos ‘Discursos a la nación alemana’ (…) porque nos muestran consoladoramente que exactamente las mismas preguntas que hoy nos hacemos sobre nuestro pueblo judío fueron planteadas sobre la existencia de aquel pueblo que hoy marcha en la cima de los pueblos cultos (…). Pues lo que Fichte combate en el pueblo alemán de su tiempo, esto es también aquello de lo que padece ante todo nuestro pueblo judío. (…). Las palabras inspiradoras de Fichte podemos transportarlas casi exactamente a nuestras circunstancias”.

Para dar una idea de cuáles eran algunas de las “palabras inspiradoras” de Fichte, podemos recordar el siguiente pasaje de los Discursos a la nación alemana: “Libertad significaba para ellos permanecer alemanes, que pudieran continuar decidiendo sus asuntos autónomamente y primariamente de acuerdo con su espíritu, e igualmente, según su propio espíritu, poder seguir adelante en su formación y transmitir su autonomía a sus descendientes; esclavitud significaría para ellos todas aquellas bendiciones que les brindaron los romanos, porque debían pasar a ser algo que no era alemán; es decir, porque debían convertirse en medio romanos. Se comprende, supusieron que, antes de volverse romanos, prefirieron morir y que un alemán verdadero sólo puede querer vivir para ser y permanecer precisamente alemán y formar a los suyos como tales”. Da la impresión entonces de que es suficiente leer “judío” donde dice “alemán” para entender la admiración sionista por Fichte, particularmente teniendo en cuenta la antigua lucha judía contra la dominación romana. Los sionistas alemanes se consideraban los herederos de Fichte en el combate por la liberación de Alemania bajo el yugo napoleónico, con la obvia diferencia de que ellos pretendían luchar por la liberación del pueblo judío.

Como si siguiera tras los pasos de Herzl, Gershom Scholem también anotaría en 1915 en su diario personal que en un ensayo del antisemita “moderado” Max Hildebert Boehm (contra el liberalismo kantiano de Hermann Cohen) encontró proposiciones que “me sorprendieron por su coincidencia con mis propios pensamientos”. Scholem y Boehm, el sionista y el antisemita, estaban hermanados por su rechazo del razonamiento universalista de Cohen. Por su parte, en su obra satírica Una Corona para Sion (1898), Karl Kraus sostiene que la esencia de la “idea sionista” es el antisemitismo y que los sionistas son “judíos antisemitas”. En su famoso libro Los orígenes del totalitarismo Hannah Arendt también se refiere al sionismo como un “movimiento antisemita”.

La coincidencia básica entre el sionismo y el antisemitismo (a la vieja usanza) se debe a que ambos entienden que una comunidad política all-inclusive es imposible. Ambos perciben el fracaso de la asimilación y de la idea de una sola comunidad política a la que pertenecerían todos los seres humanos por el solo hecho de haber nacido. Un orden cosmopolita tiende a transformarse muy rápidamente en una sinécdoque que tarde o temprano distingue entre los representantes de la humanidad (léase: “nosotros”) y sus enemigos (alias “ellos”). Sin ir más lejos, es en nombre de la humanidad que hoy en día Israel es acusado por sus enemigos ante la Corte Internacional de Justicia de las Naciones Unidas por haber cometido actos de genocidio en Gaza. El más sincero de los cosmopolitismos puede convertirse en un arma política formidable.  


LA MARCA NO ES EL GENÉRICO

Hoy en día el acercamiento entre el sionismo y el antisemitismo no es fácil de comprender debido al anacronismo de creer que el antisemitismo es un genérico que abarca marcas tan diferentes como la opinión de la patrística cristiana sobre los judíos, la Inquisición española, el caso Dreyfus, el nacionalsocialismo y el anti-sionismo. 

La perplejidad y la confusión se disipan una vez que entendemos al antisemitismo en términos históricos, es decir no como el genérico, sino como una de las marcas que compite en el mercado histórico-cultural, lo cual nos permite comprobar que los primeros interesados en que se creara un Estado judío fueron los propios antisemitas (línea fundadora, por si todavía fuera necesario hacer la aclaración). 

Ciertamente, esto no se debía a razones precisamente altruistas, sino a que los antisemitas preferían que los judíos se fueran de donde estaban y regresaran al lugar de donde habían salido, lo cual podía derivar en la creación de un Estado judío. Los antisemitas en el fondo dudaban de que, luego de más de mil años de una vida apolítica en la diáspora, los judíos iban a ser capaces de volver a organizarse políticamente. Por lo tanto, los antisemitas suponían que la creación de un Estado judío era una quimera. Su apoyo al sionismo representaba para ellos una situación win-win. 

Sin embargo, ese es precisamente el punto. Si hay algo que los anti-sionistas jamás van a aceptar, ni siquiera hipotéticamente, es la existencia de un Estado judío; después de todo, es por eso que se consideran anti-sionistas. Esto ya debería ser suficiente para entender la diferencia gigantesca que existe entre el antisemitismo y el anti-sionismo, y lo que esta diferencia significa para los judíos. Mientras que el antisemitismo línea fundadora estaba a favor de la creación de un Estado judío (tal vez porque todavía no existía), el anti-sionismo quiere destruirlo (precisamente porque existe). 

Además, los antisemitas reconocían las raíces históricas de los judíos en Israel, mientras que los anti-sionistas contemporáneos no quieren que haya judíos ni en el espacio de Israel (“desde el río hasta el mar”), ni en el tiempo de Israel (algunos llegan a negar que allí hubo alguna vez una comunidad judía políticamente organizada). Cabe recordar que en lugar de verse debilitado por los actos de Hamas del 7 de octubre, el anti-sionismo por el contrario se ha fortalecido en el mundo, siempre teniendo el cuidado de aclarar que no se trata de antisemitismo, como si eso jugara a su favor. 

Los anti-sionistas también suelen alegar que entre sus filas se encuentran incluso algunos (aunque muy pocos) judíos. Sin embargo, ese es el punto. Por ejemplo, cuando surgió el sionismo en Alemania (fines del siglo XIX, comienzos del siglo XX), eran los propios judíos en su gran mayoría quienes se le oponían, ya que se consideraban a sí mismos “ciudadanos alemanes de religión judía” y de hecho los soldados judíos alemanes debido a su participación en la Primera Guerra Mundial recibirían un porcentaje de condecoraciones mayor al de los demás compatriotas.

Para dar una idea, al momento del ascenso de Hitler al poder, los judíos representaban el 1 % de la población alemana, y los judíos sionistas a su vez representaban menos del 4 % de ese 1 %, y la gran mayoría de los judíos sionistas alemanes a su vez no eran sionistas en términos políticos sino fundamentalmente culturales, como si lo que hubiera estado en peligro en aquel momento fuera fundamentalmente la vida espiritual o cultural de los judíos y no su vida sin más. Los sionistas políticos entonces eran una pequeñísima minoría dentro de una pequeñísima minoría. 

Una anécdota del filósofo político Leo Strauss es bastante representativa de la situación del sionismo alemán de aquel entonces. Strauss cuenta que cuando era un joven sionista en Alemania a mediados de la década de 1920 solía encontrarse con Vladimir Jabotinsky, el líder del sionismo revisionista: “Una vez Jabotinsky me preguntó: ‘¿Qué están haciendo?’. Yo le dije: ‘Bueno, leemos la Biblia, estudiamos historia judía, teoría sionista’. Él replicó: ‘¿Y práctica de rifle?’. Y yo tuve que decirle: ‘No’”. 

Huelga decir que las acciones del sionismo comenzaron a subir dramáticamente luego de que Hitler llegara al poder, pero para ese entonces ya era demasiado tarde: muy pocos judíos podían comprarlas. El siglo XX, y muy recientemente lo ocurrido el 7 de octubre del año pasado, les ha enseñado a los judíos que muy difícilmente pueden darse el lujo de volver a llevar una vida sin organización política, al menos si quieren seguir con vida. No se trata entonces del deseo romántico de la auto-determinación, sino de la supervivencia, de no ser violados y secuestrados. 


RABINO O CUIDADOR DE BAÑOS, TODO EL MUNDO TIENE ENEMIGOS

Es por eso que hoy en día entre el 90 y el 95 % de los judíos en el mundo se consideran sionistas (aunque a los anti-sionistas sólo les interesa el 5 ó 10 % restante), es decir están a favor de un Estado judío que se defienda de sus enemigos. No es casualidad entonces que Carl Schmitt se haya vanagloriado en 1931 ante su editor judío alemán y CEO de la editorial Duncker & Humblot, Ludwig Feuchtwanger: “Las mejores expresiones de aprobación a ‘El Concepto de lo Político’ las he obtenido de sionistas”. Después de todo, a los sionistas admiradores de Schmitt no hacía falta recordarles aquel viejo refrán yiddish: “Rabino o cuidador de baños, todo el mundo tiene enemigos”.

A esta altura, tampoco puede sorprender que encontremos pasajes decididamente antisemitas en el Glossarium—el diario que llevó Schmitt después de la segunda posguerra—que sin embargo podrían figurar (si no es que de hecho lo hacen) en el diario personal de Herzl. Por ejemplo: “los judíos siempre permanecen judíos” y “el judío asimilado es el verdadero enemigo” (del 25.9.47) (cabe recordar que los sionistas competían con los asimilados en el mercado judío), y tal vez sobre todo: “¡Pero estos pobres judíos! ¡Que no quieren ser sionistas!” (15.6.50). 

En resumen, los anti-sionistas no se consideran antisemitas debido a que sostienen que su enemigo no es el judaísmo sino la exclusión. Lo curioso es que su lucha contra la exclusión requiera, por ejemplo, la exclusión violenta de los judíos que viven en Israel “desde el río hasta el mar”. En cambio, los antisemitas de la vieja escuela se reconocían como tales y por eso no ocultaban el carácter excluyente de su discurso, lo cual a su vez los conducía a apoyar al sionismo. La gran diferencia entonces entre el antisemitismo (línea fundadora) y el anti-sionismo, es que mientras que el segundo se opone por definición a la existencia de un Estado judío, el primero apoyaba la creación de un Estado judío en Israel. Como dice aquel viejo refrán yiddish: “Ojalá tuviera esos tsures”. O para usar un dicho futbolero: “Antisemitismo (a la vieja usanza) volvé, te perdonamos”. 

Hay otro viejo refrán yiddish que reza: “Si la abuela hubiera tenido testículos habría sido mi abuelo”.  Si bien hoy en día el refrán se ha vuelto algo anticuado, el punto sigue siendo el mismo. Siempre podemos desear que la realidad sea distinta imaginando contrafácticos en los que la enemistad y la exclusión han desaparecido del mundo. El problema es que por más que lo deseemos, los contrafácticos no pueden evitar que la realidad siga siendo trágica. Como dice Carl Schmitt en El concepto de lo político: “Sería una torpeza creer que un pueblo indefenso solamente tiene amigos, y sería un cálculo escandaloso suponer que la falta de resistencia podría conmover al enemigo. (…). Si un pueblo no tiene la energía o la voluntad de mantenerse en la esfera de lo político, de este modo lo político no desaparece del mundo. Sólo desaparece un pueblo débil”. 

Fuente: Seúl.

viernes, 1 de marzo de 2024

Antisemitas eran los de Antes

Aquello que hace medio siglo todavía se consideraba una rara avis, hoy se ha vuelto un fenómeno muy habitual en la esfera pública: lo que algunos denominan como antisemitismo de izquierda o progresista y que otros prefieren llamar “nuevo antisemitismo”. Se trata de un fenómeno que provoca bastante perplejidad, sobre todo para los judíos que se consideran progresistas.

Por supuesto, no pocos lectores recordarán que este fenómeno no tiene nada de nuevo. Luego de la creación del Estado de Israel, en la Unión Soviética se referían a los judíos vernáculos como “cosmopolitas desarraigados” ya que no se podía confiar en ellos para defender a la Unión Soviética de la penetración occidental, o como “nacionalistas judíos” pero de la nación equivocada, es decir que se les reprochaba ser sionistas en potencia debido a que Israel era considerado un satélite de los Estados Unidos. En la Polonia comunista, como consecuencia de la Guerra de los Seis Días, comenzaron las comparaciones de Israel con la Alemania de Hitler, y la del sionismo con el nacionalsocialismo. De hecho, las manifestaciones universitarias en contra del régimen comunista eran consideradas por el partido como “sionistas”. 

El así llamado antisemitismo de izquierda o progresista no es entonces un fenómeno nuevo, pero no por eso deja de provocar cierta extrañeza o confusión. Esto se debe a que se supone que el antisemitismo es de derecha. Quizás esto se deba, por ejemplo, al juramento de la Liga de Acción Francesa (1905): “Hay que ofrecerle a la Francia un régimen que sea francés. Nuestro único futuro es entonces la monarquía tal como la personifica el heredero de los cuarenta reyes que, en mil años, hicieron la Francia. Solo la monarquía asegura la salvación pública y, garante del orden, previene los males públicos que el antisemitismo y el nacionalismo denuncian”. El antisemitismo originario, al igual que el actual, denuncia “males públicos” que deben ser tenidos en cuenta por la sociedad. Sin embargo, una primera gran diferencia entre ambos es que el antisemitismo contemporáneo no invoca la monarquía, ni defiende la tradición, sino que se siente mucho más cómodo con la revolución, o en todo caso con una transformación radical del orden, invocando la humanidad, el universalismo, los derechos humanos, etc., y en nombre del rechazo a toda forma de exclusión. 

Un segundo aspecto que llama la atención es que, a diferencia de lo que ocurría con el antisemitismo original (tal como se puede apreciar en el juramento de la Liga de Acción Francesa), hoy los antisemitas (o a quienes se los suele llamar de ese modo) no se reconocen como tales. Mientras que los antisemitas primigenios reivindicaban la marca y la vendían con orgullo (Wilhelm Marr, quien es considerado el autor del término “antisemitismo”, estaba ciertamente orgulloso de haber fundado en 1879 La Liga de los Antisemitas, que tenía su propio papel con membrete), hoy en día “antisemita” o “antisemitismo” se han convertido directamente en un insulto (obviamente, algunos de los acontecimientos del siglo XX tienen mucho que ver con esto), lo cual explica por qué quienes son acusados de ser antisemitas replican que su posición es en realidad anti-sionista. 

Este anti-sionismo, en lugar de verse debilitado por las pruebas o las evidencias que Hamas ha provisto al mundo de sus propias acciones, por el contrario se ha visto fortalecido. En el último tiempo estamos asistiendo a verdaderos debates acerca de la relevancia del contexto en relación a actos que involucran una convocatoria a un nuevo genocidio contra los judíos, violaciones de mujeres judías, tomas de rehenes judíos, etc.

En tercer lugar, habría que tener en cuenta que la perplejidad de los judíos ante el antisemitismo de izquierda no se debe meramente al cambio polar de un extremo por otro, sino a que no pocos judíos se consideran ellos mismos de izquierda, como pertenecientes a la vanguardia progresista. Ciertamente, el nacionalsocialismo llevó la asociación entre la izquierda y el judaísmo hasta el paroxismo, pero es indudable que no pocos judíos durante bastante tiempo se sentían más cómodos mucho más cerca de lo que se suele llamar pensamiento crítico o de izquierda que de la obra de autores que solían ser catalogados como conformistas y por lo tanto de derecha. Parafraseando el eslogan de mayo del 68, se suponía los judíos preferían equivocarse con León Trotsky antes que tener razón con Raymond Aron (aunque el propio Aron no era sionista y tampoco era muy judío que digamos, y en todo caso se consideraba de izquierda en algunos aspectos). 

Aquí es donde quisiera proponer mi tesis, por así decir: antisemitas eran los de antes. En defensa de ella quisiera primero indicar que no soy el primero en creer algo semejante. En una entrada del 17 de junio de 1895, Theodor Herzl escribe en su diario personal: “Los antisemitas tienen razón. Si les concedemos eso, entonces nosotros también seremos felices”. Veamos qué quiso decir Herzl con esta frase. 

En primer lugar, Herzl parece estar refiriéndose al hecho de que el antisemitismo línea fundadora lo ayudó a entender el fracaso de la asimilación judía y por lo tanto del proyecto universalista de la Ilustración y de la Revolución. Herzl se convenció de este fenómeno mientras cubría en tanto que corresponsal de un diario la degradación del Capitán Dreyfus y escuchó gritar a la turba enfurecida que la presenciaba: “¡Muerte a los judíos!”, para no hablar de lo que ocurría en el Este de Europa, más precisamente en Rusia. 

Como consecuencia, y en segundo lugar, Herzl también se convenció de que los antisemitas primigenios tenían razón en que no tiene sentido hablar de comunidades políticas all-inclusive: los primeros en dar fe de este fracaso eran los judíos, que eran discriminados en el mismo país que había inventado la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y que de hecho había iniciado precisamente el proyecto de asimilación. 

En tercer lugar, el antisemitismo línea fundadora criticaba a los judíos por su incapacidad de llevar una vida política, es decir, de organizarse políticamente. Por si hiciera falta, recordemos los ingredientes mínimos indispensables para poder hablar de vida política en sentido estricto: un territorio, un gobierno, una población. Esto es algo a lo que Herzl también le prestó mucha atención, aunque obviamente pensaba que los antisemitas tomaban como algo natural o inherente a los judíos lo que en el fondo no era sino una situación contingente y recursiva, ya que el carácter a-político o anti-político de los judíos se veía reforzado con el paso del tiempo. 

Finalmente, y aquí tal vez emerja lo que más llama la atención en estos días, mientras que el antisemitismo línea fundadora era sionista, lo que hoy suele ser llamado antisemitismo adopta una posición claramente anti-sionista, o en todo caso es re-dirigido por los mismos involucrados hacia el anti-sionismo. 

En efecto, los antisemitas primigenios eran sionistas, si más no fuera para lograr que los judíos se fueran de donde estaban y regresaran adonde salieron. Y de hecho, los judíos mismos eran anti-sionistas en su gran mayoría en la época del antisemitismo línea fundadora, ya que todavía creían en el éxito de la asimilación. Sólo para dar una idea, mientras que al momento del ascenso de Hitler al poder los judíos representaban el 1 % de la población alemana, los sionistas alemanes a su vez eran el 1 % de ese 1 %, y la gran mayoría de los sionistas alemanes (como por ejemplo Martin Buber), es decir la mayoría del 1 % del 1 %, adherían al sionismo cultural preocupado por cuidar las necesidades espirituales de los judíos, mientras que solamente el sionismo político—francamente en minoría—temía por la vida misma de los judíos y por eso abogaba por la creación de un Estado judío en Israel. Hoy en día la situación es exactamente al revés: la enorme mayoría de los judíos es sionista, mientras que las personas consideradas antisemitas son netamente anti-sionistas, tal como lo refleja su eslogan: “Desde el río hasta el mar”. 

A decir verdad, hay algo de ironía en el sionismo antisemita, ya que los propios antisemitas no confiaban en que los judíos fueran capaces de establecer un Estado propio. Lo que parecía subyacer entonces al antisemitismo originario era la frase que hoy se ha vuelto tan popular: “Armen un partido y ganen las elecciones”, que se suele usar cuando el emisor asume que está proponiendo algo imposible de lograr. Por otro lado, no puede sorprender que los propios antisemitas que se mostraban abiertos al sionismo desconfiaban a la vez de la eventual creación de un Estado judío, ya que eso permitiría que este último se convirtiera en un centro a partir del cual los judíos conspirarían para dominar el mundo. Este es uno de los pocos puntos de encuentro entre el antisemitismo línea fundadora y lo que hoy es considerado como el nuevo antisemitismo.  

En todo caso, Herzl trató de tomarse en serio lo que decían los antisemitas. Los propios sionistas eran conscientes de que, como muy bien explica Alain Dieckhoff: “El sionismo es una verdadera revolución, dirigida contra el destino histórico de los judíos, porque los invita a desembarazarse de un peso terrible: la desconfianza respecto a lo político”. No podía extrañar que luego de muchos cientos de años de vida en la diáspora, los judíos se sintieran mucho más cómodos dentro de la combinación de anarquismo, cosmopolitismo y pacifismo, con su consiguiente rechazo visceral a todo lo que tuviera algo que ver con la política, y por eso en su enorme mayoría no estaban preparados para entender lo que ocurriría a mediados del siglo XX.  

Peretz Bernstein—que si bien era alemán llegó a ser un dirigente importante del sionismo holandés en la década de 1930 y con el tiempo se convertiría en uno de los firmantes de la Declaración de Independencia del Estado de Israel, en miembro del primer Knesset y en ministro de economía—en su libro El antisemitismo como un fenómeno grupal, de 1923, llega a una conclusión parecida a la de Herzl. Si bien en este libro—que hasta el día de hoy es uno de los mejores sobre este tema—Bernstein quiere explicar el antisemitismo, como consecuencia de su investigación ofrece una teoría general de los grupos en la cual el antisemitismo es entendido precisamente como un fenómeno grupal. 

De hecho, Bernstein adopta esta perspectiva grupal o estructural porque en aquel entonces no pocos judíos todavía creían que el antisemitismo se debía a algo que habían hecho los propios judíos, como si los judíos fueran responsables por la existencia del antisemitismo. Casi treinta años más tarde (1951), en su ensayo “Esclavitud judía y emancipación”, Isaías Berlin también hablaría de la actitud complaciente de no pocos judíos asimilados, que tratan de congraciarse con la sociedad a la que pertenecen y tratan de anticipar y de hacer lo que esta sociedad espera de ellos. Un verdadero antisemita, sin embargo, jamás cambiará de opinión debido a lo que hagan los judíos. Tal como vimos, si el judío es cosmopolita o nacionalista, el problema es que es judío.   

Volviendo a Bernstein, lo que distingue al antisemitismo del razonamiento grupal en general es que el primero “aparece como una forma especial de enemistad grupal que se dirige contra grupos étnicos minoritarios de fuerza inferior”. De ahí que sería un grave error tirar el bebé de la acción colectiva o grupal con el agua sucia del antisemitismo. El antisemitismo en todo caso es un razonamiento grupal que funciona mal. 

Para Bernstein, “todos los grupos son excluyentes”, incluso—sino particularmente—los grupos que actúan en nombre de la humanidad: “Incluso el grupo más noble, caritativo y honestamente altruista de hombres crea un límite entre la humanidad como un todo y un número—siempre comparativamente pequeño—de individuos que dentro de la esfera de estos sentimientos amistosos goza de tratamiento preferencial”. Un grupo conformado en aras de la humanidad en realidad se verá motivado a eliminar todo obstáculo en su búsqueda del bienestar universal, de tal manera que “para alcanzar su meta, ningún sacrificio es demasiado grande, particularmente si los sacrificados son aquellos que, real o supuestamente, se interponen entre los humanitarios y su objetivo; la misma acción hostil que de otro modo encontraría una condena general, se convierte en una carga sagrada”.

Bernstein defendía la idea de que los judíos tuvieran su propio Estado, como una comunidad más que busca la auto-determinación y sobre todo protegerse de sus enemigos: “Una nación judía que viva en un asentamiento cerrado dentro de su propio país probablemente estará expuesta a la hostilidad de las naciones vecinas, y vivirá en los estados alternativos de guerra y paz, como siempre ha sido en el mundo. Sin embargo, la enemistad entre los judíos y sus vecinos no va a ser más que la enemistad normal entre una nación y la otra, y no ese odio unilateral y maldito que ha perseguido a los fragmentos de un pueblo torturado a lo largo de veinte siglos y sobre la totalidad del mundo habitado”.

Todavía—sino sobre todo—hoy no está de más recordar la profética advertencia de Bernstein en 1923: “Otra vez estaremos en shock, otra vez gritaremos desesperados, cuando mañana los judíos sean, en algún lugar del mundo, asesinados, torturados, declarados fuera de la ley; apelaremos a la conciencia de las naciones y pediremos cuentas a nuestros perseguidores por sus acciones, así como estamos preparados a dar cuentas y ser responsables de cada una de nuestras acciones. Pero no debemos cegarnos y debemos tener en cuenta que un sermón penitencial no puede cambiar la naturaleza humana, que la indignación no puede prevenir que la enemistad se transforme en deseos hostiles, y que el fenómeno de la enemistad grupal no puede ser expulsado de la tierra mediante exportaciones, y que cualquier cosa que se haya hecho para que el mundo esté en una situación más pacífica ha sido hecho mediante medidas calculadas para afectar la naturaleza humana tal como es y no como debería ser”. 

La perplejidad de los judíos que se sienten tan cómodos dentro del progresismo se acrecienta debido a que las puertas de la izquierda se les están cerrando y tampoco pueden dirigirse hacia la derecha porque sus principios se lo impiden. Obviamente, el problema es que para que haya judíos de izquierda o de derecha o incluso equidistantes, primero tiene que haber judíos, y para eso tienen que sobrevivir. Por lo tanto, si Hamas representa a la izquierda y al pensamiento crítico (como explica Judith Butler), tal vez sea hora de tener razón con Aron antes que equivocarse con Hamas.  

En conclusión, hoy en día Herzl muy difícilmente repetiría su apreciación de que los antisemitas tienen razón, debido a que, a diferencia de los antisemitas originarios, quienes hoy son considerados antisemitas prefieren entenderse a sí mismos como anti-sionistas en nombre del combate contra toda clase de exclusión, a la vez que relativizan o reivindican los actos de Hamas y tratan de descalificar moralmente a su enemigo (Israel) acusándolo de genocidio, todo en nombre de la humanidad

lunes, 8 de enero de 2024

El DNU de Milei: La Culpa la tienen Carl Schmitt y los Ciclistas (Otra Vez)


Era de esperar que la discusión sobre las primeras medidas tomadas por el gobierno conjurara el espíritu de la vulgata de Carl Schmitt. Por ejemplo, La Nación en su suplemento “Ideas” del último sábado publicó una columna de opinión la cual sostiene que: “por las mismas razones [que las que emplea el actual Procurador Barra para justificar la propuesta del DNU] Schmitt justificó una política ‘decisionista’ que girara en torno de la voluntad absoluta del líder”. 

Habría que arrancar diciendo que si hay algo que Schmitt no hubiera apoyado es el individualismo anarquista de Milei (basta leer la última sección de El Concepto de lo Político para ver que el anarquismo es un caso de manual de negación de lo político). El eslogan de la obra más conocida de Schmitt bien podría haber sido Estado o Revolución (wink, wink).

En segundo lugar, cualquiera que haya estudiado a Carl Schmitt sabe que jamás “justificó una política ‘decisionista’ que girara en torno de la voluntad absoluta del líder”, particularmente en relación a Hitler, por la sencilla razón de que cuando decidió colaborar con el nazismo, es decir a partir de marzo de 1933, Schmitt (tal como se puede apreciar en el prólogo de 1933 de la segunda edición de Teología Política y sobre todo en el ensayo Sobre los Tres Tipos del Razonamiento de la Ciencia del Derecho de 1934) había dejado atrás el “decisionismo” para defender una tercera posición (distinta tanto del normativismo como del decisionismo) cuyo nombre podría ser “institucionalismo” o “neo-institucionalismo”, que en lugar de hacer hincapié en las normas o las decisiones se concentraba en las instituciones u “órdenes concretos”. No hay que descartar que este cambio se debiera a que su decisionismo, precisamente, le impedía adherir al nacionalsocialismo. Schmitt entendía la Revolución como la principal enemiga del Estado y por eso quería evitar el ascenso del nacionalsocialismo al poder, al menos hasta comienzos de 1933. Sin embargo, habría que tener en cuenta que el institucionalismo, es decir la idea de rodear a Hitler de instituciones, tampoco tuvo una calurosa bienvenida en el nacionalsocialismo que lo único que deseaba era tener un líder ilimitado. 

Es por eso que no tiene sentido decir que Schmitt “exigiera la llegada del Führer”. Cualquiera que conozca la obra de Schmitt sabe que Schmitt advierte sobre el peligro nacionalsocialista no sólo en sus escritos académicos como Legalidad y Legitimidad (escrito en julio de 1932 precisamente con ese propósito), sino en periódicos como el Tägliche Rundschau (“Panorama diario”), en cuya edición del 19 de julio de 1932 se lee una “aplicación práctica” de su ensayo Legalidad y Legitimidad: quienes le procuraran la mayoría a los nacionalsocialistas actuarían como “insensatos”, ya que les estarían ofreciendo la posibilidad de llevar a cabo una revolución legal: “cambiar la constitución, introducir una iglesia de Estado, disolver los sindicatos, etc.”. En pocas palabras, quien hace esto “entrega Alemania totalmente a este grupo”. 

La revista de derecha radical Deutsches Volkstum (“Nacionalidad Alemana”, vol. 34, nro. 2, 1932, pp. 577-564) publicó otro adelanto de Legalidad y Legitimidad: “Legalidad y la igual chance de la obtención política del poder”, en el que Schmitt desarrolla su doctrina de la “plusvalía política”, es decir de los “premios supra-legales a la posesión legal del poder legal”, que terminaría siendo una advertencia profética sobre la revolución legal llevada a cabo por el nacionalsocialismo. Sin embargo, a pesar de la propuesta de Schmitt a este respecto, la cancillería y sobre todo la Presidencia de la república no estuvieron dispuestas a ejercer dicha plusvalía política, a fortalecer el gobierno lo suficiente como para impedir la llegada de Hitler al poder.

No hay que olvidar que a comienzos de 1933 era Hitler quien pedía la convocatoria a elecciones y Schmitt era uno de los pocos que abogaba por el uso de las facultades dictatoriales del artículo 48 de la Constitución para impedir el acceso legal de Hitler al poder. Como decía Jacob Taubes, “si yo hubiera tenido que elegir entre democracia y gobierno según el artículo 48 para evitar a los nazis, yo no habría tenido duda alguna”. Sin embargo, el prelado Kaas, líder del Partido de Centro Católico, en enero de 1933 escribió una carta pública al presidente de la República en la que acusaba a Schmitt de ser un enemigo de la república por invocar el artículo 48 y exigía la libre celebración de las elecciones que terminarían llevando a Hitler al poder. Kaas no se dio cuenta de que a veces, como se suele decir en inglés, hasta el Diablo puede citar la Escritura y en esos casos hay tomar decisiones de excepción (al menos si queremos impedir que el Diablo triunfe). Para fines de 1932 más de la mitad del parlamento alemán estaba en manos de partidos revolucionarios, anti-sistema, como el nacionalsocialista y el comunista. 

Para ser más precisos, junto con su discípulo Ernst-Rudolf Huber Carl Schmitt había asesorado a la presidencia de la república acerca de cómo deshacerse del nazismo. Lamento repetirme pero me veo forzado a contar esta historia otra vez. 

Huber cuenta que en septiembre de 1932 había recibido un telegrama de Carl Schmitt en el que le pedía que viajara inmediatamente a Berlín para ponerse a disposición de algunos oficiales “de la Bendlerstraße”, es decir del Ministerio de Defensa del Reich, a los efectos de darles asesoramiento constitucional. Se trataba de oficiales del Estado Mayor, los capitanes Böhme y von Carlowitz. El oficial a cargo era el teniente coronel Eugen Ott, jefe del Departamento del Ejército, “es decir la sección política del Ministerio de Defensa”, un estrecho colaborador del Ministro, que primero fuera agregado militar de la embajada alemana y luego embajador alemán en Tokio. Huber llevó a los oficiales al domicilio de Schmitt—con quien Huber se había encontrado a mitad de camino en Plettenberg y le había dado las llaves de su casa para ganar tiempo; Schmitt llegó a Berlín a inicios de septiembre—. Vale la pena citar el resto de la narración en su totalidad:

Entonces comenzó el asesoramiento constitucional más memorable en el que yo haya participado. [El canciller] Papen y [el Ministro de Defensa] Schleicher tenían el plan de prohibir al NSDAP [Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes] con la ayuda del art. 48, arrestar a todos los líderes del partido y ponerle fin con violencia a todo el fantasma. Durante la noche elaboramos los decretos requeridos y para eso una convocatoria del Presidente del Reich al pueblo alemán que debía justificar las medidas. (...). Todavía me quedé unos días en Berlín, siempre con la expectativa de que el golpe preparado iba a ser llevado a cabo. Se llegó a constantes postergaciones; luego, entretanto, tuvo lugar la disolución del Reichstag [12 de septiembre de 1932] y la nueva elección de noviembre. Finalmente, el plan fue abandonado porque el gobierno temió que los nacionalsocialistas y los comunistas se unieran en caso de la prohibición. Un juego de simulación en el Ministerio de Defensa del Reich tuvo el resultado de que el ejército del Reich no podría haber estado a la altura de un doble ataque semejante desde la derecha y la izquierda. Hace algunos años todavía hablé una vez sobre este juego de simulación con el embajador Ott. Me contó que el oficial principalmente responsable del juego, el capitán Vincent Müller, ya entonces era llamado “el rojo Müller”; como Uds. saben, durante la segunda guerra mundial, como general en cautiverio ruso él ingresó en el “comité nacional” y fue entonces el primer comandante del “ejército del pueblo” en la zona oriental. Retrospectivamente, es fácil decir que se habrían evitado muchos infortunios si el ejército del Reich se hubiera decidido entonces por la acción preparada, incluso a riesgo de una sangrienta guerra civil. En enero de 1933 Schleicher todavía tuvo abiertamente la intención de dar el golpe. Pero entonces el Presidente del Reich ya no estaba dispuesto a poner el art. 48 a su disposición. Entonces, la fatalidad tomó su curso sin impedimento alguno. Después de este fracaso, yo mismo pertenecí a los muchos que pusieron su última esperanza en Hitler y su movimiento. Como muchos, yo era de la opinión de que solo existía la alternativa nacionalsocialismo o comunismo, y hasta ahora no se ha demostrado que en la situación de inicios de 1933 existía todavía realmente una tercera posibilidad. Nada debe ser embellecido o disculpado con esto; solo debe ser aclarado cómo después del fracaso de 1932 alguien pudo haberse decidido por sacar el máximo provecho del nacionalsocialismo para evitar lo peor. 

Por lo tanto, decir que Schmitt fue “el jurista del nazismo” (Clarín) es por lo menos ambiguo. Se podría decir que Schmitt fue también “el jurista de la República de Weimar”. Antes de colaborar con el nuevo régimen había intentado evitar la Revolución nacionalsocialista (y probablemente esto fuera de una las razones que explican su oportunismo posterior). Además, Schmitt luego fue uno de los varios juristas que colaboraron con el régimen. En todo caso Schmitt fue “un” jurista del nazismo y el jurista por antonomasia del nazismo fue Hans Frank, si queremos hablar de alguien que haya participado efectivamente en la toma de las decisiones más importantes y representativas del régimen, como lo sabe cualquiera que haya estudiado el nacionalsocialismo. 

De hecho, como dice el biógrafo de Schmitt Reinhard Mehring, al adherir al nacionalsocialismo Schmitt “traicionó su vida anterior”. Fue por eso que los propios nacionalsocialistas comenzaron a tener  dudas sobre el nacionalsocialismo de Schmitt, entre otras cosas porque no exigió la llegada de Hitler sino que trató de congraciarse con él. En 1937 y en 1939 Schmitt fue investigado por la así llamada “oficina Rosenberg”, que tenía a su cargo la “educación completa espiritual e ideológica” dentro del partido nacionalsocialista. Al final de un informe de la SS de casi trescientas páginas publicado el 8 de enero de 1937 en las Comunicaciones sobre la situación ideológica de dicha oficina, la narración de las fallas jurídicas y políticas de Schmitt durante la época de Weimar (que incluye su pensamiento conservador, sus numerosas amistades con judíos y la defensa del presidencialismo de Weimar) desemboca en esta fatal constatación: “en el trasfondo de los conceptos jurídicos y políticos [de Schmitt] está el poder de la Iglesia católica”. 

La investigación termina con las siguientes proposiciones ideológicamente devastadoras en 1937: “Este concepto neutral de la política, pero, y esto es lo más asombroso, es hecho señor de los valores portadores de la ideología nacionalsocialista, en primera línea del concepto del pueblo. Este núcleo de nuestra ideología es denigrado a la esfera de la auto-administración. El pueblo es una parte modesta del campo en el cual se disputan las contradicciones teológicas. Este es el núcleo de la doctrina de Carl Schmitt”. 

Este informe explica diáfanamente por qué Schmitt había caído en desgracia con el régimen en 1936. Para la oficina de la SS que velaba por la pureza ideológica del partido, el concepto de lo político sonaba demasiado neutral y debería haber sido reemplazado por el concepto de pueblo o del Führer directamente. De este modo, los nacionalsocialistas, como muy bien explica Helmut Quaritsch, “vieron más agudamente el núcleo espiritual de Carl Schmitt que algunos autores que se han ocupado de él después de 1945”.

Dicho sea de paso, para los nacionalsocialistas Hitler no era considerado un líder que siguiera una “voluntad absoluta” por la sencilla razón de que el absolutismo tenía límites. Cualquier que haya leído a Bodin sabe que la monarquía absoluta era tal porque tenía el monopolio de la creación legal y en ese sentido estaba ab-suelta o desligada de otras fuentes jurídicas, pero no por eso el monarca absoluto podía hacer lo que se le daba la gana. Sus decisiones estaban limitadas por el derecho natural y las leyes fundamentales (las antecesoras de las actuales constituciones). 

Precisamente, Schmitt aclara en 1935 que “la ley no es el imperativo de un príncipe absoluto”. “La voluntad del Führer no puede ser concebida como la voluntad de un príncipe absolutista del siglo XVIII y que con esta voluntad se transfieran a la relación del funcionario judicial todos los métodos y formas de comportamiento que se desarrollaron en otros tiempos y situaciones constitucionales para un tipo totalmente diferente de legislación. El legislador de hoy ve en el juez alemán el colaborador de la voluntad y del plan del Führer” (Quien dice Estado de derecho quiere engañar). 

El absolutismo entendía que los jueces no eran “colaboradores” o “activistas”, sino que debían aplicar el derecho vigente, de donde surge la idea moderna del derecho una vez que la soberanía monárquica es reemplazada por la soberanía popular: el positivismo, el principio de legalidad, la subordinación del juez a la ley, etc. Creer que el absolutismo implica la falta del límites ignora que, como muy bien explica Schmitt en su monografía sobre Hobbes de 1938, es el absolutista Hobbes quien incorpora el principio de legalidad al Estado moderno, mucho antes de que Feuerbach hablara del “nullum crimen sine lege” y de que irónicamente escribiera su Anti-Hobbes.

Cabe recordar que Karl Loewenstein, el politólogo y jurista judío alemán que había debido irse de Alemania por obvias razones en los inicios del nacionalsocialismo, cuando regresó después de la guerra lo hizo fundamentalmente para detener a Schmitt, como miembro de la División Legal del Gobierno Militar aliado en la Alemania ocupada. La gran ironía es que para detener a Schmitt usó la misma teoría de Schmitt acerca de la necesidad de declarar un enemigo interno, sólo que la llamó “democracia militante”.

Para no perder más tiempo mostrando lo que es obvio, durante una sesión de la comisión de jurisprudencia y derecho constitucional del parlamento alemán, Adolf Arndt (quien no solo había sido perseguido por los nazis sino que en la década de 1950 era el jurista principal de la socialdemocracia alemana) en febrero de 1954 explicó que: “el artículo 79 solamente da una potestad limitada para la reforma o ampliación de la Constitución. Por lo demás, incluso si el artículo 79 [de la Constitución de Bonn] no se hallara en la Constitución así y todo existiría un límite material para una modificación. Este descubrimiento se lo debemos a los trabajos de Carl Schmitt. No tengo inhibición alguna en citar al Diablo; pues a veces es también la fuerza que siempre niega la que produce el bien. Gente como Carl Schmitt o Ernst Jünger u otra gente de esta clase, que se ha dedicado fuertemente a la demolición de ideas falsas, ha desempeñado una función histórica totalmente positiva”.

Como muy bien sostiene Carlos Bravo Regidor: “El fantasma de la vinculación de Schmitt con el nazismo ha servido ya por demasiado tiempo como coartada a la pereza mental, como pretexto para no estudiar con más rigor su pensamiento” (Nuevo Deporte Olímpico: La Ignorancia sobre Carl Schmitt).