sábado, 30 de diciembre de 2023

Constitución o Revolución


El reciente Decreto de Necesidad y Urgencia dictado por el Presidente Javier Milei, que busca modificar cientos de leyes vigentes que regulan una multiplicidad de cuestiones, ha dado un paso más en la consolidación de una práctica inconstitucional.

Los polémicos DNU se encuentran regulados en el inciso 3 del artículo 99 de la Constitución, que establece con claridad que: “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo. Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia…”. 

Esta norma fue incorporada en la reforma constitucional de 1994 con el objeto de limitar y no fomentar la utilización de este tipo de decretos, que desde la presidencia de Alfonsín hasta la de Menem habían avanzado en forma sostenida sobre facultades propias del Congreso de la Nación. Y la necesidad y urgencia a la que se refiere la Constitución solamente tienen lugar cuando, por ejemplo, el Congreso no puede reunirse. 

Lamentablemente, la regulación de este tipo de decretos contenida en nuestra Constitución no ha producido los efectos esperados. Por el contrario, ha hecho que el Poder Ejecutivo emita frecuentemente disposiciones de carácter legislativo prohibidas por la Constitución. Los DNU han sido utilizados por todos los presidentes desde 1994 como una herramienta habitual para fines no previstos en la Constitución, en casos donde la urgencia se justificaba exclusivamente por las necesidades políticas coyunturales del gobernante de turno. 

Este fenómeno no es culpa exclusiva del poder ejecutivo, sino que este proceso de paulatina consolidación de una práctica inconstitucional contó con la complicidad del Congreso de la Nación, quien sobre todo a partir de la ley 26.122 del año 2006 que estableció la necesidad de que ambas Cámaras rechacen un DNU para que éste deje de tener vigencia, aceptó mansamente la normalización de una herramienta que debía ser excepcional. De los más de 800 DNUs emitidos desde 1994, solo 1 fue rechazado (extemporáneamente) por el Congreso. También el poder judicial, en cabeza de la Corte Suprema, permitió que la excepción se hiciera regla mediante jurisprudencia (las más de las veces) laxa y permisiva. A pesar de la reacción sorprendida de algunos académicos y políticos, es claro que Milei no inventó nada: se aprovechó de una práctica ya establecida. Su aporte innovador es la magnitud de lo que quiere cambiar por decreto. 

Cada gobernante ha esgrimido argumentos en torno de que, en su caso, estábamos ante una verdadera emergencia que hacía imposible seguir el trámite habitual de una ley. Tampoco aquí hay mucha novedad: Alfonsín, Menem, Duhalde, De la Rúa, Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner, Macri, Fernández y ahora Milei han sostenido que, en sus casos, la utilización de esta herramienta excepcional era necesaria y urgente. 

Uno de los más consecuentes defensores de la utilización de DNU, el actual Procurador del Tesoro Rodolfo Barra, ha sostenido recientemente que las circunstancias excepcionales a las que se refiere la Constitución no tienen por qué ser un terremoto, una pandemia u otra catástrofe natural que impida la reunión del Congreso, sino que la excepcionalidad es la situación a juicio del Presidente. También ha defendido que nuestra historia constitucional ha dotado al poder ejecutivo de amplias facultades y que la legitimidad electoral del actual presidente dota de legitimidad al decreto. 

Sin embargo, como lo han demostrado Manuel José García-Mansilla y Ricardo Ramírez Calvo, nuestra Constitución no adoptó un modelo de ejecutivo fuerte de impronta alberdiana, con amplias facultades, sino que se inspiró en el modelo norteamericano en donde este tipo de decretos no existe. En segundo lugar, la excepcionalidad a la que se refiere la Constitución no puede depender de la necesidad o conveniencia del gobernante de turno. Adoptar ese criterio implicaría aceptar que los DNU son herramientas habituales, a disposición del Presidente sin otra justificación que su propia convicción sobre la urgencia y la mayoría circunstancial de una sola Cámara del Congreso. O peor aún, equivaldría a reemplazar la legalidad constitucional por la legitimidad de un resultado electoral, es decir, a revestir el resultado ocasional de una elección con poderes constituyentes. 

Además, el presidente no debería olvidar que ocupa su cargo actual gracias a la Constitución; por lo cual, si se apartara de ella estaría socavando su propia autoridad legítima. En Ricardo II de Shakespeare, con mucha razón el Duque de York le advierte al nuevo rey: “Si le quitas sus derechos a Hereford, le quitas al Tiempo sus fueros y sus derechos tradicionales; entonces que mañana no siga a hoy. No seas tú mismo, ya que ¿cómo es que eres tú un rey, sino como la consecuencia de una justa sucesión?”.

Yendo al contenido del actual decreto, ¿qué tienen de urgente la posibilidad de que los clubes de futbol se organicen como sociedades anónimas, la modificación de la normativa sobre warrants o las reformas en telecomunicaciones favorables a Elon Musk? Si bien algunos de los aspectos del decreto pueden ser compatibles con la regulación constitucional, lo cierto es que parece mezclar peras con manzanas, siendo la justificación del decreto el resultado del diagnóstico y perspectiva ideológica del Presidente y no de lo establecido por la Constitución.

El razonamiento que subyace a la pretensión presidencial de modificar una cantidad ingente de legislación por medio de un DNU no es un razonamiento jurídico o normativo sino puramente instrumental, característico de la acción revolucionaria, la cual se interesa fundamentalmente por conseguir los fines que se ha propuesto (ayer “el Estado presente”; hoy la liberalización económica), a expensas del razonamiento normativo constitucional y de cualquier otro obstáculo que impida la marcha de la revolución. 

Ciertamente, muchas veces el derecho es un obstáculo para conseguir los fines que nos hemos propuesto, pero en gran medida esta es la razón de ser del derecho: si nos interesa razonar jurídicamente, si queremos reconocer la autoridad del derecho (en nuestro caso, afortunadamente, democrático), debemos subordinar nuestros fines al derecho, jamás al revés. Cabe recordar asimismo que los límites que impone la autoridad de la Constitución en realidad nos habilitan a lograr resultados que serían imposibles de otro modo, como por ejemplo los derechos y garantías de los ciudadanos. 

Finalmente, jamás debemos olvidar que, para decirlo en las palabras de José Benjamín Gorostiaga, el principal redactor de la Constitución de 1853, la Constitución “es la forma de Gobierno delineada y escrita por la mano poderosa del pueblo argentino. La Constitución es cierta y fija; contiene la voluntad permanente del pueblo y es la ley suprema del país”. Es el propio pueblo el que ha decidido constituirse y limitarse de este modo, haciendo de la Constitución la mejor base y punto de partida para lograr un país estable y próspero.


Guillermo E. Jensen y Andrés Rosler