domingo, 30 de enero de 2022

La Culpa la tienen Carl Schmitt y los Ciclistas



El diario La Tercera de Chile ha publicado una nota sobre Carl Schmitt bajo el título “La bruma del tiempo”, firmada por Ascanio Cavallo. El autor no parece ser un especialista en teoría política, sobre todo en la obra de Carl Schmitt; sin embargo vale la pena analizarla porque incluso quienes se dedican a la teoría política y del derecho suelen repetir las mismas cosas que aparecen en esta nota. 

A juzgar por el inicio de la nota: “A comienzos de la década del 2010, en los años en que el presidente Boric todavía era estudiante, circuló entre algunos profesores de Derecho una cierta reivindicación del pensamiento del alemán Carl Schmitt”, el autor atribuye los recientes cambios políticos en Chile a la influencia de Schmitt. Cavallo habla de varios intelectuales alemanes pero por razones de espacio en esta entrada nos vamos a concentrar en lo que dice sobre Schmitt. La relación entre Schmitt y los cambios políticos recientes en Chile llama bastante la atención, ya que da la impresión de que estos cambios parecen ser de naturaleza progresista, mientras que Schmitt antes y después de su adhesión al nazismo se mostró en contra del progresismo y de toda forma de revolución en general. El progresismo se caracteriza por negar la autonomía de lo político, ya que concibe la posibilidad de un mundo anarquista, cosmopolita y pacifista.  

Cavallo reconoce que probablemente Schmitt tiene “mucho que ofrecer a la reflexión sobre el Derecho, pero se le menosprecia si se cree que el pensamiento de un hombre inteligente puede ser recogido sólo por pedazos”, “como si no fuese un sistema donde una cosa lleva a la otra y el todo es coherente, estructurado, integral”. El punto de Cavallo obviamente es que Schmitt “se integró al Partido Nacionalsocialista”, y por lo tanto la adhesión de Schmitt al nazismo invalida toda su obra. Según Cavallo, Schmitt “no fue incoherente” al haber adherido al nazismo y además “fue una inspiración constante para Adolf Hitler”.

El primer problema de Cavallo es que, como explicara Schmitt en 1962 en una entrevista en España en relación a Hitler: “No llegué nunca a hablar con él. Su odio contra los juristas era mayor que el que profesaba a los judíos”. No tiene sentido decir que Schmitt “fue una inspiración constante para Adolf Hitler”. Sí es cierto que, como dice Hannah Arendt, “Schmitt era sin duda el hombre más significativo en Alemana en el ámbito del derecho constitucional e internacional. Hizo el mayor de los esfuerzos para congraciarse con los nazis, pero sin éxito. Lo reemplazaron rápidamente por talentos de segunda o tercera línea”.

Un segundo problema de la nota de Cavallo, la cual ignora las cuatro etapas de la obra de Schmitt (antes de Weimar, durante Weimar, el nazismo y la era de Bonn), es que supone la coherencia de dicha obra. Para ganar tiempo y espacio, la nota de Cavallo no solo muestra la incomprensión o ignorancia del famoso ensayo de Schmitt El concepto de lo político, cuya primera edición es de 1927, escrita seis años antes de que Schmitt decidiera afiliarse al nazismo, sino que además—entre muchas otras cosas—ignora el ensayo de Schmitt Legalidad y legitimidad (y los anticipos de ese texto que aparecieron en publicaciones incluso de la derecha radical), que Schmitt escribiera en 1932 entre otras cosas para alertar el peligro que corría la República de Weimar si se les permitía al comunismo y el nazismo competir en lo que terminaron siendo las fatídicas elecciones de ese mismo año. Se trataba de dos partidos antisistema cuyas ideologías se proponían subvertir el orden constitucional del Estado de derecho liberal desde adentro. 

En cuanto a El concepto de lo político, cualquiera que lea sus ocho secciones se puede dar cuenta de que es incompatible con el, si no es exactamente lo contrario del nazismo. En primer lugar, uno de los propósitos centrales del ensayo es el de evitar la politización total de la sociedad. Es por eso que Schmitt quiere concentrar la decisión política última en manos del Estado, entendido este último en su sentido originario, es decir, una esfera neutral capaz de neutralizar la guerra civil entre religiones, facciones, partidos, etc. Esta esfera neutral es necesaria en todo Estado, y el democrático-liberal no es una excepción. 

La tan preciada autonomía de la sociedad civil—y de sus diferentes esferas como la cultura, la economía, la religión, etc.—no es incompatible con sino que presupone el monopolio de la decisión política en manos del Estado. Esto todavía se puede apreciar en un capítulo de la serie de televisión “Babylon Berlín”, en el que Moritz, quien pertenecía a la Hitlerjugend, no puede entender por qué—en ocasión del asesinato de quien reveladoramente se llamaba Horst Kessel (en lugar de “Wessel”)—su tío Gereon, jefe de detectives de la policía, persigue a los nazis ya que eso favorecía a los comunistas. Gereon le responde que la policía no pertenece a un bando ya que pertenece al Estado (le agradezco mucho a Damián Rosanovich por haberme hecho recordar esta escena).

Por el contrario, una de las características principales del nazismo fue la de politizar la sociedad completamente, tal como ocurre con cualquier totalitarismo. Durante su período nazi, el propio Schmitt sostenía que “Hegel ha muerto” debido a que el Estado neutral había caído en manos de un partido total, a saber el nazi. Dicho sea de paso, el populismo se caracteriza por hacer que el Estado también caiga en manos de una facción.

Yendo a la distinción amigo-enemigo, tal como explica Jorge Dotti, “el concepto de lo político del nacionalsocialismo es fundamentalmente distinto del de Schmitt”, ya que mediante el liderazgo del Führer el pueblo alemán alcanzaría una unidad auténtica y orgánica incompatible con toda forma de conflicto. Para el nacionalsocialismo, entonces, lo político no consiste en distinguir entre amigos y enemigos, sino en realizar la “sustancia popular”.

Los juristas nazis, además, consideraban que el concepto schmittiano de lo político era antipopular, ya que desactivaba al pueblo como agente político, lo cual ocurre toda vez que el Estado cuente con el monopolio de la decisión política. Por ejemplo, Reinhard Höhn sostenía que “cuanto más fuerte crece el pueblo hacia la comunidad popular, tanto más alejado de la vida debe experimentar el concepto de lo político como expresión del agrupamiento amigo-enemigo”.

El nazismo tampoco es fácil de reconciliar con la prohibición schmittiana de la criminalización del enemigo, para no decir nada de la idea de que el mal del mundo se debe a Ellos, no a Nosotros, de la mentalidad que nos convierte en víctimas a Nosotros y que los demoniza a Ellos. Según la tesis de la autonomía de lo político defendida por Schmitt, el enemigo siempre se encuentra normativamente a la par. Precisamente, Schmitt escribe sobre el concepto de lo político para alertar contra las guerras “especialmente intensas e inhumanas, porque ellas, yendo más allá de lo político, rebajan al enemigo simultáneamente en categorías morales y otras, y hacen de él un monstruo inhumano, que no solo debe ser rechazado sino definitivamente aniquilado, es decir es un enemigo que no es más solamente un enemigo a ser repelido hasta sus fronteras”. Los nacionalsocialistas, precisamente, tenían “enemigos totales” y libraban una “guerra total”, es decir lo que Schmitt llamaba “guerras discriminatorias”.

Se suele pasar por alto asimismo que Schmitt jamás recomienda la distinción amigo-enemigo, sino que se trata de una descripción de un hecho inevitable, el conflicto político y la consiguiente inclusión por exclusión (Laclau y Mouffe sí parecen recomendar la creación de un enemigo, pero eso corre por cuenta de ellos, ya que no es una interpretación de Schmitt sino un uso de su obra). En todo caso la recomendación que sí da Schmitt es la de no criminalizar al enemigo y por lo tanto la recomendación de considerar al enemigo siempre como un par que tiene exactamente los mismos derechos que nosotros. Otra vez, si hay algo que el nazismo no hizo fue reconocer esta paridad normativa entre amigos y enemigos, de ahí la gran incoherencia de la decisión de Schmitt al adherir al nazismo. Cavallo, por su parte, muestra su más enérgico rechazo a la enemistad a la vez que hace de Schmitt un verdadero enemigo. Este rasgo pythonesco de Cavallo fue anticipado por el propio Schmitt: “Los peores son los que niegan que haya enemistad en absoluto y sobre esta base confirman su enemistad”. 

Por lo demás, no cabe duda de que el nazismo, cuando no está en el poder, es un típico ejemplo del pluralismo interno que critica Schmitt, esto es, el pluralismo total que dentro del Estado pone a todas las opciones políticas a la par y entonces permite que una facción se apodere del Estado para perseguir sus propios fines particulares sin cumplir con la tarea mínima fundamental de todo Estado, la de ofrecer protección a cambio de la obediencia. Este es un punto que se repite textualmente incluso en la versión de 1933 de El concepto de lo político. En todo caso, la idea misma de régimen político implica la inclusión de algunas ideas y a la vez exclusión de otras ideas, como por ejemplo el nazismo, y todo régimen político debe evitar caer en manos de sus enemigos. Esto es exactamente lo que le ocurrió a la República de Weimar. 

Asimismo, debido a sus ínfulas imperialistas, el nazismo es absolutamente incompatible con el pluralismo externo, el anti-imperialismo o pluriverso de naciones que defiende Schmitt. 

Respecto a la antropología nacionalsocialista, se trata de una variante de las religiones políticas o seculares que deifican a los seres humanos, o en todo caso a un ser humano en particular, lo cual conduce a resultados absolutamente catastróficos. En Ex captitivate salus, escrito en cautiverio bajo la ocupación aliada luego de la Segunda Guerra Mundial, Schmitt describe a la ciudad de Berlín destruida por la guerra como “la ceniza de un horno prometeico”. No hay que olvidar que según Hitler el ario es el “Prometeo de la humanidad”, quien rebelándose contra los dioses ha conquistado atributos divinos que han hecho de él el prototipo del genio y de la creatividad. Para Schmitt, en cambio, el Estado es “como la mítica águila de Zeus, que se alimenta de las entrañas de Prometeo”.

Finalmente, el nazismo debería figurar en la última sección del concepto de lo político—junto al liberalismo (al menos tal como lo describe Schmitt) y el comunismo—como un claro ejemplo de la negación de lo político. 

La incoherencia de Schmitt no fue pasada por alto por los contemporáneos de Schmitt. Por un lado, la SS conocía perfectamente el pasado de Schmitt. Los nazis jamás olvidaron que Schmitt había demandado la prohibición del partido en 1932 y cuando cayó en desgracia con el régimen en 1936, tal como se puede apreciar en un informe preparado por la SS en 1937, los nazis desconfiaban de Schmitt por su conservadurismo, sus varios amigos judíos y su defensa de la República de Weimar.

Waldemar Gurian también era consciente de lo que había sucedido, tal como se puede apreciar en sus escritos contra su anterior maestro (v.g. “Carl Schmitt contra Carl Schmitt”), durante su exilio en Suiza entre 1934 y 1938. Gurian, un intelectual católico de origen judío que en su libro El bolchevismo sentó las bases de las teorías posteriores sobre el totalitarismo al aplicar el concepto schmittiano de “Estado total” a la Unión Soviética, había sido tal vez el discípulo más devoto de Schmitt hasta ese momento y estaba indignado por la transformación experimentada por su mentor. De hecho, las cartas de Gurian aportaron no pocas de las municiones que usó luego la SS en sus ataques contra Schmitt a partir de 1936 en la publicación Das Schwarze Korps (“El cuerpo negro”). 

En estas cartas, Gurian enfatizaba los antecedentes católicos de Schmitt, sus frecuentes y variados contactos intelectuales con colegas judíos (algunos de los cuales además eran de izquierda, como Otto Kirchheimer, uno de sus “discípulos modelo” durante la época de Bonn), la dedicatoria de La teoría de la constitución a su amigo judío Fritz Eisler caído en batalla durante la Primer Guerra Mundial, su defensa del sistema presidencial de Weimar contra el nazismo, la asistencia que la carrera de Schmitt había recibido de judíos liberales como Moritz Julius Bonn, su admiración por el padre judío de la Constitución de Weimar Hugo Preuß, etc.

La turbación provocada por la conversión de Schmitt, quien de ser el jurista de la corona de Weimar intentó transformarse en el jurista de la corona de Hitler, se puede apreciar en la reacción de un amigo muy cercano de Schmitt, el escritor austríaco Franz Blei. Blei, de origen judío, era uno de los “herejes modernos”, el editor de Summa, una publicación católica que combinaba posiciones de izquierda y de derecha. 

Blei se pregunta en 1940 sobre Schmitt: “¿Cómo pudo este católico romano, renano, totalmente a-romántico, quien ha redactado el escrito clásico Catolicismo romano y forma política, sucumbir al Estado Leviatán? ¿Cómo este adversario del romanticismo político pudo sucumbir ante una novela política sensacionalista del pequeño burgués angustiado?”. Y agrega: “El que en la Dictadura escribe: ‘Bajo el pretexto de restablecer el orden es aplicada una violencia ilimitada y lo que antes era llamado libertad ahora significa sedición’, hoy no puede con honestidad intelectual escribir sobre la ‘igualdad de especie del pueblo alemán unido en sí mismo’”.

Carl Muth, la personalidad más conocida del catolicismo alemán de la época de Weimar, fundador y editor de la revista católica de vanguardia Hochland, conocido por su apoyo a la república de Weimar y por su oposición al nazismo, tenía un gran respeto por la obra de Schmitt, y lo urgía a Schmitt para que se posicionara dentro de la esfera pública católica.

Apenas había aparecido la primera edición de El concepto de lo político, Muth lo leyó varias veces y le escribió a Schmitt que “dialécticamente su obra ha superado sin dudas todo lo que había sido dicho sobre el concepto de lo político”, a la vez que advirtió que el escrito ofendería a la mayoría de los alemanes cultos. Muth mismo tenía algunas reservas sobre la tesis, pero concluyó sus comentarios diciendo que “en esencia, Ud. está por el camino correcto, la formulación que ha intentado da en el núcleo de la cuestión”. Comprensiblemente, la amistad entre Schmitt y Muth no podría haber sobrevivido al compromiso de Schmitt con el nacionalsocialismo.

Párrafo aparte merece la relación entre Schmitt y Ludwig Feuchtwanger, el CEO de Duncker & Humblot, la editorial que terminaría consagrando a Schmitt. Feuchtwanger era un típico liberal yeke (judío-alemán), que jamás se habría convertido en editor de Schmitt y mucho menos lo habría convertido en la nave insignia de la editorial si hubiera siquiera imaginado que era un nazi, tal como lo supone la tesis de la “coherencia” de Schmitt. 

El hijo de Ludwig, Edgar Feuchtwanger, recuerda el siguiente diálogo de 1932 entre su padre y su tío, Lion Feuchtwanger, uno de los escritores más importantes de la Alemania de Weimar. Las novelas de Lion tenían más éxito incluso que Mein Kampf, y en una época Hitler mismo lo trataba de “Herr Doktor” en el Café Hofgarten de Munich, que Lion frecuentaba junto a Bertolt Brecht (cabe recordar que justo sucedía además que Ludwig Feuchtwanger fue vecino de Hitler en Munich entre 1929 y 1938):

—Me han contado que tu protegido, Carl Schmitt, no se oponía totalmente a las teorías confusas de esos canallas de las SA. No me dirás que la editorial de mi hermanito está virando como las demás a la extrema derecha.

—En absoluto (…). Te aseguro que Schmitt no es racista. Publicamos a otros autores, además. Deberías leer al inglés Keynes, por ejemplo, aunque Las consecuencias económicas de la paz forma parte quizás de los libros de cabecera de nuestro eminente y sin embargo nauseabundo vecino. Estoy muy orgulloso de ser su editor.

—Bromeaba, hermano querido. Ya sé todo eso”.

En otra oportunidad habría que hablar de la influencia de Schmitt en la Constitución de Bonn de 1949 y en el proyecto constitucional israelí de 1948. 

Lamentablemente muchos liberales no han podido evitar que sus comprensibles prejuicios ocasionados por la decisión de Schmitt de adherir al nazismo y sus críticas al liberalismo interfieran en su pensamiento sobre el resto de la obra de Schmitt (aunque incluso parte de la obra de Schmitt durante el nazismo, como por ejemplo su monografía de Hobbes de 1938, debería ser estudiada sobre todo por los liberales; el hecho mismo de que Schmitt decidiera escribir en 1938 un libro sobre Hobbes, un autor extranjero, inglés, a punto de convertirse en enemigo de la Alemania de entonces, debería ser suficiente para provocar la curiosidad del lector).

Por suerte, hay algunas excepciones, como la de Raymond Aron y quizás sobre todo el caso de George Schwab, el Cristóbal Colón de los estudios schmittianos en el mundo anglosajón. Schwab es el autor de la primera monografía en inglés sobre el pensamiento de Schmitt (The challenge of the exception), y el traductor al inglés de obras fundamentales de Schmitt como El concepto de lo políticoTeología política y El Leviatán en la teoría del Estado de Thomas Hobbes. Schwab es un liberal judío sobreviviente del Holocausto que combatió a los ingleses en Palestina y contribuyó a la creación del Estado de Israel. A juzgar por lo que cuenta el propio Schwab esto no es tan sorprendente como parece: “En más de una ocasión, Schmitt me dijo que los judíos entendieron sus pensamientos mejor que nadie”.

sábado, 8 de enero de 2022

Sin Dudas pero sin Pruebas: acerca de la Presunción de Inocencia


En Página 12 de la última semana aparecieron dos notas que ilustran dos maneras completamente diferentes acerca de cómo responder ante una acusación. El 7 de enero el diario denuncia la expulsión de una jugadora de fútbol por haber besado a una compañera de equipo “sin ninguna prueba más que la acusación de un directivo” (Expulsión). El 6 de enero el diario había publicado otra nota según la cual pedir pruebas en ocasión de los juicios por delitos de lesa humanidad “es un acto de cinismo y de indirecta complicidad civil con el Proceso”. En esta última nota consta que: “No tenemos (todas las) ‘pruebas’, es verdad. Hacen falta más” (Pacto de silencio). Sin embargo, según la opinión del autor, la falta de pruebas no obsta a que los acusados de lesa humanidad sean condenados. La nota que defiende la tesis de la indiferencia probatoria está firmada por Guido Croxatto, Director Nacional de la Escuela del Cuerpo de Abogados y Abogadas del Estado, dependiente de la Procuración del Tesoro de la Nación.

Reclamamos entonces las pruebas de un beso (es decir, de algo que ni siquiera es un delito), pero en el caso de “los delitos más graves de la escala penal: delitos de lesa humanidad”—como muy bien los describe Croxatto—no es necesario contar con todas las pruebas. Este es precisamente el escenario que indignara tanto a Benjamin Constant, el padre fundador del liberalismo moderno (la madre fundadora muy probablemente haya sido Madame de Staël): 

¡Cuando se trata de una falta leve y el acusado no es amenazado ni en su vida ni en su honor, se instruye la causa de la manera más solemne! ¡Se observan todas las formas, se acumulan las precauciones, para comprobar los hechos y no herir la inocencia! ¡Pero cuando se trata de alguna fechoría espantosa y por consiguiente de la infamia y de la muerte, se suprimen con una palabra todas las garantías tutelares! ¡Se cierra el código de las leyes, se abrevian las formalidades! Como si se pensara que cuanto más grave es una acusación, más superfluo es examinarla” (Principios de política aplicables a todos los gobiernos, p. 178). En realidad, si realmente creemos en el principio de inocencia, cuanto más grave es el delito, más estricto debería ser el estándar de prueba. De todos modos, el derecho vigente no hace distinción alguna al respecto y exige que toda acusación penal satisfaga por igual el principio de inocencia. 

Una vez que dejamos de exigir pruebas, es decir, una vez que abandonamos la presunción de inocencia, las leyes se forjan “como armas” y los “los códigos” se transforman en “declaraciones de guerra” (Benjamin Constant, Écrits politiques, p. 219). Si no exigimos pruebas como parte de un juicio penal, ya no estamos tratando a los supuestos acusados como criminales sino como enemigos. En otras palabras, no estamos hablando de un juicio en absoluto. Eugenio Zaffaroni dice, o al menos solía decir, lo mismo que Constant: algunos seres humanos son tratados como si fueran “enemigos de la sociedad” a quienes se les niega “el derecho a que sus infracciones sean sancionadas dentro de los límites del derecho penal liberal” (El enemigo en el derecho penal, p. 11).

Croxatto relaja el estándar probatorio en los casos de lesa humanidad porque las pruebas fueron eliminadas por los propios acusados. Sin embargo, la destrucción de pruebas también es un delito y como tal debe ser—otra vez—probada en juicio, siempre y cuando adhiramos a la presunción de inocencia, un derecho humano que de otro modo es violado en casos penales iniciados para castigar la violación de los derechos humanos. 

Según Croxatto el narrativismo y el relato, a pesar de que no corresponden al derecho sino a la filosofía de la historia y la teoría literaria o cultural respectivamente, pueden desempeñar el mismo papel que las pruebas. Sin embargo, semejante posición confunde una mera narración o relato con la prueba (o si se quiere el relato comprobado) que exige un Estado de derecho para poner en marcha el aparato punitivo del Estado para privar legítimamente de la libertad a una persona. 

Otro argumento de Croxatto es que el narrativismo perjudica a los poderosos y beneficia a los más débiles, como si los poderosos no pudieran servirse del narrativismo precisamente para perjudicar a los más débiles. En realidad, Croxatto dice compartir la presunción de inocencia, pero dado que no exige pruebas para demostrar la culpabilidad, en realidad solamente cree en la presunción de inocencia de aquellos que él sabe que son inocentes pero no en la de aquellos que él sabe que son culpables. 

Croxatto, entonces, moraliza o politiza el derecho al suponer que los acusados de lesa humanidad no merecen tener garantías penales (Si Ud. quiere una garantía, compre una tostadora). Para Croxatto el derecho no hace ninguna diferencia en nuestro comportamiento, ya que con anterioridad a la aplicación de las reglas penales (especialmente el derecho humano a la presunción de inocencia) y la substanciación de los juicios ya sabemos quién es culpable a todos los efectos legales. El juicio penal solo sirve si confirma nuestras propias creencias. Sin embargo, esta es la ideología que subyace a las dictaduras lo cual tiende a convertir en cómplices indirectos de estas últimas a los que defienden este tipo de discursos. Croxatto además no percibe que la nota que escribió podría ser invocada verbatim por las propias defensas de los acusados por delitos de lesa humanidad para invalidar las condenas obtenidas sin pruebas suficientes. 

Hablando de pruebas, en su biografía de María Antonieta, Stefan Zweig cuenta que la acusación de traición en contra de la reina “tiene razón. Pero—y éste es el punto débil del proceso—no está demostrada en lo más mínimo. Hoy se conocen y están publicados los documentos que hacen inequívocamente de María Antonieta reo de alta traición contra la República. Están en el Archivo Estatal de Viena, en el legado Fresen. Pero ese proceso fue llevado a cabo el 16 de octubre de 1793 en París, y por aquel entonces el acusador público no tuvo acceso ni a uno solo de esos documentos. Ni un solo testimonio realmente válido de esa alta traición que realmente se había cometido pudo ser presentado a los jurados durante todo el proceso” (María Antonieta, p. 506).  

Zweig agrega que: 

un jurado honesto y no sometido a influencia se habría encontrado en serios apuros. De seguir su instinto, esos doce republicanos habrían tenido que condenar a toda costa a María Antonieta, porque ninguno de ellos puede dudar que esa mujer es la mortal enemiga de la República, que ha hecho lo que ha podido para reconquistar sin merma el poder real para su hijo. Pero la letra de la Ley está de parte de la reina: falta la prueba convincente. Como republicanos pueden considerar culpable a la reina, como jurados tienen que preservar la Ley, que no conoce otra culpa que la demostrada. Pero felizmente esos pequeños ciudadanos se ahorran ese conflicto de conciencia. Porque saben que la Convención no les pide un veredicto justo. No los ha nombrado para que decidan, les ha ordenado condenar a una mujer peligrosa para el Estado. Su alternativa es entregar la cabeza de María Antonieta o entregar la suya. Así que en realidad los doce deliberan en apariencia, y si parecen deliberar más de un minuto sólo es para fingir deliberación donde hace mucho que la decisión clara está tomada”.

El juicio al esposo de María Antonieta, Luis XVI, había provocado las mismas cuestiones, formuladas tal vez de un modo todavía más claro. Saint-Just, por ejemplo, temía que la aplicación de “las formas… conducirían al rey a la impunidad”. Por eso sostenía que “las formas, en el proceso, son hipocresía”. 

No es precisamente una casualidad que el juicio a Luis XVI provocara las mismas discusiones. Luis XVI fue el primer criminal contra la humanidad en haber sido llevado a juicio; como el derecho positivo vigente lo favorecía, sus acusadores terminaron aplicando el derecho natural (que equivalía al derecho de guerra); no quedaba del todo claro si se trataba de un criminal que había violado la ley o un enemigo del pueblo del Francia; y finalmente no solo era un criminal o un enemigo contra el pueblo de Francia sino que representaba la sinécdoque de ser un criminal contra o enemigo de toda la Humanidad. 

Desde un comienzo Saint-Just se pronunció en contra de hacerle juicio a Luis XVI ya que eso suponía la aplicación del razonamiento jurídico con sus formas características (entre las que se cuenta la presunción de inocencia) y poner en duda la propia revolución. Robespierre, con mucha razón, sostuvo que “hacerle un proceso a Luis XVI, de cualquier manera que fuere, es retroceder hacia el despotismo real y constitucional; es una idea contrarrevolucionaria, pues es poner en cuestión a la revolución misma. En efecto, si Luis todavía puede ser objeto de un proceso, Luis puede ser absuelto; puede ser inocente. ¡Qué digo yo! Se presume que lo es hasta que sea juzgado. Pero si Luis es absuelto, si se puede presumir que Luis es inocente, ¿qué deviene la revolución?” (énfasis agregado).  

La propuesta de Saint-Just era bastante clara: “Un día se sorprenderán de que en el siglo XVIII se haya avanzado menos que en los tiempos de César: en aquel entonces el tirano fue inmolado en pleno Senado, sin otras formalidades que veinticuatro golpes de puñal y sin otra ley que la libertad de Roma”.

A través de la ley del 22 de pradial (10 de junio de 1794), a tono con el juicio a Luis XVI, quedó establecido que: “La prueba necesaria para condenar a los enemigos del pueblo es cualquier clase de documento, ya sea material, moral, verbal o escrito, que de modo natural puede lograr el asentimiento de toda persona justa y razonable. La regla de los juicios es la conciencia de los jurados iluminados por el amor a la patria; su objetivo es el triunfo de la República y la derrota de sus enemigos”.

Como explica Sinja Graf en su muy reciente libro The humanity of universal crime. Inclusion, intervention & international political thought: “El reconocimiento normativo conferido a un criminal contra la humanidad es mínimo, ya que esta figura representa uno de los miembros menos empoderados de la humanidad, subordinado a la coerción supuestamente legítima de otros”. El propio universalismo de la noción de humanidad hace que aquellos que la violan pierdan sus atributos humanos. Solo un inhumano, alguien o algo sin derechos, puede haberle hecho daño a la humanidad. Este inhumano, a su vez, suele ser nuestro enemigo: “El vocabulario de los crímenes contra la humanidad evade el reconocimiento normativo de la enemistad e implica nada más-o menos-que el reconocimiento mínimo acordado al criminal” (Sinja Graf, The humanity of universal crime).

En su carta al caballero d’Olry, Joseph de Maistre sostenía que: “La revolución sigue en pie, sin duda, y no sólo sigue en pie, sino que anda, corre, da coces. La única diferencia que yo noto entre esta época y la del gran Robespierre, es que entonces las cabezas rodaban y hoy giran” (3/3/1819).

Saint-Just y Robespierre al menos tenían muy en claro que una revolución no puede respetar las formas judiciales. Los juicios de lesa humanidad, sin embargo, se supone que no son revolucionarios sino conforme al Estado de derecho y los derechos humanos. En otras palabras, como diría Robespierre, los juicios de lesa humanidad son contrarrevolucionarios, como lo es todo juicio que merezca el nombre.  

Tal vez a veces no queda otra alternativa que hacer una revolución, violando de este modo los derechos humanos de aquellos contra los que se lleva a cabo la revolución. En eso consiste hacer una revolución. El problema surge cuando llamamos “juicio” a algo que en realidad es una revolución. Como dice H. L. A. Hart en relación a los juicios de Nuremberg (que tuvieron lugar como resultado de una guerra, la aplicación de la justicia de los vencedores, leyes retroactivas, etc.), si vamos a violar reglas jurídicas “en aras de impedir algo considerado como un mal mayor que su sacrificio, es vital que los puntos en cuestión sean claramente identificados”. Si vamos a hacer una excepción, que quede claro que nos estamos apartando del derecho vigente y no llamemos una “interpretación” del Estado de Derecho y de los derechos humanos a su clara e intencional violación.