domingo, 27 de abril de 2025

Los Jueces Hercúleos de Lesa Humanidad


El 22 de abril el juez de la Cámara Federal de Casación Penal, Alejandro Slokar, publicó una nota en elDiarioAR con motivo del fallecimiento del Papa Francisco, cuyo título es: “La otra balanza: sensibilidad, derecho y mandato fraterno”. En esta nota, el juez Slokar hace alusión a un discurso del Papa Francisco “ante los participantes del Congreso de la Asociación Internacional de Derecho Penal, celebrado en Roma en 2014”, en el que el Papa “sostenía que el derecho penal no había sabido blindarse frente a las amenazas que, como sombras persistentes, se ciernen sobre las democracias en nuestra época. Y de ello derivaba su llamado urgente a contrarrestar la irracionalidad punitiva”. 

En dicho discurso, destaca Slokar, el Papa “observaba, con preocupación lúcida, aspectos alarmantes de los sistemas penales de la región, y de nuestro país en particular. Señalaba, entre otros, el uso arbitrario de la prisión preventiva” y “la imposición de la pena perpetua”. De hecho, en el epígrafe de la nota consta que el Papa Francisco “dirigió una carta a penalistas con un fuerte llamado ético y político: frenar la lógica punitiva”. Da toda la impresión entonces de que Slokar se hace eco del urgente llamado papal “a contrarrestar la irracionalidad punitiva” y a “frenar la lógica punitiva”, como por ejemplo “el uso arbitrario de la prisión preventiva”. 

Sin embargo, según una nota del diario Perfil de 2022, el mismo Slokar mientras era presidente de la Cámara de Casación dio la voz de alerta “sobre un fenómeno cada vez más frecuente: muchos de los genocidas están muriendo sin condena o a poco tiempo de haberla recibido”. 

El mismo juez, entonces, que se manifestó a favor de frenar la lógica punitiva (para no hablar del uso arbitrario de la prisión preventiva que en casos de lesa humanidad ha alcanzado un nivel digno del oro olímpico y del uso muy impreciso del término “genocida” ya que en Argentina por lo general los juicios no son por casos de genocidio sino de lesa humanidad) hace un llamamiento en contra de la naturalización de la “impunidad biológica”, la cual se manifiesta no sólo debido a que los acusados o eventuales sospechosos mueren antes de ser condenados o de ser llevados a juicio, sino que—para usar las palabras de Slokar—incluso tiene lugar cuando se muere un condenado. Huelga decir que nadie que conozca los votos de Slokar en casos de lesa humanidad se puede sorprender de sus simpatías punitivistas.

Ahora bien, esta adopción simultánea del garantismo penal-papal y del punitivismo humanitario hubiera sido digna de las tan graciosas contradicciones o paradojas distintivas de los sketchs de Monty Python, pero viniendo de un juez de Casación penal es bastante preocupante. Sin embargo, hay que reconocer que esta contradicción se ha hecho carne en (casi) toda la jurisprudencia de la justicia federal penal argentina. 

El punitivismo que subyace a la preocupación por la impunidad biológica, incluso la impunidad de aquellos que han sido condenados, surge diáfanamente en el slogan “juicio y castigo” característico de los juicios de lesa humanidad. Se trata de un eslogan muy curioso bajo un Estado de derecho, ya que según el derecho penal de dicho Estado no existe un derecho al castigo sino exclusivamente el derecho a un juicio según las reglas precisamente del Estado de derecho. Como muy bien lo recuerda la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español (con la actual mayoría socialista) en relación incluso a casos de lesa humanidad, un juicio penal no puede imponerle una obligación de resultado a los jueces, sino que estos últimos sólo tienen la obligación de seguir ciertos medios. 

De ahí que si para luchar contra la impunidad los jueces deben violar las garantías penales de los acusados entonces no queda otra alternativa que dejar el delito impune, es decir sin castigo. En un verdadero juicio penal la impunidad siempre es una alternativa, y si no es una alternativa entonces no es un juicio. Como muy bien explica Daniel Pastor, “definir al derecho penal como garantismo, en ambas acepciones de esta metonimia que designa a la vez el objeto y la ciencia que lo estudia, es una tautología”. 

Hablando de Pastor, él ya había advertido proféticamente en sus investigaciones acerca del poder penal internacional publicadas en el año 2004 (Poder penal internacional), anteriores a que se desatara el Lollapalooza neopunitivista de lesa humanidad en Argentina: “Normalmente los tribunales son establecidos para juzgar. P. ej. la Constitución Española dispone que ‘el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales…’ (art. 117.3). En el mismo sentido, la Constitución Argentina determina que ‘corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas…’. Estos textos usuales describen claramente la función judicial: juzgar”. 

Sin embargo, agrega Pastor, “la finalidad del Estatuto de Roma al establecer una Corte Penal Internacional parece no haber sido la de instaurar un poder competente propiamente para juzgar, sino uno más inclinado a condenar en todos los casos como función primordial. Obsérvense, si no, estas exposiciones del Preámbulo del Estatuto de la Corte Penal Internacional: ‘Los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto no deben quedar sin castigo’ (párr. 4); ‘Decididos a poner fin a la impunidad de los autores de estos crímenes y a contribuir así a la prevención de nuevos crímenes…’ (párr. 5)”. Mientras “que el establecimiento de los poderes judiciales nacionales está normalmente encaminado a juzgar y eventualmente condenar, el poder judicial del Estatuto de la Corte Penal Internacional se orienta, en cambio e incluso con un lenguaje beligerante, a condenar por definición, sólo eventualmente a absolver”. 

De este modo, en los casos en los que está implicado el derecho penal internacional, explica Pastor, el juicio “sería casi una anécdota o un escenario para una actuación histórica que no pasa, en realidad, de mero trámite”. De hecho, “con la impunidad, como cualquiera lo sabe, sólo se acaba condenando, juzgando no es suficiente, de modo que la Corte Penal Internacional puede ser vista como un tribunal para fabricar condenaciones”. En cambio, “la imparcialidad”, principio básico de la cultura penal universal, “supone un distanciamiento total del tribunal con los hechos y con las hipótesis de las partes, respecto de las cuales se debe permanecer como tercero ajeno a los intereses de unos y otros”. Si la función del Tribunal es erradicar la impunidad, “entonces ese distanciamiento se pierde modo irreparable”. 

Por lo tanto, explica Pastor, los así llamados jueces que se embeben del espíritu de lesa humanidad están preparados solamente “para condenar y no para juzgar, lo cual define marcadamente su estilo, pues no es descabellado pensar que están instituidos para condenar prácticamente a cualquier precio. La absolución de cualquier genocida, a pesar de estar fundada jurídicamente en algún motivo válido, siempre resultaría, de todos modos, indigerible, precisamente porque los tribunales han sido creados, después de conocidos los hechos, con el fin de condenar a sus autores y no de absolverlos. El enjuiciamiento se reduce así a mero intercambio de discursos y papeleo. (..). Los sistemas penales internacionales históricos han tenido tal inclinación a condenar a toda cosa para hacer efectivos los cánones de la ideología de la punición infinita que se ha llegado en la práctica a extremos asombrosos”.

Visto desde el punto de vista del derecho penal del Estado de derecho, entonces, el derecho penal internacional que promueve juicios con un solo resultado posible, se asemeja notablemente a aquel chiste que solía contar Norman Erlich pero que también fue contado por Mel Brooks en uno de los capítulos de la serie de Seinfeld en Netflix: Comedians in cars getting coffee. Un judío le dice a otro: “me enteré de que se quemó tu negocio”, a lo cual el otro le contesta: “no, callate, la semana que viene”. 



Eugenio Zaffaroni—quien ha escrito una conocida obra de derecho penal en colaboración con el juez Slokar y con el profesor Alejandro Alagia, obra en la que consta que “cuando el art. 18 de la Constitución nacional dice juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso, no parece dejar fuera la ley procesal, sino todo lo contrario”—, parece seguir tras los pasos de Pastor al sostener que hablar de derecho penal y de garantismo es una “grosera redundancia”, tal como figura en su libro sobre el derecho penal del enemigo (El enemigo en el derecho penal, del año 2009), libro en el que somete al derecho penal del enemigo a una crítica fulminante. 

En esta monografía Zaffaroni describe al derecho penal del enemigo, por ejemplo, como un poder que “se supone que siempre se dirige al bien”, el cual “no debe ser obstaculizado, puesto que lo malo es, justamente, obstaculizar lo bueno. (…). Todo obstáculo al saber inquisitorial del dominus es enemigo del bien y aliado del mal”. Sin embargo, la doctrina del fallo “Simón” (2005) de la Corte Suprema (a la cual adhirió Zaffaroni con su voto) consiste en sostener precisamente que “obstáculo normativo alguno” se puede interponer en la persecución de los delitos de lesa humanidad. Se trata, nuevamente, de cualquier cosa menos de un freno a la lógica punitiva.

La doctrina de “Simón” parecía ser solamente una manera de decir, pero que sin embargo se concretó en una realidad en el fallo “Mazzeo” de 2007 del mismo tribunal, a cuya doctrina mayoritaria también adhirió Zaffaroni. Cabe recordar que la doctrina de este fallo sostiene que ni siquiera la cosa juzgada (ni el non bis in idem), una garantía básica de todo derecho penal que se considere mínimamente civilizado, se puede interponer en el camino de la persecución penal en los casos de lesa humanidad.  

Llama la atención entonces por qué jueces como Zaffaroni o Slokar dicen ser enemigos del derecho penal del enemigo, partidarios de poner un freno a la lógica punitiva, cuando en realidad aceleran a toda velocidad en la recta de lesa humanidad, convirtiéndose de este modo en fervientes seguidores del más puro derecho penal del enemigo, verdaderos domini hercúleos cuya actividad no puede ser obstaculizada por las garantías penales, al menos en lo que respecta a su labor jurisdiccional en casos que involucran al derecho penal internacional. 

Se podría decir que el derecho penal de lesa humanidad alienta la aparición de estos verdaderos Hércules argentinos (como rezaba el jingle de Rubén Peucelle, el titán del recordado Titanes en el Ring que ilustra esta entrada), agentes con capacidades sobrehumanas que ignoran todos los obstáculos normativos que se interponen en su camino de justicieros que luchan contra la impunidad en nombre de la Humanidad, y por eso mismo se creen moralmente superiores y no tienen que aplicar el derecho sino que simplemente hacen justicia (suponiendo que violar las garantías penales de los acusados fuera una manera de hacer justicia). En defensa de Rubén Peucelle habría que agregar que él no era un juez penal sino solamente miembro de una troupe de lucha libre que entretenía a los niños los domingos por la tarde.  

En una entrevista publicada ayer en La Nación, Guillermo Ledesma, uno de los miembros de la histórica Cámara Federal Penal que enjuició a las juntas militares, nos recuerda que en “los juicios seguidos después de la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final”, reabiertos durante el kirchnerismo, “se cometieron infinidad de prevaricatos y se pusieron unas penas enormes”. Es una brisa de aire fresco liberal en medio de tanto derecho penal autoritario. 

domingo, 12 de enero de 2025

Despedida a Carlos Strasser


Con el reciente fallecimiento de Carlos Strasser, el mayor estudioso, pensador y promotor de la democracia que han tenido estas tierras, la teoría política latinoamericana debería llevar banderas a media asta por tiempo indeterminado. La tristeza de este momento da unas ganas bárbaras de mandar la politología bien al demonio y dejar de pensar y escribir en la democracia, en el Estado, en el liberalismo, en la república y en la mar en coche. Sin embargo, los que alguna vez hemos sido sus alumnos no podemos darnos ese lujo. No seríamos dignos de su ejemplo.

Carlos Strasser siempre hizo lo máximo que pudo para que más personas accedan a espacios que sean un refugio para estudiar, investigar, enseñar y aprender sobre teoría política y social con la mayor excelencia académica. No le fue nada fácil, ya que empezó con estos empeños aún en la dictadura militar a fines de los años setenta (cuando muchos de sus eventuales alumnos aún no habíamos nacido) y continuó, mientras sus fuerzas físicas se lo permitieron, hasta culminada la segunda década de este siglo XXI.

Así fue que protagonizó más de un momento fundacional de la academia argentina. Entre otras cosas, creó la Maestría en Ciencia Política y Sociología de FLACSO; participó de la fundación de cátedras (Teoría del Estado en Derecho UBA) y carreras (Ciencia Política, en la UBA y en la Universidad de San Andrés) y un largo etcétera en otras instituciones donde dio clases, asesoró y fundó nuevos espacios.

Por mucho menos, otros esperan -y reciben- laureles, placas y reconocimientos varios. Strasser, sin embargo, no fue tan reconocido como debió serlo ni recibió tantos homenajes como merecía. Y los pocos que ha recibido los tomó con cierta sorpresa. La academia a veces es mezquina con quienes más hacen y, sobre todo, con aquellos que suelen ir un poco a contracorriente, por decir las cosas como son y no con la condescendencia de lo que los demás quieren oír.

Con esa impronta de honestidad brutal es que Strasser escribió todas sus teorías. Su obra abarca varios campos: la ciencia política, la sociología y la filosofía política. Su objeto predilecto de dedicación, sin embargo, ha sido la teoría de la democracia. La teoría strasseriana de la democracia es certera en su diagnóstico de los principales problemas operativos de los regímenes democráticos, pero no es una simple crítica sino que también es propositiva. Se caracteriza además por su precisión conceptual ya que dice lo que la democracia es y lo que no es, sin vueltas ni piedad. 

Strasser dijo hasta el cansancio que la democracia es un régimen de gobierno del Estado, que además de su raíz democratista à la Atenas, es hoy una amalgama de eso con nociones tales como Constitución, república y liberalismo político. La democracia no es la sociedad, un contexto ni un estilo de vida. Antes que construir un concepto amplísimo de democracia que todo lo abarque, prefirió un concepto conciso y con posibilidades de realización. De allí que él mismo la ha llamado “una teoría de la democracia posible”. Destronó próceres de la democracia y desarticuló espejitos de colores, cosa que no le debe haber resultado una grata tarea.

Cuando Strasser escribió los principales fundamentos de su teoría de la democracia (a fines de los 80 y principios de los 90), tal vez por el fervor de un todavía reciente regreso a un régimen democrático de gobierno, la sociedad -politólogos y políticos incluidos- forjó una visión de la democracia como algo idílico y omnipotente. A veces por nobles motivos (abrazar con celo algo que no queremos volver a perder), pero a veces por puro sofismo y hasta por intereses creados. Es más lindo y más fácil hablar de la democracia como algo etéreo, que flota en la sociedad y que basta con desearla como modo de vida para vivir en ella, o con proclamarla para legitimar cualquier decisión, por más absurda o perjudicial que esta sea para la sociedad.

En ese mar difuso y “líquido” (como diría Z. Bauman) estudiar teoría de la democracia en la primera década de este siglo era todavía, cuanto menos, una gran confusión. Por eso, leer a Strasser y escucharlo de primera mano fue absolutamente revelador. Fue aprender a estudiar sin miedo y en serio a la democracia; descubrir el valor de la precisión conceptual, para que luego “la cosa” (como a veces llamaba a la democracia) tenga alguna chance de ser viable y de servir para algo.

A pesar de sus esfuerzos, gran parte de aquella laxitud a la hora de pensar la democracia permanece hasta hoy. Y este motivo es más que suficiente para que tomemos la posta de mantener presente la versión strasseriana de la democracia. Hoy más que nunca es imperioso recordar que, al fin de cuentas, la democracia es un instrumento, un artefacto para tomar decisiones de políticas públicas en el gobierno del Estado. Y que justamente por eso es un concepto profundamente político e institucional. La democracia es estatal y constitucional; con una sana cuota de liberalismo político, en tanto protección de derechos y garantías, y de republicanismo, en tanto respeto de la ley -nacida del debate político- y de las instituciones. No parece poca cosa. Al contrario, Strasser nos ha enseñado que conseguir y conservar eso es un montón. La realidad de las últimas décadas le da la razón.

Su cuota de realismo y honestidad intelectual a veces eran presentadas por él mismo como una suerte de hondo pesimismo. Pero ahora puedo verlo con claridad: en realidad, eso era una provocación dirigida a sus estudiantes y a quien lo leyera, para que nos esforcemos más a la hora de pensar la democracia; para ser más rigurosos, no por amor a la erudición, sino para encontrar caminos de realización hacia la democracia posible. Esta posibilidad de la que nos habla Strasser no es la creencia en una quimera, sino una esperanza como “motor de la acción” (Byung-Chu Han, El espíritu de la esperanza, Barcelona, Herder Editorial, 2024, pp. 39 y ss.). 

Querido Profesor, me ilusiono con la idea de que pueda leerme desde algún lugar. Aunque usted es un implacable crítico de la redacción, espero que estas líneas le parezcan decentemente escritas. Hoy todavía he de llorar, pero mañana me voy a levantar a seguir estudiando y escribiendo sobre democracia, como le debo a su memoria y ejemplo. Y a repetir una y mil veces aquello que me ha enseñado: “la democracia, estrictamente hablando, es un régimen de gobierno del Estado, y ni más ni menos que eso” (Carlos Strasser, Para una teoría de la democracia posible. Vol. 2. La democracia y lo democrático, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1991, p. 31).

Lisi Trejo

viernes, 10 de enero de 2025

Carlos Strasser In Memoriam

(Parte del Consejo Académico de la Maestría en Ciencias Política y Sociología de FLACSO bajo el Antiguo Régimen. Carlos Strasser es el primero a la derecha, parado)


Cuando alguien fallece suele ocurrir que por ese mismo hecho se convierte en un santo y sus obituarios se transforman en hagiografías. Sin embargo, sería un error hacer algo semejante en el caso de Carlos Strasser, que falleció a los 88 años el pasado 7 de enero en Buenos Aires. El error se debe a una muy sencilla razón. Todos sabemos, por ejemplo, que un verdadero santo como San Pedro fue la roca sobre la cual Cristo edificó su única Iglesia. Strasser, en cambio, edificó por lo menos tres iglesias: la Maestría en Ciencia Política y Sociología de FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales), la carrera de Ciencia Política de la UBA y la carrera de Ciencia Política y Gobierno de la Universidad de San Andrés. 

Reveladoramente, la comisión nombrada por el entonces rector de la UBA, Francisco Delich, en los inicios de la última restauración democrática para crear la carrera de y diseñar un plan de estudios en Ciencia Política en dicha universidad, era conocida como la “Comisión Strasser” debido a que estaba presidida por él y el informe producido por dicha comisión fue bautizado como el “Informe Strasser”. 

Como un verdadero legislador antiguo a la manera de Moisés, Licurgo o Solón, Strasser se mantuvo distante de su creación en la UBA. Distinto fue el caso en la Universidad de San Andrés, en donde no sólo fue legislador instituyente sino que además fue ciudadano bastante activo, por no decir gobernante (fue Director del Departamento de Humanidades entre 1994 y 1997).  

Donde se nota aún más la influencia de Strasser como instituyente y gobernante es en la Maestría en Ciencia Política y Sociología de FLACSO, que directamente era conocida por sus profesores más allegados como “la Maestría Strasser”, con la fiel asistencia del Secretario de Posgrado Aldo Agunin. Los orígenes de este programa se remontan a 1977 cuando el golpe de Estado de 1976 hizo que la actividad académica de calidad se refugiara en instituciones privadas, o que en todo caso no pertenecieran a la universidad pública.

Strasser llegó a ser Director del Programa FLACSO Argentina. En la Maestría en Ciencia Política y Sociología, a comienzos de la década de 1990, logró reunir un verdadero Olimpo de profesores como Natalio Botana, Jorge Dotti, Luis Alberto Romero, Hilda Sábato y Oscar Terán, entre muchos otros.

Dado que es imposible repasar toda su trayectoria, cabe agregar solamente que habiéndose formado como abogado y cursado estudios de sociología en la UBA entre 1954 y 1961, se doctoró en 1971 en la Universidad de California, Berkeley, bajo la dirección de dos consagrados de la teoría política de aquel entonces: Sheldon Wolin y Hannah Fenichel Pitkin. Strasser también fue catedrático de Teoría del Estado en la Facultad de Derecho de la UBA a partir de la última restauración democrática e Investigador Principal del CONICET. 

Por si todo esto fuera poco, Strasser se convirtió en uno de los pensadores latinoamericanos más importantes sobre la democracia, tal como lo muestran sus varios volúmenes sobre este tema. Asimismo, se había especializado en la epistemología de las ciencias sociales (por ejemplo, La razón científica en política y sociología, Amorrortu, 1979). Es gracias a la compilación de Lisi Trejo, Ensayos sobre democracia (Editores del Sur, 2023) que existe un muy merecido libro homenaje a la obra de Strasser.    

Strasser no sólo recurría a los mejores profesores disponibles, sino que fue maestro de varias generaciones de investigadores en ciencias sociales, a la vez que alentaba a todo estudiante que se le acercara para que se perfeccionara, lo aconsejaba en sus estudios, hacía todo lo posible por ayudarlo en su carrera y se acalambraba la mano de tanto escribir cartas de recomendación. No pocos estarán de acuerdo en que le deben mucho más “de lo que las palabras pueden blandir el contenido”, como dice Goneril en King Lear de Shakespeare. Dicho sea de paso, quienes conocen su letra no pueden olvidar su perfección caligráfica, word-perfect como se dice en inglés. 

Con sus colegas Strasser tenía un trato tan afectuoso que, por ejemplo, en la Maestría de FLACSO existía una regla no escrita a la manera de la Constitución inglesa, es decir que a pesar de que no estaba escrita se cumplía inexorablemente, según la cual era imposible ir a dar clase a la Maestría de FLACSO sin pasar a tomar por lo menos un café con él en su oficina, que obviamente invitaba él. Otra costumbre que tenía Don Carlos era que de vez en cuando, si algún seminario le interesaba o le provocaba curiosidad, se sentaba a veces al fondo como oyente, como por ejemplo lo hizo en el seminario que diera Carlos Nino en FLACSO a comienzos de la década de 1990. A Strasser le llamaba la atención la manera en que los filósofos como Nino entendían a la democracia. 

Una de las peores cosas que Strasser podía decirle al autor de un escrito era: “escribís como Halperín Donghi”. La ironía es que el estilo de Strasser es bastante barroco, aunque siempre en aras de la precisión. 

Parafraseando la Biblia, “por sus autores favoritos los conoceréis”. Dos de los autores favoritos de Strasser, o de los que más hablaba, eran Karl Polanyi (autor de La gran transformación) y Michael Oakeshott (en su momento, autor de la edición canónica del Leviatán). Para decirlo en muy pocas palabras, mientras que el primero enfatiza los peligros de la mercantilización total de la sociedad, el segundo es un gran pensador político que a la vez es uno de los mejores intérpretes de Thomas Hobbes. Es por eso que Oakeshott entendió que lo único que puede proteger a la libertad individual frente a las corporaciones es el Leviatán, es decir, el Estado de derecho liberal. 

Donde sea que esté, Strasser debe estar haciendo lo que hizo siempre: seguro que está pensando sobre la democracia, conversando con sus amigos, diseñando nuevos programas e instituciones, buscando a los mejores profesores, alentando estudiantes y escribiendo cartas de recomendación. 

(una versión ligeramente modificada apareció en La Nación).