viernes, 12 de julio de 2024

Comprender es Perdonar (salvo el caso de Israel que es imperdonable)




Acaba de ser publicado Gaza ante la historia, un libro corto (111pp.) de editorial Akal escrito por Enzo Traverso. De acuerdo con la solapa, el autor del libro, profesor en la Universidad de Cornell, es un “autor de referencia internacional” que “ocupa hoy día el lugar de preeminencia que en su día ocuparon E. P. Thompson o Eric Hobsbawm”. 

Lo primero que llama la atención en este libro es que si bien la colección a la que pertenece esta obra, “Reverso Akal Historia Crítica”, “tiene como objetivo ofrecer miradas alternativas sobre la historia”, decir hoy en día que “la destrucción de Gaza por el Tzahal recuerda a la del gueto de Varsovia arrasado por el general Stroop en abril de 1943” (p. 96), o que las víctimas de Gaza son como “presos en Auschwitz” (p. 74), ya no constituye una “mirada alternativa sobre la historia”, sino que se ha convertido en un lugar común dentro de las humanidades y las ciencias sociales, amén de las redes sociales o el espacio público en general. De hecho, la comparación entre el sionismo y el nacionalsocialismo, para no hablar del más decidido anti-sionismo, es bastante frecuente incluso dentro de Israel (como muestra, basta mencionar dos de los botones probablemente más conocidos: el filósofo Yeshayahu Leibowitz y el historiador Moshe Zimmermann, ambos de la Universidad Hebrea de Jerusalén). 

A continuación y en aras de la argumentación, vamos a asumir que la analogía entre el Estado de Israel y el nacionalsocialismo es correcta, aunque para que la analogía fuera totalmente acertada no sólo habría que imaginar que en la Alemania de Hitler había tanta libertad de expresión como la que hay en Israel, sino que además habría que imaginar que en la Alemania de Hitler uno de los miembros del Tribunal del Reich o de la Corte Suprema era judío, ya que cabe recordar que uno de los miembros de la actual Corte Suprema israelí es musulmán. 

Traverso atribuye al orientalismo todavía imperante en las ciencias sociales el hecho de que se ha convertido en un tópico la descripción de “Israel como una isla democrática en medio del océano oscurantista del mundo árabe y a Hamás como una horda de bestias sedientas de sangre” (27). De hecho, para Traverso existe “una flagrante hipocresía en el lenguaje ahora convencional” (p. 23) que trata de modo valorativamente asimétrico a Israel y a Hamás, y dicha asimetría hace quedar al primero mucho mejor que al segundo. 

Por momentos da la impresión de que Traverso cree que Israel también debería ser percibido “como una horda de bestias sedientas de sangre”, o que en todo caso hay dos hordas en juego. Sin embargo, en otros momentos da la impresión de que Traverso quiere invertir la simetría, concediéndole legitimidad a Hamás pero no a Israel: “no podemos equiparar la violencia de un movimiento de liberación nacional con la de un ejército de ocupación, porque su legitimidad no es la misma. El delito del primero radica en el uso de medios ilícitos; el del segundo, en su propia finalidad, de la que se deriva” (p. 77).

Por otro lado, al comienzo del libro se lee que mientras que el “ataque de Hamás del 7 de octubre fue objeto, casi en todas partes, de una condena necesaria y comprensible”, en cambio hubo “raras críticas a la política israelí” (“la furia asesina y devastadora desencadenada por Israel”), críticas que en todo caso “no cuestionan una premisa de simpatía y solidaridad” (p. 7). Sin embargo, al final del libro Traverso sostiene que: “La causa palestina se ha convertido en la bandera del Sur Global y de gran parte de la opinión pública, en particular de los jóvenes, incluidos muchos judíos, tanto en Europa como en Estados Unidos” (p. 109). Da la impresión entonces de Traverso oscila entre decir que Israel tiene una imagen mucho mejor de lo que muestra su realidad y entre decir que Israel está perdiendo la batalla cultural. Sólo le faltaría sostener que es un partido empatado o bastante parejo.  

En los lineamientos de “Reverso Akal Historia crítica” también consta que: “La colección publica libros respaldados por una investigación rigurosa”. Traverso parece tener precisamente en cuenta esta directriz de la colección cuando explica que: “El concepto de genocidio no puede utilizarse a la ligera, pertenece al ámbito jurídico y, como han señalado muchos investigadores, se adapta mal a las ciencias sociales. Sirve para designar a víctimas y verdugos y siempre se ha utilizado con fines políticos, para estigmatizar a los responsables, obtener justicia o defender causas conmemorativas. Todo esto es cierto, debemos ser conscientes de ello y no podemos utilizar este concepto sin tomar las precauciones necesarias, …”, y acá es cuando en las películas otro de los personajes en la escena agrega: “esto es algo que no te ha detenido en el pasado”, o volviendo al texto el lector intuye o siente que hay un “pero” en pleno desarrollo que no puede tardar en emerger. Traverso no defrauda la expectativa de los lectores. Retomemos el pasaje: “Todo esto es cierto, debemos ser conscientes de ello y no podemos utilizar este concepto sin tomar las precauciones necesarias, pero tampoco podemos ignorarlo, sobre todo hoy” (p. 19, énfasis agregado). 

Para fundamentar su aserto, Traverso se refiere a la Convención de la ONU de 1948 contra el genocidio, que según él “se adapta perfectamente a la situación que existe en estos momentos [en Gaza]”. Traverso incluso cita el artículo II de la Convención que exige que el acto perseguido sea cometido “con la intención de destruir total o parcialmente…” [p. 19, énfasis agregado] e insiste en que: “Esta definición describe exactamente lo que está ocurriendo hoy en Gaza” (p. 20). Traverso también hace referencia a la sentencia de la Corte Internacional de Justicia para sustentar su posición. 

Ciertamente, hoy en día incluso una persona medianamente bien informada podría ser excusada por cometer un error de esta clase. Pero un investigador avezado como Traverso debería haberse tomado el trabajo de leer la sentencia de la Corte Internacional de Justicia sobre Gaza, al menos la primera, y sobre todo el voto en disidencia de la jueza Sebutinde, que muestra claramente por qué no hay un genocidio en Gaza y por qué lo que busca Sudáfrica (entre otros) con semejante acusación es moralizar lo que en el fondo es un conflicto político, criminalizar o descalificar a sus enemigos políticos (en este caso, Israel: Quien dice genocidio quiere engañar). Además, llama la atención lo que hace Traverso ya que después de haber hecho la advertencia de que no se debe usar el término “genocidio” a la ligera, él mismo lo emplea ligeramente por lo menos once veces en un libro de 111 páginas (pp. 15, 19, 20, 48, 63, 64, 66, 72, 75, 86, 108). 

Otra de las particularidades del libro es que en el capítulo 4, “Noticias falsas sobre la guerra”, no menciona, por ejemplo, el supuesto ataque israelí a un hospital en el inicio de la guerra, a la vez que para “desmontar” las “horribles fantasías… puestas en circulación por el ejército israelí”, Traverso recomienda “ver Al Jazeera” (pp. 54, 55). 

En el capítulo 3 del libro, “Razón de Estado”, Traverso sostiene que “cuando Alemania apoya a Israel invocando su propia Staatsraison, está admitiendo de forma implícita el carácter moralmente dudoso de su política” (p. 47). Para sustentar su argumento Traverso recurre a “un perspicaz historiador del pensamiento político como Norberto Bobbio”, quien resume el concepto de razón de Estado en estos términos: “conjunto de principios y máximas en función de las cuales acciones que no estarían justificadas si las realizara un individuo, no solo lo están, sino que en algunos casos incluso se ensalzan y glorifican si las lleva a cabo el príncipe o quienquiera que ejerza el poder en nombre del Estado” (cit. en p. 46). De este modo, agrega Traverso, la razón de Estado “revela la brecha existente entre la política y la moral” (p. 47) en la política exterior alemana. Lo que Traverso no advierte—y Bobbio probablemente tampoco—es que solamente un anarquista puede darse el lujo de usar el razonamiento moral como test de la acción estatal, ya que el sentido mismo del Estado—al menos modernamente—es que realice acciones que serían inmorales si fueran llevadas a cabo por un individuo, como por ejemplo cobrar impuestos y castigar delitos. Por otro lado, “el carácter moralmente dudoso de su política” es una frase que tendría resultados devastadores para cualquiera que se pusiera a estudiar las acciones de Hamás. 

Ciertamente, Traverso no deja de condenar moralmente las acciones de Hamás. En el inicio del libro, tal como hemos visto Traverso sostiene que: “El ataque de Hamás del 7 de octubre fue objeto, en casi todas partes, de una condena necesaria y comprensible” (p. 7, énfasis agregado); “El ataque del 7 de octubre fue atroz” (p. 72, énfasis agregado); “[las atrocidades del 7 de octubre] por supuesto [que] no tienen justificación: décadas de ocupación no disminuyen el horror de la matanza de niños israelíes” (p. 72, énfasis agregado). Pero la tesis principal del libro, sugerida en las palabras que acaban de aparecer en cursiva, surge inmediatamente a continuación: “El hecho es que la violencia del 7 de octubre vio la luz en un contexto explosivo”, “el ataque del 7 de octubre no es justificable, pero debe ser analizado y no simplemente condenado” (p. 72, énfasis agregado), y es repetida en varias páginas: 


- “Este es el trasfondo del extremismo de Hamás” (p. 75).

- “El 7 de octubre no es un estallido repentino de odio, tiene una larga genealogía. Es una tragedia metódicamente preparada por quienes hoy querrían vestirse de víctimas” (p. 18, énfasis agregado). 

- “La rave party del Néguev… se celebraba con total indiferencia hacia lo que ocurría al otro lado del muro electrificado. Gaza no existía. Tarde o temprano la olla presión tenía que estallar” (p. 72, énfasis agregado). 

- “Como señaló el presidente de la ONU, António Guterres, el 7 de octubre no salió de la nada. Fue la consecuencia de décadas de ocupación, colonización, opresión y humillación” (p. 73, énfasis agregado). 

- “De repente, Hamás lo ha vuelto a poner todo patas arriba, imponiéndose como un actor ineludible en el conflicto. Su ataque ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de Israel, golpeado con una violencia extrema dentro de sus fronteras. Gracias a Hamás, los palestinos parecían capaces de pasar a la acción y no solo de sufrir. Esto puede parecer lamentable si se mira con ojos europeos o estadounidenses, pero una parte de los palestinos no ocultó su satisfacción por la masacre del 7 de octubre. Por una vez, el terror, la impotencia, el miedo y la humillación habían cambiado de bando. La Schadenfreude es también un sentimiento humano…” (pp. 73-74, énfasis agregado). 


No hay que olvidar además la superioridad tecnológica israelí (aunque según Traverso, tal como acabamos de ver, la misma no impide la vulnerabilidad de Israel), ya que “Hamás, que no es un Estado, solo puede tomar rehenes y lanzar cohetes. El terrorismo de Hamás es el reverso dialéctico del terrorismo de Estado israelí. El terrorismo nunca es bonito ni emocionante, pero el de los oprimidos es generado por el de sus opresores” (77, énfasis agregado).

Traverso aclara que: “No se trata de idealizarlo [a Hamás], pero hay que comprender sus raíces. Hamás es popular entre una gran proporción de palestinos, eso es un hecho. (…). El 7 de octubre fue la reacción inevitable” (pp. 74, 75, énfasis agregado). Traverso reconoce que: “En una sociedad libre, Hamás sería sin duda el principal enemigo de la izquierda”, debido a su “fundamentalismo, el autoritarismo, la naturaleza antidemocrática, misógina y reaccionaria de este movimiento”. Pero: “En las circunstancias actuales”, Hamás “opone resistencia militar al genocidio que se está produciendo” (p. 75). 

El problema de este tipo de argumentación no es sólo que no se está produciendo un “genocidio”, sino el uso de los juicios del tipo “X pero Y”, v.g. “la matanza cometida por Hamás es un crimen atroz e imperdonable, pero debe ser entendida en contexto”. La pregunta es qué es lo que agrega el famoso “pero” en esta llamativa proposición. Por un lado, es obvio que toda acción, qué decir las criminales, deben ser puestas en contexto ya que es absurdo—o perverso—condenar (o absolver para el caso) una acción sin haberla comprendido. De ahí que surja la duda de si quienes usan la proposición “X pero Y” en estos casos quieren señalar un punto redundante. Una alternativa es la mera curiosidad, tal como Publio Escipión alguna vez le preguntara a sus tropas luego de que éstas hubieran cometido un acto nefasto de insubordinación: “yo, aunque ningún crimen tiene justificación [o literalmente “razón”], sin embargo, en la medida en que sea posible en un hecho nefasto, querría saber cuál fue vuestra idea, vuestra intención” (Tivo Livio, Ab urbe condita, XXVIII.28). 

Ahora bien, el “pero” en cuestión en el caso de Traverso parece ir mucho más allá de la redundancia y la curiosidad, ya que pretende hacer una diferencia real. La pregunta entonces es qué diferencia puede hacer este “pero”. Lo que suele aparecer luego del pero es la referencia a la desigualdad social y económica, la exclusión, etc., de quienes cometieron el acto. Si no hubieran sido víctimas de desigualdad y exclusión, los implicados jamás habrían cometido el acto. Pero entonces, el punto es que no fueron libres de actuar de otro modo. Recordemos a Traverso: “No se trata de idealizarlo [a Hamás], pero hay que comprender sus raíces. El 7 de octubre fue la reacción inevitable”; “Tarde o temprano la olla presión tenía que estallar”. ¿Qué sentido tiene condenar una reacción inevitable? El mismo que condenar un huracán o un terremoto.  

No haría falta ser un científico especializado en cohetes para darse cuenta de que no tendría sentido entonces repudiar el acto, ya que equivaldría a responsabilizar a quienes fueron víctimas de la causalidad. Insistir con el repudio—y qué decir con un eventual castigo—no solamente sería contradictorio, sino además completamente sádico. Traverso dice que condena los hechos, pero solamente lo dice. En el fondo no lo cree.  

Nótese además que lo que operó como un fenómeno causal, natural o inevitable en Hamás fueron las políticas de Israel. Cabría preguntarse entonces si los gobernantes israelíes pueden alegar a su vez que sus propias decisiones no han sido tales, sino que en todo caso ellas mismas se deben a causas  culturales, o porque los educaron así, que operan sobre ellos como fenómenos naturales y por eso les resulta indiferente el daño que provocan. Lo mismo se aplicaría a quienes ejecutan dichas decisiones. Si Traverso fuera consistente tendría que aplicar entonces el mismo juicio a Israel: “El sionismo es atroz, pero…”. La proposición “X pero Y”, entonces, de ser verdadera, debe ser aplicada en todos los casos. Nuestra filosofía de las ciencias sociales, por así decir, no puede depender de nuestra ideología política.

Lo curioso es que Traverso no siente la misma predisposición a emitir juicios del tipo “X pero Y” pero en referencia a Israel: a entender el sionismo o el Estado de Israel en contexto, es decir a explicar lo que hace Israel en lugar de solamente valorarlo (y lo mismo se aplica al nacionalsocialismo con el cual Traverso compara al sionismo). 

Por alguna razón, Traverso entiende a Hamás en términos sociológicos o durkheimianos y al sionismo en términos morales o kantianos: el sionismo no es un fenómeno que puede ser explicado, sino que consiste en un pecado original que impide toda explicación, ya que un mal que se puede explicar deja de ser un mal en sentido estricto (como ocurre con Hamás), en la medida en que si hablamos de “causas” los agentes dejan de ser responsables por lo que hacen. El mal que ocasiona Israel se debe a una cuestión casi teológica, a la voluntad de dañar, el mero deseo de hacer sufrir a los demás. Mientras que para los palestinos la Schadenfreude es un “sentimiento humano”, para los sionistas es el resultado o el sentido mismo de ser sionistas, cuya sola causa es la voluntad de dañar. 

No es casual que Traverso se refiera a Frantz Fanon y al carácter liberador de la violencia ejercida por los oprimidos (p. 78). La moralización de la violencia que resulta de distinguir entre la conceptualización de la violencia cometida por el opresor y la de la cometida por el oprimido supone una antropología para el oprimido y otra para el opresor: mientras que la violencia del oprimido exige una explicación (antropología columbina: ¿cómo puede ser que agentes dispuestos a la paz y la convivencia deban recurrir a la violencia?), la violencia del opresor no se debe a otra causa que no sea el deseo inherente de hacer daño (es decir, una antropología caída o serpentina). 

Esto explica por qué, en otro libro, El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador, Traverso sincroniza al “judaísmo diaspórico” universalista con la “conciencia crítica del mundo occidental” y al sionismo con los “dispositivos de dominación”, de tal forma que “Israel ha puesto fin a la modernidad judía” (p. 195), y por qué en el libro sobre Gaza que estamos examinando, Traverso se refiere al sionismo como una “regresión histórica”. 

Incluso asumiendo que el sionismo sea “el final de la modernidad judía”, es decir una “regresión histórica”, es bastante extraño que un historiador todavía crea en la idea de que la historia progresa o tiene regresiones, o edades, todos los cuales son son inventos modernos que irónicamente suponen la secularización de nociones teológicas como la providencia. El espacio (atrás o adelante) o el tiempo (antes o después) no son nociones morales o valorativas, sino puramente descriptivas, y por lo tanto a veces es mejor retroceder (ser “retrógrados” o sufrir una “regresión”) o ser antiguo que progresar (ser “progresistas”) o ser moderno (es decir “nuevo”). Todo depende, por ejemplo, de si tenemos un precipicio adelante (o atrás; o a la izquierda o a la derecha). 

Finalmente, Traverso sostiene que Hamás: “Ha condenado el Holocausto y el antisemitismo, declarado que su lucha no es contra los judíos, sino contra el Estado sionista” (74). Incluso suponiendo que esta condena no sólo existió sino que todavía se mantiene firme, quienes creen que el antisemitismo puede buscar refugio en el antisionismo no advierten que para los judíos el antisionismo es mucho más peligroso que el antisemitismo, al menos el antisemitismo línea fundadora. Mal que mal, este último estaba a favor de la creación de un Estado judío, mientras que el antisionista está en contra de la existencia de todo Estado judío por definición (El antisionismo es peor que el antisemitismo). La diferencia entre la existencia y la inexistencia de un Estado judío no es indiferente para los judíos. 

Traverso reconoce que “el riquísimo arsenal de estereotipos antisemitas creado en Europa desde finales del siglo XIX se ha importado a Oriente Próximo”. Sin embargo, casi inmediatamente agrega que: “Este injerto en Oriente Medio del antisemitismo europeo ha reforzado así la narrativa sionista: detrás del atentado del 7 de octubre no hay décadas de opresión y negación de los derechos palestinos, sino antisemitismo, el odio eterno e incurable contra los judíos” (p. 93, énfasis agregado), como si el antisemitismo debiera ser subestimado a pesar de que existe, todo para no hacerle el juego al sionismo.

Los anti-sionistas creen que el sionismo es siempre el problema, jamás la solución, porque en el fondo suponen que el antisemitismo (qué decir de la enemistad contra los judíos) no es eterno ni incurable, y por eso los anti-sionistas suelen defender la existencia de Israel como un Estado binacional, en el que judíos y musulmanes puedan convivir en igualdad de condiciones. Por eso, nunca perderá actualidad la advertencia que hiciera Fritz Bernstein en 1926 (y que más de una vez terminó siendo profética) en su libro: El antisemitismo como fenómeno grupal, tal vez el mejor ensayo jamás escrito sobre el antisemitismo: “Otra vez estaremos en shock, otra vez gritaremos desesperados, cuando mañana los judíos sean, en algún lugar del mundo, asesinados, torturados, declarados fuera de la ley; apelaremos a la conciencia de las naciones y pediremos cuentas a nuestros perseguidores por sus acciones, así como estamos preparados a dar cuentas y ser responsables de cada una de nuestras acciones. Pero no debemos cegarnos y debemos tener en cuenta que un sermón penitencial no puede cambiar la naturaleza humana, que la indignación no puede prevenir que la enemistad se transforme en deseos hostiles, y que el fenómeno de la enemistad grupal no puede ser expulsado de la tierra mediante exhortaciones, y que cualquier cosa que se haya hecho para que el mundo esté en una situación más pacífica ha sido hecha mediante medidas calculadas para afectar la naturaleza humana tal como es y no como debería ser”. 

domingo, 23 de junio de 2024

Jueces Progresistas eran los de antes (o, en Todo Caso, los Españoles de ahora)



“Un Tribunal Constitucional con mayoría progresista apuntala el veto a investigar los crímenes del franquismo”. Este título, que corresponde a una nota aparecida en el diario español Público, da a conocer una noticia. La pregunta es cuál es exactamente la noticia. Para el diario español en cuestión, la noticia es que la “mayoría progresista” de un Tribunal Constitucional se niega a “investigar los crímenes del franquismo”. En las palabras del diario: “La actual mayoría de magistrados con sensibilidad progresista en el Tribunal Constitucional (TC), de siete votos frente a cuatro, no representa ventaja alguna a la hora de amparar a las personas represaliadas durante el franquismo”. 

Por supuesto, alguien podría sostener que se trata de una gran noticia para el Estado de derecho, ya que se supone que los jueces “progresistas” por definición no sienten predilección alguna por el franquismo, y sin embargo con la sentencia que acaban de dictar muestran que sus manos están atadas precisamente por el Estado de derecho, más precisamente por el principio de legalidad. Esto explica por qué el positivismo en su época de esplendor, bastante antes de la Nakba o catástrofe dworkiniana, era considerado la filosofía del derecho de la democracia. 

No es esta sin embargo la posición del diario, ya que según este último son “dos magistrados del bloque progresista”, que no votan en el sentido de la mayoría sino que prefieren subordinar la legalidad a consideraciones políticas, los que “aportan luz en un asunto muy poco abordado en el Constitucional”. En otras palabras, el titular del diario apunta a que no tiene sentido que jueces progresistas no hagan jugar sus preferencias políticas a la hora de dictar sentencia. Dado que el franquismo es el enemigo entonces los jueces—en este caso los del TC—deben hacer jugar la distinción amigo-enemigo. ¿Para qué esforzarse, si no, para que los jueces progresistas lleguen al Tribunal Constitucional? Si los progresistas no hacen jugar su ideología al momento de juzgar sería mejor que el Tribunal quedara directamente en manos de los conservadores, que además son los que se ufanan de respetar el principio de legalidad. 

Volviendo a la decisión mayoritaria, la argumentación del TC es impecable: los actos denunciados (detenciones por disidencia política, las condenas de cárcel, las torturas, la represalias económicas y sociales) “no pueden calificarse como crímenes contra la humanidad, dado que el delito de lesa humanidad no existía en nuestro ordenamiento jurídico en ese tiempo”. Cabe recordar que, según el principio de legalidad, para dar inicio a un juicio penal la conducta en juego tiene que haber sido un delito al momento del hecho. Un simple cálculo matemático indica que bajo el franquismo, entonces, no pudieron haberse cometido crímenes de lesa humanidad, ya que este tipo de crímenes, aclara el propio diario, “al que se atribuye un carácter imprescriptible”, “se introdujo en el Código Penal por la Ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre, vigente desde el 1 de octubre de 2004”. Ni siquiera debería hacer falta recurrir a una calculadora para saber cuánto da la cuenta 2004 menos el año en cuestión, que por definición se remonta por lo menos hasta el fin del franquismo (20 de noviembre de 1975). 

Ciertamente, en España se suele invocar la Ley 20/2022 de Memoria Democrática para poder iniciar juicios penales en relación a los hechos acaecidos durante el franquismo. Sin embargo, el principio de legalidad, como muy bien lo apreciara Hobbes al incluirlo en su derecho penal soberano del Leviatán, no distingue entre amigos y enemigos sino que debe ser aplicado por igual en todo proceso penal. De ahí que el TC se vea obligado a sostener que la Ley de Memoria Democrática “no cumple con la reserva de ley orgánica necesaria para la definición de los delitos y sus penas (...), por lo que su articulado no habilita para que las normas del Derecho internacional penal se conviertan en fuente directa o indirecta del Derecho penal para investigar y juzgar hechos que no estaban tipificados en la ley penal nacional entonces vigente, aplicándoles ahora las características de imprescriptibilidad y de no ser susceptibles de amnistía”. Cabe recordar además que entre las mismas normas del Derecho internacional penal se cuenta el principio de legalidad que prohibe la aplicación de disposición penales retroactivas más gravosas. 

A esta altura, los lectores argentinos se deben estar preguntando cómo puede ser entonces que en Argentina el sucedáneo vernáculo del TC, es decir la Corte Suprema de Justicia de la Nación, no haya llegado a las mismas conclusiones que el TC español, que a mayor abundamiento está compuesto, recordemos, por una mayoría progresista. De hecho, la amplia mayoría progresista de la Corte Suprema de Justicia, en casos como “Arancibia Clavel” (2004) y “Simón” (2005), llegó a conclusiones radicalmente diferentes de las de sus colegas españoles. En lugar de aplicar imparcialmente el principio de legalidad, la Corte argentina prefirió tener en cuenta “la cara del cliente”. 

En realidad, a diferencia de lo que ocurre aparentemente en España (tal como lo muestra el fallo del TC), en Argentina muy poca gente está en condiciones de determinar cuándo fue que los crímenes de lesa humanidad fueron incorporados al derecho argentino, es decir cuándo comenzaron a estar tipificados como dice la jerga penal, cuándo fue que comenzaron a ser un delito. Por lo general, la gran mayoría de los propios jueces y abogados argentinos trata los crímenes de lesa humanidad como Montesquieu trataba la relación entre el círculo y su radio, es decir como algo que estrictamente hablando no fue creado por alguien, sino que ha existido siempre. Y como ha existido siempre, es imposible aplicar en estos casos una ley penal retroactiva más gravosa, o para decirlo en términos más generales, es imposible violar el principio de legalidad. Una discusión similar tiene lugar entre las dos concepciones diferentes de mundo que corresponden a la cosmovisión clásica o griega y a la judeocristiana. Mientras que según la primera el mundo ha existido siempre, para la segunda—y fundamentalmente para la versión veterotestamentaria—el mundo ha sido creado precisamente por un Dios legislador. 

Patricio Nazareno ya explicó en su muy detallado paper publicado en el Harvard Human Rights Journal (2020), que al convalidar la “nueva ola” de juicios de lesa humanidad, los jueces de la Corte Suprema argentina “se guiaron primariamente por factores que van más allá de estrictas consideraciones legales”. Si bien “la Corte Suprema explicó su razonamiento usando un discurso estrictamente legalista”, solo lo hizo “para confort de las comunidades profesionales y académicas”, ya que “un intenso escrutinio técnico revela qué poco convincente es esta explicación en realidad” (énfasis agregado). En efecto, “por fuera de cualquier cosa que el derecho exige realmente”, fueron “consideraciones morales y políticas” las que marcaron “una preferencia avasalladora por un resultado en particular: castigar”. Los acusados y condenados en estos juicios no deben ser entonces castigados porque violaron la ley, sino que violaron la ley porque deben ser castigados (o si quiere una garantía compre una tostadora). 

Dado que ambas mayorías son consideradas progresistas, o podrían ser consideradas tales, es natural que alguien proponga que o bien se trata de un error (de tal forma que una de las mayorías no es realmente progresista, o que en todo caso el único verdadero progresista coherente de la Corte argentina fue Carlos Fayt, tal como lo muestra su disidencia en “Simón”; Belluscio no llegó a votar en este caso), o que lo que está en juego son dos concepciones de progresismo, una que exige el cumplimiento del principio de legalidad (que supo ser un caballito de caballa de la Revolución francesa, por ejemplo) y otra que no lo exige tanto (la propia Revolución francesa fue bastante selectiva a la hora de cumplir con el principio de legalidad). 

En todo caso, elevamos nuestras plegarias para que los jueces del TC español no corran la misma suerte que los jueces argentinos de la Corte Suprema, en particular la de aquellos jueces a quienes se les inició un juicio político por haber aplicado garantías penales a un caso penal (fallo “Muiña”) y (en este segundo caso deberíamos referirnos a “aquel juez”, ya que se trató solamente de Rosenkrantz) por haber defendido el principio de legalidad ante la sanción de una ley penal retroactiva más gravosa por parte del Congreso de la Nación (fallo “Batalla”). 

Es bastante revelador que en Argentina se le haya iniciado juicio político a un juez que tuvo la osadía de defender el principio de legalidad, a pesar de—como sostuviera la diputada Vanesa Siley durante una audiencia—“la abrumadora movilización de pañuelos blancos” en respuesta al fallo “Muiña”. Hablando de “movilizaciones abrumadoras”, cabe recordar que luego de que Hitler sancionara el decreto-ley penal retroactivo, más conocido como “Lex van der Lubbe” (que hacía referencia al marinero holandés acusado de haber incendiado el Parlamento, y que disponía retroactivamente la pena de muerte por dicho crimen), en los primeros meses de 1933 en el propio gabinete de Hitler tuvo lugar una resistencia notable a dicho decreto-ley, ya que contradecía un principio fundamental del Estado de derecho. El ministro de Justicia Franz Gürtner y el entonces secretario de Justicia Franz Schlegelberger se opusieron, y Johannes Popitz, quien entonces era consejero de Prusia y participaba de las reuniones de gabinete, expresó su “preocupación de que el Tribunal del Reich no iba a reconocer la validez jurídica de un decreto que establecía con vigencia retroactiva la pena de muerte” (Andreas Koenen, El caso Carl Schmitt, p. 480). La presunción de estos juristas que participaban en las reuniones de gabinete de Hitler era que el Tribunal Superior no iba a convalidar una disposición penal retroactiva más gravosa. 

La similitud no se agota aquí, y no sólo porque el tribunal del Reich terminó convalidando dicha disposición retroactiva. En septiembre de 1933 tuvieron lugar las primeras Jornadas de Juristas Alemanes bajo el régimen nacionalsocialista, precisamente en Leipzig, sede del Tribunal del Reich, en el que justamente estaba siendo sustanciado el juicio a van der Lubbe (iniciado en julio de 1933) por haber incendiado el Parlamento, y en el que se iba a aplicar una ley penal retroactiva más gravosa. Aprovechando la coincidencia témporo-espacial entre las Jornadas de Juristas y el juicio a van der Lubbe, a los organizadores de las jornadas (entre los que se encontraba Hans Frank) se les ocurrió hacer una marcha el 1 de octubre de 1933 hacia el Tribunal del Reich en defensa de las nuevas disposiciones jurídicas y de la nueva manera anti-positivista de entender el derecho. 

Ante dicho acontecimiento, el presidente de la sala penal del Tribunal (Wilhelm Bünger) temió que se trataba de una intimidación a la independencia del poder judicial y por lo tanto dio a conocer públicamente que: “Sólo lo que se trata en esa sala, no lo que ocurre afuera de parte desautorizada, tiene importancia para la justicia alemana”. Semejante aclaración muestra que, a pesar de la enorme importancia que el derecho penal nacionalsocialista le reconocía al pueblo, a nadie se le ocurrió decir—al menos en público—, que la idea era tratar de influir en una decisión del Tribunal superior alemán, que los jueces en sus sentencias debían hacerle caso a las “movilizaciones abrumadoras”, a diferencia de lo ocurrido en Argentina en democracia en los últimos años. 

Ojalá que los jueces progresistas españoles contagien a sus pares argentinos, de tal modo que la ideología no interfiera en el razonamiento judicial, que el positivismo y su consiguiente respeto por el Estado de derecho—uno de cuyos pilares es el principio de legalidad—, sean imitados en estos lares tan necesitados de mantener claramente separados el razonamiento judicial y el razonamiento político, el derecho penal y la distinción amigo-enemigo.

domingo, 21 de abril de 2024

It Had to be You: Carl Schmitt sobre la exclusión y el razonamiento político

La revista suiza Philosophies acaba de publicar un paper sobre Carl Schmitt y el razonamiento político en un número especial dedicado a la exclusión. Aquí se puede encontrar el paper (también se puede bajar el pdf) y aquí el proceso de evaluación (los informes de los referatos y las respuestas del autor). 

viernes, 15 de marzo de 2024

El Anti-sionismo es Peor que el Antisemitismo


(ilustración de Bernardo Erlich para Seúl)

“Al que le quepa el sayo, que se lo ponga”, dice un viejo refrán español. Sin embargo, si hay un sayo que nadie se quiere poner hoy en día es el de antisemita. Se trata de un término claramente peyorativo que impide toda discusión posterior. Por eso, cuando alguien es tildado de antisemita, la persona se ofende y aclara que no es antisemita sino anti-sionista.

Por otro lado, mientras que los anti-sionistas suelen quejarse de que se los tilda de antisemitas para impedir toda crítica al Estado de Israel, quienes lanzan la acusación de antisemitismo están muy lejos de conformarse con la distinción entre antisemitismo y anti-sionismo, ya que suelen alegar que el anti-sionismo no es sino el último refugio del antisemitismo. Es por eso que, por ejemplo, la Resolución 894 de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos del 5 de diciembre de 2023 estipula que “anti-sionismo es antisemitismo”. 

De ahí que tanto quienes suelen ser retratados como antisemitas cuanto sus acusadores están de acuerdo en que no hay nada peor que el antisemitismo. Esto llama la atención ya que, originariamente, eran los propios antisemitas los que se reconocían como tales e incluso conformaban verdaderas asociaciones que se ocupaban de difundir el credo antisemita. Basta recordar la Liga Antisemita creada por el político alemán Wilhelm Marr en el último cuarto del siglo XIX. 

Los cinéfilos recordarán el diálogo que mantienen el Dr. Frankenstein (Gene Wilder) y su sirviente Igor (Marty Feldman) mientras desentierran cadáveres en el cementerio una muy fría y húmeda noche de invierno (obviamente en la película El Joven Frankenstein (1974) de Mel Brooks): 

“— Dr. Frankenstein: ¡Qué trabajo asqueroso! 

— Igor: Podría ser peor.

— ¿Cómo?

— Podría llover”. 

Obviamente, apenas Igor termina su respuesta, irrumpe un trueno verdaderamente estruendoso y comienza a diluviar. Mi tesis es que el antisemitismo es como desenterrar cadáveres en medio de la noche húmeda y fría, pero hay algo mucho peor todavía: que diluvie mientras llevamos a cabo ese trabajo asqueroso, y este diluvio es precisamente el anti-sionismo. 


“LOS ANTISEMITAS TIENEN RAZÓN”

Theodor Herzl parecía tener en mente esta distinción entre antisemitismo y anti-sionismo cuando el 17 de junio de 1895 escribió en su diario personal: “Los antisemitas tienen razón. Si les concedemos eso, entonces nosotros también seremos felices”. Herzl ya había anotado el 12 de junio del mismo año que: “Los antisemitas serán nuestros amigos más confiables, los países antisemitas nuestros aliados”. 

En esta misma línea, Robert Weltsch, el editor de Panorama Judío (Jüdische Rundschau), el órgano del sionismo alemán, escribió el 7 de junio de 1912 en ocasión del sesquicentenario de Johann Gottlieb Fichte, el destacado filósofo alemán que tiene su lugar asegurado en el Panteón de los precursores del antisemitismo: “Todo sionista debería leer estos ‘Discursos a la nación alemana’ (…) porque nos muestran consoladoramente que exactamente las mismas preguntas que hoy nos hacemos sobre nuestro pueblo judío fueron planteadas sobre la existencia de aquel pueblo que hoy marcha en la cima de los pueblos cultos (…). Pues lo que Fichte combate en el pueblo alemán de su tiempo, esto es también aquello de lo que padece ante todo nuestro pueblo judío. (…). Las palabras inspiradoras de Fichte podemos transportarlas casi exactamente a nuestras circunstancias”.

Para dar una idea de cuáles eran algunas de las “palabras inspiradoras” de Fichte, podemos recordar el siguiente pasaje de los Discursos a la nación alemana: “Libertad significaba para ellos permanecer alemanes, que pudieran continuar decidiendo sus asuntos autónomamente y primariamente de acuerdo con su espíritu, e igualmente, según su propio espíritu, poder seguir adelante en su formación y transmitir su autonomía a sus descendientes; esclavitud significaría para ellos todas aquellas bendiciones que les brindaron los romanos, porque debían pasar a ser algo que no era alemán; es decir, porque debían convertirse en medio romanos. Se comprende, supusieron que, antes de volverse romanos, prefirieron morir y que un alemán verdadero sólo puede querer vivir para ser y permanecer precisamente alemán y formar a los suyos como tales”. Da la impresión entonces de que es suficiente leer “judío” donde dice “alemán” para entender la admiración sionista por Fichte, particularmente teniendo en cuenta la antigua lucha judía contra la dominación romana. Los sionistas alemanes se consideraban los herederos de Fichte en el combate por la liberación de Alemania bajo el yugo napoleónico, con la obvia diferencia de que ellos pretendían luchar por la liberación del pueblo judío.

Como si siguiera tras los pasos de Herzl, Gershom Scholem también anotaría en 1915 en su diario personal que en un ensayo del antisemita “moderado” Max Hildebert Boehm (contra el liberalismo kantiano de Hermann Cohen) encontró proposiciones que “me sorprendieron por su coincidencia con mis propios pensamientos”. Scholem y Boehm, el sionista y el antisemita, estaban hermanados por su rechazo del razonamiento universalista de Cohen. Por su parte, en su obra satírica Una Corona para Sion (1898), Karl Kraus sostiene que la esencia de la “idea sionista” es el antisemitismo y que los sionistas son “judíos antisemitas”. En su famoso libro Los orígenes del totalitarismo Hannah Arendt también se refiere al sionismo como un “movimiento antisemita”.

La coincidencia básica entre el sionismo y el antisemitismo (a la vieja usanza) se debe a que ambos entienden que una comunidad política all-inclusive es imposible. Ambos perciben el fracaso de la asimilación y de la idea de una sola comunidad política a la que pertenecerían todos los seres humanos por el solo hecho de haber nacido. Un orden cosmopolita tiende a transformarse muy rápidamente en una sinécdoque que tarde o temprano distingue entre los representantes de la humanidad (léase: “nosotros”) y sus enemigos (alias “ellos”). Sin ir más lejos, es en nombre de la humanidad que hoy en día Israel es acusado por sus enemigos ante la Corte Internacional de Justicia de las Naciones Unidas por haber cometido actos de genocidio en Gaza. El más sincero de los cosmopolitismos puede convertirse en un arma política formidable.  


LA MARCA NO ES EL GENÉRICO

Hoy en día el acercamiento entre el sionismo y el antisemitismo no es fácil de comprender debido al anacronismo de creer que el antisemitismo es un genérico que abarca marcas tan diferentes como la opinión de la patrística cristiana sobre los judíos, la Inquisición española, el caso Dreyfus, el nacionalsocialismo y el anti-sionismo. 

La perplejidad y la confusión se disipan una vez que entendemos al antisemitismo en términos históricos, es decir no como el genérico, sino como una de las marcas que compite en el mercado histórico-cultural, lo cual nos permite comprobar que los primeros interesados en que se creara un Estado judío fueron los propios antisemitas (línea fundadora, por si todavía fuera necesario hacer la aclaración). 

Ciertamente, esto no se debía a razones precisamente altruistas, sino a que los antisemitas preferían que los judíos se fueran de donde estaban y regresaran al lugar de donde habían salido, lo cual podía derivar en la creación de un Estado judío. Los antisemitas en el fondo dudaban de que, luego de más de mil años de una vida apolítica en la diáspora, los judíos iban a ser capaces de volver a organizarse políticamente. Por lo tanto, los antisemitas suponían que la creación de un Estado judío era una quimera. Su apoyo al sionismo representaba para ellos una situación win-win. 

Sin embargo, ese es precisamente el punto. Si hay algo que los anti-sionistas jamás van a aceptar, ni siquiera hipotéticamente, es la existencia de un Estado judío; después de todo, es por eso que se consideran anti-sionistas. Esto ya debería ser suficiente para entender la diferencia gigantesca que existe entre el antisemitismo y el anti-sionismo, y lo que esta diferencia significa para los judíos. Mientras que el antisemitismo línea fundadora estaba a favor de la creación de un Estado judío (tal vez porque todavía no existía), el anti-sionismo quiere destruirlo (precisamente porque existe). 

Además, los antisemitas reconocían las raíces históricas de los judíos en Israel, mientras que los anti-sionistas contemporáneos no quieren que haya judíos ni en el espacio de Israel (“desde el río hasta el mar”), ni en el tiempo de Israel (algunos llegan a negar que allí hubo alguna vez una comunidad judía políticamente organizada). Cabe recordar que en lugar de verse debilitado por los actos de Hamas del 7 de octubre, el anti-sionismo por el contrario se ha fortalecido en el mundo, siempre teniendo el cuidado de aclarar que no se trata de antisemitismo, como si eso jugara a su favor. 

Los anti-sionistas también suelen alegar que entre sus filas se encuentran incluso algunos (aunque muy pocos) judíos. Sin embargo, ese es el punto. Por ejemplo, cuando surgió el sionismo en Alemania (fines del siglo XIX, comienzos del siglo XX), eran los propios judíos en su gran mayoría quienes se le oponían, ya que se consideraban a sí mismos “ciudadanos alemanes de religión judía” y de hecho los soldados judíos alemanes debido a su participación en la Primera Guerra Mundial recibirían un porcentaje de condecoraciones mayor al de los demás compatriotas.

Para dar una idea, al momento del ascenso de Hitler al poder, los judíos representaban el 1 % de la población alemana, y los judíos sionistas a su vez representaban menos del 4 % de ese 1 %, y la gran mayoría de los judíos sionistas alemanes a su vez no eran sionistas en términos políticos sino fundamentalmente culturales, como si lo que hubiera estado en peligro en aquel momento fuera fundamentalmente la vida espiritual o cultural de los judíos y no su vida sin más. Los sionistas políticos entonces eran una pequeñísima minoría dentro de una pequeñísima minoría. 

Una anécdota del filósofo político Leo Strauss es bastante representativa de la situación del sionismo alemán de aquel entonces. Strauss cuenta que cuando era un joven sionista en Alemania a mediados de la década de 1920 solía encontrarse con Vladimir Jabotinsky, el líder del sionismo revisionista: “Una vez Jabotinsky me preguntó: ‘¿Qué están haciendo?’. Yo le dije: ‘Bueno, leemos la Biblia, estudiamos historia judía, teoría sionista’. Él replicó: ‘¿Y práctica de rifle?’. Y yo tuve que decirle: ‘No’”. 

Huelga decir que las acciones del sionismo comenzaron a subir dramáticamente luego de que Hitler llegara al poder, pero para ese entonces ya era demasiado tarde: muy pocos judíos podían comprarlas. El siglo XX, y muy recientemente lo ocurrido el 7 de octubre del año pasado, les ha enseñado a los judíos que muy difícilmente pueden darse el lujo de volver a llevar una vida sin organización política, al menos si quieren seguir con vida. No se trata entonces del deseo romántico de la auto-determinación, sino de la supervivencia, de no ser violados y secuestrados. 


RABINO O CUIDADOR DE BAÑOS, TODO EL MUNDO TIENE ENEMIGOS

Es por eso que hoy en día entre el 90 y el 95 % de los judíos en el mundo se consideran sionistas (aunque a los anti-sionistas sólo les interesa el 5 ó 10 % restante), es decir están a favor de un Estado judío que se defienda de sus enemigos. No es casualidad entonces que Carl Schmitt se haya vanagloriado en 1931 ante su editor judío alemán y CEO de la editorial Duncker & Humblot, Ludwig Feuchtwanger: “Las mejores expresiones de aprobación a ‘El Concepto de lo Político’ las he obtenido de sionistas”. Después de todo, a los sionistas admiradores de Schmitt no hacía falta recordarles aquel viejo refrán yiddish: “Rabino o cuidador de baños, todo el mundo tiene enemigos”.

A esta altura, tampoco puede sorprender que encontremos pasajes decididamente antisemitas en el Glossarium—el diario que llevó Schmitt después de la segunda posguerra—que sin embargo podrían figurar (si no es que de hecho lo hacen) en el diario personal de Herzl. Por ejemplo: “los judíos siempre permanecen judíos” y “el judío asimilado es el verdadero enemigo” (del 25.9.47) (cabe recordar que los sionistas competían con los asimilados en el mercado judío), y tal vez sobre todo: “¡Pero estos pobres judíos! ¡Que no quieren ser sionistas!” (15.6.50). 

En resumen, los anti-sionistas no se consideran antisemitas debido a que sostienen que su enemigo no es el judaísmo sino la exclusión. Lo curioso es que su lucha contra la exclusión requiera, por ejemplo, la exclusión violenta de los judíos que viven en Israel “desde el río hasta el mar”. En cambio, los antisemitas de la vieja escuela se reconocían como tales y por eso no ocultaban el carácter excluyente de su discurso, lo cual a su vez los conducía a apoyar al sionismo. La gran diferencia entonces entre el antisemitismo (línea fundadora) y el anti-sionismo, es que mientras que el segundo se opone por definición a la existencia de un Estado judío, el primero apoyaba la creación de un Estado judío en Israel. Como dice aquel viejo refrán yiddish: “Ojalá tuviera esos tsures”. O para usar un dicho futbolero: “Antisemitismo (a la vieja usanza) volvé, te perdonamos”. 

Hay otro viejo refrán yiddish que reza: “Si la abuela hubiera tenido testículos habría sido mi abuelo”.  Si bien hoy en día el refrán se ha vuelto algo anticuado, el punto sigue siendo el mismo. Siempre podemos desear que la realidad sea distinta imaginando contrafácticos en los que la enemistad y la exclusión han desaparecido del mundo. El problema es que por más que lo deseemos, los contrafácticos no pueden evitar que la realidad siga siendo trágica. Como dice Carl Schmitt en El concepto de lo político: “Sería una torpeza creer que un pueblo indefenso solamente tiene amigos, y sería un cálculo escandaloso suponer que la falta de resistencia podría conmover al enemigo. (…). Si un pueblo no tiene la energía o la voluntad de mantenerse en la esfera de lo político, de este modo lo político no desaparece del mundo. Sólo desaparece un pueblo débil”. 

Fuente: Seúl.

viernes, 1 de marzo de 2024

Antisemitas eran los de Antes

Aquello que hace medio siglo todavía se consideraba una rara avis, hoy se ha vuelto un fenómeno muy habitual en la esfera pública: lo que algunos denominan como antisemitismo de izquierda o progresista y que otros prefieren llamar “nuevo antisemitismo”. Se trata de un fenómeno que provoca bastante perplejidad, sobre todo para los judíos que se consideran progresistas.

Por supuesto, no pocos lectores recordarán que este fenómeno no tiene nada de nuevo. Luego de la creación del Estado de Israel, en la Unión Soviética se referían a los judíos vernáculos como “cosmopolitas desarraigados” ya que no se podía confiar en ellos para defender a la Unión Soviética de la penetración occidental, o como “nacionalistas judíos” pero de la nación equivocada, es decir que se les reprochaba ser sionistas en potencia debido a que Israel era considerado un satélite de los Estados Unidos. En la Polonia comunista, como consecuencia de la Guerra de los Seis Días, comenzaron las comparaciones de Israel con la Alemania de Hitler, y la del sionismo con el nacionalsocialismo. De hecho, las manifestaciones universitarias en contra del régimen comunista eran consideradas por el partido como “sionistas”. 

El así llamado antisemitismo de izquierda o progresista no es entonces un fenómeno nuevo, pero no por eso deja de provocar cierta extrañeza o confusión. Esto se debe a que se supone que el antisemitismo es de derecha. Quizás esto se deba, por ejemplo, al juramento de la Liga de Acción Francesa (1905): “Hay que ofrecerle a la Francia un régimen que sea francés. Nuestro único futuro es entonces la monarquía tal como la personifica el heredero de los cuarenta reyes que, en mil años, hicieron la Francia. Solo la monarquía asegura la salvación pública y, garante del orden, previene los males públicos que el antisemitismo y el nacionalismo denuncian”. El antisemitismo originario, al igual que el actual, denuncia “males públicos” que deben ser tenidos en cuenta por la sociedad. Sin embargo, una primera gran diferencia entre ambos es que el antisemitismo contemporáneo no invoca la monarquía, ni defiende la tradición, sino que se siente mucho más cómodo con la revolución, o en todo caso con una transformación radical del orden, invocando la humanidad, el universalismo, los derechos humanos, etc., y en nombre del rechazo a toda forma de exclusión. 

Un segundo aspecto que llama la atención es que, a diferencia de lo que ocurría con el antisemitismo original (tal como se puede apreciar en el juramento de la Liga de Acción Francesa), hoy los antisemitas (o a quienes se los suele llamar de ese modo) no se reconocen como tales. Mientras que los antisemitas primigenios reivindicaban la marca y la vendían con orgullo (Wilhelm Marr, quien es considerado el autor del término “antisemitismo”, estaba ciertamente orgulloso de haber fundado en 1879 La Liga de los Antisemitas, que tenía su propio papel con membrete), hoy en día “antisemita” o “antisemitismo” se han convertido directamente en un insulto (obviamente, algunos de los acontecimientos del siglo XX tienen mucho que ver con esto), lo cual explica por qué quienes son acusados de ser antisemitas replican que su posición es en realidad anti-sionista. 

Este anti-sionismo, en lugar de verse debilitado por las pruebas o las evidencias que Hamas ha provisto al mundo de sus propias acciones, por el contrario se ha visto fortalecido. En el último tiempo estamos asistiendo a verdaderos debates acerca de la relevancia del contexto en relación a actos que involucran una convocatoria a un nuevo genocidio contra los judíos, violaciones de mujeres judías, tomas de rehenes judíos, etc.

En tercer lugar, habría que tener en cuenta que la perplejidad de los judíos ante el antisemitismo de izquierda no se debe meramente al cambio polar de un extremo por otro, sino a que no pocos judíos se consideran ellos mismos de izquierda, como pertenecientes a la vanguardia progresista. Ciertamente, el nacionalsocialismo llevó la asociación entre la izquierda y el judaísmo hasta el paroxismo, pero es indudable que no pocos judíos durante bastante tiempo se sentían más cómodos mucho más cerca de lo que se suele llamar pensamiento crítico o de izquierda que de la obra de autores que solían ser catalogados como conformistas y por lo tanto de derecha. Parafraseando el eslogan de mayo del 68, se suponía los judíos preferían equivocarse con León Trotsky antes que tener razón con Raymond Aron (aunque el propio Aron no era sionista y tampoco era muy judío que digamos, y en todo caso se consideraba de izquierda en algunos aspectos). 

Aquí es donde quisiera proponer mi tesis, por así decir: antisemitas eran los de antes. En defensa de ella quisiera primero indicar que no soy el primero en creer algo semejante. En una entrada del 17 de junio de 1895, Theodor Herzl escribe en su diario personal: “Los antisemitas tienen razón. Si les concedemos eso, entonces nosotros también seremos felices”. Veamos qué quiso decir Herzl con esta frase. 

En primer lugar, Herzl parece estar refiriéndose al hecho de que el antisemitismo línea fundadora lo ayudó a entender el fracaso de la asimilación judía y por lo tanto del proyecto universalista de la Ilustración y de la Revolución. Herzl se convenció de este fenómeno mientras cubría en tanto que corresponsal de un diario la degradación del Capitán Dreyfus y escuchó gritar a la turba enfurecida que la presenciaba: “¡Muerte a los judíos!”, para no hablar de lo que ocurría en el Este de Europa, más precisamente en Rusia. 

Como consecuencia, y en segundo lugar, Herzl también se convenció de que los antisemitas primigenios tenían razón en que no tiene sentido hablar de comunidades políticas all-inclusive: los primeros en dar fe de este fracaso eran los judíos, que eran discriminados en el mismo país que había inventado la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y que de hecho había iniciado precisamente el proyecto de asimilación. 

En tercer lugar, el antisemitismo línea fundadora criticaba a los judíos por su incapacidad de llevar una vida política, es decir, de organizarse políticamente. Por si hiciera falta, recordemos los ingredientes mínimos indispensables para poder hablar de vida política en sentido estricto: un territorio, un gobierno, una población. Esto es algo a lo que Herzl también le prestó mucha atención, aunque obviamente pensaba que los antisemitas tomaban como algo natural o inherente a los judíos lo que en el fondo no era sino una situación contingente y recursiva, ya que el carácter a-político o anti-político de los judíos se veía reforzado con el paso del tiempo. 

Finalmente, y aquí tal vez emerja lo que más llama la atención en estos días, mientras que el antisemitismo línea fundadora era sionista, lo que hoy suele ser llamado antisemitismo adopta una posición claramente anti-sionista, o en todo caso es re-dirigido por los mismos involucrados hacia el anti-sionismo. 

En efecto, los antisemitas primigenios eran sionistas, si más no fuera para lograr que los judíos se fueran de donde estaban y regresaran adonde salieron. Y de hecho, los judíos mismos eran anti-sionistas en su gran mayoría en la época del antisemitismo línea fundadora, ya que todavía creían en el éxito de la asimilación. Sólo para dar una idea, mientras que al momento del ascenso de Hitler al poder los judíos representaban el 1 % de la población alemana, los sionistas alemanes a su vez eran el 1 % de ese 1 %, y la gran mayoría de los sionistas alemanes (como por ejemplo Martin Buber), es decir la mayoría del 1 % del 1 %, adherían al sionismo cultural preocupado por cuidar las necesidades espirituales de los judíos, mientras que solamente el sionismo político—francamente en minoría—temía por la vida misma de los judíos y por eso abogaba por la creación de un Estado judío en Israel. Hoy en día la situación es exactamente al revés: la enorme mayoría de los judíos es sionista, mientras que las personas consideradas antisemitas son netamente anti-sionistas, tal como lo refleja su eslogan: “Desde el río hasta el mar”. 

A decir verdad, hay algo de ironía en el sionismo antisemita, ya que los propios antisemitas no confiaban en que los judíos fueran capaces de establecer un Estado propio. Lo que parecía subyacer entonces al antisemitismo originario era la frase que hoy se ha vuelto tan popular: “Armen un partido y ganen las elecciones”, que se suele usar cuando el emisor asume que está proponiendo algo imposible de lograr. Por otro lado, no puede sorprender que los propios antisemitas que se mostraban abiertos al sionismo desconfiaban a la vez de la eventual creación de un Estado judío, ya que eso permitiría que este último se convirtiera en un centro a partir del cual los judíos conspirarían para dominar el mundo. Este es uno de los pocos puntos de encuentro entre el antisemitismo línea fundadora y lo que hoy es considerado como el nuevo antisemitismo.  

En todo caso, Herzl trató de tomarse en serio lo que decían los antisemitas. Los propios sionistas eran conscientes de que, como muy bien explica Alain Dieckhoff: “El sionismo es una verdadera revolución, dirigida contra el destino histórico de los judíos, porque los invita a desembarazarse de un peso terrible: la desconfianza respecto a lo político”. No podía extrañar que luego de muchos cientos de años de vida en la diáspora, los judíos se sintieran mucho más cómodos dentro de la combinación de anarquismo, cosmopolitismo y pacifismo, con su consiguiente rechazo visceral a todo lo que tuviera algo que ver con la política, y por eso en su enorme mayoría no estaban preparados para entender lo que ocurriría a mediados del siglo XX.  

Peretz Bernstein—que si bien era alemán llegó a ser un dirigente importante del sionismo holandés en la década de 1930 y con el tiempo se convertiría en uno de los firmantes de la Declaración de Independencia del Estado de Israel, en miembro del primer Knesset y en ministro de economía—en su libro El antisemitismo como un fenómeno grupal, de 1923, llega a una conclusión parecida a la de Herzl. Si bien en este libro—que hasta el día de hoy es uno de los mejores sobre este tema—Bernstein quiere explicar el antisemitismo, como consecuencia de su investigación ofrece una teoría general de los grupos en la cual el antisemitismo es entendido precisamente como un fenómeno grupal. 

De hecho, Bernstein adopta esta perspectiva grupal o estructural porque en aquel entonces no pocos judíos todavía creían que el antisemitismo se debía a algo que habían hecho los propios judíos, como si los judíos fueran responsables por la existencia del antisemitismo. Casi treinta años más tarde (1951), en su ensayo “Esclavitud judía y emancipación”, Isaías Berlin también hablaría de la actitud complaciente de no pocos judíos asimilados, que tratan de congraciarse con la sociedad a la que pertenecen y tratan de anticipar y de hacer lo que esta sociedad espera de ellos. Un verdadero antisemita, sin embargo, jamás cambiará de opinión debido a lo que hagan los judíos. Tal como vimos, si el judío es cosmopolita o nacionalista, el problema es que es judío.   

Volviendo a Bernstein, lo que distingue al antisemitismo del razonamiento grupal en general es que el primero “aparece como una forma especial de enemistad grupal que se dirige contra grupos étnicos minoritarios de fuerza inferior”. De ahí que sería un grave error tirar el bebé de la acción colectiva o grupal con el agua sucia del antisemitismo. El antisemitismo en todo caso es un razonamiento grupal que funciona mal. 

Para Bernstein, “todos los grupos son excluyentes”, incluso—sino particularmente—los grupos que actúan en nombre de la humanidad: “Incluso el grupo más noble, caritativo y honestamente altruista de hombres crea un límite entre la humanidad como un todo y un número—siempre comparativamente pequeño—de individuos que dentro de la esfera de estos sentimientos amistosos goza de tratamiento preferencial”. Un grupo conformado en aras de la humanidad en realidad se verá motivado a eliminar todo obstáculo en su búsqueda del bienestar universal, de tal manera que “para alcanzar su meta, ningún sacrificio es demasiado grande, particularmente si los sacrificados son aquellos que, real o supuestamente, se interponen entre los humanitarios y su objetivo; la misma acción hostil que de otro modo encontraría una condena general, se convierte en una carga sagrada”.

Bernstein defendía la idea de que los judíos tuvieran su propio Estado, como una comunidad más que busca la auto-determinación y sobre todo protegerse de sus enemigos: “Una nación judía que viva en un asentamiento cerrado dentro de su propio país probablemente estará expuesta a la hostilidad de las naciones vecinas, y vivirá en los estados alternativos de guerra y paz, como siempre ha sido en el mundo. Sin embargo, la enemistad entre los judíos y sus vecinos no va a ser más que la enemistad normal entre una nación y la otra, y no ese odio unilateral y maldito que ha perseguido a los fragmentos de un pueblo torturado a lo largo de veinte siglos y sobre la totalidad del mundo habitado”.

Todavía—sino sobre todo—hoy no está de más recordar la profética advertencia de Bernstein en 1923: “Otra vez estaremos en shock, otra vez gritaremos desesperados, cuando mañana los judíos sean, en algún lugar del mundo, asesinados, torturados, declarados fuera de la ley; apelaremos a la conciencia de las naciones y pediremos cuentas a nuestros perseguidores por sus acciones, así como estamos preparados a dar cuentas y ser responsables de cada una de nuestras acciones. Pero no debemos cegarnos y debemos tener en cuenta que un sermón penitencial no puede cambiar la naturaleza humana, que la indignación no puede prevenir que la enemistad se transforme en deseos hostiles, y que el fenómeno de la enemistad grupal no puede ser expulsado de la tierra mediante exhortaciones, y que cualquier cosa que se haya hecho para que el mundo esté en una situación más pacífica ha sido hecho mediante medidas calculadas para afectar la naturaleza humana tal como es y no como debería ser”. 

La perplejidad de los judíos que se sienten tan cómodos dentro del progresismo se acrecienta debido a que las puertas de la izquierda se les están cerrando y tampoco pueden dirigirse hacia la derecha porque sus principios se lo impiden. Obviamente, el problema es que para que haya judíos de izquierda o de derecha o incluso equidistantes, primero tiene que haber judíos, y para eso tienen que sobrevivir. Por lo tanto, si Hamas representa a la izquierda y al pensamiento crítico (como explica Judith Butler), tal vez sea hora de tener razón con Aron antes que equivocarse con Hamas.  

En conclusión, hoy en día Herzl muy difícilmente repetiría su apreciación de que los antisemitas tienen razón, debido a que, a diferencia de los antisemitas originarios, quienes hoy son considerados antisemitas prefieren entenderse a sí mismos como anti-sionistas en nombre del combate contra toda clase de exclusión, a la vez que relativizan o reivindican los actos de Hamas y tratan de descalificar moralmente a su enemigo (Israel) acusándolo de genocidio, todo en nombre de la humanidad

lunes, 8 de enero de 2024

El DNU de Milei: La Culpa la tienen Carl Schmitt y los Ciclistas (Otra Vez)


Era de esperar que la discusión sobre las primeras medidas tomadas por el gobierno conjurara el espíritu de la vulgata de Carl Schmitt. Por ejemplo, La Nación en su suplemento “Ideas” del último sábado publicó una columna de opinión la cual sostiene que: “por las mismas razones [que las que emplea el actual Procurador Barra para justificar la propuesta del DNU] Schmitt justificó una política ‘decisionista’ que girara en torno de la voluntad absoluta del líder”. 

Habría que arrancar diciendo que si hay algo que Schmitt no hubiera apoyado es el individualismo anarquista de Milei (basta leer la última sección de El Concepto de lo Político para ver que el anarquismo es un caso de manual de negación de lo político). El eslogan de la obra más conocida de Schmitt bien podría haber sido Estado o Revolución (wink, wink).

En segundo lugar, cualquiera que haya estudiado a Carl Schmitt sabe que jamás “justificó una política ‘decisionista’ que girara en torno de la voluntad absoluta del líder”, particularmente en relación a Hitler, por la sencilla razón de que cuando decidió colaborar con el nazismo, es decir a partir de marzo de 1933, Schmitt (tal como se puede apreciar en el prólogo de 1933 de la segunda edición de Teología Política y sobre todo en el ensayo Sobre los Tres Tipos del Razonamiento de la Ciencia del Derecho de 1934) había dejado atrás el “decisionismo” para defender una tercera posición (distinta tanto del normativismo como del decisionismo) cuyo nombre podría ser “institucionalismo” o “neo-institucionalismo”, que en lugar de hacer hincapié en las normas o las decisiones se concentraba en las instituciones u “órdenes concretos”. No hay que descartar que este cambio se debiera a que su decisionismo, precisamente, le impedía adherir al nacionalsocialismo. Schmitt entendía la Revolución como la principal enemiga del Estado y por eso quería evitar el ascenso del nacionalsocialismo al poder, al menos hasta comienzos de 1933. Sin embargo, habría que tener en cuenta que el institucionalismo, es decir la idea de rodear a Hitler de instituciones, tampoco tuvo una calurosa bienvenida en el nacionalsocialismo que lo único que deseaba era tener un líder ilimitado. 

Es por eso que no tiene sentido decir que Schmitt “exigiera la llegada del Führer”. Cualquiera que conozca la obra de Schmitt sabe que Schmitt advierte sobre el peligro nacionalsocialista no sólo en sus escritos académicos como Legalidad y Legitimidad (escrito en julio de 1932 precisamente con ese propósito), sino en periódicos como el Tägliche Rundschau (“Panorama diario”), en cuya edición del 19 de julio de 1932 se lee una “aplicación práctica” de su ensayo Legalidad y Legitimidad: quienes le procuraran la mayoría a los nacionalsocialistas actuarían como “insensatos”, ya que les estarían ofreciendo la posibilidad de llevar a cabo una revolución legal: “cambiar la constitución, introducir una iglesia de Estado, disolver los sindicatos, etc.”. En pocas palabras, quien hace esto “entrega Alemania totalmente a este grupo”. 

La revista de derecha radical Deutsches Volkstum (“Nacionalidad Alemana”, vol. 34, nro. 2, 1932, pp. 577-564) publicó otro adelanto de Legalidad y Legitimidad: “Legalidad y la igual chance de la obtención política del poder”, en el que Schmitt desarrolla su doctrina de la “plusvalía política”, es decir de los “premios supra-legales a la posesión legal del poder legal”, que terminaría siendo una advertencia profética sobre la revolución legal llevada a cabo por el nacionalsocialismo. Sin embargo, a pesar de la propuesta de Schmitt a este respecto, la cancillería y sobre todo la Presidencia de la república no estuvieron dispuestas a ejercer dicha plusvalía política, a fortalecer el gobierno lo suficiente como para impedir la llegada de Hitler al poder.

No hay que olvidar que a comienzos de 1933 era Hitler quien pedía la convocatoria a elecciones y Schmitt era uno de los pocos que abogaba por el uso de las facultades dictatoriales del artículo 48 de la Constitución para impedir el acceso legal de Hitler al poder. Como decía Jacob Taubes, “si yo hubiera tenido que elegir entre democracia y gobierno según el artículo 48 para evitar a los nazis, yo no habría tenido duda alguna”. Sin embargo, el prelado Kaas, líder del Partido de Centro Católico, en enero de 1933 escribió una carta pública al presidente de la República en la que acusaba a Schmitt de ser un enemigo de la república por invocar el artículo 48 y exigía la libre celebración de las elecciones que terminarían llevando a Hitler al poder. Kaas no se dio cuenta de que a veces, como se suele decir en inglés, hasta el Diablo puede citar la Escritura y en esos casos hay tomar decisiones de excepción (al menos si queremos impedir que el Diablo triunfe). Para fines de 1932 más de la mitad del parlamento alemán estaba en manos de partidos revolucionarios, anti-sistema, como el nacionalsocialista y el comunista. 

Para ser más precisos, junto con su discípulo Ernst-Rudolf Huber Carl Schmitt había asesorado a la presidencia de la república acerca de cómo deshacerse del nazismo. Lamento repetirme pero me veo forzado a contar esta historia otra vez. 

Huber cuenta que en septiembre de 1932 había recibido un telegrama de Carl Schmitt en el que le pedía que viajara inmediatamente a Berlín para ponerse a disposición de algunos oficiales “de la Bendlerstraße”, es decir del Ministerio de Defensa del Reich, a los efectos de darles asesoramiento constitucional. Se trataba de oficiales del Estado Mayor, los capitanes Böhme y von Carlowitz. El oficial a cargo era el teniente coronel Eugen Ott, jefe del Departamento del Ejército, “es decir la sección política del Ministerio de Defensa”, un estrecho colaborador del Ministro, que primero fuera agregado militar de la embajada alemana y luego embajador alemán en Tokio. Huber llevó a los oficiales al domicilio de Schmitt—con quien Huber se había encontrado a mitad de camino en Plettenberg y le había dado las llaves de su casa para ganar tiempo; Schmitt llegó a Berlín a inicios de septiembre—. Vale la pena citar el resto de la narración en su totalidad:

Entonces comenzó el asesoramiento constitucional más memorable en el que yo haya participado. [El canciller] Papen y [el Ministro de Defensa] Schleicher tenían el plan de prohibir al NSDAP [Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes] con la ayuda del art. 48, arrestar a todos los líderes del partido y ponerle fin con violencia a todo el fantasma. Durante la noche elaboramos los decretos requeridos y para eso una convocatoria del Presidente del Reich al pueblo alemán que debía justificar las medidas. (...). Todavía me quedé unos días en Berlín, siempre con la expectativa de que el golpe preparado iba a ser llevado a cabo. Se llegó a constantes postergaciones; luego, entretanto, tuvo lugar la disolución del Reichstag [12 de septiembre de 1932] y la nueva elección de noviembre. Finalmente, el plan fue abandonado porque el gobierno temió que los nacionalsocialistas y los comunistas se unieran en caso de la prohibición. Un juego de simulación en el Ministerio de Defensa del Reich tuvo el resultado de que el ejército del Reich no podría haber estado a la altura de un doble ataque semejante desde la derecha y la izquierda. Hace algunos años todavía hablé una vez sobre este juego de simulación con el embajador Ott. Me contó que el oficial principalmente responsable del juego, el capitán Vincent Müller, ya entonces era llamado “el rojo Müller”; como Uds. saben, durante la segunda guerra mundial, como general en cautiverio ruso él ingresó en el “comité nacional” y fue entonces el primer comandante del “ejército del pueblo” en la zona oriental. Retrospectivamente, es fácil decir que se habrían evitado muchos infortunios si el ejército del Reich se hubiera decidido entonces por la acción preparada, incluso a riesgo de una sangrienta guerra civil. En enero de 1933 Schleicher todavía tuvo abiertamente la intención de dar el golpe. Pero entonces el Presidente del Reich ya no estaba dispuesto a poner el art. 48 a su disposición. Entonces, la fatalidad tomó su curso sin impedimento alguno. Después de este fracaso, yo mismo pertenecí a los muchos que pusieron su última esperanza en Hitler y su movimiento. Como muchos, yo era de la opinión de que solo existía la alternativa nacionalsocialismo o comunismo, y hasta ahora no se ha demostrado que en la situación de inicios de 1933 existía todavía realmente una tercera posibilidad. Nada debe ser embellecido o disculpado con esto; solo debe ser aclarado cómo después del fracaso de 1932 alguien pudo haberse decidido por sacar el máximo provecho del nacionalsocialismo para evitar lo peor. 

Por lo tanto, decir que Schmitt fue “el jurista del nazismo” (Clarín) es por lo menos ambiguo. Se podría decir que Schmitt fue también “el jurista de la República de Weimar”. Antes de colaborar con el nuevo régimen había intentado evitar la Revolución nacionalsocialista (y probablemente esto fuera de una las razones que explican su oportunismo posterior). Además, Schmitt luego fue uno de los varios juristas que colaboraron con el régimen. En todo caso Schmitt fue “un” jurista del nazismo y el jurista por antonomasia del nazismo fue Hans Frank, si queremos hablar de alguien que haya participado efectivamente en la toma de las decisiones más importantes y representativas del régimen, como lo sabe cualquiera que haya estudiado el nacionalsocialismo. 

De hecho, como dice el biógrafo de Schmitt Reinhard Mehring, al adherir al nacionalsocialismo Schmitt “traicionó su vida anterior”. Fue por eso que los propios nacionalsocialistas comenzaron a tener  dudas sobre el nacionalsocialismo de Schmitt, entre otras cosas porque no exigió la llegada de Hitler sino que trató de congraciarse con él. En 1937 y en 1939 Schmitt fue investigado por la así llamada “oficina Rosenberg”, que tenía a su cargo la “educación completa espiritual e ideológica” dentro del partido nacionalsocialista. Al final de un informe de la SS de casi trescientas páginas publicado el 8 de enero de 1937 en las Comunicaciones sobre la situación ideológica de dicha oficina, la narración de las fallas jurídicas y políticas de Schmitt durante la época de Weimar (que incluye su pensamiento conservador, sus numerosas amistades con judíos y la defensa del presidencialismo de Weimar) desemboca en esta fatal constatación: “en el trasfondo de los conceptos jurídicos y políticos [de Schmitt] está el poder de la Iglesia católica”. 

La investigación termina con las siguientes proposiciones ideológicamente devastadoras en 1937: “Este concepto neutral de la política, pero, y esto es lo más asombroso, es hecho señor de los valores portadores de la ideología nacionalsocialista, en primera línea del concepto del pueblo. Este núcleo de nuestra ideología es denigrado a la esfera de la auto-administración. El pueblo es una parte modesta del campo en el cual se disputan las contradicciones teológicas. Este es el núcleo de la doctrina de Carl Schmitt”. 

Este informe explica diáfanamente por qué Schmitt había caído en desgracia con el régimen en 1936. Para la oficina de la SS que velaba por la pureza ideológica del partido, el concepto de lo político sonaba demasiado neutral y debería haber sido reemplazado por el concepto de pueblo o del Führer directamente. De este modo, los nacionalsocialistas, como muy bien explica Helmut Quaritsch, “vieron más agudamente el núcleo espiritual de Carl Schmitt que algunos autores que se han ocupado de él después de 1945”.

Dicho sea de paso, para los nacionalsocialistas Hitler no era considerado un líder que siguiera una “voluntad absoluta” por la sencilla razón de que el absolutismo tenía límites. Cualquier que haya leído a Bodin sabe que la monarquía absoluta era tal porque tenía el monopolio de la creación legal y en ese sentido estaba ab-suelta o desligada de otras fuentes jurídicas, pero no por eso el monarca absoluto podía hacer lo que se le daba la gana. Sus decisiones estaban limitadas por el derecho natural y las leyes fundamentales (las antecesoras de las actuales constituciones). 

Precisamente, Schmitt aclara en 1935 que “la ley no es el imperativo de un príncipe absoluto”. “La voluntad del Führer no puede ser concebida como la voluntad de un príncipe absolutista del siglo XVIII y que con esta voluntad se transfieran a la relación del funcionario judicial todos los métodos y formas de comportamiento que se desarrollaron en otros tiempos y situaciones constitucionales para un tipo totalmente diferente de legislación. El legislador de hoy ve en el juez alemán el colaborador de la voluntad y del plan del Führer” (Quien dice Estado de derecho quiere engañar). 

El absolutismo entendía que los jueces no eran “colaboradores” o “activistas”, sino que debían aplicar el derecho vigente, de donde surge la idea moderna del derecho una vez que la soberanía monárquica es reemplazada por la soberanía popular: el positivismo, el principio de legalidad, la subordinación del juez a la ley, etc. Creer que el absolutismo implica la falta del límites ignora que, como muy bien explica Schmitt en su monografía sobre Hobbes de 1938, es el absolutista Hobbes quien incorpora el principio de legalidad al Estado moderno, mucho antes de que Feuerbach hablara del “nullum crimen sine lege” y de que irónicamente escribiera su Anti-Hobbes.

Cabe recordar que Karl Loewenstein, el politólogo y jurista judío alemán que había debido irse de Alemania por obvias razones en los inicios del nacionalsocialismo, cuando regresó después de la guerra lo hizo fundamentalmente para detener a Schmitt, como miembro de la División Legal del Gobierno Militar aliado en la Alemania ocupada. La gran ironía es que para detener a Schmitt usó la misma teoría de Schmitt acerca de la necesidad de declarar un enemigo interno, sólo que la llamó “democracia militante”.

Para no perder más tiempo mostrando lo que es obvio, durante una sesión de la comisión de jurisprudencia y derecho constitucional del parlamento alemán, Adolf Arndt (quien no solo había sido perseguido por los nazis sino que en la década de 1950 era el jurista principal de la socialdemocracia alemana) en febrero de 1954 explicó que: “el artículo 79 solamente da una potestad limitada para la reforma o ampliación de la Constitución. Por lo demás, incluso si el artículo 79 [de la Constitución de Bonn] no se hallara en la Constitución así y todo existiría un límite material para una modificación. Este descubrimiento se lo debemos a los trabajos de Carl Schmitt. No tengo inhibición alguna en citar al Diablo; pues a veces es también la fuerza que siempre niega la que produce el bien. Gente como Carl Schmitt o Ernst Jünger u otra gente de esta clase, que se ha dedicado fuertemente a la demolición de ideas falsas, ha desempeñado una función histórica totalmente positiva”.

Como muy bien sostiene Carlos Bravo Regidor: “El fantasma de la vinculación de Schmitt con el nazismo ha servido ya por demasiado tiempo como coartada a la pereza mental, como pretexto para no estudiar con más rigor su pensamiento” (Nuevo Deporte Olímpico: La Ignorancia sobre Carl Schmitt).