Por supuesto, alguien podría sostener que se trata de una gran noticia para el Estado de derecho, ya que se supone que los jueces “progresistas” por definición no sienten predilección alguna por el franquismo, y sin embargo con la sentencia que acaban de dictar muestran que sus manos están atadas precisamente por el Estado de derecho, más precisamente por el principio de legalidad. Esto explica por qué el positivismo en su época de esplendor, bastante antes de la Nakba o catástrofe dworkiniana, era considerado la filosofía del derecho de la democracia.
No es esta sin embargo la posición del diario, ya que según este último son “dos magistrados del bloque progresista”, que no votan en el sentido de la mayoría sino que prefieren subordinar la legalidad a consideraciones políticas, los que “aportan luz en un asunto muy poco abordado en el Constitucional”. En otras palabras, el titular del diario apunta a que no tiene sentido que jueces progresistas no hagan jugar sus preferencias políticas a la hora de dictar sentencia. Dado que el franquismo es el enemigo entonces los jueces—en este caso los del TC—deben hacer jugar la distinción amigo-enemigo. ¿Para qué esforzarse, si no, para que los jueces progresistas lleguen al Tribunal Constitucional? Si los progresistas no hacen jugar su ideología al momento de juzgar sería mejor que el Tribunal quedara directamente en manos de los conservadores, que además son los que se ufanan de respetar el principio de legalidad.
Volviendo a la decisión mayoritaria, la argumentación del TC es impecable: los actos denunciados (detenciones por disidencia política, las condenas de cárcel, las torturas, la represalias económicas y sociales) “no pueden calificarse como crímenes contra la humanidad, dado que el delito de lesa humanidad no existía en nuestro ordenamiento jurídico en ese tiempo”. Cabe recordar que, según el principio de legalidad, para dar inicio a un juicio penal la conducta en juego tiene que haber sido un delito al momento del hecho. Un simple cálculo matemático indica que bajo el franquismo, entonces, no pudieron haberse cometido crímenes de lesa humanidad, ya que este tipo de crímenes, aclara el propio diario, “al que se atribuye un carácter imprescriptible”, “se introdujo en el Código Penal por la Ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre, vigente desde el 1 de octubre de 2004”. Ni siquiera debería hacer falta recurrir a una calculadora para saber cuánto da la cuenta 2004 menos el año en cuestión, que por definición se remonta por lo menos hasta el fin del franquismo (20 de noviembre de 1975).
Ciertamente, en España se suele invocar la Ley 20/2022 de Memoria Democrática para poder iniciar juicios penales en relación a los hechos acaecidos durante el franquismo. Sin embargo, el principio de legalidad, como muy bien lo apreciara Hobbes al incluirlo en su derecho penal soberano del Leviatán, no distingue entre amigos y enemigos sino que debe ser aplicado por igual en todo proceso penal. De ahí que el TC se vea obligado a sostener que la Ley de Memoria Democrática “no cumple con la reserva de ley orgánica necesaria para la definición de los delitos y sus penas (...), por lo que su articulado no habilita para que las normas del Derecho internacional penal se conviertan en fuente directa o indirecta del Derecho penal para investigar y juzgar hechos que no estaban tipificados en la ley penal nacional entonces vigente, aplicándoles ahora las características de imprescriptibilidad y de no ser susceptibles de amnistía”. Cabe recordar además que entre las mismas normas del Derecho internacional penal se cuenta el principio de legalidad que prohibe la aplicación de disposición penales retroactivas más gravosas.
A esta altura, los lectores argentinos se deben estar preguntando cómo puede ser entonces que en Argentina el sucedáneo vernáculo del TC, es decir la Corte Suprema de Justicia de la Nación, no haya llegado a las mismas conclusiones que el TC español, que a mayor abundamiento está compuesto, recordemos, por una mayoría progresista. De hecho, la amplia mayoría progresista de la Corte Suprema de Justicia, en casos como “Arancibia Clavel” (2004) y “Simón” (2005), llegó a conclusiones radicalmente diferentes de las de sus colegas españoles. En lugar de aplicar imparcialmente el principio de legalidad, la Corte argentina prefirió tener en cuenta “la cara del cliente”.
En realidad, a diferencia de lo que ocurre aparentemente en España (tal como lo muestra el fallo del TC), en Argentina muy poca gente está en condiciones de determinar cuándo fue que los crímenes de lesa humanidad fueron incorporados al derecho argentino, es decir cuándo comenzaron a estar tipificados como dice la jerga penal, cuándo fue que comenzaron a ser un delito. Por lo general, la gran mayoría de los propios jueces y abogados argentinos trata los crímenes de lesa humanidad como Montesquieu trataba la relación entre el círculo y su radio, es decir como algo que estrictamente hablando no fue creado por alguien, sino que ha existido siempre. Y como ha existido siempre, es imposible aplicar en estos casos una ley penal retroactiva más gravosa, o para decirlo en términos más generales, es imposible violar el principio de legalidad. Una discusión similar tiene lugar entre las dos concepciones diferentes de mundo que corresponden a la cosmovisión clásica o griega y a la judeocristiana. Mientras que según la primera el mundo ha existido siempre, para la segunda—y fundamentalmente para la versión veterotestamentaria—el mundo ha sido creado precisamente por un Dios legislador.
Patricio Nazareno ya explicó en su muy detallado paper publicado en el Harvard Human Rights Journal (2020), que al convalidar la “nueva ola” de juicios de lesa humanidad, los jueces de la Corte Suprema argentina “se guiaron primariamente por factores que van más allá de estrictas consideraciones legales”. Si bien “la Corte Suprema explicó su razonamiento usando un discurso estrictamente legalista”, solo lo hizo “para confort de las comunidades profesionales y académicas”, ya que “un intenso escrutinio técnico revela qué poco convincente es esta explicación en realidad” (énfasis agregado). En efecto, “por fuera de cualquier cosa que el derecho exige realmente”, fueron “consideraciones morales y políticas” las que marcaron “una preferencia avasalladora por un resultado en particular: castigar”. Los acusados y condenados en estos juicios no deben ser entonces castigados porque violaron la ley, sino que violaron la ley porque deben ser castigados (o si quiere una garantía compre una tostadora).
Dado que ambas mayorías son consideradas progresistas, o podrían ser consideradas tales, es natural que alguien proponga que o bien se trata de un error (de tal forma que una de las mayorías no es realmente progresista, o que en todo caso el único verdadero progresista coherente de la Corte argentina fue Carlos Fayt, tal como lo muestra su disidencia en “Simón”; Belluscio no llegó a votar en este caso), o que lo que está en juego son dos concepciones de progresismo, una que exige el cumplimiento del principio de legalidad (que supo ser un caballito de caballa de la Revolución francesa, por ejemplo) y otra que no lo exige tanto (la propia Revolución francesa fue bastante selectiva a la hora de cumplir con el principio de legalidad).
En todo caso, elevamos nuestras plegarias para que los jueces del TC español no corran la misma suerte que los jueces argentinos de la Corte Suprema, en particular la de aquellos jueces a quienes se les inició un juicio político por haber aplicado garantías penales a un caso penal (fallo “Muiña”) y (en este segundo caso deberíamos referirnos a “aquel juez”, ya que se trató solamente de Rosenkrantz) por haber defendido el principio de legalidad ante la sanción de una ley penal retroactiva más gravosa por parte del Congreso de la Nación (fallo “Batalla”).
Es bastante revelador que en Argentina se le haya iniciado juicio político a un juez que tuvo la osadía de defender el principio de legalidad, a pesar de—como sostuviera la diputada Vanesa Siley durante una audiencia—“la abrumadora movilización de pañuelos blancos” en respuesta al fallo “Muiña”.
Hablando de “movilizaciones abrumadoras”, cabe recordar que luego de que Hitler sancionara el decreto-ley penal retroactivo, más conocido como “Lex van der Lubbe” (que hacía referencia al marinero holandés acusado de haber incendiado el Parlamento, y que disponía retroactivamente la pena de muerte por dicho crimen), en los primeros meses de 1933 en el propio gabinete de Hitler tuvo lugar una resistencia notable a dicho decreto-ley, ya que contradecía un principio fundamental del Estado de derecho. El ministro de Justicia Franz Gürtner y el entonces secretario de Justicia Franz Schlegelberger se opusieron, y Johannes Popitz, quien entonces era consejero de Prusia y participaba de las reuniones de gabinete, expresó su “preocupación de que el Tribunal del Reich no iba a reconocer la validez jurídica de un decreto que establecía con vigencia retroactiva la pena de muerte” (Andreas Koenen, El caso Carl Schmitt, p. 480). La presunción de estos juristas que participaban en las reuniones de gabinete de Hitler era que el Tribunal Superior no iba a convalidar una disposición penal retroactiva más gravosa.
La similitud no se agota aquí, y no sólo porque el tribunal del Reich terminó convalidando dicha disposición retroactiva. En septiembre de 1933 tuvieron lugar las primeras Jornadas de Juristas Alemanes bajo el régimen nacionalsocialista, precisamente en Leipzig, sede del Tribunal del Reich, en el que justamente estaba siendo sustanciado el juicio a van der Lubbe (iniciado en julio de 1933) por haber incendiado el Parlamento, y en el que se iba a aplicar una ley penal retroactiva más gravosa. Aprovechando la coincidencia témporo-espacial entre las Jornadas de Juristas y el juicio a van der Lubbe, a los organizadores de las jornadas (entre los que se encontraba Hans Frank) se les ocurrió hacer una marcha el 1 de octubre de 1933 hacia el Tribunal del Reich en defensa de las nuevas disposiciones jurídicas y de la nueva manera anti-positivista de entender el derecho.
Ante dicho acontecimiento, el presidente de la sala penal del Tribunal (Wilhelm Bünger) temió que se trataba de una intimidación a la independencia del poder judicial y por lo tanto dio a conocer públicamente que: “Sólo lo que se trata en esa sala, no lo que ocurre afuera de parte desautorizada, tiene importancia para la justicia alemana”. Semejante aclaración muestra que, a pesar de la enorme importancia que el derecho penal nacionalsocialista le reconocía al pueblo, a nadie se le ocurrió decir—al menos en público—, que la idea era tratar de influir en una decisión del Tribunal superior alemán, que los jueces en sus sentencias debían hacerle caso a las “movilizaciones abrumadoras”, a diferencia de lo ocurrido en Argentina en democracia en los últimos años.
Ojalá que los jueces progresistas españoles contagien a sus pares argentinos, de tal modo que la ideología no interfiera en el razonamiento judicial, que el positivismo y su consiguiente respeto por el Estado de derecho—uno de cuyos pilares es el principio de legalidad—, sean imitados en estos lares tan necesitados de mantener claramente separados el razonamiento judicial y el razonamiento político, el derecho penal y la distinción amigo-enemigo.
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