En Página 12 de la última semana aparecieron dos notas que ilustran dos maneras completamente diferentes acerca de cómo responder ante una acusación. El 7 de enero el diario denuncia la expulsión de una jugadora de fútbol por haber besado a una compañera de equipo “sin ninguna prueba más que la acusación de un directivo” (Expulsión). El 6 de enero el diario había publicado otra nota según la cual pedir pruebas en ocasión de los juicios por delitos de lesa humanidad “es un acto de cinismo y de indirecta complicidad civil con el Proceso”. En esta última nota consta que: “No tenemos (todas las) ‘pruebas’, es verdad. Hacen falta más” (Pacto de silencio). Sin embargo, según la opinión del autor, la falta de pruebas no obsta a que los acusados de lesa humanidad sean condenados. La nota que defiende la tesis de la indiferencia probatoria está firmada por Guido Croxatto, Director Nacional de la Escuela del Cuerpo de Abogados y Abogadas del Estado, dependiente de la Procuración del Tesoro de la Nación.
Reclamamos entonces las pruebas de un beso (es decir, de algo que ni siquiera es un delito), pero en el caso de “los delitos más graves de la escala penal: delitos de lesa humanidad”—como muy bien los describe Croxatto—no es necesario contar con todas las pruebas. Este es precisamente el escenario que indignara tanto a Benjamin Constant, el padre fundador del liberalismo moderno (la madre fundadora muy probablemente haya sido Madame de Staël):
“¡Cuando se trata de una falta leve y el acusado no es amenazado ni en su vida ni en su honor, se instruye la causa de la manera más solemne! ¡Se observan todas las formas, se acumulan las precauciones, para comprobar los hechos y no herir la inocencia! ¡Pero cuando se trata de alguna fechoría espantosa y por consiguiente de la infamia y de la muerte, se suprimen con una palabra todas las garantías tutelares! ¡Se cierra el código de las leyes, se abrevian las formalidades! Como si se pensara que cuanto más grave es una acusación, más superfluo es examinarla” (Principios de política aplicables a todos los gobiernos, p. 178). En realidad, si realmente creemos en el principio de inocencia, cuanto más grave es el delito, más estricto debería ser el estándar de prueba. De todos modos, el derecho vigente no hace distinción alguna al respecto y exige que toda acusación penal satisfaga por igual el principio de inocencia.
Una vez que dejamos de exigir pruebas, es decir, una vez que abandonamos la presunción de inocencia, las leyes se forjan “como armas” y los “los códigos” se transforman en “declaraciones de guerra” (Benjamin Constant, Écrits politiques, p. 219). Si no exigimos pruebas como parte de un juicio penal, ya no estamos tratando a los supuestos acusados como criminales sino como enemigos. En otras palabras, no estamos hablando de un juicio en absoluto. Eugenio Zaffaroni dice, o al menos solía decir, lo mismo que Constant: algunos seres humanos son tratados como si fueran “enemigos de la sociedad” a quienes se les niega “el derecho a que sus infracciones sean sancionadas dentro de los límites del derecho penal liberal” (El enemigo en el derecho penal, p. 11).
Croxatto relaja el estándar probatorio en los casos de lesa humanidad porque las pruebas fueron eliminadas por los propios acusados. Sin embargo, la destrucción de pruebas también es un delito y como tal debe ser—otra vez—probada en juicio, siempre y cuando adhiramos a la presunción de inocencia, un derecho humano que de otro modo es violado en casos penales iniciados para castigar la violación de los derechos humanos.
Según Croxatto el narrativismo y el relato, a pesar de que no corresponden al derecho sino a la filosofía de la historia y la teoría literaria o cultural respectivamente, pueden desempeñar el mismo papel que las pruebas. Sin embargo, semejante posición confunde una mera narración o relato con la prueba (o si se quiere el relato comprobado) que exige un Estado de derecho para poner en marcha el aparato punitivo del Estado para privar legítimamente de la libertad a una persona.
Otro argumento de Croxatto es que el narrativismo perjudica a los poderosos y beneficia a los más débiles, como si los poderosos no pudieran servirse del narrativismo precisamente para perjudicar a los más débiles. En realidad, Croxatto dice compartir la presunción de inocencia, pero dado que no exige pruebas para demostrar la culpabilidad, en realidad solamente cree en la presunción de inocencia de aquellos que él sabe que son inocentes pero no en la de aquellos que él sabe que son culpables.
Croxatto, entonces, moraliza o politiza el derecho al suponer que los acusados de lesa humanidad no merecen tener garantías penales (Si Ud. quiere una garantía, compre una tostadora). Para Croxatto el derecho no hace ninguna diferencia en nuestro comportamiento, ya que con anterioridad a la aplicación de las reglas penales (especialmente el derecho humano a la presunción de inocencia) y la substanciación de los juicios ya sabemos quién es culpable a todos los efectos legales. El juicio penal solo sirve si confirma nuestras propias creencias. Sin embargo, esta es la ideología que subyace a las dictaduras lo cual tiende a convertir en cómplices indirectos de estas últimas a los que defienden este tipo de discursos. Croxatto además no percibe que la nota que escribió podría ser invocada verbatim por las propias defensas de los acusados por delitos de lesa humanidad para invalidar las condenas obtenidas sin pruebas suficientes.
Hablando de pruebas, en su biografía de María Antonieta, Stefan Zweig cuenta que la acusación de traición en contra de la reina “tiene razón. Pero—y éste es el punto débil del proceso—no está demostrada en lo más mínimo. Hoy se conocen y están publicados los documentos que hacen inequívocamente de María Antonieta reo de alta traición contra la República. Están en el Archivo Estatal de Viena, en el legado Fresen. Pero ese proceso fue llevado a cabo el 16 de octubre de 1793 en París, y por aquel entonces el acusador público no tuvo acceso ni a uno solo de esos documentos. Ni un solo testimonio realmente válido de esa alta traición que realmente se había cometido pudo ser presentado a los jurados durante todo el proceso” (María Antonieta, p. 506).
Zweig agrega que:
“un jurado honesto y no sometido a influencia se habría encontrado en serios apuros. De seguir su instinto, esos doce republicanos habrían tenido que condenar a toda costa a María Antonieta, porque ninguno de ellos puede dudar que esa mujer es la mortal enemiga de la República, que ha hecho lo que ha podido para reconquistar sin merma el poder real para su hijo. Pero la letra de la Ley está de parte de la reina: falta la prueba convincente. Como republicanos pueden considerar culpable a la reina, como jurados tienen que preservar la Ley, que no conoce otra culpa que la demostrada. Pero felizmente esos pequeños ciudadanos se ahorran ese conflicto de conciencia. Porque saben que la Convención no les pide un veredicto justo. No los ha nombrado para que decidan, les ha ordenado condenar a una mujer peligrosa para el Estado. Su alternativa es entregar la cabeza de María Antonieta o entregar la suya. Así que en realidad los doce deliberan en apariencia, y si parecen deliberar más de un minuto sólo es para fingir deliberación donde hace mucho que la decisión clara está tomada”.
El juicio al esposo de María Antonieta, Luis XVI, había provocado las mismas cuestiones, formuladas tal vez de un modo todavía más claro. Saint-Just, por ejemplo, temía que la aplicación de “las formas… conducirían al rey a la impunidad”. Por eso sostenía que “las formas, en el proceso, son hipocresía”.
No es precisamente una casualidad que el juicio a Luis XVI provocara las mismas discusiones. Luis XVI fue el primer criminal contra la humanidad en haber sido llevado a juicio; como el derecho positivo vigente lo favorecía, sus acusadores terminaron aplicando el derecho natural (que equivalía al derecho de guerra); no quedaba del todo claro si se trataba de un criminal que había violado la ley o un enemigo del pueblo del Francia; y finalmente no solo era un criminal o un enemigo contra el pueblo de Francia sino que representaba la sinécdoque de ser un criminal contra o enemigo de toda la Humanidad.
Desde un comienzo Saint-Just se pronunció en contra de hacerle juicio a Luis XVI ya que eso suponía la aplicación del razonamiento jurídico con sus formas características (entre las que se cuenta la presunción de inocencia) y poner en duda la propia revolución. Robespierre, con mucha razón, sostuvo que “hacerle un proceso a Luis XVI, de cualquier manera que fuere, es retroceder hacia el despotismo real y constitucional; es una idea contrarrevolucionaria, pues es poner en cuestión a la revolución misma. En efecto, si Luis todavía puede ser objeto de un proceso, Luis puede ser absuelto; puede ser inocente. ¡Qué digo yo! Se presume que lo es hasta que sea juzgado. Pero si Luis es absuelto, si se puede presumir que Luis es inocente, ¿qué deviene la revolución?” (énfasis agregado).
La propuesta de Saint-Just era bastante clara: “Un día se sorprenderán de que en el siglo XVIII se haya avanzado menos que en los tiempos de César: en aquel entonces el tirano fue inmolado en pleno Senado, sin otras formalidades que veinticuatro golpes de puñal y sin otra ley que la libertad de Roma”.
A través de la ley del 22 de pradial (10 de junio de 1794), a tono con el juicio a Luis XVI, quedó establecido que: “La prueba necesaria para condenar a los enemigos del pueblo es cualquier clase de documento, ya sea material, moral, verbal o escrito, que de modo natural puede lograr el asentimiento de toda persona justa y razonable. La regla de los juicios es la conciencia de los jurados iluminados por el amor a la patria; su objetivo es el triunfo de la República y la derrota de sus enemigos”.
Como explica Sinja Graf en su muy reciente libro The humanity of universal crime. Inclusion, intervention & international political thought: “El reconocimiento normativo conferido a un criminal contra la humanidad es mínimo, ya que esta figura representa uno de los miembros menos empoderados de la humanidad, subordinado a la coerción supuestamente legítima de otros”. El propio universalismo de la noción de humanidad hace que aquellos que la violan pierdan sus atributos humanos. Solo un inhumano, alguien o algo sin derechos, puede haberle hecho daño a la humanidad. Este inhumano, a su vez, suele ser nuestro enemigo: “El vocabulario de los crímenes contra la humanidad evade el reconocimiento normativo de la enemistad e implica nada más-o menos-que el reconocimiento mínimo acordado al criminal” (Sinja Graf, The humanity of universal crime).
En su carta al caballero d’Olry, Joseph de Maistre sostenía que: “La revolución sigue en pie, sin duda, y no sólo sigue en pie, sino que anda, corre, da coces. La única diferencia que yo noto entre esta época y la del gran Robespierre, es que entonces las cabezas rodaban y hoy giran” (3/3/1819).
Es muy peligroso el relajamiento de la exigencia probatoria en el marco de cualquiera proceso, mas aun cuando lo que está en juego en el mismo es el derecho humano a la libertad. De alguna forma se trata de una suerte de vuelta de tuerca del patético e irresponsable "algo habrá hecho" en este caso, legitimado judicialmente. Atenas (399 AC) y en Ruan (1431)
ResponderEliminarDifícilmente se logre un sobreseimiento o una absolución en esta clase de procesos, ya que la idea de la condena siempre está presente en el juzgador, y la sana critica se ve tironeada hasta el límite de respaldar la sentencia. Nótese que no digo justificar ni fundamentar.
ResponderEliminarSon abreviados con testigos, una mise en scene, en realidad en esos juicios basta la declaración de la denunciante y con eso basta para condenar. Son los juicios de la inquisición modernos. Aún así, tampoco difiere mucho de varios procesos penales actuales.
ResponderEliminarMuy buena entrada.
ResponderEliminarMe genera ciertos interrogantes la siguiente afirmación: "En realidad, si realmente creemos en el principio de inocencia, cuanto más grave es el delito, más estricto debería ser el estándar de prueba."
Si vamos a tomar en serio la presunción de inocencia, ¿por qué debería haber estándares diferenciados según la gravedad del delito? ¿Es más admisible una condena equivocada por un delito leve que por un delito grave? ¿El hecho de ser acusado de un delito leve, en comparación, hace que el acusado tenga las garantías relajadas? Ese parece el sistema del art. 459 del Código Procesal Penal de la Nación (que no se aplica) por el cual el imputado no podría recurrir en casación las penas de hasta 3 años de prisión, entre otras.
Pareciera que adoptar ese estándar diferenciado da razón a la crítica que dice que ese estándar termina perjudicando a quienes cometen delitos más leves, como los robos y hurtos, y que, para los seguidores de Zaffaroni (que en sus distintas versiones siempre mantuvo está idea) perjudica desproporcionadamente a los más pobres por la selectividad del las "agencias de criminalización".
En definitiva, ¿hay alguna razón para adoptar un estándar diferenciado (como opuesto a un estándar rígido e igual para todos los casos) más allá de la distinta magnitud del daño que genera una condena equivocada? Al contrario, a primera vista me parece que siempre debería aplicarse el estándar de certeza (moral, más allá de duda razonable, o el modelo que se quiera) fundado en pruebas.
Saludos
Muchas gracias por los comentarios. El derecho por supuesto no estipula que el estándar de prueba debe ser directamente proporcional a la gravedad del delito. La mención de la proporcionalidad solo apunta a enfatizar la diferencia que hace la presunción de inocencia, ya que a veces creemos que la gravedad del delito debería relajar el estándar de prueba, todo para evitar la impunidad. Pero se supone que la punibilidad depende de haber satisfecho ciertas condiciones, entre ellas la presunción de inocencia.
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