martes, 8 de septiembre de 2020

Es mejor equivocarse con Aron que tener razón con Sartre


No es ninguna novedad que el razonamiento institucional argentino, particularmente el jurídico, no está pasando por su mejor momento. Sin embargo, hay algunos indicios de que el anti-institucionalismo vernáculo, un verdadero “constitucionalismo popular”, se ha acentuado profundamente en los últimos días. 

Para comprobar este fenómeno no hace falta referirse a las medidas de excepción dispuestas por el poder ejecutivo—en diferentes jurisdicciones—a los efectos de hacer frente a la pandemia (que en ocasiones representan un regreso al viejo estado de sitio de los siglos XVIII-XIX, es decir, al que rige sin que sea declarado normativamente), sino que es suficiente dirigir la mirada hacia los otros dos poderes.

Empecemos por el poder legislativo. Como es de público conocimiento, la Cámara de Diputados en su momento decidió operar según un reglamento especial en atención a las circunstancias de excepción que son de público conocimiento. Dicho reglamento caducó y sin embargo eso no impidió que la Cámara sesionara de todos modos. Ante la objeción minoritaria de Juntos por el Cambio según la cual la renovación del reglamento no fue lograda por “consenso”—tal como lo exige el mismo reglamento—, la mayoría representada por el Frente de Todos respondió que logró el consenso sin consultar con la minoría de Juntos por el Cambio. 

La posición de la mayoría nos hace acordar a una historia que solía contar Norman Erlich. Un niño judío escucha hablar de “dilemas morales” en la escuela y vuelve a su casa intrigado por dicha noción. Entonces le pregunta a su padre: “Papá, ¿qué es un dilema moral?”. El padre no sabe cómo responderle y entonces le dice: “obviamente vos recordás que tu tío y yo somos socios en el negocio. Supongamos que un cliente viene al negocio y se olvida un billete de cien dólares en el mostrador. El dilema moral que yo tendría entonces es si le tengo que contar o no a tu tío”.

La mayoría del Frente de Todos supone que el “consenso” que exige el reglamento se logra sin tener en cuenta a la primera minoría del Congreso. Por más que el Frente de Todos experimente severas tensiones en su interior (como las que parecen existir entre sus principales líderes), de ahí no se sigue que el consenso que exige el reglamento de la Cámara se logre sin la participación de la principal fuerza de oposición, al menos si en la idea de consenso democrático está incluida la participación de quienes no forman parte de la mayoría. En otras palabras, para que exista consenso, tenemos que participar nosotros pero no podemos olvidarnos de ellos

Por ejemplo, la diputada Fernanda Vallejos, del Frente de Todos, adhiere a la concepción del consenso de la mayoría bajo el amparo del constitucionalismo popular, tal como surgen de sus recientes declaraciones: “Pongamos las cosas en su lugar, vivimos en democracia, donde las minorías no imponen pliegos de condiciones y la agenda la fija el pueblo argentino”. 

En cierto sentido, el constitucionalismo popular en democracia es redundante ya que es el pueblo el que decide darse una constitución y es por eso que debemos cumplir con ella. El pueblo podría estar interesado en hacer una revolución, pero en dicho caso la constitución deja de ser válida, y entonces empieza otro juego, en el que, por ejemplo, se acabaron los fueros constitucionales, como Luis XVI lo sufriera en carne propia. 

Hablando de revolución, y yendo al poder judicial, anoche ocurrió un hecho bastante particular, a mitad de camino entre el “constitucionalismo popular” y el comportamiento típico de una asociación de cazadores-recolectores, aunque a veces no sea fácil advertir la diferencia. 

Lázaro Báez, en cumplimiento de la prisión domiciliaria dictada por el juez de la causa, trató de ingresar a su domicilio acompañado por la policía, lo cual fue literalmente impedido por sus propios vecinos. Cabe recordar que los derechos estipulados por el sistema jurídico vigente no dependen del comportamiento social, o de cuánta gente haya en la plaza, etc. De otro modo, si quisiéramos tener una garantía deberíamos munirnos de una tostadora. 

Ciertamente, la actitud y el comportamiento de los vecinos de Lázaro Báez han sido muy bien recibidos por un número significativo de personas, no pocas de las cuales deben haberse indignado con razón por el comportamiento de la mayoría legislativa que sesiona conforme a una interpretación—por así llamarla—bastante antojadiza de la palabra “consenso”. Sin embargo, no podemos indignarnos selectivamente ante el incumplimiento del derecho.

Si nos interesa respetar la autoridad del derecho, nosotros mismos, como simples ciudadanos, no podemos hacer justicia por mano propia, reemplazando o corrigiendo las decisiones institucionales. Si nos interesa obedecer la ley la única manera de corregir los errores institucionales es recurriendo a los remedios institucionales. 

Dicho recurso no es inmune a caer en otros errores, en cuyo caso no queda otra alternativa que recordar que, parafraseando aquella frase de Mayo del 68, desde el punto de vista del razonamiento jurídico, es preferible equivocarse con Aron (es decir las instituciones) antes que acertar con Sartre (es decir quienes actúan solo por razones transparentes o valorativas ya que creen que hay respuestas jurídicas correctas independientes de las instituciones). 

Por supuesto, esto puede llegar a ser bastante costoso, pero se supone que el costo de vivir como cazadores-recolectores—especialmente cuando no lo somos—es todavía mayor. Ciertamente, nuestras instituciones están muy lejos de funcionar correctamente, pero la manera de mejorarlas no puede consistir en destruirlas, sino, precisamente, en hacerlas mejor. 


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