viernes, 26 de octubre de 2018

La interpretación del derecho y el Antiguo Testamento: Too Jewish?




Los cinéfilos recordarán aquella memorable escena de “Las Aventuras del Rabbi Jacob”, película en la cual el personaje de Louis de Funes, un empresario francés xenófobo y racista, tiene que hacerse pasar por un judío en medio de Le Marais de París y la única indicación que recibe al respecto es que “cuando a un judío le hacen una pregunta, siempre responde con otra pregunta”.

De hecho, podríamos decir que la interpretación del derecho está estrechamente vinculada con la comprensión del Antiguo Testamento. En primer lugar, la idea misma del “espíritu” de las leyes proviene de las discusiones sobre el significado de la Biblia. En segundo lugar, el Antiguo Testamento es la ley que un legislador bastante peculiar, Dios, le dio a su propio pueblo. Finalmente, no hace falta recurrir a la tesis de la teología política para darse cuenta de que el derecho democrático también cuenta con un legislador, el pueblo, cuyas decisiones deben ser obedecidas por los jueces.

En efecto, si es el legislador quien lleva la voz cantante, quienes están encargados de aplicar la ley no pueden apartarse de ella mediante una “interpretación”. De ahí que para la patrística se volviera proverbial la así llamada lectura “judía” de la Biblia, la cual se apegaba estrictamente al texto de la ley. Ser judío y ser literal eran una y la misma cosa. Fue por eso que los padres de la Iglesia prefirieron apartarse del texto de la ley para ir en búsqueda de su espíritu. Como se puede apreciar, la comprensión patrística concede el punto de la tradición hebraica, según la cual dado que Dios es el único titular del poder legislativo, es imposible cambiar la legislación y por lo tanto la única manera de que tenga lugar un cambio es a través de la interpretación.

Sin embargo, según el famoso crítico literario George Steiner, las cosas son exactamente al revés. En efecto, “para mí”, dice Steiner, “ser judío es ser alguien (…) que, cuando está leyendo un libro, lápiz en mano, está convencido de que él ‘escribirá uno mejor’. Es esa maravillosa arrogancia judía respecto a las posibilidades de la mente: ‘yo lo haré todavía mejor’”. Podríamos decir entonces que el interpretativista tiene la jutzpa de creer que él puede y tiene que mejorar el derecho en lugar de obedecerlo o interpretarlo para el caso.

La gran pregunta es a quién debe parecerse el juez en una sociedad democrática, en el sentido amplio de la expresión que incluye la vigencia del Estado de Derecho. Si el pueblo, modernamente, viene a ocupar el lugar que antiguamente le correspondía a Dios (de hecho las revoluciones modernas se deben en gran medida a que la idea de la monarquía por derecho divino era una contradicción en sus términos según el Antiguo Testamento), los jueces no tienen otra alternativa que limitarse a aplicar el derecho. No pueden contestar con otra pregunta ni convertirse en autores del derecho, reescribiendo lo que les parece mal en la obra que han recibido y que deben aplicar.

Lo mismo se infiere de cualquier comunicación que no sea jurídica. Si vamos caminando por la calle y alguien nos muestra el dedo mayor formando un plano ortogonal con la palma de su mano, a nadie se le ocurre decir que tiene que “interpretar” lo que quiso decir o que debe entenderlo en su mejor luz, no al menos si realmente nos interesa saber cuál es el significado de dicho mensaje. ¿Por qué debería ser diferente el caso del derecho?

Si la respuesta fuera que el derecho puede ser antiguo como el Testamento, ahí entrarían en juego consideraciones morales o políticas, pero no interpretativas. Quizás haya buenas razones para apartarse del derecho en ese caso, pero deberíamos ser conscientes de que, precisamente, en tal caso estaríamos desobedeciendo el derecho, no interpretándolo. Como muy bien sabía Marx, una interpretación no puede cambiar el mundo sino que tiene que describirlo. Si cambia el mundo, entonces no es una interpretación.

En todo caso, da la impresión de que el intencionalismo u originalismo debería ser el punto de partida de la discusión, tal como sucede en cualquier otro acto comunicativo, y que habría que mostrar en el caso concreto por qué debemos apartarnos de él. De hecho, si alguien dijera que la intención original del legislador era que debíamos apartarnos de sus disposiciones si encontrábamos otras mejores, salta a la vista que en este caso también le estaríamos haciendo caso a la intención original del legislador.

Supongamos finalmente que podemos sancionar una Constitución a pedido, tal como nos gustaría que fuera, equipada a full con todos nuestros derechos favoritos, joya, 0 km, nunca taxi. Si en tal caso nuestra aprehensión por el intencionalismo u originalismo desapareciera, sería muy difícil evitar la conclusión de que la discusión no era sobre la metodología de la interpretación de la Constitución sino sobre la Constitución en sí misma. Pero entonces la discusión sobre el intencionalismo y la Constitución viviente en el fondo se debe a qué tan bien o mal nos caiga el derecho en cuestión, no a cómo debemos entenderlo.

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