«La causa victoriosa complació a los dioses, mas la vencida a Catón» (Lucano, Farsalia, I.128-9).
domingo, 21 de enero de 2018
Zaffaroni o "Explicar lo inexplicable"
En una nota de Página 12 de hoy Zaffaroni trata de “explicar lo inexplicable” (click). Da la impresión de que lo inexplicable es la situación procesal de Cristina Kirchner, Héctor Timerman, Carlos Zannini y Milagro Sala, quienes según Zaffaroni o bien no deberían ser en absoluto perseguidos por el aparato punitivo del Estado o en todo caso no pueden ser privados de su libertad antes de contar con una condena firme.
Hasta acá, somos todos peronistas. Si el aparato punitivo del Estado es puesto en marcha con fines políticos y no en el buen sentido de la palabra, es decir, si se tuerce la letra de la ley para perseguir a los enemigos, eso es absolutamente contrario a todo Estado democrático que se precie de ser un Estado de Derecho. Zaffaroni, con razón, de hecho, sostuvo alguna vez que hablar de “un derecho penal garantista en un estado de derecho” es “una grosera redundancia, porque en él no puede haber otro derecho penal que el de garantías, de modo que todo penalista, en este marco, se supone que es partidario de las garantías, es decir, que es garantista” (El enemigo en el derecho penal, p. 169).
De ahí que si no hubiera pruebas o si se abusara de la prisión preventiva, eso sería ilegal. Por supuesto, a veces hasta los tribunales toman decisiones en contra del derecho, pero hasta que otro tribunal, preferentemente superior, no las declare como tales, dichas decisiones son parte del derecho vigente, a menos que defendamos una versión del derecho popular, o constitucionalismo popular, lo cual o bien es redundante ya que es el pueblo el que sancionó la Constitución de la cual se desprende que es un tribunal el que tiene la última palabra sobre el derecho, o contraproducente porque hace que el pueblo se vuelva contra dicho tribunal, lo cual es un delito, bastante grave por otro lado. Como se puede apreciar, bastante irónicamente, el constitucionalismo popular se transforma como por arte de magia en una versión completamente deformada y bastante ingenua o perversa del iusnaturalismo.
Lo que llama la atención sin embargo es la condescendencia, y a veces mucho más que eso, de Zaffaroni con el derecho penal del enemigo aplicado contra sus enemigos, o contra quienes no son sus amigos. En efecto, Zaffaroni ha dedicado gran parte de su obra a criticar el derecho penal del enemigo precisamente porque este último trata a quienes son perseguidos por el aparato punitivo del Estado como si fueran enemigos y no criminales que cuentan con derechos, más precisamente garantías, que deben ser satisfechas para que la persecución penal sea considerada válida.
Sin embargo, Zaffaroni no tuvo empacho en utilizar el derecho penal del enemigo contra acusados de delitos de lesa humanidad que intentaron estudiar en el programa UBA XXI, a pesar de que varios de ellos precisamente ni siquiera habían sido condenados en su momento. Zaffaroni, de hecho, preparó un documento con el cual la UBA trató de justificar el rechazo al ingreso de los acusados de delitos de lesa humanidad con argumentaciones que en mejor de los casos eran políticas, como por ejemplo el peligro que corría la UBA si permitía que estos acusados cursaran el programa UBA XXI y el daño que estos acusados le habían cometido a la UBA en el pasado.
Así y todo, ingresar a la universidad es un lujo asiático si lo comparamos con la denegación de garantías penales como el beneficio de la ley penal más benigna consagrado en el Código Penal, para no decir nada de la sanción de una ley penal retroactiva como la 27362 y encima en democracia, mediante “una ley de interpretación auténtica”, a pesar de que, como muy bien solía enseñar Zaffaroni, “las llamadas ‘leyes interpretativas’ o [de] ‘interpretación auténtica’” constituyen “modificaciones a las leyes penales y a su respecto rigen los principios del art. 2° [del Código Penal sobre la ley más benigna]”, ya que de este modo el legislador puede ampliar retroactivamente y de modo sustancial una ley penal (Tratado de Derecho Penal, 1ra. edición, p. 472). De ahí que la denegación de la ley más benigna junto a una ley penal retroactiva ofrezcan el espectáculo de un parque temático que bien podría ser una fuente de divisas para nuestro país tan necesitado de inversiones, dado el atractivo turístico que semejante tipo de parque tiene indudablemente. De hecho, la sanción de leyes penales retroactivas era típica de regímenes como el nazismo y el fascismo (2 x 1).
Sin embargo, Zaffaroni no ha escrito al respecto, a pesar de que, a juzgar por sus últimas declaraciones, es un adversario de las dictaduras (sabemos que no lo ha sido siempre o que en todo caso fue colaborador de una en su capacidad de juez; hoy en día semejante conducta es un delito según el art. 227 bis del Código Penal, pero Zaffaroni por suerte está protegido por el principio de legalidad, si es que todavía nos interesa ponerlo en práctica). De hecho, en la nota de Página 12 Zaffaroni se considera dentro del conjunto de quienes “no somos nazis ni fascistas”. Habría que ver sin embargo si por “nazi” o “fascista” Zaffaroni entiende estrictamente, v.g., alguien que participa directamente en la comisión de un delito de lesa humanidad, o si además tiene en cuenta prácticas penales típicas como la sanción de una ley penal retroactiva. Si Zaffaroni todavía cree que la ley penal retroactiva es una institución típicamente nazi, nos imaginamos que si no se ha pronunciado todavía en contra de ley 27362 que siguió inmediatamente al fallo “Muiña”, fue solamente por falta de tiempo o porque considera que es tan obvia su inconstitucionalidad que no tiene sentido pronunciarse siquiera.
De otro modo, no cabría otra alternativa que creer que Zaffaroni, y está bastante lejos de ser el único, es un garantista, o si se quiere punitivista, selectivo, esto es, cree en los derechos humanos pero no de todos los seres humanos, o en todo caso es garantista o punitivista según quién esté en el banquillo de los acusados. Quizás sea por eso que a Zaffaroni le preocupa el cumplimiento de disposiciones constitucionales tales como “ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso” y “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas” (para no decir nada de sus dudas acerca del delito de “asociación ilícita”), solamente en algunos casos, no en otros. Lo que es entonces verdaderamente inexplicable es semejante incoherencia en alguien que es un destacado especialista en derecho penal.
En verdad, en un Estado de Derecho se debe aplicar la ley con independencia de la cara del cliente. El derecho penal está para proteger por supuesto a todos los seres humanos, pero sobre todo a nuestros enemigos, en la medida en que seamos genuinos defensores de los derechos humanos. De otro modo estaríamos haciendo lo que en otra época tanto lo indignaba a Zaffaroni, a saber estaríamos tratando a algunos “seres humanos” como si fueran “enemigos de la sociedad” y les negáramos de ese modo “el derecho a que sus infracciones sean sancionadas dentro de los límites del derecho penal liberal” (El enemigo en el derecho penal, p. 11).
El Estado de Derecho debe entonces aplicar el Código Penal a todos y a todas, con tal de que sean personas, sin que importe si son amigos o enemigos, y el Estado jamás puede decir explícita o implícitamente a alguien contra quien se ha puesto en marcha el aparato punitivo del Estado: Si Ud. quiere una garantía, compre una tostadora. Eso es lo que distingue a un Estado de derecho de una asociación ilícita. Ojalá esto vuelva a ser moneda corriente, como lo fuera al comienzo de la restauración democrática, y que el turismo punitivista se quede sin negocio lo antes posible.
miércoles, 17 de enero de 2018
Cuando el que no está conmigo está contra mí (por Jaime Malamud Goti)
La Causa de Catón, ancha como alpargata de gordo, se da el enorme lujo de publicar esta entrada por Jaime Malamud Goti, un invitado que, como reza la reciente serie de David Letterman en Netflix, no necesita presentación. Enjoy.
Algunos interesantes y perturbadores artículos de Andrés Rosler me impulsan a perpetrar este comentario relacionado con un par de ideas que, a mi forma de ver, son el tema central de los ensayos recientes de Andrés. Versan sobre la muy débil autoridad de la ley en la Argentina y la adyacente falta de credibilidad de los jueces en general. En las cavilaciones que siguen tengo especialmente en cuenta, como Andrés Rosler, a los jueces penales federales. Quiero abordar con respetuosa brevedad una concepción del mundo según la cual este está escindido entre amigos; aquellos que nos son leales, y nuestros enemigos. Los primeros consienten, aprueban –en forma tácita o activa- lo que decimos y hacemos, por un lado. Por el otro, los enemigos. Desde los más hostiles hasta quienes se rehúsan a aprobar nuestros actos, aunque más no sea mostrándose indiferentes. Esta versión, que parece demasiado simple a esta altura de los tiempos, ha plagado la política argentina desde hace mucho. Es la noción de que muchos expresan con simpleza: “los que no están conmigo están contra mí.” Somos amigos o somos enemigos. Esta idea quedó inmejorablemente expresada con dos frases tan claras como breves de Juan Domingo Perón: “A los amigos, todo. A los enemigos ni justicia.”
Como veremos, aunque fue Perón quien articuló en estos términos categóricos esta versión de la realidad política, esta resulta afín a la noción que guio la conducta de un considerable número de gobernantes. Me refiero a la relación estos y sus gobernados y que sólo excepcionalmente están en guerra unos con otros como lo están en países involucrados en los más graves conflictos domésticos. La diferencia entre unos y otros es que los habitantes de una nación respetuosa del Estado de Derecho están sometidos, eso esperamos, a su sistema de Justicia y este, a su vez, está en manos de un número de jueces (uso “Justicia” con mayúscula para distinguirla de la “justicia” como la virtud que unos adjudican a las decisiones y actos de otros.) En el caso de la primera, un juicio correcto se sustenta en la ley. En cuanto a la justicia con minúscula, en cambio, es patrimonio de cualquier individuo, grupo de individuos o institución y se basa en criterios aprobados de equidad, en las emociones que despierta la decisión y de los efectos esperados de esta última. Se sustenta, entonces, en una compartida noción de igualdad, en ajustarse a finalidades valiosas, a principios y otras propiedades asociadas al buen criterio del que decide o actúa.
En el cuento Deutsches Requiem, Borges pone en boca de Otto zur Linde, ex -subcomandante de un campo de concentración y narrador de su historia: “…En cuanto a mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable…. No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero sí quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo.” Borges enfatiza así la diferencia a la que me refiero. Que el tribunal hubiese actuado “correctamente” significa que decidió de acuerdo con la noción de Justicia, de acuerdo con la ley (tal y como, con su declaración, acepta esta ley el condenado.) Que este mismo individuo no se considere culpable responde a su noción de la justicia con minúscula. A lo que él mismo, y tantos otros como él, concibieron que el camino que su vida recorrió apuntaron a formar un mundo mejor como surge de su monólogo final. Sus acciones fueron, entonces correctas, o justas, de acuerdo con esta idea. Hubiese sido propio de una mente verdaderamente justa elogiar de zur Linde de acuerdo con las creencias del último. Este, demás está decirlo, no era merecedor de la condena impuesta por los jueces. Estos actuaron de acuerdo con la noción de Justicia (aunque dejo de lado el hecho de que la validez de las leyes de Nüremberg fueron, y son todavía hoy, materia de debate.)
En 1984, en la Argentina, los juicios penales contra los miembros de las juntas gobernantes y oficiales de alto rango, causaron una contundente reacción por parte de los oficiales de las tres armas. En su mayoría, los militares interpretaron que los juicios y condenas de sus camaradas eran consecuencia de una conspiración. Los procesos, declaraban a diario los oficiales, no eran otra cosa que la continuación de la actividad subversiva; la que ellos mismos aplastaron en el plano militar. No hace falta aclarar mucho este tema, especialmente para quienes fuimos testigos. De acuerdo con esta versión, los jueces se prestaban de un modo –involuntario o intencional- a servir de instrumentos a disposición del difuso “enemigo subversivo.” Para que esta afirmación tenga sentido, es necesario recordar que, para los militares argentinos, “subversivos” fueron, mucho más allá de las agrupaciones militantes, quienes entorpecían de alguna manera la existencia de una sociedad “occidental y cristiana.” Enemigos, por lo tanto, fueron no sólo aquellos que visitaban la obra de de Marx sino también los lectores de Antonin Artaud, Sartre, Freud y otros autores que igualmente amenazantes de la restauración de la fe cristiana. El integrante de la Armada en la primera junta gobernante, Almirante Emilio Massera, sindicó a Marx, Freud y Einstein como los “máximos subversivos”: Mientras los dos primeros subvertían el “orden social,” Einstein subvertía “el orden del universo.” Y lo dijo en serio. La subversión actuaba también en el ámbito económico. Fueron así considerados subversivos aquellos que intentaban entorpecieran “el despegue del país “(sic. Ver, Jaime Malamud Goti, Terror y Justicia en la Argentina, 2000, Ediciones la Flor, Cap. 2) Esta amplitud de la idea de la subversión explica, entonces, por qué la concepción amigos o enemigos.
La actitud, intolerante para decir lo menos, la repitieron los mayores promotores de continuar con los juicios a los criminales de Estado. Los juicios a los militares de 1984, apuntaron a los miembros de las juntas, algunos oficiales de alto rango y un puñado de militares jóvenes sospechados de secuestrar, matar y torturar si estos actos eran ejecutados “más allá del deber de obediencia a sus superiores.” Lo último, “el deber de obedecer,” dicho sea de paso, fue interpretado por los jueces de la manera más amplia posible lo que redujo considerablemente el número de encausados. De cualquier modo, los tribunales fueron de inmediato identificados como el nuevo instrumento de la famosa subversión para destartalar a las Fuerzas Armadas y seguir así adelante con su proyecto anti-cristiano. Si fracasaron en diezmar a los militares con las armas, lo harían entonces, a través de los jueces. Sus miembros, conforme a esta tesis, experimentarían la satisfacción que la venganza suele brindar al vencido en la batalla. Es la aplicación idea de que “si no estás conmigo está contra mí.” Esta actitud, que devastó al país no fue sólo propia de los militares.
La concepción del mundo político como uno de amigos y enemigos no fue una peculiaridad militar de las décadas de los 70 y 80s. Esta noción con bases autoritarias es la que ahora demuestran haber adoptado los funcionarios de la Dinastía Kirchner. Los jueces, otra vez, según declamaron ya varios procesados por corrupción, son el instrumento de sus enemigos para sacarlos del medio. Desacreditarlos, desbaratar la fuerza política que les queda, dispersarlos, hacerlos desaparecer. Un funcionario del Ministerio de Salud de la Dinastía Kirchner me comentó el susto que se llevó con el cambio de la expresión de las caras de funcionarios del Ministerio durante una charla que pronunció hace cuatro o cinco años. Era todo sonrisas en la sala cuando comenzó su informe con la afirmación de que la campaña de vacunación de ese año en la Argentina había marcado un record continental. El entusiasmo se transformó en una colección de ceños fruncidos no bien explicó que la reposición de las vacunas no sería fácil a causa de la pérdida de valor del peso argentino. El amigo se convirtió en un contendiente al referirse a la empinada inflación que el gobierno no sólo negó sino que intentó también disimular denodadamente. Las sonrisas desaparecieron de inmediato y cercado por funcionarios enojados por la revelación indeseada. Observé esta actitud una cuantas veces y me recordó a los años de la Guerra Fría. Un chico norteamericano de unos ocho años le preguntó inesperadamente a mi padre en el ascensor de mi casa: “Are you with us or against us?” No oí razones que justificaran la intolerancia de los desairados funcionarios del gobierno. Si oí repeticiones de expresiones públicas de los funcionarios o el forzado silencio antes a quienes mantuvieran una actitud crítica. No hacía falta que fuera un ataque al gobierno o a sus decisiones. Bastaba con examinar razones, ser crítico. Nadie pareció hacerlo.
De esta manera, no debe sorprender que Cristina Kirchner y los aliados de su dinastía hubiesen declarado repetidamente que los procesamientos y detenciones son la consecuencia de una campaña política hostil. Se trata, una vez más, del enemigo que otra vez utiliza a los jueces –la mayor parte de los cuales- se embarcan en la empresa de destruir al kirchnerismo. Esto implica que, otra vez, para esta visión, afín a un país dividido como lo ha estado la Argentina en casi todo el último siglo, los jueces han perdido la imparcialidad para transformarse en yunque sobre el cual apoyar los pescuezos de quienes, por ostentar algún cargo o función, demostraron apoyar a los años de la Dinastía Kirchner. Por observar la actitud de militares y funcionarios de los Kirchner, los jueces no tuvieron que cavilar demasiado acerca del mérito de sus decisiones. Bienvenidas, en tanto estas sirvieran a la causa anti-Kirchner.
Con independencia, entonces, de la capacidad de los jueces y la virtud legal de sus decisiones, estos necesariamente carecen de la autoridad de la que gozan en países que creen en la neutralidad de sus tribunales. En Alemania, Suecia, el Reino Unido, en su mayor parte, la gente cree que, si alguien fue condenado por un tribunal de justicia, esta persona merece -de acuerdo a un criterio aceptado- el castigo por el simple hecho de haber sido impuesto por un representante de la neutralidad propia del que sigue los dictados de la ley. Law and Order o Law in Order. Si a nuestro vecino lo hubiese encontrado culpable de hurtar fruta en la tienda de la esquina, mis familiares hubiesen considerado que este debió quedarse, en realidad, con lechuga y damascos sin pagar su precio. Lo mismo hubiese ocurrido en Alemania, Inglaterra, Noruega…Es cierto, debo admitir, que esta confianza se ve debilitada cuando las partes del proceso representan minorías sustanciales étnicas, raciales, religiosas y de género. Detrás de la expectativa que genera el resultado para las partes, las sentencias son frecuentemente interpretadas como la expresión de la Justicia frente a la colisión del derecho de igualdad de las minorías. Ejemplo de esto fue el caso de O.J. Simpson y el tema racial; Lorena Bobbit y el estatus legal de la mujer; y los juicios de Tokio, la imposición de leyes inconsistentes con la cultura del vencido. La aplicación del llamado “derecho natural” era tan extravagante para los asiáticos como lo son las sirenas en el Río de la Plata. En estos casos, las nociones de Justicia y justicia llegan a confundirse. He llamado a estos juicios, Juicios Políticos, y en ellos resulta difícil evitar hacer justicia en lugar de la Justicia del Estado de Derecho.
Quiero concluir con la idea la manera en que los jueces pierden realmente la imparcialidad que queremos atribuirles. En un mundo de amigos y enemigos, un medio en el cual los jueces no se animan a mantenerse neutrales y aplicar la ley a secas porque los transformaría en enemigos de lo que tienen poder. Es así habitual que estos dejen de aplicar la ley y hacer Justicia. En cambio, se limitan a aplicar los criterios de justicia adoptados por quienes pueden hacerles muy difícil la vida si estos criterios contradicen a los que cuentan con poder. De esta forma, los juicios a reos poderosos tienden a escapar de la Justicia del Rule of Law. La reemplazan con la justicia tal y como la entienden algunos. Que justificaría, me pregunto, alzarse contra los ideales del gobierno.
----------------------------------------------------------------------------------
Con estas líneas misceláneas, he intentado complementar las ideas de Andrés Rosler acerca de los peligros de la desviación, por parte de los jueces penales, del Estado de Derecho. No creo que mi contribución revele las causas de las deficiencias del llamado garantismo como las actitudes corrientes concebidas y ejecutadas en Argentina. Creo que sería necesario revisar las nociones de Legalista al aplicar la ley, o seguir criterios que compiten con –y a menudo desvían y desplazan- a la primera con frecuencia. Para entender esto mejor, es más que probable que sea necesario incursionar más extensa y meticulosamente que medidas lograrían hace que la ley sea domesticada de modo de su lectura y eventual interpretación sea, al menos aveces, menos contra-intuitiva y permita así alcanzar con mayor eficiencia propósitos valiosos. Para esto, a mí me falta mucho.
JMG
sábado, 6 de enero de 2018
En Derecho Penal es mejor equivocarse con los Jueces que acertar con el Pueblo
La nota de Gabriel Levinas en La Nación de hoy (Equivocarse con Milagro Sala) contiene tres ingredientes muy representativos de la esfera pública en nuestro país y en nuestros días. En primer lugar, encontramos lo que la jerga de la psicología cognitiva denomina como “sesgos de confirmación”, tan elocuentemente ilustrados por aquella de los “sesenta-setenta” (los iniciados recordarán esa historia que solía contar Jorge Corona al respecto): “Prefiero equivocarme con Sartre que acertar con Aron”.
En efecto, en nuestro país, muchísima gente, incluso colectivos repletos de intelectuales, prefieren equivocarse con otros intelectuales que firman notas plagadas de tautologías e incoherencias antes que acertar con quienes describen correctamente la realidad.
Sin embargo, nadie que esté en su sano juicio prefiere equivocarse, sin que importe en compañía de quién lo hace, a menos que seamos como Ciacco, a quien le gustaba puntualizar que estará en el Infierno dantesco pero al menos no está solo (Inf. VI-55-57), tal como lo hemos aprendido gracias a la lectura colectiva en Twitter #Dante2018.
Por las dudas, convendría aclarar un punto antes de seguir adelante. Quienes albergan dudas acerca de la posibilidad de describir correctamente la realidad, entonces deberían reconocer a su vez que de su suposición se sigue que también es imposible equivocarse. En efecto, en tal caso, parafraseando a Chavela Vargas, la realidad es lo que se nos da la chingada gana.
Por el contrario, si iniciamos una discusión o debatimos con alguien lo hacemos, si somos razonables y/o no estamos representando el inmortal sketch de Monty Python “La Clínica de la Discusión”, no para pasar el tiempo sino porque suponemos que la otra parte se equivoca.
En segundo lugar, la nota no deja de mencionar “al eficaz aparato propagandístico de algunos sectores que manejan los organismos de los DD.HH. y la deficiente comunicación del Estado argentino para difundir los hechos que lastimaron a todos los jujeños”, como si los sesgos de confirmación mencionados al comienzo de la nota en realidad se debieran al poder de los medios de comunicación. Quienes nos hemos reído de la omnipotencia que, v.g., Carta Abierta le ha atribuido al grupo Clarín, no podemos dejar de sonreír cuando algunos le atribuyen al “aparato propagandístico de los organismos de DD.HH” semejante eficacia.
En realidad, es altamente probable que, tal como un reza un tuit que resultó ser bastante popular, “todavía hay gente que le echa toda la culpa de nuestras creencias a los medios, cuando, en realidad, en la enorme mayoría de los casos, elegimos los medios que nos permiten confirmar nuestras propias creencias”.
Por increíble que parezca, entonces, hay gente que prefiere equivocarse con Alicia Dujovne Ortíz, o Atilio Borón, antes que acertar con Fernando Iglesias, o al revés ciertamente, cuando lo único que importa es, como mencionamos antes, acertar, lo cual no puede depender de una persona o una institución, sino de los argumentos esgrimidos a favor o en contra de la proposición en cuestión.
En tercer lugar, la nota se refiere implícitamente a lo que podríamos denominar como “institucionalismo popular”, o “constitucionalismo popular”, por así decir. En efecto, al final de la nota leemos que “una baja dosis de responsabilidad cívica y humana justifica que Alicia Dujovne Ortiz haya optado por equivocarse con Sala en lugar de acertar con el pueblo de Jujuy”. Planteos de esta clase son muy similares a los que hablan de barrios, plazas y calles que pretenden que sus expresiones tengan efectos jurídicos vinculantes para los jueces.
Sin embargo, dado que el aparato punitivo del Estado ha sido puesto en marcha en contra de Milagro Sala, hablar del pueblo en este caso en realidad es redundante ya que es del pueblo de donde proviene el derecho vigente en nuestro país debido al ejercicio del poder constituyente, o contraproducente ya que en sentido estricto el pueblo no solamente no delibera ni gobierna sino mediante sus representantes, sino que además tal como consta en la Constitución, ha decidido confiar la toma de decisiones en materia penal y procesal al propio derecho, esto es, en última instancia a los jueces. Esto solía ser una tautología pero ha dejado de serlo en la era del constitucionalismo popular o callejero.
De ahí que si no hubiera otra alternativa que insistir con algún sesgo de confirmación como para que nuestros cerebros se sintieran satisfechos, el eslogan de nuestra época—particularmente en lo que atañe al derecho penal—debería ser algo así como “en materia penal, prefiero equivocarme con los jueces antes que con los intelectuales, los pueblos, o quien fuera”. Podríamos probar a ver qué pasa.