viernes, 29 de septiembre de 2017

Isaiah Berlin: Un Liberal contra la Corriente



Si existiera algo así como un top ten de “clásicos” de la historia de la teoría política, en él no podría faltar la distinción hecha por Isaías Berlin entre libertad negativa y libertad positiva en ocasión de su Lección Inaugural en 1958 como catedrático Chichele de Teoría Social y Política en Oxford. No es una distinción que Berlin hiciera a partir de la nada porque, como ya sabemos, solamente Dios crea a partir de la nada. Benjamin Constant ya había propuesto en 1819 una dicotomía semejante al separar la libertad de los antiguos de la de los modernos. Sin embargo, el packaging y, sobre todo, el desarrollo conceptual fueron obra de Berlin. Algo similar ocurre con Tosca. La célebre ópera de Giacomo Puccini está basada en la obra de teatro de Victorien Sardou: sin embargo, muy pocos recuerdan la inspiración, casi todos recordamos al inspirado.

La distinción entre la libertad negativa y la positiva es tan popular que por las noches los padres duermen a sus hijos contándosela, en todo el sentido ambiguo de la expresión “dormir”. De ahí que solamente vamos a describirla muy rápidamente. Mientras que para la concepción negativa la libertad consiste en la falta de interferencia externa, según la concepción positiva uno puede ser libre a pesar de estar interferido con tal de que la interferencia provenga de uno mismo.

En otras palabras, la libertad negativa se preocupa por qué es lo que podemos hacer o cuál es el área de alternativas a nuestra disposición, mientras que a la libertad positiva le interesa saber quién es el que está a cargo de la decisión. Como muestra, basta un botón (en este caso irónicamente en la cárcel). Según la concepción negativa, resulta evidente que una persona presa no puede ser considerada libre debido a que precisamente la cárcel es una pena privativa de libertad. En cambio, según la concepción positiva, alguien puede estar preso y ser libre a la vez en la medida en que haya sido esta misma persona la que haya decidido reducir drásticamente sus alternativas. Es por eso que, desde el punto de vista de la libertad positiva, se podrán decir muchas cosas del muy tristemente célebre frontispicio de Auschwitz: “El trabajo [nos] hace libres”, pero no que sea necesariamente contradictorio.

Si bien Berlin no ocultaba su simpatía por la concepción negativa de libertad—aunque con el tiempo terminara distanciándose un poco de ella—, eso no hacía que creyera que la libertad fuera el único ideal por el que vale la pena luchar. Por el contrario, el punto de Berlin no era solamente político o valorativo sino, además conceptual. Como afirmaba en Cuatro ensayos sobre la libertad, “un sacrificio no es un incremento de aquello que está siendo sacrificado, […] sin que importe cuán grande sea la necesidad moral o la compensación por ello. Todo es lo que es: la libertad es la libertad, no es igualdad o equidad o justicia o cultura, o felicidad humana, o una consciencia tranquila”. En otras palabras, Berlin era plenamente consciente de que a veces hace falta restringir la libertad, por ejemplo para corregir grandes desigualdades sociales y económicas, pero no tiene sentido decir que somos libres porque somos iguales. Las cuentas claras no solamente conservan amistades, sino que además nos permiten evitar confusiones conceptuales y de ese modo quedar a salvo de las confusiones políticas, las cuales dependen de las primeras pero son mucho más peligrosas que ellas.

Es una falacia suponer que cada vez que invocamos la noción de libertad positiva como autocontrol terminamos invadiendo Polonia o instituyendo un campo de concentración. Después de todo, en nombre de la libertad negativa también se han invadido países y cometido varias atrocidades. En realidad, no podemos saber cuál es la concepción de libertad que más nos atrae si no sabemos en qué ámbito nos interesa usarla. Hegel tenía razón al decir que nadie razonablemente desea vivir sin las obligaciones que impone la amistad, ya que esos mismos lazos constituyen nuestra libertad. Pero quizás iba muy lejos al creer que el Estado más que un padre es un amigo y que, por eso, éramos necesariamente libres en nuestras relaciones con él. Mucha gente, con razón, prefiere la libertad positiva para sus actividades del fin de semana (familia, clubes, Iglesia, o lo que fuera) y la negativa para entender su relación de lunes a viernes con el Estado e incluso con sus empleadores.

Berlin fue un liberal contra la corriente. No solamente porque uno de sus libros lleve ese título (Contra la corriente: ensayos sobre historia de las ideas) y porque se pronunció a favor de la libertad negativa en una época en la cual estaba de moda señalar las falencias del libro de John Stuart Mill Sobre la Libertad (que el mismo Berlin prologó) y elogiar la concepción positiva de libertad popular a partir de la influencia del pensador hegeliano T. H. Green, sino que además era un teórico político liberal sui generis por haberse dedicado al estudio de la historia de las ideas.

El descrédito en la época de Berlin con respecto a la teoría política normativa y del poder de las ideas en general, llegó a ser tal que él mismo se vio obligado a escribir un artículo cuyo título nos da una idea del clima de época: “¿Existe todavía la teoría política?”. No nos olvidemos que John Rawls por aquel entonces todavía estaba preparando su teoría de la justicia que, con el tiempo, terminaría provocando un verdadero renacimiento de la teoría política.

Dado que Berlin—que había nacido en 1909 en Riga, Letonia y luego se mudó con su familia a Rusia en 1915—había experimentado la Revolución Rusa en carne propia, era absolutamente consciente del poder de las ideas. Precisamente en su famosa lección inaugural sobre la libertad, Berlin cuenta que “hace más de cien años, el poeta alemán Heine advirtió a los franceses que no subestimaran el poder de las ideas: los conceptos filosóficos nutridos en la quietud de un estudio de un profesor podían destruir una civilización. Él hablaba de La Crítica de la Razón Pura de Kant como la espada con la cual el deísmo europeo había sido decapitado, y describió a las obras de Rousseau como el arma manchada de sangre que, en las manos de Robespierre, había destruido el antiguo régimen; y profetizó que la fe romántica de Fichte y de Schelling un día sería utilizada, con un efecto terrible, por sus fanáticos seguidores alemanes, contra la cultural liberal de Occidente”.

Hablando de pensadores franceses, probablemente de modo apócrifo se dice que, cansado de la locuacidad del pensador decimonónico Thomas Carlyle, durante una cena, un hombre de negocios le había reprochado: “¡Ideas, Sr. Carlyle, nada sino ideas!”, a lo cual Carlyle le replicó: “Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada sino ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera”

La conversión de Berlin del análisis filosófico al estudio de la historia de los autores y conceptos políticos se debió, en buena medida, a una conversación con un profesor de Harvard en 1943, el especialista en lógica H. M. Sheffer. Para Sheffer, los filósofos solamente podían contribuir al progreso del conocimiento humano si se dedicaban a la lógica matemática, y Berlin no se sentía capacitado para hacerlo. Berlin, en todo caso, se había dedicado a la filosofía analítica y por lo tanto comenzó a sospechar que sus estudios no tenían mayor sentido si deseaba que sus investigaciones hicieran una verdadera diferencia.

Michael Ignatieff describe de este modo la conversión cuasi-paulina de Berlin, la cual no tuvo lugar en el camino a Damasco, sino de regreso a casa durante la Segunda Guerra Mundial, desde Washington, en donde Berlin servía como agregado en la Embajada Británica. En la biografía, Isaiah Berlin. A Life, lo cuenta del siguiente modo:  “En la primavera de 1944 se encontró en un interminable vuelo transatlántico a Londres. En aquellos días las cabinas no estaban presurizadas y los viajeros tenían que pasar largas horas en la oscuridad, respirando a través de un tubo de oxígeno. Incapaz de dormir—por miedo a que el tubo se iba a deslizar inadvertidamente de su boca—Isaías se mantuvo despierto toda la noche en una aeronave oscura, fría, zumbadora, sin nada más que hacer que pensar. Siempre había odiado estar solo, y este viaje era particularmente desagradable. […]. Cuando aterrizó la mañana siguiente, arrugado y somnoliento, había decidido dejar la filosofía por la historia de las ideas”.

Los aviones en los que viajaba Berlin eran Dakotas, un transporte eficiente aunque con una apariencia muy poco tranquilizadora, ya que el aire parecía no ofrecer resistencia suficiente para mantenerlos volando, y eso era exactamente lo que Berlin sentía en relación a la filosofía analítica. Si se nos permite formular una paráfrasis de Jorge Corona, Berlin se dio cuenta de que la filosofía analítica no calentaba ni un preso, mientras que la historia de las ideas era clave para comprender las grandes pasiones que movían a los seres humanos a comprometerse con los proyectos políticos. Fue entonces que comunicó a las autoridades del New College de Oxford, institución en la que él trabajaba, que se dedicaría de ahí en más a la historia de la filosofía y que dejaría en manos de su amigo Herbert Hart la enseñanza de ética, lógica y epistemología. Hart—de quien ojalá podamos decir algo más dentro de poco—con el tiempo sería el propulsor de una verdadera revolución en el campo de la filosofía anglosajona del derecho merced a su clásica obra El Concepto de Derecho, cuya primera edición es de 1961.

Berlin no solamente fue un liberal atípico por haberse dedicado al estudio de la historia de las ideas, sino que además los autores y conceptos que eligió eran muy poco liberales. Para dar una idea de sus intereses basta mencionar entre los autores a Rousseau, Fichte, Hegel, De Maistre, Marx, Sorel, y entre los conceptos: nacionalismo, fascismo, romanticismo, sionismo. Dado que Berlin había nacido en Rusia es más que comprensible además su interés por los autores rusos. De hecho, uno de sus escritos más conocidos es El Erizo y el Zorro, un ensayo sobre la visión de la historia de Tolstoi, el cual, nos permitimos repetir, daría eventualmente nombre a un conocido programa de las noches de Radio Nacional. En cuanto al sionismo, Gerald Cohen cuenta que una vez Berlin le había dicho que los judíos debían asimilarse o irse a vivir a Israel. Berlin, que era judío, nunca pudo hacer ninguna de las dos cosas.

Además, Berlin sobresale entre los pensadores liberales por haberse dedicado a estudiar el conflicto político, es decir, el hecho de que es muy difícil encontrar valores objetivos e inmutables, universales para todos los tiempos y lugares, y aunque los encontremos las probabilidades de realizarlos a todos son prácticamente nulas. De ahí el interés de Berlin en el pluralismo valorativo y en cómo tratarlo. Tal vez a Berlin no le habría caído muy bien los términos de nuestra caracterización, pero podríamos decir “en hegeliano” que los liberales, por lo general, le prestan mucha atención a la moralidad entendida como una teoría que abarca valores universales para todos los seres humanos, pero al hacerlo descuidan la eticidad, es decir, la esfera de las relaciones particulares que tienen los seres humanos entre sí debido a que comparten algún ámbito especial, sea una familia, una religión, una nación, una cultura, etc. En realidad, todo pensador político debe prestarle atención a ambas esferas.

Quizás a Berlin le haya faltado una teoría de la autoridad que acompañara sus preocupaciones por el conflicto, y habría sido preferible que por momentos no confundiera la prosa magistral con un argumento sólido, como muy bien dice Glen Newey respecto al reconocido jurista Ronald Dworkin. Sin embargo, el saldo de su obra es altamente positivo. No solamente nos ha legado su erudición y sus preocupaciones liberales sino que, además, en una entrevista que le realizara Steven Lukes, Berlin ha legado a la posteridad una perla de sabiduría intelectual y política: “Me aburre leer a la gente que es aliada, gente de aproximadamente las mismas visiones. Lo que es interesante es leer al enemigo, porque el enemigo penetra las defensas”. Como se puede apreciar, Berlin no solamente es un liberal, sino que además pertenece a una especie en extinción: un liberal en el buen sentido de la palabra.

Fuente: La Vanguardia.

10 comentarios:

  1. Gracias por el muy buen artículo. Y excelente cierre: es más difícil encontrar a un liberal consecuente que a un hegeliano libertario.

    Saludos, Matías.

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  3. Muchas gracias por los comentarios. Herr Bauer, siempre es un honor. Anónimo, es muy difícil ser conscuente, sin duda.

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  4. Hola Ignatus, como siempre, es un placer.

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  5. Y muchas gracias Ignatus, por supuesto.

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  6. Muy bueno. Un placer leerlo.

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  7. no entiendo, ¿un liberal "en el buen sentido de la palabra" es un liberal consecuente o no consecuente? ¿consecuente en sentido de "extremo"? parece que por acá a nadie le cae bien los liberales. gracias

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  8. Hola Anónimo. Muchas gracias por el comentario. Un liberal "en el buen sentido de la palabra" es distinto a un liberal "en el mal sentido de la palabra".

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