El resultado de las elecciones en EE.UU. nos trae a la memoria la relación controversial que suelen tener la deliberación y la decisión democráticas, por no decir la república y la democracia, expresada claramente por Rousseau en un conocido pasaje del Contrato Social:
“Cuando se propone una ley en la asamblea del Pueblo, lo que se les pregunta no es precisamente si aprueban la proposición o si la rechazan, sino si ella es conforme o no a la voluntad general que es la suya; cada uno dando su sufragio dice su opinión sobre ello, y del cálculo de los votos se saca la declaración de la voluntad general. Cuando entonces la opinión contraria a la mía prevalece, eso no prueba otra cosa que yo me había equivocado, y que lo que yo estimaba ser la voluntad general no lo era. Si mi opinión particular hubiera prevalecido yo habría hecho otra cosa de lo que hubiera querido, y es entonces que yo no habría sido libre. Esto supone, es cierto, que todos los caracteres de la voluntad general están todavía en la pluralidad: cuando dejan de estarlo, cualquiera sea el partido que se tome no hay más libertad” (Jean-Jacques Rousseau, Del Contrato Social, traducción de Mauro Armiño, Madrid, Alianza, 1980, pp. 109-110, traducción modificada).
Para discutir este pasaje, como se suele decir en inglés, vamos a hacer sonar nuestra propia corneta y tomar una hoja, o tres en realidad, de nuestro propio libro Razones Públicas (pp. 174-176).
Por un lado, (A) Rousseau supone que existe una voluntad general que es anterior a la deliberación democrática y que por lo tanto debe comandar precisamente dicha deliberación; es precisamente por eso que los ciudadanos que participan de la deliberación (o de la votación para el caso) no deben preguntarse meramente si aprueban o no la moción (o cierto partido político), sino si la misma es o no conforme a la voluntad general. Como la decisión democrática es básicamente declarativa de una voluntad general preexistente, habría razones para impugnar toda decisión que se apartara de dicha voluntad general.
Sin embargo, como es muy difícil conocer la voluntad general a menos que quienes participan de la deliberación alcancen una decisión unánime (y a veces ni siquiera si hubiera unanimidad), es por eso que Rousseau también afirma que (B) la voluntad general en realidad es el resultado de la deliberación ya que se expresa en el “cálculos de votos” de quienes participan en la deliberación en cuestión. Según esta posición, la decisión democrática no declara sino que constituye la voluntad general. Antes del pronunciamiento democrático es imposible conocer cuál es la decisión correcta.
Las posiciones declarativa y constitutiva de la decisión democrática tienen sus pros y sus contras. La tesis declarativa (A) pretende asegurarse de que la decisión democrática sea correcta, lo cual supone que contamos con un estándar de corrección anterior a la democracia que nos permite juzgarla. Pero entonces, si existen estándares de corrección que son anteriores a la decisión democrática, vale preguntarse cuál es el sentido mismo de la deliberación democrática: ¿para qué deliberar (o votar para el caso) para alcanzar una verdad que conocemos de antemano, salvo quizás para expresarnos, o para pasar el tiempo quizás?
De ahí que la tesis constitutiva (B) venga a suplir la deficiencia mayor de la tesis declarativa, en la medida en que sostiene que en lugar de ser redundante, la decisión democrática hace toda la diferencia ya que antes de que sea tomada precisamente no podemos saber lo que debemos hacer. Para emplear la terminología rousseauniana, según la tesis constitutiva la voluntad general es la de la mayoría, y la voluntad particular es la que perdió. El problema es que en tal caso es natural que surja la pregunta: ¿estamos dispuestos a hacer cualquier cosa que decida la mayoría, solamente porque lo decidió la mayoría? Después de todo, hay momentos en los cuales hasta los demócratas pueden llegar a ser una minoría, en la medida en que por democracia no entendamos solamente un conjunto de procedimientos sino además un contenido mínimo.
Ciertamente, la discusión sobre la diferencia práctica que hace la democracia no puede ser sincronizada con el resultado de una elección o con la derrota de un partido. Eso sería hacer trampa, incluso si ganara Trump, un populista o neofascista y no en el buen sentido de la expresión como diría Sacha Cohen.
En realidad, el triunfo de Donald Trump son buenas y malas noticias. Las buenas, ya en sus primeros discursos como presidente queda claro que no va a hacer lo que dijo. Las malas, es que todo lo que dijo fue para ganar las elecciones. Veremos qué nos depara el futuro.
No hay que preocuparse en demasía y más bien debemos evitar que una ficción jurídica no nos deje dormir tranquilos.
ResponderEliminarEn los Estados Unidos la "voluntad general" se expresó debidamente y triunfó doña Clinton, luego los viejos colegios electorales, destinados a impedir que un impresentable populista llegara a la presidencia, fracasaron y desvirtuaron la decisión de la mayoría.