miércoles, 30 de diciembre de 2015

Sobre la República, la Corrupción y la Virtud



El veredicto condenatorio del Tribunal Oral en lo Criminal Federal nro. 2 a raíz de la así llamada “Tragedia de Once” indica muy a las claras los efectos que puede provocar la corrupción en el Estado: un delito contra la administración pública puede hacer literalmente estragos. No hace falta siquiera tener conocimientos jurídicos sino exclusivamente sentido común para entender cómo impacta la corrupción pública en el bienestar de las personas.

Sin embargo, si bien la corrupción no es reivindicada por nadie—al menos en público—debido a su infame reputación, no suele ser un objeto de preocupación política, al menos en nuestro país. De hecho, si y cuando la corrupción llega tener repercusión electoral alguna, eso se debe en realidad a que se trata de un efecto colateral de una seria crisis económica. Como muestras, bastan los botones del menemismo y del kirchnerismo: los evidentes casos de corrupción en los que se vieron envueltos solamente tomaron estado público una vez que sus caudales electorales se vieron mermados por razones de índole económica.

Es por eso que quisiera aprovechar la oportunidad no tanto para enfatizar el obvio impacto que tiene la corrupción en la vida de los ciudadanos en casos tales como la Tragedia de Once, sino para dar cuenta del énfasis republicano en la corrupción, uno de sus verdaderos caballitos de batalla.

La preocupación republicana por la corrupción no es sino la otra cara de su defensa de la virtud como un elemento constitutivo de la política. Tal preocupación le ha valido al republicanismo el mote de querer moralizar lo político. En efecto, se suele creer que quienes invocan la virtud republicana lo hacen para ubicarse como los únicos representantes del pueblo y por lo tanto como los únicos justificados en tomar decisiones políticas, degradando de este modo a sus adversarios al status de seres corruptos.

Sin embargo, la idea de virtud no tiene en sí misma connotaciones morales. Algo o alguien es virtuoso cuando desempeña correctamente su función. La virtud de un ciudadano, entonces, dependerá de cuáles son las funciones que debe desempeñar. De ahí que la virtud cívica republicana está muy lejos de ser perfeccionista o inquisitorial. Precisamente, Montesquieu en su celebrado tratado El Espíritu de las Leyes caracteriza a la virtud republicana como una virtud típicamente “política”, “el resorte que hace mover al gobierno republicano”, ya que exige cierto comportamiento mínimo que permite el normal desenvolvimiento del sistema político. Después de todo, no hay que olvidar que en el caso de una república, los ciudadanos no solamente cuentan con un sistema político sino que en el fondo son el sistema político.

Es por eso que la virtud cívica cumple con varias tareas bajo un régimen republicano. En primer lugar, desempeña un papel motivador fundamental. No solamente los ciudadanos participan de la vida cívica gracias a la virtud, sino que la virtud misma es la que explica por qué los ciudadanos entienden la libertad como la inexistencia de dominación y por lo tanto no toleran quedar expuestos al arbitrio de los gobernantes, sino que solamente se rigen por las normas y principios del Estado de Derecho.

En segundo lugar, la virtud cívica es decisiva ya que en una república quienes ocupan los cargos ejecutivos, legislativos e incluso los judiciales son los ciudadanos. La calidad de las decisiones de dichas instituciones dependerá de las deliberaciones que tengan lugar en dichas instituciones, las cuales a su vez dependerán en última instancia de las condiciones de quienes las compongan. Un devoto republicano como Maquiavelo creía precisamente en la superioridad de la república debido a la virtud de sus ciudadanos: “muy pocas veces se ve que cuando el pueblo escucha a dos oradores que tienden hacia partidos distintos y son de igual virtud, no escoja la mejor opinión y no sea capaz de comprender la verdad cuando la oye” (Discursos sobre la primera década de Tito Livio). En tercer lugar, la virtud cívica asegura que la opinión pública, que no es sino la opinión de los ciudadanos, controle los actos de los tres poderes del Estado.

De hecho, según Maquiavelo, la conexión entre la república y la virtud era tal que una vez instaurada la república Roma “pudo rápidamente aprehender y mantener la libertad”; sin embargo, luego del advenimiento del cesarismo, ni siquiera “muerto César” o incluso “extinta toda la estirpe de los Césares” jamás pudo Roma volver a establecer la república. ¿La explicación? Otra vez: es la virtud, estúpido. Las mejores instituciones republicanas están perdidas si no se componen de ciudadanos virtuosos.

La cuadratura del círculo del republicanismo moderno es cómo lograr que los ciudadanos sean virtuosos y/o que el régimen político no sea corrupto. Por ejemplo, la antigua república de Roma apelaba a la censura, una institución cuyo solo nombre hoy en día es impronunciable pero que originariamente monitoreaba el carácter moral de los ciudadanos, sobre todo los que ocupaban cargos públicos.

Hoy en día semejante monitoreo moral no es fácil de reconciliar con nuestra defensa de la autonomía como un valor fundamental. Sin embargo, una educación genuinamente cívica podría y debería lograr que el rechazo de la corrupción forme parte de la identidad misma de los jóvenes y que por lo tanto que se convierta en un tema con repercusiones electorales independientemente del estado de la economía y mucho antes de que tengan que intervenir los tribunales para castigar las proyecciones criminales de la falta de virtud. Otro preciado factor con el que contamos hoy en día sin apartarnos de la defensa liberal de la autonomía es la existencia de un poder judicial independiente, sobre todo en su cúspide. El veredicto de ayer es un paso en la dirección correcta.

Fuente: Bastión Digital.

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